Manila, Filipinas
—¿Adónde vamos? —Alicia protegía con la mano la cabecita de su bebé del intenso sol de mediodía, que caía con fuerza sobre el camino trillado entre las chabolas de chapa ondulada. La respiración de Noel sonaba jadeante, pero regular. Apenas notaba su peso. Hacía tres horas que su bebé había llorado por última vez. Tres horas desde el último intento de darle leche. No sabía cuánto había bebido Noel, si había podido mamar algo siquiera de su pecho, demasiado flácido. Solo sabía que la caminata que intentaban recorrer en ese momento no era adecuada en absoluto para mejorar su salud.
La ruta que había tomado Jay los llevaba cuesta abajo hacia «la ciénaga»: la zona más pobre de Lupang Pangako, la que primero se inundaba cuando había lluvias fuertes. Como el nivel freático era alto, el suelo siempre estaba blando, a menudo incluso cenagoso, y lo convertía en un nido de gérmenes y larvas de insectos. Sin embargo, durante los últimos meses había reinado una sequía poco habitual, por lo que Alicia ese día no tenía que abrirse paso a través de enjambres de mosquitos mientras seguía a Jay pendiente abajo.
—¿Falta mucho? —preguntó inquieta, firmemente decidida a caminar solo unos pocos pasos más, incluso aunque eso enfureciera a Jay.
—Llegaremos enseguida, mamá —respondió su hijo con el tono que tanto le recordaba a su padre. Amable, pero que no admitía réplica. Tan determinado como antes, cuando había insistido en que salieran sin tener certeza alguna.
—¿No sería mejor que nos quedáramos aquí? —había preguntado a Jay después de que el avión los hubiera rociado a ellos y a la multitud con desinfectante y hubieran huido de vuelta a la cabaña, donde habían podido lavarse mínimamente con un trapo y algo de agua. El olor del líquido, que escocía en los ojos, le había recordado a Alicia al trabajo en la villa del banquero. El chico de la piscina solía limpiar el depósito de agua una vez al mes con un producto que olía de forma similar.
»Será mejor que esperemos, Jay. —«Hasta que los helicópteros dejen de volar en círculos sobre nuestras cabañas. Hasta que los accesos vuelvan a abrirse y podamos salir del barrio sin peligro».
Pero Jay no había querido ni oír hablar de ello.
—Yo decidiré lo que haremos —le había dicho, y con ello había dejado claro quién era ahora el hombre de la familia.
Alicia había mirado a Jay directamente a sus ojos oscuros. Transmitían tanta seriedad que le había resultado imposible reírse de su afirmación. «No tienes más que siete años», le habría gustado replicar, pero no logró pronunciar las palabras. Por un lado, porque no quería herirle. Por otro, porque tenía razón. Gracias a su actividad en el vertedero era quien abastecía principalmente a la familia, y, por lo tanto, le correspondían todos los derechos del cabeza de familia. Incluido el derecho a indicarle el camino a su madre, a pesar de que Alicia no supiera qué se les había perdido en aquella zona. Si Lupang Pangako era la estación final de la vida, «la ciénaga» era la sala de espera del infierno. Y desde luego no encontrarían allí la salida de aquel horror.
En la zona más alta del barrio de vez en cuando había electricidad, algunas chabolas tenían radio y televisor, sus habitantes intentaban decorarlas lo mejor posible, con pósteres en las paredes y puertas pintadas de colores. Aquí en «la ciénaga» casi nunca se oía música, raras veces la risa de un niño. Tras las cortinas se escondían ancianos y enfermos a los que sus familias ya habían abandonado. Si se veía alguna cara, era la de un niño hambriento o la de una prostituta sin dientes ofreciendo sus servicios.
La mayoría de las chabolas aún estaban cerradas a cal y canto, pero cuando caía la noche los hombres enviaban a los niños a la calle para vender a sus mujeres por un puñado de centavos a los trabajadores que regresaban del vertedero.
«¿Acabaré yo algún día aquí también?», se preguntó Alicia, y prometió a Dios con una oración silenciosa que soportaría ese destino encantada si era la manera de que sus hijos tuvieran una vida mejor.
«Pero ¿por qué iba Dios a acceder a un trato así?».
Una risa vulgar asustó a Alicia.
Un grupo de gamberros venía de frente. De pronto se dio cuenta de que le faltaba el aliento y de que apenas conseguiría reunir las fuerzas necesarias para proseguir la caminata.
—¿Podemos hacer una pequeña pausa? —le gritó a su hijo desde atrás. Los jóvenes se rieron con más fuerza aún, pero continuaron sin molestarlos.
—No es necesario —respondió Jay, y se detuvo ante una cabaña de tablones que se asomaba inclinada al callejón—. Hemos llegado. —Con estas palabras apartó una cortina. Entonces desapareció en el interior del escondite.
—¡Espera! ¡Jay! —Alicia se secó el sudor de la frente. La vivienda a la que entró tras él con paso acelerado era inesperadamente espaciosa.
Olía intensamente a sudor y excreciones, pero a primera vista estaba limpia, al menos en comparación con las condiciones que por lo demás predominaban en «la ciénaga»; de una gran altura poco habitual, con un pequeño nicho sobre el fuego al que se podía subir por una escalera de madera. En una especie de cama alta había sentado un hombre flaco de piel oscura que se estaba cortando las uñas de los pies. Justo debajo de él se encontraba una mujer increíblemente gorda ante un mechero Bunsen removiendo el contenido de una cazuela.
Su tripa rebosaba por encima de unos pantalones de chándal demasiado estrechos. En lugar de una prenda de ropa, en la parte superior del cuerpo solo llevaba un sujetador negro, cuyos tirantes se hundían profundamente en la carne. A sus pies dos niños pequeños se peleaban por una muñeca sin brazos.
—¿Qué queréis? —preguntó la gorda sin volverse. El hombre prácticamente tampoco había levantado la vista hacia ellos cuando habían entrado en la chabola. Al parecer las visitas inesperadas eran habituales en su cabaña.
—Usted tiene un bebé —constató Jay con la mirada fija sobre una caja de Coca-Cola que había casi en el centro de la habitación. Alguien había colocado una gastada manta sobre la estructura para las botellas, y sobre ella había un bebé que dormía plácidamente.
«Mucho mejor alimentado que Noel», pensó Alicia con la mirada melancólica posada sobre las redondeces que se acumulaban en la barriga y los muslos del niño desnudo.
—¿Uno? —lanzó el hombre una risa obscena desde arriba. No llevaba puesto más que un calzoncillo sucio sobre su flaco cuerpo—. Chona ha poblado medio barrio.
—¿Y quién tiene la culpa de eso? —le respondió bufando la gorda—. ¿Quién es el que no puede mantener el rabo dentro de los pantalones, Bituin? —Entonces se dirigió a Jay—: ¿A qué viene esa pregunta tan tonta?
—Necesitamos leche.
—Jay —se le escapó a Alicia, que había comprendido lo que tramaba su hijo. La cara se le puso roja de vergüenza. ¿Cómo se le había ocurrido? Por eso no le había dicho adónde la llevaba. Nunca en la vida habría accedido a buscar un ama de cría para Noel—. Eso ni pensarlo —dijo para diversión de Chona y Bituin, que intercambiaron miradas malévolas.
¿Cómo podía humillarla así? Presentarla como madre inútil. Incapaz de cuidar de su propio hijo.
—Por favor, mamá. Noel necesita leche. Y esa de ahí… —Jay señaló a Chona—… tiene bastante.
—Sí, mi mujer rezuma leche —rio Bituin, y dirigió las tijeras de uñas hacia el dedo gordo de su pie derecho—. Es una pena que no se pueda decir lo mismo de tu madre, pequeño.
Uno de los niños comenzó a chillar porque el otro no le quería dar la muñeca sin brazos.
—Cierra el pico —le dijo Chona a su marido y le dio una patada suave al niño que lloriqueaba, lo que no alivió los gritos.
—¿Nos ayudará? —preguntó Jay.
—Depende —dijo Chona y tragó saliva con fuerza, como si la acidez le estuviera subiendo por la boca del estómago.
—¿De qué? —quiso saber Jay.
—Del precio. —Se frotó el pulgar y el índice uno contra otro.
Alicia tocó el hombro de Jay y dijo enfadada:
—Vámonos. ¡Ya!
«Tenías buena intención, pero esta gente son criminales. Y jamás confiaría mi bebé a chusma como esta».
—¿Cuánto? —preguntó Jay impasible.
—Cinco.
—¿Pesos?
—Dólares.
—Americanos —añadió Bituin desde arriba, y abrió y cerró las tijeras ruidosamente.
—Vámonos de una vez, Jay —dijo Alicia, segura de que pronto perdería los nervios si tenía que seguir escuchando a esa gentuza. Ni se le habría ocurrido dejar a Noel siquiera cerca de aquella mujer, pero si esa escoria no quería ayudarlos, entonces podía decirlo sin rodeos, sin necesidad de tomarle el pelo a su hijo.
«¡Cinco dólares!».
—Se están riendo de nosotros —le dijo a Jay.
—No, no es así.
La gorda se limpió las manos en los pantalones.
—Quieren leche. Nosotros queremos salir de aquí.
—¿Salir de aquí? —preguntó Jay.
—Sí. ¿No habéis oído lo del cierre? Bituin tiene un colega en el puesto de control.
—Por cinco dólares me dejará pasar —confirmó el hombre semidesnudo las palabras de la mujer, y señaló a Jay con las tijeras—. También puedes pagar en centavos. El Banco Bituin te ofrece hoy un buen tipo de cambio: cincuenta a uno.
—Como mucho son cuarenta coma seis —le contradijo Jay. Siempre que estaba cerca de un televisor, le pedía al dueño que pusiera el canal de noticias. Lo que más le interesaba de todo eran los letreros en los márgenes de la pantalla. Daba igual si se trataba de información sobre el tiempo, cotizaciones en bolsa o tipos de cambio; a Jay le fascinaban los números.
—¿Y este de qué va? ¿De listillo? —preguntó Chona con hostilidad.
«No. Es un artista de las cuentas», pensó Alicia, y si no hubiera llevado a Noel sobre el pecho, le habría soltado un sopapo a esa vaca obesa.
El talento de Jay le había llamado pronto la atención. Una vez, justo cuando había empezado a trabajar para la familia del banquero, se había llevado a Jay a hacer la compra. Había que comprar provisiones para un banquete, y el ama de llaves estaba agradecida por cada par de manos que pudiera ayudar. Tres enormes carros de la compra llenos, cargados como el carro de una mula. La cinta de la caja se vino abajo por el peso de la compra, y se habría podido envolver a una momia con el tíquet. Cuando la cajera les dijo la cantidad, Jay, que entonces tenía apenas cinco años, sacudió enérgicamente la cabeza y dio una cantidad treinta y nueve pesos y ocho centavos menor. La empleada, el ama de llaves y todos los que esperaban en la cola se rieron de él, pero en el trayecto de vuelta a la mansión Jay estudió la factura y, para asombro de todos, descubrió que la cajera había cobrado la citronela dos veces por error.
—Cincuenta a uno, cuarenta coma seis a uno… ¿Qué diferencia hay? —se burló Chona.
—Exactamente cuarenta y siete pesos —repuso Jay.
—Déjalo estar, Jay. De todas formas, no tenemos ni lo uno ni lo otro.
«Ni cincuenta ni quinientos».
Lo poco que ahorraba lo dedicaba a sus clases. Una vez al mes pagaba a Gustavo, un antiguo profesor de matemáticas casi anciano, para que siguiera desarrollando el talento de Jay. Eran solo unos pocos pesos, y los ahorraba de su propia comida, pero estaba convencida de que no habría podido invertir mejor ese dinero. Jay nunca estaba tan contento como cuando volvía de estar con Gustavo. «Los números son mis amigos, mamá», le había dicho una vez cuando le había preguntado por qué le gustaba tanto calcular mentalmente fracciones complicadas o multiplicar números de seis cifras. «Siempre puedes confiar en ellos».
—¿No hay dinero? —preguntó la mujer gorda al oír el comentario de Alicia. El bebé se había despertado y lloraba a pleno pulmón—. En mi vida ya hay suficientes «no hay dinero». —Chona señaló a su marido—. «No hay dinero» está ahí sentado y le huele el aliento.
Se inclinó y sacó al bebé desnudo de la caja de Coca-Cola.
—Al diablo con vosotros —dijo y se apartó el sujetador del pecho para dar de mamar a su niño.
—Sí, largaos. Buscaos a otro idiota —les gritó Bituin entre risas mientras se marchaban.
Una vez que estuvieron fuera de nuevo y sus ojos se acostumbraron a la claridad del día, Alicia sujetó a su hijo del brazo antes de que este pudiera emprender el camino de vuelta.
—Espera —dijo. Jay se volvió hacia ella, y ella le dio una sonora bofetada.
Él no torció el gesto. Ni siquiera parecía sorprendido. En lugar de eso asintió, como si hubiera esperado el castigo. Alicia enrojeció de nuevo. Se llevó la mano a la boca asustada.
—Lo siento. Perdóname, Jay, por favor. Tu intención era buena.
Le apartó el pelo de la frente.
—No quería pegarte, pero por favor: nunca vuelvas a hacer algo así.
Jay la miraba en silencio.
—Ya deberías saber que yo no quiero tener nada que ver con personas así. —Señaló la cabaña de la que acababan de salir.
Jay negó con la cabeza.
—Tu orgullo no va a alimentar a Noel.
Alicia luchaba por contener las lágrimas.
—Puede ser —dijo después del rato que le hizo falta para recuperar la compostura—. Pero el orgullo es lo único que nos queda.
Bajó la vista al suelo avergonzada.
«¿Por qué habré dicho eso? ¿Es que quiero quitarle toda esperanza a él también?».
—Espera y verás, mamá —oyó decir a Jay, y sintió su mano en la mejilla—. Espera y verás. Conseguiré el dinero de alguna manera.