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Entre el tumulto a nadie le llamó la atención la extraña pareja enfrentada en tensión. Muy juntos, como ante la barra de una discoteca abarrotada.

Eran cuatro. Oscar, Noah, la chantajista y un ayudante armado con la pistola sacada; un hombre grande en torno a los veinticinco años que a Noah le recordó a un joven Elvis Presley: pelo oscuro, ojos marrones, patillas anchas y la piel del rostro completamente lampiña y femenina. Desde luego no era el aspecto que se asociaba con el tipo de asesino que castigaba cada paso en falso con un tiro en la columna vertebral.

«Pero ¿no tenía Ted Bundy también aspecto de presentador de televisión?».

El río de personas que circulaban junto a ellos estaba demasiado ocupado consigo mismo. Todos miraban al frente o hacia la pantalla de información con obstinación. Cuando alguien miraba en su dirección, lo que veía era a una pareja de enamorados abrazada. Una mujer asombrosamente atractiva que no podía apartar las manos del cuerpo musculado de su enorme amante; al menos hasta que hubo desarmado a Noah.

—Deje aquí la maleta —ordenó la mujer después de haberle quitado la pistola, el móvil, el dinero en efectivo y los pasaportes, y habérselos entregado a su acompañante. También habían registrado a Oscar, aunque bastante más superficialmente.

—¿Hacia dónde? —preguntó Noah y observó a su adversaria. Su plumífero hasta la cadera, cuya superficie plateada de poliéster brillaba como papel de caramelo, era la única prenda de ropa invernal que llevaba. Por lo demás iba calzada con zapatos de tacón alto, de manera completamente inapropiada tanto para la época del año como para un secuestro. Su falda lápiz estaba arrugada, como después de un viaje largo. Si estaba cansada, se había maquillado de modo muy eficiente para ocultar los signos visibles de ello.

—Ya lo verá.

Noah vio que Elvis apuntaba con su arma a Oscar y le indicaba de forma inequívoca que avanzara en dirección hacia la salida, pero Noah impidió a su acompañante que se moviera.

—¿Dónde está Celine? —preguntó.

La mujer se echó a reír ruidosamente. Su aliento con olor a chicle le llegó a Noah. Estaban tan cerca como si quisieran besarse.

—¿Se preocupa por alguien a quien ni siquiera conoce personalmente?

—No.

No se trataba de Celine. Antes, durante la llamada telefónica, no había accedido a verse con la periodista embarazada en Ámsterdam solo por debilidad emocional. Ella era su detector de mentiras psicológico. ¿Respetaría el acuerdo su adversario anónimo? ¿O Celine ya no estaba viva? La respuesta a esta pregunta demostraría a Noah a qué tipo de enemigo se enfrentaba. ¿Estaba dispuesto a llegar a un trato para conseguir la información que necesitaba? Entonces había margen de maniobra. ¿O confiaba su oponente únicamente en la superioridad de la violencia física? Entonces Noah no podía perder el tiempo y debía eliminarle en la primera oportunidad que se le presentara.

Desde luego no podía descartar que Celine hubiera hecho causa común con esta mujer y que su instinto lo hubiera engañado. Sin embargo, por muy sospechoso que le hubiera parecido el hombre del vagón restaurante, estaba completamente seguro de que Celine no era peligrosa; al contrario que la muñequita emperifollada y su esbirro listo para disparar que se encontraban justo delante de él.

—La señorita Henderson está con nosotros —dijo la mujer finalmente, cuando comprendió que Noah no se movería ni un centímetro sin esa información.

Entretanto los manifestantes habían reunido un coro de voces, cada vez más personas armaban más escándalo.

—Lo espera en un lugar seguro.

—Quiero hablar con ella.

—Lo imaginaba.

La mujer se llevó la mano a la chaqueta y poco después le sostuvo un móvil delante de la cara. Sin soltarlo, tocó la pantalla con la larga uña de su pulgar, de manicura perfecta.

—Dígale hola a Celine, señor Noah.

La calidad del vídeo no era mejor que una conexión convencional de Skype, pero de todas formas Noah reconoció inequívocamente a la mujer cuya foto le había enseñado Oscar en su escondite.

—¿Está usted bien? —le preguntó a Celine, que, al contrario que su secuestradora, no llevaba nada de maquillaje y parecía agotada del todo. La frente le brillaba, tenía los ojos entrecerrados y su cabello rubio oscuro, algo más corto que en la foto, estaba pegado a sus mejillas ligeramente enrojecidas.

—Más o menos. Estoy viva.

El ruido del vestíbulo de la estación no permitía oír sus palabras, pero Noah había podido leerle los labios.

«De acuerdo».

Había averiguado lo que quería, así que no protestó cuando la mujer cortó la comunicación.

«Celine aún sigue viva. Así que quieren algo más que mi vida».

Noah sabía que ya no había duda de que disponía de una información secreta que él mismo ya no recordaba. Una información por la que merecía la pena morir. Para cuya recuperación se habían organizado vuelos transoceánicos y se habían puesto en marcha ejércitos privados completos.

«Pero ¿qué puede ser? ¿Y hasta dónde llegará para averiguarlo?».

—Si me permite.

La mujer salió primera. Su esbirro cubrió la retaguardia.

Necesitaron casi cinco minutos para recorrer los treinta metros que había hasta la salida principal. Noah no sentía ningún arma en su espalda, así que dedujo que el asesino era un profesional. Si se le hubiera acercado demasiado, Noah habría podido desarmarlo sin esfuerzo. Además, sus secuestradores sabían que en esas circunstancias le habría sido imposible huir por más que hubiese querido. La corriente de personas en dirección contraria formaba una barrera natural.

Cuando por fin salieron al exterior, Noah estaba empapado en sudor y la cicatriz del disparo le latía de dolor.

Oscar también jadeaba. La temperatura era un poco más alta que en Berlín, pero la fina llovizna formaba una desagradable niebla húmeda. La muchedumbre se disipaba delante de la estación, pero en las calles que accedían a ella el tráfico era un completo caos. Los taxis, buses y coches privados se atascaban en los carriles desordenados. Ninguno se movía ya, incluso los tranvías estaban bloqueados en sus raíles.

A cierta distancia se oían sirenas y luces azules de policía, que centelleaban en el cielo cubierto de invierno, pero al parecer las patrullas tampoco podían pasar.

«¿Y ahora?».

Noah se volvió, volvió la vista una vez más hacia la entrada principal de la estación, cuyas dos torres con reloj, junto con la arquitectura de ladrillo rojo le conferían el aspecto de una puerta de ciudad inglesa.

—Por aquí.

Siguieron a la mujer, que les precedía muy segura de sí misma, con el sicario aún a la espalda, y cruzaron la calle principal hasta llegar al otro lado de Prins Hendrikkade serpenteando entre los coches que esperaban. Las vallas de obras bordeaban el camino, y tras ellas se apilaban contenedores azules. El ayuntamiento se disculpaba en letreros redactados en varios idiomas por las molestias que pudieran causar las obras de renovación de la línea de metro.

«¡Construimos para usted!».

La mujer apartó una verja metálica y Noah y Oscar la siguieron a través del fangoso terreno de la obra. Al contrario que en la calle principal, en la zona vallada reinaba un vacío absoluto. Con sus tacones, la mujer tenía dificultades para mantener el ritmo en el terreno desigual, pero teniendo en cuenta que se hundía prácticamente a cada paso, se dirigía con una determinación asombrosa hacia la furgoneta gris ceniza aparcada junto a una pila de tubos de plástico negros. La cabina del conductor parecía desierta.

—Conduces tú —dijo la mujer y le lanzó un manojo de llaves a su cómplice.

—Oh, no —se lamentó Oscar cuando otro ayudante abrió las puertas traseras desde dentro.

—¿Qué pasa? —preguntó la mujer.

—No nos podemos montar aquí.

La mirada de la mujer se dirigió hacia Noah.

—¿Y a este qué le pasa?

Él se encogió de hombros.

«La verdad es que yo tampoco estoy muy seguro».

—¿Qué problema tienes? —le preguntó a Oscar, cuyas mejillas se habían enrojecido de nuevo por el nerviosismo.

Su compañero señaló un letrero de aviso que delimitaba el sector de obra VI, en el que estaba aparcada la furgoneta.

—Venimos del andén F6.

—¿Y?

—F. La sexta letra del alfabeto. Así que seis y seis. Y este es el sector VI. El tercer seis. Juntos son seis, seis, seis. Números malditos, ¿entiendes? No podemos subirnos ahí. Esto acabará mal.

«¿Ah, sí?».

Noah subió por un escalón metálico a la furgoneta, en la que olía a pintura reciente y disolvente. Había dos bancos de aluminio uno frente al otro, del techo del vehículo colgaban cadenas. El segundo cómplice, el que había abierto las puertas desde dentro, le ordenó inequívocamente con una metralleta en posición de tiro que se maniatara a sí mismo con las esposas que había en los extremos de las cadenas.

A diferencia de Elvis, este hombre estaba enmascarado. Unos ojos pequeños y amarillentos brillaban a través de las ranuras de un pasamontañas.

—No me toque —dijo Oscar entre dientes. Noah se volvió hacia él y vio que su compañero intentaba sacudirse de encima la mano del secuestrador armado, que intentaba empujarlo dentro de la furgoneta—. No voy a entrar ahí.

—¡No te pongas así! —exclamó Noah, y le tendió la mano desde arriba, pero Oscar sacudió la cabeza.

—Hasta aquí he llegado, Noah. No voy a seguir con esto.

—Dispara a ese payaso —dijo la mujer con voz lacónica. Elvis levantó su arma.

—Alto, no. Esperen. Yo lo arreglaré.

Noah quiso bajarse, pero el hombre enmascarado se lo impidió.

—Quieto aquí, ¡o tú también te llevarás un tiro!

Noah gimió de dolor cuando un dedo se hundió en su hombro izquierdo, pero de todas formas siguió avanzando hacia la salida.

—Mierda, Oscar. No hagas gilipolleces.

—No son gilipolleces, Noah. Piensa a qué número te recuerda la letra W. Al número romano VI, ¿verdad?

Elvis tensó el gatillo y le puso la pistola a Oscar directamente en la sien; lo único que consiguió es que hablara más rápido aún.

—¿Por qué crees que todas las direcciones de Internet empiezan por www, eh?

—Oscar, por favor…

—Cárgatelo.

Sus voces se solaparon. Noah levantó la mano para darle una bofetada a Oscar, que ahora estaba a su alcance.

—Es decir, con seis, seis, seis. ¿Crees que es casualidad que…?

Tres disparos silenciaron a Oscar. Dos en la cabeza y un tercero, tras una breve pausa, directamente en el estómago. Algo caliente salpicó a Noah en la cara, y la mujer tampoco se libró. Su plumífero estaba manchado de sangre.

—¿Qué demonios?

La secuestradora se había quedado con la boca abierta y alzaba la mirada hacia Noah. Todo había sido tan rápido que no podía explicarse que sus dos cómplices de pronto estuvieran muertos, mientras que Noah la apuntaba a la cabeza con una ametralladora desde la superficie de carga de la furgoneta.