12

De pronto paró. El gruñido, la respiración jadeante, la risita lasciva. En el momento en que le había bajado las bragas hasta las rodillas y le había agarrado la entrepierna, se había detenido. Solo el olor a sudor («su hedor insoportable») seguía allí. Como hasta entonces. Al igual que la presión que oprimía su cuerpo.

Celine estaba tumbada sobre la alfombra delante del sofá (su guardián la había levantado del sillón de los pelos), las manos esposadas cruzadas sobre los senos, justo debajo del pecho del hombre tumbado sobre ella. Que ya no gruñía. Que ya no jadeaba. Que ya no se reía entre dientes.

«¿Qué pasa? ¿Qué se propone?».

Desde que se había metido esa cosa por la nariz, su vigilante había actuado como poseído por un demonio. Le había desgarrado la blusa, le había metido mano, se había sacado el pene de la cremallera y se había escupido en la mano. Al principio se había enfurecido porque su miembro no quería ponerse duro, entonces se había echado a reír otra vez y había sacado una píldora azul del bolsillo de su pantalón.

«¿Viagra?».

Celine no sabía mucho de drogas ni de medicamentos para la potencia sexual, y estaba demasiado preocupada por su bebé para pensar en ello. Desde el principio del embarazo, su bajo vientre era mucho más que su zona íntima. Era el reino de Puntito. La vagina era su entrada. El asco y la repugnancia que le provocaba la idea de que un extraño se abriera paso allí abajo con violencia eran insuperables.

Sin embargo, ¿qué podía hacer después de haber sido tan estúpida de abrir la caja de Pandora? ¿Cómo habría podido evitar que el tipo le abriera las piernas y restregara su pene, aún flácido, contra su vulva?

Había dejado la pistola sobre una silla, a dos pasos de distancia, es decir, en un universo fuera del alcance de Celine. Puede que su delgado cuerpo aniñado, casi andrógino, no pesara más de sesenta kilos, pero ahora que se había distendido como un saco mojado, daba la impresión de pesar el doble.

«Es una trampa. Se está haciendo el muerto».

El miedo la paralizó. No se atrevía a moverse. No quería decir nada. ¿Qué iba a decir? «Eh, usted. ¿Por qué ha parado de violarme?».

Daba por sentado que tendría un pérfido plan. O que simplemente la quería maltratar con su malvado humor de poseído.

No contaba con tener suerte.

«La suerte es para los vagos, ese es tu lema, ¿no, papá?».

Celine volvió la cabeza hacia la izquierda y no vio nada más que pelo.

«Pelo asqueroso embadurnado en gel».

La cabeza de su guardián colgaba sobre su hombro derecho, su boca directamente en su cuello, como la de un vampiro a punto de morder a su víctima.

Y ahí notaba algo caliente. Algo húmedo.

«¿Baba?».

Sintió náuseas peores que las matutinas, que ya le resultaban familiares, ya que el olor a sudor las intensificaba.

Celine se atrevió a realizar un primer intento vacilante y empujó con los dos puños el tórax de su guardián, esperando que aquel ser perverso se despertara. Pero no sucedió nada.

«¿Será posible que…?».

Había oído varias historias de hombres que habían sufrido un infarto durante el sexo, pero el muchacho era demasiado joven para eso. Por otro lado había tomado drogas. Coca y Viagra. «O algo peor».

Celine no quería abusar de su suerte, al fin y al cabo ya era un avance no tener que notar cómo se frotaba contra su entrepierna. Sin embargo, la baba le estaba resbalando por el cuello, y el peso del saco de arena («¿peso muerto?») sobre su cuerpo le daba la sensación de haber sido enterrada viva.

«¿Estará inconsciente?».

La esperanza creció en su interior, y con ella la voluntad de liberarse de una vez de aquella carga repugnante. Empujó el torso del hombre hacia arriba y rodó para apartarse de él.

Ya se había movido una buena distancia cuando las fuerzas amenazaron con fallarle, sencillamente porque el asco era demasiado intenso: el cuerpo blando del chico flotaba sobre el suyo, los labios semiabiertos rozaban su frente. La saliva le goteaba en la cara. Pero entonces hizo un esfuerzo y apartó el peso («el peso muerto, por favor, Dios, haz que esté muerto») con todas sus fuerzas hasta que el cuerpo cayó hacia un lado. Se produjo un ruido sordo cuando el cogote del hombre golpeó el suelo, como si un libro se hubiera caído de una estantería, entonces fue libre.

Celine jadeó para recuperar el aliento. No se había dado cuenta hasta ahora de que el esfuerzo no le había permitido respirar. Debido a la falta de oxígeno, sentía un zumbido tan fuerte en sus oídos que ya no oía el crepitar de la chimenea.

«Pero el hedor sigue ahí. Cielos, ¿por qué sigo oliendo el sudor?».

Se apoyó para incorporarse, se volvió hacia el hombre que casi la había violado, y al ver sus ojos abiertos como platos, sin pestañear, sintió la necesidad de huir. Si antes se había planteado buscarle el pulso, ahora solo quería marcharse. Lejos de él.

Intentó levantarse, pero el agotamiento la mantuvo en el suelo, con las rodillas y las manos apoyadas en la alfombra.

«A cuatro patas». Recordó un pie de imagen acerca de las posturas del parto en uno de sus libros sobre el embarazo. Sin embargo, estaba muy lejos de traer vida al mundo en esta postura («¡con las muñecas esposadas!»). Más bien al contrario. No tenía la menor duda de que si no llegaba rápidamente hasta la silla («¡hasta la pistola!») perdería una vida.

La suya.

Celine gateó por el salón de espaldas a la puerta, hacia la silla, y dio por sentado que llegaría demasiado tarde. Que no podría rodear la empuñadura de la pistola con los dedos con la rapidez suficiente. Que echaría la mano al aire porque el violador volvería en sí y se adelantaría a ella. Por eso fue aún más liberadora la sensación de tener de pronto el arma en la mano. Pesada. Fría. Espantosa. Como la respiración tras ella.

Se volvió y gritó.

«Lo sabía. Dios mío. Si es que lo sabía».

No estaba muerto. Solo dormido. Brevemente dormido.

«Demasiado brevemente».

Estaba despierto de nuevo, aunque seguía algo aturdido.

—¿Qué…?

Celine dobló el dedo.

La mente de su guardián se aclaró con una rapidez inesperada. Se levantó de un salto.

Celine cerró un ojo. Se mordió el labio. Vio que la cara desfigurada por la ira y embadurnada de saliva se acercaba. Vio que la puerta de la entrada se abría.

Y disparó.

En el último segundo.

«He fallado».