Noah se miró fijamente al espejo. Se veía llorar sin sentir las lágrimas sobre la piel. Se oía hablar sin sentir que sus labios se movieran. Entendía las palabras que decía, pero no lo que significaban.
—No soy un asesino —se gritó a sí mismo—. Soy algo mucho peor. No existe palabra que me defina.
«¿Por qué dices eso? ¿Qué has hecho?».
Su reflejo no quería darle ninguna respuesta clara y solo dijo:
—No se puede deshacer lo que he hecho. Es demasiado tarde.
«No. No lo creo. Siempre hay una solución».
Se vio a sí mismo lanzando una maleta sobre una cama de hotel.
En la suite. En el Adlon.
Vio la maleta abrirse.
«Pronto estarán aquí. No me queda tiempo para esconder el vídeo».
Y de pronto su reflejo se echó a reír y distinguió los pasaportes de la maleta en su mano: «Roma. Ámsterdam. Mombasa. ¡Aquí está la salvación!».
El último pensamiento le resonó en la cabeza de nuevo con la voz patriarcal, de la que Noah al parecer no se libraba ni en sueños. Se solapaba con la suya propia:
«Rápido, antes de que…».
El ruido de un cristal de ventana estallando, acompañado de un fuerte golpe, se tragó el final de la frase. Un jarabe rojo manó de un orificio diminuto en la sien de su reflejo. Noah se vio pestañear, llevarse la mano a la cabeza, caerse.
Cuando cayó con un golpe sordo justo delante de la chimenea encendida de la suite del hotel, Noah oyó un segundo disparo. Y el dolor del impacto del proyectil lo despertó.
—¿Café o té? —preguntó Oscar.
Noah, que aún no estaba completamente despierto, gruñó algo ininteligible y se frotó el hombro. Tenía grandes dificultades para mantener los ojos abiertos. El suave balanceo del tren, acompañado del ruido de las vías, amenazaba con dormirlo de nuevo. Noah pensó en el instante antes de despertar, quiso retener el sueño antes de que desapareciera.
«¿Ha sido un sueño? ¿O más bien un recuerdo?».
La mancha de sangre que había dejado el hombre herido delante de la chimenea, que también existía en la realidad, apuntaba a un recuerdo; él mismo la había visto, pocas horas antes, sobre la alfombra de color claro de la suite del hotel Adlon. En cambio, la imposibilidad de que Noah se hubiera visto morir a sí mismo apuntaba a un sueño. Sobre todo porque su herida no estaba en la cabeza, sino en el hombro.
—Venga —apremió Oscar y se inclinó hacia Noah, sentado frente a él. El tren estaba tan vacío que tenían un compartimento para ellos solos—. Contéstame. Rápido, sin pensar. ¿Te gusta más el café o el té?
—Café —bostezó Noah—. ¿Qué…?
—En vacaciones: ¿mar o montaña?
—No lo sé…
—No pienses. Simplemente responde. Vamos.
—Está bien, mar.
Noah ya sospechaba adónde llevaba aquel jueguecito, ya que había jugado a uno parecido con la periodista antes. Probablemente era más fácil dejarse llevar que discutir con Oscar acerca del sentido o sinsentido de ese test psicológico.
—¿Cine o teatro?
—Cine.
—¿Carne o pescado?
—Carne.
—¿Beatles o Stones?
—Beatles.
—¿Cerveza o vino?
—Ninguno de los dos.
—¿Libro o e-book?
—Libro.
—¿Casado o soltero?
Noah aspiró por la nariz, abrió la boca, y finalmente se encogió de hombros.
—Ni idea.
Oscar torció el gesto como si hubiera mordido un limón.
—Maldita sea.
Noah se ahorró el comentario de que él habría podido decirle desde un principio que su cerebro no se dejaría engañar tan fácilmente.
«Cada vez es peor, no mejor».
Incluso los acontecimientos recientes se desvanecían con rapidez. Recordaba que después del incidente al subir al tren, había buscado un compartimento, había pagado dos billetes de ida al revisor y después había cerrado las cortinas; pero eso era todo lo que sabía. ¿Se había quedado dormido enseguida o había estado hablando antes?
«Ni idea».
¿Había sido parte del sueño que el revisor llevara una mascarilla y les hablara de holandeses presos del pánico acumulando provisiones en los supermercados, o había sido real? Noah no habría sabido decirlo.
Observó a su acompañante, cuyo pelo sobresalía como siempre en todas direcciones, como si acabara de despertarse sobresaltado de una noche intranquila.
Oscar miraba por la ventana. Mientras dejaba pasar el paisaje ante sus ojos, había sacado su collar de debajo del jersey de cuello alto, probablemente de forma inconsciente y, perdido en sus pensamientos, abría una y otra vez el cierre del amuleto para cerrarlo justo después.
Fuera hacía mucho tiempo que se había hecho de día. Su tren atravesó en tromba una pequeña estación regional sin reducir la velocidad; demasiado rápido para distinguir el nombre del lugar en los letreros, pero un cartel publicitario de una compañía telefónica holandesa reveló que ya habían cruzado la frontera.
«Cómo demonios…». Miró el reloj y se asustó.
—¿Casi las diez? Dios mío, ¿cuánto tiempo he dormido?
—Más de cuatro horas. —Oscar se volvió otra vez hacia él—. Te has perdido tres controles de billetes. Pronto llegaremos.
—¿Y por qué no me has despertado?
—¿Para que te abalanzaras sobre otro inocente? —Sonrió irónico—. Puedes estar tranquilo, grandullón, tu cuerpo toma lo que necesita. El sueño es la mejor medicina para un alma herida. Además, para variar, nadie ha intentado dispararnos.
Oscar se levantó, apartó las cortinas y abrió la puerta del compartimento.
—¿Adónde vas? —preguntó Noah, y también se puso en pie. A pesar de haber dormido bastante, no sentía que hubiera descansado.
—A beber algo. ¿No tienes una sed terrible al despertarte?
Noah se llevó la mano al cuello. Efectivamente. El sueño le había dado sed.
—La cafetería está un vagón más allá —dijo Oscar—. Si nos llevamos las cosas no tendremos que volver antes de bajarnos.
Noah cogió la maleta y lo siguió por el pasillo.
—¿Puedo verla? —preguntó.
—¿Verla? —Oscar se volvió con gesto interrogante.
—A tu mujer. —Noah señaló el amuleto—. Hay una foto de ella ahí dentro, ¿no?
Oscar abultó el labio inferior. Al principio pareció que rechazaría su petición, pero entonces suspiró y abrió el cierre del colgante. La foto que contenía, de borde ovalado, ya era algo antigua y tenía los lados ligeramente desteñidos, pero a pesar de ello el rostro fotografiado no había perdido su atractivo.
—Es guapa —dijo Noah en serio.
Ojos grandes, frente alta, cabellos oscuros, la mirada demasiado melancólica quizá, pero en la imagen se veía claramente que a la mujer de la foto le gustaba reír y lo hacía abiertamente, a pesar de que aquí tuviera los labios cerrados. Las arruguitas en torno a los ojos la delataban.
Oscar esbozó una sonrisa nostálgica.
—Oh sí, sí que lo es. Manuela tenía, déjame pensar… —arrugó la frente—… sí, tenía treinta y pocos cuando saqué la foto, acabábamos de abrir nuestra consulta de Maguncia.
«¿Maguncia?».
Oscar cerró el amuleto, se volvió y echó a andar por el pasico con pasos sorprendentemente rápidos.
—¿No habías dicho Fráncfort?
Noah corrió tras él, tambaleándose un poco debido al movimiento del tren, y repitió la pregunta una vez hubo alcanzado de nuevo a su compañero poco antes del paso al vagón cafetería.
—¿Fráncfort? —Oscar se volvió. El amuleto ya estaba guardado de nuevo bajo su jersey—. No. Nunca he trabajado allí.
Noah metió la maleta en un compartimento para el equipaje en la entrada del vagón, después se sentaron en una mesa cerca de la cocina, que parecía tan desierta como el resto del vagón restaurante. De todas formas había luz.
—Espero que aún nos den algo, aunque falte tan poco para llegar a Ámsterdam —dijo Oscar preocupado, pero Noah no estaba dispuesto a cambiar de tema tan fácilmente.
—Claro que sí. Me hablaste de CLEAR y del aeropuerto de Fráncfort. No de Maguncia.
Oscar bajó la carta que acababa de coger de una base.
—Escúchame, grandullón, no quiero ofenderte, pero en tu estado no me presentaría precisamente a un campeonato mundial de memoria. Es probable que hayas confundido conceptos. Maguncia está en el corredor de entrada de Fráncfort, seguro que fue eso lo que dije.
Noah reflexionó. Creía haber entendido algo diferente, pero ¿cómo podía estar seguro? Antes había olvidado incluso el nombre de Oscar, ¿por qué iba a recordar ahora un detalle tan poco importante de su conversación?
De repente notó una sombra junto a él que parecía haber salido de la nada. Se llevó la mano instintivamente al arma, pero se relajó un poco cuando reconoció la cara.
—¿Puedo sentarme? —preguntó el hombre.
Noah miró a su alrededor. Todas las mesas estaban vacías.
—Me gustaría disculparme con usted —explicó el extraño con gesto impasible.
—¿Usted? Más bien tendría que hacerlo yo —respondió Noah asombrado—. Al fin y al cabo fui yo quien lo derribó al subir al tren.