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Celine ya no se sorprendía de nada. Ni siquiera de la repentina salida de la habitación frigorífica hacia el tejado del edificio del NYN, donde ya la esperaba un helicóptero. No se había sorprendido de que volaran hacia mar abierto, al tiempo que nadie respondía a sus preguntas:

«¿Adónde me lleváis?

¿Qué queréis de mí?

¿Quiénes sois?».

Nadie intercambiaba una sola palabra con ella. Ni Amber ni el piloto de aspecto asiático, y desde luego tampoco el guarda corpulento que había atado sus muñecas con bridas y la había obligado a sentarse en la última fila del helicóptero a punta de pistola.

Celine había mirado fijamente el agua infinita a través de los cristales de la cabina revestida con plexiglás y había reflexionado acerca de lo que había entendido de la conversación telefónica entre Amber y Noah: «Ámsterdam. Estación. Lavabos».

¿Acaso querían cruzar el Atlántico en este helicóptero?

Ni siquiera eso la habría sorprendido.

En un día como aquel, en el que primero el doctor Malcom le había dado un diagnóstico funesto y poco después había recibido la llamada de un sin techo amnésico desde Europa, el lujoso jet privado en el que volaba como un rayo a once mil pies de altura era simplemente una prolongación lógica de los extraños acontecimientos.

Tres horas antes, en Martha’s Vineyard, habían cambiado de vehículo directamente en la pista del aeropuerto de la isla, protegidos por tres hombres de traje oscuro que habían subido a bordo con ellos y que desde entonces se mantenían alerta en la parte delantera de la cabina, separada por una puerta. Eso tampoco sorprendía a Celine. Ya no. La preocupación y el miedo no le dejaban tiempo para ello.

Antes de que el Gulfstream despegara, aún se había dejado llevar por el intento desesperado y realmente ridículo de apelar a los sentimientos de Amber como mujer. Había esperado construir con ella una relación de confianza hablándole de su embarazo de riesgo. Un error que solo le había granjeado burlas y palabras maliciosas.

—Madre mía, he oído que en el primer trimestre de embarazo hay que evitar a toda costa los vuelos de larga distancia —había dicho Amber con una sonrisa cínica mientras el jet privado se levantaba bajo una lluvia torrencial—. Así que incluso le estaré haciendo un favor si finalmente nuestra excursión le evita el castigo de tener un hijo mongólico de por vida.

Entonces fue cuando Celine había llorado por primera vez. Lágrimas de ira.

Hacía tiempo que le habían quitado las bridas, pero como no podía soltarse el cinturón, no había podido levantarse de un salto y pegarle en la cara a Amber. Había escupido de rabia al suelo sin dejar huellas apreciables, ya que todo el avión estaba enmoquetado con una alfombra de pelo largo de color crema; a juego con las molduras de madera de la cabina y los asientos de cuero sobre los que estaban sentadas la una frente a la otra.

Amber se había levantado riéndose y se había mezclado un gin-tonic en el bar de a bordo.

En ese instante bebía a sorbos el segundo y hojeaba sin interés una revista de moda. Celine, que de pronto se sentía infinitamente cansada, había descubierto que podía activar un enorme televisor en la pared de la cabina con un mando acoplado a su reposabrazos. Pulsó el botón de ON y lo primero que apareció fue publicidad. Antes de que pudiera hacer desaparecer a un ama de casa sonriente que bailaba por el baño con un pato parlante, el anuncio se acabó y el logotipo del NYN se abrió paso en la pantalla.

«¡Noticias precisamente!».

El televisor estaba silenciado, así que Celine no pudo oír lo que decía el presentador, de raya impecable, pero tampoco era necesario gracias a las leyendas que aparecían al pie de las imágenes, que parecían gritar la información.

BROTE EN EL JFK

• Terminales en cuarentena

• Accesos bloqueados

• Móviles e Internet bloqueados

• Instalaciones de climatización y ventilación selladas

• Prohibición absoluta de despegue y aterrizaje

Varias secuencias de imágenes se sucedieron rápidamente. Celine vio la planta del aeropuerto, después tomas exteriores. Un equipo de seis miembros vestidos con trajes blancos de cuerpo entero y máscaras de gas se acercaba a la entrada de un campamento improvisado ante la sala de llegadas de la terminal 2.

Además de las tomas exteriores de la prensa, también había material grabado en el interior de las terminales.

A pesar del control de las comunicaciones, algunos de los pasajeros parecían haber conseguido grabar un vídeo con el móvil y colgarlo en Internet, posiblemente poco antes de que se hubiera cortado toda radiocomunicación en el JFK.

Las imágenes, con líneas horizontales centelleantes y colores pálidos, parecían haber sido grabadas de un televisor. Mostraban una marabunta de gente que hablaba con insistencia a varios policías ante una salida de emergencia. La multitud, que al parecer quería abrirse paso hacia el exterior con violencia, comenzó a moverse de repente, pero después se disipó cuando un policía sacó su arma. Como algunos incluso se tiraron al suelo, Celine supuso que el agente había disparado un tiro al aire. El autor de la grabación también parecía estar huyendo ahora; las imágenes se emborronaron. Poco antes de que el vídeo terminara, la cámara captó de nuevo a los policías de la salida de emergencia, esta vez a una distancia mayor. Un único hombre seguía de pie ante ellos. A excepción de una corona blanca de dos centímetros de anchura en la nuca, apenas le quedaba pelo en su cabeza estrecha.

«Gírate», le gritó Celine mentalmente. Pero no lo hizo. La grabación se cortó, el presentador de las noticias mostró su mirada de la-situación-es-difícil-pero-como-buen-profesional-mantengo-la-distancia, y Celine no pudo confirmar la sospecha que le oprimía la garganta: «¿Acabo de ver a mi padre?».

Seguro que no. Lo más probable era que su mente le estuviera gastando una broma cruel. Una proyección desencadenada por la preocupación por Ed, intensificada por el diagrama que mostraban ahora en la pantalla:

• Estadio 1: infección. ¿Transmisión por el aire?

• Estadio 2: incubación. A menudo sin síntomas perceptibles.

• Estadio 3: brote de la enfermedad. Hemorragia nasal. El paciente es contagioso.

A estas les seguían otras cuatro fases que ilustraban con detalle el desarrollo de la gripe de Manila y sus síntomas hasta que llegaba la muerte. Celine dejó de leer al llegar a la «aspiración de sangre hacia los pulmones».

Cerró los ojos y vio la cara de su padre, su sonrisa, que le resultaba tan familiar como el aroma acanelado de su aftershave («Hueles a Navidad, papá») y la funda dorada de sus muelas, que siempre relucía cuando se reía, como ahora en sus pensamientos, en los que su padre extendía los brazos, abría los ojos más allá de las órbitas, y de pronto la sangre brotaba de sus pupilas dilatadas.

Gimió y abrió los ojos.

—Qué horror —se le escapó.

Amber levantó divertida la mirada por encima de su revista, después se volvió brevemente hacia el televisor a su espalda.

—¿Eso le parece un horror? —preguntó mientras se volvía de nuevo hacia Celine—. Aquí puede ver una vez más lo distintas que somos. Yo considero que es lo mejor que nos ha pasado en mucho tiempo.

«¿Cómo dice?».

—¿Miles de personas que temen por su vida separadas de sus familiares por policías armados? —Celine señaló la pantalla—. ¿Qué ve de bueno en eso?

—Mmm. —Amber hizo como que reflexionaba—. ¿Cómo le explico a alguien dormido que está soñando?

—¿Cómo dice?

—Bueno, intentaré hacerlo lo más sencillo posible. Comencemos con un número.

—¿Qué número?

—Treinta y un millones.

—¿Treinta y un millones de qué?

—Vuelos. Como este. Treinta y un millones de despegues y aterrizajes, esa es la cantidad que nuestro planeta tiene que soportar anualmente. Treinta y un millones de vuelos en los que se consumen más de mil millones de litros de queroseno. Un único 747 consume en los primeros minutos del despegue cinco toneladas de una materia prima que nunca se regenerará. Gastada, perdida, agotada. En veinte años a lo sumo habremos consumido lo que ha tardado millones de años en producirse. Entonces ya no habrá vuelos, ni fertilizantes elaborados a partir del petróleo para los campos que deben saciar el hambre de cada vez más personas. No habrá medicamentos contra las enfermedades de las masas, para cuya elaboración se necesita tanto petróleo como para producir PVC, detergentes o lubricantes. Se acabó. Por eso el cierre del JFK es la mayor aportación medioambiental de Estados Unidos de este año, incluso aunque solo dure algunos días. Así que en lugar de entristecerse con la mirada acuosa, debería alegrarse por los mil doscientos noventa despegues y aterrizajes que hoy no contaminarán la atmósfera.

Celine se llevó el dedo a la sien.

—¿Qué es usted? ¿Una activista medioambiental trastornada?

—No. Solo soy una parte del problema. ¿O cree usted que este jet vuela con agua?

—¿Eso es lo que le importa? ¿El petróleo?

Amber giró los ojos en señal de desesperación.

—Claro que no. Se trata de luchar contra los parásitos. Parásitos perniciosos que se aprovechan del anfitrión al que han infestado hasta que mueren con él.

—Déjeme adivinar: se refiere a las personas.

Amber fingió aplaudir.

—Muy lista, señorita Henderson. El petróleo no es más que uno de los innumerables recursos que estamos agotando definitivamente. A once mil metros por debajo de nosotros, por ejemplo —señaló el suelo de la cabina— fábricas flotantes con un alto grado de preparación inspeccionan el océano hasta el mismísimo casco del Titanic, pero a pesar del sónar, el radar y los análisis por satélite, apenas encuentran peces para sus redes de arrastre de kilómetros de largo. Uno de cada cuatro mamíferos se considera hoy en peligro de extinción, en el caso de los anfibios es incluso más de un cuarenta por ciento. La última extinción de dimensiones tan apocalípticas se produjo tras el impacto de un meteorito. Quizás haya oído hablar de ella. Entonces fueron los dinosaurios los que desaparecieron.

Amber sonrió como si su broma hubiera tenido gracia.

—Bosques, animales, agua, aire, nuestro clima. En este planeta todo muere o se marchita. Solo la población del causante de estas catástrofes, es decir, el ser humano, crece segundo a segundo, porque se ha suprimido el factor que la regulaba naturalmente.

—¿Qué factor?

Celine sintió que el jet seguía ascendiendo.

—Las enfermedades —aclaró Amber—. La peste, por ejemplo. A mediados del siglo XIV la peste negra causó la muerte de veinticinco millones de personas, que entonces era un tercio de la población total.

—Espere un momento. —A Celine se le secó la boca. El suave zumbido del avión parecía ser más fuerte ahora.

«Más amenazador».

—¿Acaso está diciendo que la gripe de Manila es una epidemia liberada intencionadamente?

Amber se encogió de hombros y volvió a abrir la revista de moda.

—Solo estoy diciendo que el planeta necesita urgentemente otro acontecimiento que restablezca el equilibrio de las cosas.

—¿Matando a personas? —A Celine de nuevo le habría gustado levantarse de un salto, y de nuevo se lo impidió el cinturón.

—Reduciendo el número de parásitos a una cantidad soportable.

Celine se quedó sin habla un momento.

—Está… está hablando de eutanasia.

«De asesinato en masa».

—No —dijo Amber con tono apagado, sin levantar la mirada de la revista que sostenía en las manos—. Estoy hablando del proyecto Noah.