En otras circunstancias a Celine le habría gustado la casa. Rodeada por un denso grupo de robles, parecía haber sido construida con la madera que el bosque ofrecía.
El viaje en coche desde el pequeño aeropuerto privado, cuya pista de aterrizaje había parecido demasiado pequeña para su jet al acercarse desde el aire, había durado solo veinte minutos.
No se habían tomado la molestia de vendarle los ojos. Tampoco había tenido que meterse en el maletero, sino que había podido sentarse normalmente en el asiento trasero de la limusina negra. Únicamente habían vuelto a utilizar las bridas, y además las puertas estaban cerradas desde dentro, para que no pudiera saltar del coche en los cruces o más tarde, después de girar hacia el camino forestal.
Era evidente que Amber ya no creía que en ningún momento ella tuviera oportunidad de informar a alguien de este secuestro. Hacía tiempo que Celine había superado la fase de preocuparse por ello.
Estaba sentada en un sofá, con las manos esposadas por las muñecas sobre el regazo, en el salón de un bungalow de una planta, ante una chimenea que ardía acogedora. Detrás de la cocina cerrada parecía haber más habitaciones, y Amber había prohibido estrictamente a sus guardianes entrar en ellas.
Celine oía el viento vibrar entre las tablas. Creyó distinguir en el movimiento de las llamas que fuera había comenzado a nevar de nuevo, pero no estaba segura.
Las persianas opacas de las ventanas le bloqueaban la vista hacia un abeto majestuoso que había descubierto al llegar a la vía de acceso.
«El árbol de Navidad perfecto», había pensado y había recordado con melancolía las últimas fiestas: las primeras en las que su padre se había dejado ayudar para poner la guirnalda de luces en el tejado de la casa. Había puesto como excusa el lumbago, porque en su cabeza eso sonaba mejor que admitir que el reuma ya no le permitía subirse a la escalera.
Celine se preguntó quién estaría cuidando de su padre en ese instante, cuando sus miembros se hubieran enfriado y entumecido después de tantas horas sentado en las sillas metálicas del aeropuerto, y si tendría consigo las pastillas para el corazón. Al fin y al cabo solo había querido recoger a su hermano y no se había preparado para una estancia prolongada.
—¿Quiere beber algo? —le preguntó por segunda vez su vigilante. Era joven, no más de veinte años, calculó Celine. La pistola con la que le apuntaba de vez en cuando parecía una mancuerna en su mano. Demasiado pesada para el muchacho.
«Muchacho». Sí, esa era la palabra adecuada para el mocoso, que llevaba una camisa ajustada y vaqueros pitillo, y parecía algo perdido. Llevaba un tatuaje (una pulsera en forma de alambre de espino que daba una vuelta a su muñeca derecha), pero daba la impresión de ser una pegatina y le hacía parecer más fantasma. Lo mismo sucedía con su pelo negro, al que había dado forma con gel, rapado hasta las sienes y a partir de allí despeinado en todas direcciones. Al menos no tenía granos ni pelusa en el labio superior, que habrían encajado con su aspecto general. De todas formas olía a sudor como un adolescente en la pubertad después de una clase de gimnasia.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Celine, y estiró las manos esposadas por encima de su cabeza. No estaba cansada. Lo único que quería era que el muchacho le mirara los pechos hinchados, que en aquella postura se dibujaban mejor a través de su blusa—. ¿Hace mucho que te dedicas a esto?
—Eso no le importa.
Ella notó que le molestaba que le interrogara como a un mocoso. Al mismo tiempo no sabía cómo exigir el respeto necesario sin resultar ridículo.
—¿Tienes mucha experiencia ya? —preguntó ambiguamente mientras abría las piernas. No llevaba falda, pero el gesto era inequívoco.
—Cierre el pico —ordenó el muchacho.
Celine percibió satisfecha que le ponía nervioso, tal y como demostraban el temblor de su párpado y los movimientos inquietos.
«Y el nerviosismo es la madre de la imprudencia».
Lo único que quería era que el arma estuviera a su alcance. Su plan todavía no iba más allá.
—Hace mucho que no he tenido sexo —dijo impulsivamente, y cerró los ojos.
«Ha sido demasiado rápido. Y demasiado obvio».
La pausa entre ambos, interrumpida únicamente por el crepitar de la chimenea, se alargó, y Celine estaba segura de haberlo estropeado todo, cuando de pronto el olor a sudor se intensificó.
Abrió de nuevo los ojos. El muchacho se había acercado. Ella le sonrió. El labio inferior del muchacho tembló al hablar, como si estuviera tiritando.
—¿No estaba usted embarazada? —preguntó receloso.
La verdad era que desde que habían aterrizado ya no sentía a su Puntito. Otra cosa más sobre la que no quería pensar.
—¿Nunca has oído hablar de las hormonas? Ahora mismo están explotando en mi cuerpo. Y eso le puede poner a una bastante cachonda.
La sonrisa de Celine adoptó un matiz lascivo.
—¿No has oído lo que te ha dicho tu jefa antes?
«Espero que volvamos a tiempo, antes de que el mundo se acabe». Con esas palabras había salido Amber del bungalow en el bosque junto con los dos sicarios que se habían bajado del avión con ellas, y la había dejado a solas con el muchacho.
«¿Cuánto hará de eso? ¿Cuatro horas?». Esperaba que tardaran un poco más en llegar.
Le guiñó el ojo al chico:
—¿No crees que deberíamos aprovechar cada minuto de la vida que nos queda?
Celine se lamió los labios y esbozó su sonrisa más sensual. Nunca antes se había sentido tan puta. Y nunca antes había tenido tanto miedo.
Miedo justificado.
A pesar de todo parecía que el muchacho caía en sus redes.
«Está funcionando, ay Dios. Se está abriendo la camisa».
—¿Lo dice en serio, señorita?
«Oh, sí. Muy en serio».
—Por supuesto, pequeño. Divirtámonos un poco. Nadie tiene por qué saberlo, ¿no?
El muchacho sacó un monedero que llevaba colgado del cuello bajo la camisa.
—De acuerdo, espera un momento —dijo él—. Lo tengo todo aquí.
«¿Condones? ¿Realmente es tan inocente? Quizá pueda ponérselo yo y al hacerlo…».
No. No podría.
Porque no eran preservativos lo que guardaba allí. Sino una bolsita con…
«Oh, Dios mío. No».
… un polvo blanco, cuyo contenido vertió entre el pulgar y el índice. Se llevó la mano a la nariz, aspiró fuertemente y:
—Ahhhhhh.
Sus ojos rodaron, todo su cuerpo vibró. Dio un golpe con el pie y exclamó como poseído:
—Sí, sí. Joder, cojonudo. —Con cada palabra pateaba más fuerte. Al mismo tiempo se golpeaba el muslo una y otra vez con el arma que tenía en la mano y se reía. Al final se detuvo bruscamente.
«Madre de Dios».
Cuando miró de nuevo a Celine, era otra persona. La cocaína, o lo que fuera que se había metido en sangre a través de las mucosas de la nariz, lo había transformado.
«Como la luna llena a un hombre lobo».
—Está bien, puta. Como quieras.
Se colocó ante ella. Del agujero izquierdo de su nariz le caía moco.
Celine reculó, miró hacia los utensilios de la chimenea, que estaban demasiado lejos de ella. Sacudió sus muñecas y sintió la sangre que se filtraba a través de los cortes que la brida le había hecho en la piel. Sintió miedo.
—¿Cómo de duro te gusta?
«Dios mío. He soltado al perro guardián».
Se había equivocado. El hombre que tenía delante no era un muchacho. Tampoco era inexperto. Aquello que ella había interpretado erróneamente como nerviosismo e inseguridad, el temblor y el sudor, eran en realidad síntomas del síndrome de abstinencia.
—Bueno, entonces te daré lo tuyo, puta —dijo, y aspiró por la nariz con una sonrisa.
El secuaz, que de pronto había envejecido varios años y tenía ahora una apariencia brutal, se abrió los pantalones.
—Contigo y con el feto amorfo de tu tripa, este será mi primer trío de la semana.