Noah, Oscar y la mujer a la que llamaban Amber ya llevaban casi tres horas de viaje. En circunstancias normales, es decir, sin carreteras cortadas, atascos y desvíos por las manifestaciones, habrían recorrido el trayecto en menos de la mitad de tiempo. Pero ya habían necesitado un cuarto de hora solo para que Oscar encontrara una salida adecuada de la obra. De todas formas el aburrido portero ni siquiera había levantado la vista de su televisor al abrir la barrera para la furgoneta desde su contenedor.
Así habían salido sin problemas al extremo de un estrecho callejón sin salida, y posiblemente habían rodeado el principal atasco que había en torno a la estación.
A partir de aquí el navegador recibía de nuevo una buena señal de satélite y les había indicado la ruta guardada: hacia la pequeña población de Oosterbeek. A un camino forestal sin números, situado a algo más de noventa y cinco kilómetros al sureste de Ámsterdam.
—¡Lo sabía! —había celebrado Oscar al leer el destino del viaje en la pantalla.
«Oosterbeek». El arroyo del este.
Aquello alimentaba sus teorías de conspiración, y lo hacía con una información que a Noah le resultaría difícil tachar de inmadura: lo perseguían personas poderosas, influyentes y por lo visto muy ricas.
«¿El Club Bilderberg? ¿Room 17?».
Al parecer el problema era un vídeo por el que merecía la pena matar.
«¿De una de las conferencias?».
Grabado por un virólogo. Un científico en cuyo cuerpo estaba atrapado sin recordar nada.
«Pero sí el muerto del Adlon».
El viaje, durante el cual Noah había intentado ordenar sus pensamientos, había transcurrido mayormente por autopistas y con relativa falta de espectacularidad. Desde la zona de carga sin ventanas no había podido ver mucho de la zona por la que habían conducido hasta entonces. Cada vez que había mirado hacia delante, el paisaje ante la furgoneta no parecía haber cambiado nada: por todas partes había nieves, árboles y campos extensos.
«Y coches. Muy cerca unos de otros».
Fuera de Ámsterdam las carreteras también estaban más llenas de lo habitual. Oscar no había tenido ninguna oportunidad de superar la velocidad máxima permitida, en algunos tramos incluso había tenido que reducir la marcha a la velocidad del paso también en el carril de adelantamiento, si bien es cierto que manejaba el tráfico con un dominio sorprendente.
«Las ratas abandonan la ciudad que se hunde», pensó Noah, y miró a Amber. Se había quedado dormida sentada de puro agotamiento. Su barbilla estaba apoyada sobre el esternón, la saliva le goteaba de la comisura de los labios sobre el cuello de piel de su abrigo.
Antes le había soltado las esposas para curarla mejor con los vendajes del botiquín de primeros auxilios (que Oscar había encontrado bajo su asiento después de una larga búsqueda). Había dejado de perder sangre, pero necesitaba que un profesional le mirara la herida urgentemente. Y una tonelada de analgésicos en cuanto se despertara, lo que podía suceder en cualquier momento.
Sus párpados ya temblaban, la respiración era cada vez más irregular y la mano izquierda parecía estremecerse al ritmo de la canción que sonaba en la radio en ese momento; un éxito inapropiadamente alegre de un grupo holandés cualquiera que estaba poniendo de los nervios a Noah, pero bastante difícil era ya encontrar una emisora en la que no hablaran sin parar. La mayoría interrumpía sus programas cada dos minutos para dar avisos, y disparaban noticias urgentes una tras otra. A pesar de que Noah solo entendía una de cada tres palabras, estaba seguro de que los locutores se repetían constantemente.
«Manila. Gripe. Cuarentena. ZetFlu».
La noticia más reciente era la evolución de la escasez pronosticada de medicamentos. Al parecer había un antídoto efectivo que, sin embargo, no estaría disponible para cubrir el suministro a toda la población hasta el día siguiente al mediodía. Las farmacias y las clínicas que ya lo dispensaban tenían que soportar un auténtico estado de sitio a causa de la afluencia de ciudadanos preocupados. El presidente de Estados Unidos se disponía a dirigir un discurso a la nación. Si Noah había entendido bien las noticias, en algunos lugares ya se habían producido peleas y tumultos. Uno de los reporteros había pronunciado incluso las palabras «guerra civil».
«Muchas personas. Demasiadas personas».
Cerró los ojos y se preguntó por qué de pronto su memoria funcionaba tan bien de nuevo, aunque solo fuera en relación a las frases que Oscar había plantado en su mente pocas horas antes. «Al parecer, a finales de los setenta se escindió del Club Bilderberg una agrupación a la que el planteamiento para solucionar el problema de la superpoblación no le resultaba lo bastante radical».
¿Era posible que él formara parte de ese grupo?
«¿Quizá por eso no querían matarme inmediatamente? ¿Porque soy uno de ellos?».
¿Sería su amnesia realmente un efecto secundario de las sustancias peligrosas con las que había experimentado, y no una consecuencia de la herida de bala? ¿Había proporcionado un arma biológica a Room 17, si es que ese grupúsculo radical escindido del Club Bilderberg existía en realidad?
«¿Y por eso sé pelear tan bien? ¿Porque no solo soy un científico, sino también un asesino en masa?».
Sintió que Oscar pisaba el freno mientras oía de nuevo la voz del espejo de su sueño:
«No soy un asesino. Soy algo mucho peor. No existe palabra que me defina».
Noah cerró los ojos con la esperanza de silenciar las voces de su cabeza, pero sucedió todo lo contrario: los retazos de recuerdos comenzaron a chocar unos contra otros como vagones de maniobras.
«¿Puedo quedármelo? / No se puede deshacer lo que he hecho. Es demasiado tarde. /… no me queda tiempo para esconder el vídeo… / Roma. Ámsterdam. Mombasa. ¡Aquí está la salvación!».
—Quedan cinco minutos —gritó Oscar desde delante, y bostezó. Noah abrió los ojos y regresó al presente.
Tenía la boca seca, así que buscó en su bolsillo el terrón de azúcar que se había llevado antes del vagón restaurante y dio con el billetero de Oscar. Lo sacó para pasárselo hacia delante, al hacerlo se abrió por la mitad y Noah pudo ver las ranuras para las tarjetas de crédito.
«Nada».
Ni carnés, ni papeles, ni tarjetas.
«Como era de esperar».
El compartimento para las monedas también estaba vacío. Solo ahí donde normalmente se guardaban los billetes asomaba la esquina de una funda transparente. Noah, al que se le había despertado la curiosidad, sacó el sobre y observó las manoseadas fotos a través del celofán.
«La misma expresión melancólica».
Noah reconoció inmediatamente a la mujer. Era el rostro que Oscar llevaba al cuello en su amuleto. El retrato que besaba todas las noches antes de dormir.
Sacó la foto más grande de la funda para ver si había alguna fecha apuntada en el reverso, y se quedó helado.
Su mirada se dirigió hacia la nuca de Oscar.
«¿Qué significa esto?».
Noah giró la foto. Y una vez más, para mirar de nuevo la parte de atrás.
«Esto no es una foto».
Al menos no era una foto de la mujer de Oscar. A no ser que Manuela trabajara como modelo y no como médico.
Examinó los bordes de la imagen y confirmó su sospecha. La foto había sido recortada con cuidado de un catálogo de venta por correo. Solo así podía explicarse el anuncio de ropa interior femenina que cubría el reverso. Únicamente podía leerse un tercio del anuncio, el resto había caído víctima de la tijera.
La mirada de Noah saltó de nuevo hacia delante, entonces comprobó rápidamente las demás imágenes. El mismo resultado. Dos de ellas eran de un catálogo, una de una revista; con seguridad de una revista femenina, como parecía sugerir un anuncio rasgado sobre el maquillaje de primavera perfecto.
Noah se guardó de nuevo la cartera y buscó su arma con la mano.
«¿Quién eres?», se preguntó en silencio mientras Oscar detenía el vehículo.
—Hemos llegado —le oyó decir. Se encontraban en un acceso que salía directamente de la carretera comarcal. Los neumáticos habían dejado huellas en la nieve. El estrecho camino, apenas lo bastante amplio para su furgoneta, giraba a cincuenta metros rodeando un pino de gran altura. El último tramo ya no estaba marcado, la banderita de destino ya ondeaba en la pantalla. Noah supuso que detrás del árbol ya no quedaría mucho hasta la casa en la que le esperaban sus recuerdos, según Amber.
—¿Y ahora? —preguntó Oscar con el motor encendido.
«Ahora debería contrainterrogarte», pensó Noah.
Tenía una sospecha. De hecho estaba bastante seguro de que tenía razón, pero decidió posponer la cuestión de la verdadera identidad de Oscar y ocuparse de Amber por el momento, que en esos instantes volvía en sí.