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«Dolor de garganta».

¿Eran imaginaciones suyas o era real? Altmann no estaba seguro. En los últimos años se despertaba cada vez más a menudo por la mañana con síntomas que de tanto en tanto resultaban ser indicios de un resfriado, pero que la mayor parte de las veces no eran más que efectos secundarios inofensivos de la edad. Como por ejemplo el mal aliento matutino, que cada vez era más fuerte.

«Una pena no estar en mi cama ahora».

Altmann sacó la lengua ante el espejo del baño. La tenía cubierta de mucosa, pero ¿acaso no era así siempre?

—¿Dónde está usted ahora? —preguntó la voz en su oído.

«Probablemente en el infierno es donde estoy, pero enseguida lo sabré con más exactitud».

Se abrió la chaqueta. La prenda, elaborada a medida, disponía de un bolsillo con cremallera hábilmente escondido que no formaba bultos visibles desde el exterior cuando estaba lleno.

—Estoy en el baño de un restaurante chino, a unos quinientos metros de la estación.

Cuando Altmann se había bajado del tren y había visto la multitud tras las barreras, había corrido directamente por las vías hacia el sur, pasando junto a los obligatorios almacenes destartalados, hacia un tren de lavado para vagones, tras el cual se había deslizado a través de un agujero en la valla metálica. Después de otros cien metros, que había recorrido cruzando un aparcamiento ocupado solo por coches nuevos, había llegado a una calle adoquinada con edificios que solo podrían mejorarse con una bola de demolición. La mayoría de las tiendas y restaurantes estaban cerrados, incluso el local de máquinas tragaperras que en teoría permanecía abierto las veinticuatro horas, a pesar de que esos polos de atracción de pobres diablos normalmente eran los últimos en caer víctimas de la guadaña de la recesión.

Tablas de madera atrancaban las ventanas de las tiendas de importación, las puertas de las casas de alquiler se habían transformado en espacios salvajes para anuncios. Los grafitis eran las únicas notas de color en aquel entorno desolador, tan abandonado que un hombre que se tapaba la boca y la nariz con un pañuelo manchado de rojo no desataría el pánico.

—Estoy solo —añadió Altmann y sacó un lápiz negro del bolsillo. Era el único cliente en el «Lee Wah». La anciana pareja de chinos tras el mostrador ni siquiera había pestañeado cuando había dejado diez euros sobre la mesa, había pedido una cerveza y se había retirado al lavabo. De sorprenderse, lo habrían hecho porque alguien hubiera entrado en su local.

—¿Fiebre? —preguntó la voz.

—Estoy en ello.

A Altmann le sudaban los dedos cuando apoyó en su frente la punta del lápiz, que a primera vista parecía un simple bolígrafo. No le gustaban esos chismes de James Bond, y no había utilizado más de tres veces el HPX5, como se llamaba oficialmente aquel dispositivo multifuncional. Además de un termómetro, incluía un medidor de radiactividad y una cámara HD en la pinza.

Esperó al pitido.

—Temperatura: 38,2 grados —comunicó el resultado a la jefatura de operaciones.

—Elevada —comentó la mujer—. No tiene por qué significar nada.

«Sí. No tiene por qué. Pero puede».

Apoyó la cabeza en la nuca, en un ángulo que le permitía examinar el interior de sus fosas nasales. Los pelillos habían formado una costra roja, pero no parecía que saliera más sangre. Antes, en el lavabo del tren, había arrancado la mitad del papel del dispensador pensando que aquello no pararía nunca.

—¿Dónde está el servicio de coordinación más cercano? —preguntó Altmann, y tragó saliva. El picor de garganta no había mejorado.

«¿Dónde puedo hacerme la prueba?».

—¿Ha tomado su medicamento?

Como miembro del servicio público (aunque fuera de forma no oficial), había sido uno de los primeros en disponer de ZetFlu.

—Por supuesto —confirmó Altmann.

«Y no solo ese».

No era especialmente hipocondríaco, pero cuando se trataba de medicamentos, estaba más de acuerdo con la máxima «más es más» que con la de «confía en la capacidad de autocuración de tu cuerpo».

—Tres al día. Durante dos semanas.

—¿Cuarenta y dos pastillas? —preguntó la mujer. Sonaba irritada.

—Sí.

—Pero solo le habíamos suministrado veintiocho, ¿no?

Era cierto. Pero en el prospecto decía que se podían tomar hasta tres pastillas al día con las comidas. Su dosis oficial solo habría bastado para las mañanas y las noches, así que había pedido a su vecino de Washington que le consiguiera el preparado original de ZetFlu a su cuenta.

«Más es más».

El mismo médico que le había estropeado la fiesta hablándole de endoscopias.

«Dios, juro que dejaré que me meta lo que sea por el culo si todo esto no es más que una estúpida coincidencia».

Altmann explicó a la voz cómo había obtenido las pastillas adicionales.

—¿Eso significa que ha entrado en contacto con medicamentos destinados a la población normal?

«¿Población normal?».

Tragó saliva. La garganta le dolía con bastante más intensidad que al principio de la conversación.

—¿Hay alguna diferencia?

Altmann recordaba vagamente el escándalo que se había producido durante la epidemia de la gripe porcina algunos años atrás, cuando se había descubierto que altos cargos políticos y miembros del ejército habían recibido una vacuna de mejor calidad que el resto de la población. Entonces se había tratado del adyuvante, que en la versión barata causaba más alergias.

—¿Es que hay otra vez un medicamento para pacientes privados y otro para los de la seguridad social? —trató de bromear.

—Responda a mi pregunta, Adam. ¿Ha tomado pastillas diferentes de las que le dimos nosotros?

—Sí, pero no entiendo…

La voz de la mujer perdió entonces toda emoción. Cuando pronunció sus últimas frases, fue como si un viento helador hubiera soplado a través de la línea.

—En ese caso ya no puedo hacer nada más por usted.

—¿Cómo dice? ¿Y eso qué significa?

—Ahora está solo. Que le vaya bien, Adam.

Oyó un chasquido en su oído, después una breve interferencia, y finalmente no oyó nada.

—¿Hola? Eh, ¿me oyen?

Nada. La conexión se había interrumpido. Silencio.

Altmann no oía nada más que un goteo monótono.

Miró consternado el lavabo sobre el que se apoyaba.

Su nariz había empezado a sangrar otra vez.