Altmann había conocido en una fiesta una vez a un profesor de arte dramático, una agradable excepción entre toda aquella gente aburrida a la que la que entonces era su mujer invitaba regularmente a sus «veladas», como le gustaba llamar a las reuniones de idiotas en su salón.
El hombre de sesenta y dos años, que reunía todos los clichés que se esperan de un profesor de teatro y ballet (zapatos de charol, traje a medida, chal blanco, homosexual), le había contado a cuántas famosas estrellas de Hollywood les había enseñado a sonreír, el accesorio más importante en la tormenta de flashes de la alfombra roja.
Altmann le había planteado impulsivamente la pregunta de si también podía aprender de él lo contrario: un rostro impasible, incluso cuando las circunstancias provocaran la risa.
Lo había logrado, como comprobó en ese momento. Le habría encantado reír o al menos sonreír de satisfacción en vista del dilema en el que se encontraba su interlocutor, pero ni siquiera tensó las comisuras de la boca. Casi podía oír las alarmas que resonaban en la cabeza de Noah. Y veía la lucha que su objetivo libraba consigo mismo. Noah ya creía haberse equivocado una vez. No quería cometer un segundo error. Pero su desconfianza era evidente y se manifestaba en las preguntas que le hacía.
—¿Qué le trae a Ámsterdam?
—Un viaje de negocios —respondió en inglés con acento alemán simulado. Uno de sus pasatiempos favoritos eran los dialectos, así que no le suponía mucho esfuerzo sonar como un alemán con conocimiento de lenguas extranjeras.
—¿En qué sector?
—Cortinas, persianas, mosquiteras.
Los agentes solo pronunciaban frases ambiguas en las películas: «Trabajo en el sector de la eliminación de residuos. Quito la basura de las calles».
—¿Y su equipaje? —insistió Noah.
—El cliente ya tiene mi maleta de muestras.
Si no hubiera sido tan triste, a Altmann le hubiera gustado continuar esta conversación durante un rato, pero no era un sádico. Matar no le divertía. Uno de sus vecinos en Washington era gastroenterólogo y en una fiesta en el jardín una vez le había hecho un comentario acerca de las endoscopias: «Créame, para el médico también es una putada. Pero por desgracia se trata de una putada necesaria». Altmann no habría podido describir mejor su propio trabajo.
Pidieron dos tazas de café a un cansado camarero que por fin había salido de las cocinas, y una Coca-Cola grande para el acompañante de Noah, que aún no había dicho ni una palabra y miraba ensimismado por la ventana. Oscar, o como se llamara, no era un objetivo primario, pero por desgracia no sería posible evitar su baja.
—Solo quedan cinco minutos —le recordó la voz femenina en su oreja el tiempo restante de viaje. Altmann hizo como si tuviera que rascarse. En realidad abrió la funda del arma que llevaba en la pantorrilla.
Naturalmente ya había tenido la oportunidad de eliminar a Noah al subir al tren en Berlín. Pero la conversación con su directora de operaciones en el patio de la embajada de Estados Unidos le había dejado meditabundo. Altmann sentía que le ocultaba algo. Y que se metería de cabeza en un buen lío si quitaba de en medio a Noah sin conocer todos los datos. A esto se añadía que nunca había tenido que vérselas con un oponente tan preparado. A sus ojos era casi un desperdicio eliminar a semejante artista sin conocer la verdad de los hechos. Por eso había vigilado a Noah y había esperado averiguar algo más sobre él a través del micrófono incorporado a la réplica, pero el tipo había dormido la mayor parte del tiempo, y su periodo de gracia se había terminado.
«Cuatro minutos».
En el vagón restaurante todo sería un poco más complicado. Esperaba no tener que eliminar también al camarero, que acababa de traerles las bebidas.
—Ay, mierda. Disculpen.
Al intentar abrir la cápsula de leche, Altmann había derramado la mirad de su contenido. Pequeñas gotas claras brillaban sobre la chaqueta negra de su interlocutor. Oscar también parecía haberse llevado un poco.
—Me pasa constantemente.
—Así ya estamos en paz —dijo Noah. A pesar del comentario con intenciones cómicas, no sonreía y tampoco hizo ningún amago de limpiarse las gotas.
«Lo sospecha. Y está cometiendo el error de no escuchar a sus tripas, sino a su cabeza».
Altmann había contado con ello.
Los asesinos del hotel y de la tienda de electrónica (trabajaran para quien trabajaran) habían buscado erróneamente un enfrentamiento directo con Noah. Pero el objetivo era un luchador demasiado experto para eso. Era evidente que estaba entrenado para reconocer los cambios más insignificantes en el patrón de movimientos de su atacante. Y precisamente esa había sido su perdición. En Berlín Noah había interpretado las señales que Altmann había enviado como había querido que lo hiciera: la falta de guantes, de equipaje, y el botón encendido en la oreja, el movimiento de mandíbula. Y como había previsto, Noah había aprovechado la oportunidad de atacar; y al hacerlo se había convertido él mismo en la víctima.
Tanto en el hotel como en la tienda de electrónica, los acontecimientos no le habían dejado tiempo para reflexionar. En esas circunstancias era cuando más peligroso resultaba. Ahora, sin embargo, Altmann le proporcionaba tiempo para cuestionar la situación en aparente tranquilidad. Probablemente Noah ya tuviera la mano sobre su pistola; reflexionaba sobre si podía arriesgarse a disparar a un pasajero, raro en cualquier caso pero quizás inocente, simplemente por una sospecha; y al hacerlo desperdiciaba el valioso tiempo que Altmann por su parte necesitaba para esperar el mejor momento posible: cuando el tren entrara en la estación. Cuando todos los demás escasos pasajeros estuvieran ocupados exclusivamente consigo mismos y con bajar del tren.
«Y si Noah intenta atacarme antes, la réplica inútil que tiene en la mano no le servirá de nada».
Altmann observó las salpicaduras en la chaqueta de Noah, pensó en la acostumbrada habilidad de sus dedos, y se preguntó si sería su destino que su vida solo funcionara cuando se trataba del trabajo. Su móvil pitó en el bolsillo, como para castigarle por sus mentiras. Lo sacó y leyó en la pantalla un mensaje de su hija.
¿Es demasiado tarde, papá? Feliz cumpleaños.
P.S.: Necesito consejo.
Esta vez Altmann no logró contener una sonrisa.
«Sí, un poco tarde, Leana. Pero mejor tarde que nunca, ¿no?».
Posiblemente el consejo que esperaba llevaba las palabras «In God we trust» escritas encima y solo podía obtenerse en billetes grandes.
«Pero qué demonios. Ha pensado en mí. Aunque haya sido en un momento poco apropiado».
—¿Algo importante? —preguntó Noah desconfiado.
Altmann se alegró de que el camarero, que había vuelto a la mesa para cobrarles, los interrumpiera. Pagó la cuenta. Dejar pagar a Noah le habría parecido algo cínico.
«Señoras y señores, estamos llegando a la Centraal Station de Ámsterdam. Debido a un alto volumen de pasajeros poco habitual, es posible que se produzcan esperas más prolongadas en algunas conexiones. Por favor diríjanse al personal de la estación».
El aviso multilingüe por megafonía fue la señal de salida para Altmann. Sacó el arma de la funda abierta y apuntó con ella hacia el estómago de Noah desde debajo de una servilleta extendida en su regazo.
Como el seguro ya estaba quitado, no tenía más que doblar el dedo y…
—Disculpe, tiene algo ahí.
Altmann titubeó.
Para su asombro Noah hablaba con profunda inquietud. Oscar también lo miraba desconcertado.
—¿Cómo dice? —le preguntó a Noah con el dedo aún doblado y rígido sobre el gatillo.
—En su nariz.
Altmann levantó las cejas y se llevó el índice y el corazón de la mano que aún tenía libre al labio superior.
«Qué diablos…».
Estaba húmedo al tacto. Muy líquido. Y olía a…
«¿Rojo? ¿Cómo puede algo oler a rojo?».
Tragó y notó un sabor metálico. Altmann sintió frío. No se trataba de una reacción física, sino psíquica.
Era tan consciente de ello como de que había reconocido los primeros síntomas.
—Discúlpenme —dijo, guardó de nuevo el arma y se levantó apresuradamente, con ambas aletas de la nariz entre el pulgar y el índice, tan a presión como un buceador poco antes de que el barco vuelva a sacarle a la superficie. Pasó a toda prisa junto al asustado camarero en su camino hacia el baño. Apartó la mano de la nariz. Se miró en el espejo. Gruesas gotas caían en el lavabo y dibujaban lágrimas rojas.
—¿Qué está pasando ahí? —oyó que le preguntaba la jefatura de operaciones desde el botón de su oreja. Las ruedas chirriaron. El tren redujo la velocidad.
—Nada —respondió escueto Altmann y miró fijamente la sangre en sus dedos.
«Esto no significa nada. Seguro que no tiene ninguna importancia».
Sin embargo, los intentos de calmarse a sí mismo no funcionaron. En su cabeza tomaba forma una idea que reprimía todo lo demás: «Gripe de Manila».
Por lo que sabía Altmann, le quedaban diez, puede que quince horas hasta que el dolor fuera insoportable.