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Berlín

«Cada vez es peor. No mejor».

Al principio Noah no había querido reconocerlo, había preferido no pensar en ello, pero ahora que se encontraba frente a la caravana junto al acceso de proveedores de la Estación Central, ya no podía seguir negándolo: con el tiempo las lagunas de su memoria crecían en lugar de disminuir.

Era cierto que de vez en cuando los flashes de recuerdos estremecían su cerebro, como por ejemplo la imagen del hombre moribundo en la suite del Adlon; y a veces oía la voz patriarcal en su cabeza, a la que le resultaba tan imposible asignar un rostro como recordar dónde había crecido, cómo eran sus padres o si tenía familia que le estuviera esperando. Sin embargo, lo peor era que junto a estos agujeros conocidos en la red de su memoria de pronto aparecían otros nuevos.

«Cada vez es peor. No mejor».

Era como si cuatro semanas atrás la bala no hubiera impactado en su hombro sino en su memoria, y allí hubiera abierto una herida por la que, en lugar de sangre, los recuerdos se escurrían de su cuerpo de forma descontrolada. Se había dado cuenta de ello por primera vez en el escondite, cuando había metido en la maleta algunas cosas a toda prisa y de repente no había sabido por qué lo hacía. No lo había recordado hasta que Oscar había colocado otro jersey grueso, añadiendo que «en Ámsterdam podría hacer más frío aún». Y ahora le había vuelto a pasar.

Noah había querido preguntar a su compañero de viaje qué diablos se les había perdido allí, a las cinco de la mañana, en un acceso subterráneo a la Estación Central que apestaba a orina y a basura, cuando su tren salía en pocos minutos, pero de pronto había olvidado el nombre de su compañero. Y mientras el miedo a perderse a sí mismo poco a poco lo embestía como una ola, el tipo pequeño y redondo se había echado la mochila de Noah al hombro y había desaparecido en la caravana.

«¿Holger? ¿Otto? ¿Ottmar?».

Cuando pocos minutos después este salió de la caravana sin mochila, lo recordó:

—¿Qué has hecho con Toto, Oscar?

Noah siguió a Oscar con la maleta en la mano y rodearon la caravana. La nieve, que había formado una costra con la gravilla, crujía bajo sus botas. El viento había amainado, por lo que la sensación térmica había aumentado ligeramente. De todas formas el frío era casi insoportable, incluso con la abrigada ropa interior que Noah había encontrado en la maleta y que ahora llevaba bajo el pantalón de traje. Oscar también se había cambiado. Para asombro de Noah, había sacado de debajo de la cama varias prendas de ropa de una calidad sorprendente: un plumífero polvoriento pero intacto, un jersey de cuello alto marrón, vaqueros, botas de borrego. A la pregunta de por qué no había comenzado a ponerse esa ropa mucho antes aquel duro invierno, Oscar solo había respondido lo siguiente en tono lapidario:

—Por la misma razón por la que me la pongo ahora. No quiero llamar la atención.

Efectivamente, Oscar tenía un aspecto casi normal con su nuevo atuendo. Solo su barba sin recortar delataba su modo de vida.

—Eh, estoy hablando contigo —gritó Noah tras él—. ¿Qué has hecho con el perro?

—Jenny se ocupará de él.

«¿Jenny?». Otro nombre que no le decía nada.

Oscar asintió.

—Estaba un poco cabreada porque la hemos despertado, lo cierto es que no esperaba a los primeros pacientes hasta dentro de dos horas como mínimo, pero entonces ha visto a Toto y se ha puesto manos a la obra enseguida. Ella apuesta por una desagradable infección de lombrices.

—¿Es veterinaria? —Noah volvió la vista hacia la caravana, a través de cuyas ventanas protegidas por cortinas se filtraba una luz amarillenta. Hasta ahora, al marcharse, no había visto la inscripción manchada de barro al otro lado del vehículo: «HundeDoc».

—Es más bien una trabajadora social. Jenny cuida de los niños de la calle de Berlín. Pero como estos no confían en los adultos, intenta conectar con ellos a través de los animales. Y lo logra. Ya puede estar sangrando por los ojos, que un vagabundo no irá al médico. Sin embargo, un perro es su posesión más valiosa, a menudo su único amigo. No puede ponerse enfermo.

Oscar explicó a Noah que Jenny conducía su caravana HundeDoc hasta los puntos más conflictivos para tratar gratis a los animales de los sin techo. Al hacerlo averiguaba mucho acerca de las preocupaciones y las necesidades de los niños de la calle, a veces podía curar sus heridas, y de tanto en tanto (aunque no muy a menudo) conseguía sitio en un piso compartido a alguno que otro. Paradójicamente ahora era ella la que vivía en la calle debido a su trabajo, ya que estaba tan ocupada que dormía en su consulta veterinaria móvil varias veces por semana, como ese día. A pesar de todo a final del año lo dejaría. Debido a la crisis económica, el Senado había suprimido las ayudas.

—¿Y un móvil? —preguntó Oscar de camino a la entrada de la estación.

—¿Qué quieres decir?

—¿No necesitaríamos un teléfono de prepago o algo así? ¿Uno que no puedan localizar como el ladrillo por satélite que llevas encima?

—¿Para llamar a quién?

—Tienes razón.

Noah y Oscar entraron en la catedral de cristal del vestíbulo de la Estación Central, que parecía extrañamente vacía incluso para esa hora de la mañana. Y había algo más que llamaba la atención: las pocas figuras que avanzaban hacia las vías con paso rápido y los hombros encogidos llevaban mascarilla prácticamente sin excepción. La mayoría eran de papel, como si se tratara de cirujanos de camino al quirófano. La farmacia, la única tienda junto con el quiosco que abría las veinticuatro horas, hacía incluso publicidad sobre un letrero de cartón: «Virus-Stop – ¡Protéjase a sí mismo y a su FAMILA!».

Noah, que se había detenido frente al escaparate, se preguntó qué sería una FAMILA hasta que se dio cuenta de la errata. Casi en el mismo instante en que le llamó la atención el hombre que había aparecido durante un momento en el reflejo del cristal del escaparate.

Noah se volvió hacia un lado, pero la figura ya había desaparecido por las escaleras hacia los andenes.

—Eh, no me mires con esa cara tan seria —dijo Oscar, que malinterpretó la mirada que Noah dirigía hacia la entrada por la que habían llegado—. Sé que le diste tu palabra a Pattrix, pero con Jenny el cachorro está en mejores manos.

Noah no prestó atención a las palabras de Oscar. Solo veía el letrero sobre la escalera, con una flecha que señalaba hacia arriba.

«Andén 9.»

El mismo en el que en menos de dos minutos entraría el tren hacia Ámsterdam.

«Qué casualidad».

Hizo una señal a su compañero para que guardara silencio y le siguiera.

—¿Y ahora qué pasa? —susurró Oscar después de que alcanzaran un ascensor de cristal—. Es mucho más rápido por las escaleras.

—Medida de precaución —respondió brevemente Noah. En efecto perdieron cerca de un minuto, lo que tardó el ascensor en abrir sus puertas y después llevarlos hasta arriba, pero esto dio a Noah la oportunidad de explicar sus sospechas a Oscar.

—¿Un sicario en el andén? ¿Y estamos siguiéndolo? Dios, cómo he podido ser tan idiota de dejarme convencer para acompañarte.

En realidad había sido Noah quien había pedido insistentemente a Oscar que se quedara a salvo en su escondite, pero Oscar lo había descartado indignado. «Puede que tengas suficiente fuerza en tus músculos, grandullón. Pero en estos momentos soy algo así como tu cerebro, y en los viajes eso es mejor no dejárselo en casa».

—¿No habías dicho que nos dejarían en paz hasta Ámsterdam? —preguntó Oscar. Las puertas del ascensor se abrieron. Se encontraban en la parte más exterior del andén, a la altura a la que pararía la locomotora, a unos veinte pasos del hombre que se informaba en una vitrina acerca de la posición de los vagones que llegaban.

—Unos de ellos sí.

—¿Unos de ellos? ¿Me estás diciendo que hay otra gente tras de ti?

Noah repitió lo que la mujer le había dicho por teléfono.

«¿Realmente cree que seguiría vivo si hubiera querido que lo mataran?».

—Madre mía —resopló Oscar—. No te bastaba con enfadar a los miembros del Club Bilderberg.

Sin responder a eso, Noah lo arrastró hasta detrás de una máquina de billetes. En esa zona del andén no se veían más pasajeros, que hubieran podido observar su extraño comportamiento. Noah se preguntó si la estación siempre estaba tan vacía a esas horas, o si se debía al miedo al contagio, que hacía que esos días la gente evitara los lugares públicos.

Se asomó con cuidado por detrás del objeto que los protegía y acechó hacia delante. El hombre de la vitrina le recordaba a la figura que había visto salir de la suite del Adlon, aunque no habría sabido decir qué le daba esa impresión. «¿La postura erguida? ¿La estatura elevada? ¿El abrigo oscuro hasta la rodilla?». Quizás era sencillamente la circunstancia de que el extraño no llevaba maleta ni equipaje de mano, algo poco habitual para un viajero. No obstante, hoy en día los hombres de negocios necesitaban poco más que su smartphone.

Noah vio que el hombre del cabello ralo y ligeramente encanecido se metía algo a la boca, un caramelo o un chicle. Entonces oyó que el tren entraba en la estación. El hombre se apartó de la vitrina y caminó por el andén en dirección contraria al ICE, que frenaba.

Cuanto más observaba Noah al desconocido, que cada vez se alejaba más de ellos, más dudaba de haber reconocido una fuente de peligro. Sin embargo, entonces el hombre cometió un error pequeño pero fatal: ladeó la cabeza justo en el momento en que pasaba junto a una máquina de bebidas iluminada. Solo por eso Noah había podido ver brillar el pequeño punto metálico reflectante en su oreja, posiblemente no mucho mayor que una cabeza de alfiler.

«¿Un minirreceptor?».

Noah entrecerró los ojos. Vio cómo se movía la mandíbula del hombre y de repente estuvo seguro de que aquella persona no masticaba chicle.

«Está hablando con alguien».

Entonces una familia de cuatro miembros que había subido las escaleras a toda prisa le obstaculizó la vista.

Noah no dudó ni un segundo más. Salió corriendo hacia los padres con sus dos hijos pequeños (la FAMILIA, pensó absurdamente) y se puso a cubierto tras una columna de hormigón armado justo detrás del hombre. Noah podía distinguir sus ojos en los vidrios oscurecidos del vagón del ICE.

El hombre tocó con los dedos («¿Por qué no lleva guantes con este frío?») un punto redondo en la puerta del tren y se apartó un paso del borde del andén mientras esta se abría con un silbido. Por suerte no se bajaron revisores ni pasajeros. La familia también había escogido otro vagón, lo que facilitó la intervención.

«Sin testigos».

Noah inició el ataque cuando el hombre puso el pie sobre el primer escalón del acceso. Corrió hacia el tren, agarró la pierna supuestamente estable y tiró de ella hacia atrás, de manera que el hombre cayó hacia delante con un «ahhh» que sonó algo lastimero. Para que aquello pareciera un percance de pasajeros que habían tropezado, Noah también se tiró hacia delante y sepultó al hombre huesudo bajo sí mismo. A pesar de que había mantenido su mano libre rodeando la pistola que llevaba en el bolsillo de la chaqueta todo el tiempo, y habría sido un juego de niños dispararla, Noah no había planeado matar al hombre en el acceso al tren. Primero quería saber de quién se trataba.

«¿Quién es el asesino que me persigue? ¿Quién le ha puesto bajo mi pista? ¿Y por qué?». Tumbado sobre él, con medio cuerpo en el tren y medio en la escalera, oyó maldecir al desconocido. Olió su aliento.

«¿Alcohol? ¿Durante una operación?».

Entonces vio el aparato electrónico en su oreja. Y en ese momento se dio cuenta de su equivocación.

«Error. He cometido un error».

Su memoria no era lo único que había dejado de funcionar. La capacidad de analizar correctamente las situaciones de peligro, de diferenciar el bien del mal, también parecía abandonarlo a paso lento pero seguro.

«Cada vez es peor. No mejor».

—Lo siento mucho —se disculpó Noah, y se levantó con torpeza deliberada para ganar el tiempo que necesitaba para esconder el arma que había sacado.

—Mierda, maldita sea —se lamentó el hombre, que había entrado en el tren y se frotaba la espinilla sentado—. ¿Qué demonios ha sido eso?

—Yo… eh…

«Me he equivocado. Creía que quería matarme».

—Ha sido un accidente. —Noah le tendió la mano, que el hombre rehusó furioso para levantarse él solo.

Claro que tenía algo en la oreja. Y claro que hablaba con alguien.

Pero no con una central de operaciones. Sino con un familiar, un amigo, una amante o el socio con el que había bebido demasiado el día anterior; con quien fuera que estuviera al otro lado de la conversación telefónica que el hombre mantenía a través del auricular en su oreja, que en realidad era un pequeño y modernísimo receptor de Bluetooth.

—Imbécil —dijo el hombre y se sacudió el abrigo.

Lanzó a Noah una mirada despectiva, entonces cojeó meneando la cabeza hasta los compartimentos de primera clase.

Una vez en su sitio, el hombre se desabotonó el abrigo y se dejó caer sobre el asiento con gesto furioso. Mientras el tren arrancaba de nuevo, calmó su respiración. Sus facciones se suavizaron. En el momento en que salieron de la estación, Adam Altmann dejó de actuar.

Se quitó el receptor de la oreja con cuidado de no tocar el micrófono que le conectaba con la jefatura de operaciones. En cuanto el revisor apareciera, le pediría un café para librarse del asqueroso sabor del espray de alcohol.

Las luces de la gran ciudad, que despertaba lentamente, volaban junto a su ventana, y Altmann no pudo evitar esbozar una sonrisa.

Acarició satisfecho en el bolsillo de su chaqueta el arma que le había sustraído a su objetivo durante el tumulto. Noah tardaría un buen rato en darse cuenta de que en su chaqueta había ahora una réplica inútil en su lugar.