El suelo se desplomó algunos centímetros y produjo una sensación de caída, lo que despertó de un susto a Zaphire después de haber dormido sin soñar.
«Maldita sea». Cinco personas rodeaban su cama, tres médicos y dos enfermeras, todos con la vista clavada en él, y no tenía nada mejor que hacer que dar cabezadas cada par de minutos.
—¿Qué narices me ha metido en las venas? —increpó Zaphire al anestesista, cuyo nombre era incapaz de recordar, a pesar de que había solicitado personalmente sus servicios. «Slomko, Zlapko, algo eslavo»—. Con esto podría conseguir que un gorila rabioso adoptara la postura del loto haciendo yoga.
No obtuvo reacción alguna. «Vaya humor». Puede que salvaran vidas, pero reír no era lo suyo.
«Qué más da». Lo importante era que él aún podía reírse.
En realidad debería haber muerto. La bala del autor del atentado había entrado en el lado izquierdo de su pecho por debajo de su axila. La trayectoria en línea recta habría atravesado su corazón, pero por suerte la séptima costilla se había interpuesto en el camino del proyectil, lo había deformado y lo había desviado hacia el pulmón. Zaphire sabía que había recibido un disparo sin orificio de salida. Lo había percibido en el mismo instante en que le había tosido una nube de sangre a Cezet en la cara, al tiempo que había sentido un dolor punzante en las profundidades de su lóbulo pulmonar derecho.
«Hay que ver de lo que sirve a veces un primer ciclo de Medicina en Harvard», había pensado mientras lo metían en una ambulancia de luces intermitentes en el patio interior del hotel, con los párpados aleteando. Entonces el dolor había desgarrado todos sus pensamientos como una bolsa de papel.
«¡La aguja!».
Ahora se acordaba. Zaphire levantó amenazadoramente el brazo y gesticuló en dirección a los médicos y las enfermeras.
—¿Cuál de estos carniceros me ha clavado una aguja en el pecho sin anestesia?
—He sido yo, señor. Disculpe, pero es que…
«Stealth. Por supuesto». Quién iba a ser si no su médico personal, al que Cezet siempre mantenía alerta durante sus apariciones públicas.
—Cierra el pico, Stealth. No hay nada de lo que disculparse. Al contrario. Si no le pagara ya tan exageradamente bien, se habría ganado un aumento de sueldo. Supongo que el motor de mi pulmón izquierdo se había parado, ¿verdad?
—Efectivamente, entró aire en la cavidad entre…
—Sí, sí. Lo sé, neumotórax, no soy idiota. ¿Cuánta sangre he perdido? ¿Dos litros?
—Más o menos.
Zaphire gruñó pensativo. Tenía sentido. Por eso Stealth le había tratado con un trocar, la aguja con punta triangular que su delgado médico sin humor alguno le había clavado sin ningún tipo de anestesia entre las costillas, justo debajo de la herida de bala. Un dolor infernal, pero así había liberado la presión sobre el pulmón y lo había salvado de una muerte segura.
—Hemos logrado extraer novecientos mililitros de sangre —explicó Stealth.
—Bien por usted.
Zaphire se sintió de nuevo indescriptiblemente cansado y preguntó la hora. Torció el gesto cuando una de las enfermeras se la dio.
—¿Han estado operándome durante dos horas? Madre mía, ¿qué ha pasado en todo este tiempo?
—Bueno, tuvimos que explorar toda la cavidad torácica en busca de astillas de hueso y…
—No me refiero a eso. Quiero saber si han detenido a los autores.
—No, señor.
Zaphire se rio y sintió como si le hubiera caído un rayo. Las sustancias que empleaba el anestesista no eran moco de pavo, pero cuando ponía a prueba su diafragma, recibía punzadas de dolor directamente del tórax al cerebro.
—Naturalmente —maldijo. «Cien guardias de seguridad pero una vez más nadie ha visto nada».
El ataque en Los Ángeles no era el primero, sino otro grave suceso de una serie de atentados, aunque el de esa tarde era de una nueva calidad. Hasta entonces esos cerdos solo habían querido bombardear sus fábricas para detener la producción de los medicamentos que enviaba a precio de coste a los países en desarrollo. A partir de ese día parecían haber decidido arrancar el «mal» de raíz.
«Sí que están desesperados los cabrones».
—Ordenador —ladró Zaphire a la sala.
Los médicos se miraron interrogantes. Stealth se atrevió a poner reparos.
—Creo que aún es demasiado pronto…
—Y yo creo que aquí me están quitando aire. Vamos, vamos, tráiganme un ordenador. Y un teléfono.
Las paredes suavemente arqueadas de la habitación del enfermo vibraron, y de pronto el suelo bajo su cama se hundió de nuevo. En ese mismo instante se intensificó el suave retumbar que los envolvía sin descanso, tan constante y permanente que prácticamente se olvidaba.
Zaphire no había visto que ninguno de los presentes hubiera pulsado el botón de llamada, sin embargo la puerta de corredera se abrió y una mujer joven entró en la sala, y verla le puso de buen humor por primera vez. Llevaba deportivas planas y vaqueros pitillos demasiado ajustados. Su piel negra brillaba casi tanto como la pantalla de la tablet que le tendía.
—Hola, Cezet, qué bien que estés aquí.
Como siempre admiró su postura erguida y espigada, que le recordaba a una bailarina de ballet.
—¿Dónde iba a estar si no, papá?
Cezet le acarició cariñosamente la mano y le apartó un mechón de pelo de la cara, arrugada por la edad. Zaphire sonrió ampliamente, también porque los médicos y las enfermeras salieron por fin de la unidad de cuidados intensivos y le dejaron solo con su hija.
Empezando por el nombre, Cezet no era una guardaespaldas corriente ni una hija corriente. Zaphire había conocido a la somalí en Dadaab. Entonces ella tenía siete años. Originalmente el campamento de refugiados en el noreste de Kenia se había construido para noventa mil personas. Cuando Zaphire lo había visitado con un equipo de médicos a finales de los años noventa, allí ya vegetaban más de cuatrocientas mil almas en condiciones miserables. Mujeres y niños, enfermos y hambrientos que habían dejado su vida en una Somalia destrozada por la guerra civil para desperdiciar también el resto de su mísera existencia en Dadaab. Cuando Zaphire había visitado la enfermería, una sencilla tienda de lona, el suelo embadurnado de sangre estaba lleno de jeringuillas viejas, vendajes sucios y otros residuos de hospital. Había varios catres desordenados, y sobre todos ellos había personas de tez negra. Algunos de ellos ya estaban muertos, otros respiraban febriles, un joven se retorcía de dolor en sus propias heces, y ningún médico en kilómetros a la redonda. Las milicias somalís habían asaltado los convoyes de ayuda y habían secuestrado al equipo de médicos que lo acompañaba.
Zaphire había encargado a sus hombres que descargaran el material de ayuda del avión antes de que la noticia de su llegada se hubiera extendido hasta el último rincón del campo. Para entonces apenas se podía llegar ya a la enfermería; cientos de personas hacían cola: hombres con muletas, mujeres con bebés, niños cuyas manos habían sido amputadas con machetes, personas marcadas por infecciones purulentas que contagiaban a los que esperaban.
«Demasiados. Son demasiados», había pensado Zaphire. La oleada de miseria era demasiado grande. Y en África, el continente con la mayor tasa de natalidad del mundo, crecía cada día. Los más pobres de los pobres traían al mundo cada vez más niños condenados a la muerte y la pobreza. ¿Se podía siquiera reprochar a los jóvenes y famélicos guerreros que se masacraran mutuamente en guerras civiles? ¿Acaso tenían alternativa?
Zaphire tenía los ojos llenos de lágrimas cuando un disparo había atravesado el aire a cuarenta grados ante la tienda de campaña. Poco después una niña pequeña entró precipitadamente por entre las lonas. Llevaba tras ella una camilla trenzada sobre la que yacía su madre. El cuerpo de la joven había perdido tanto peso por el cólera, que incluso una niña de siete años había podido cargar con ella varios kilómetros. Zaphire se había dado cuenta enseguida de que ya no podía hacer nada por la mujer. La madre ya estaba muerta, algo que había intentado hacer entender a su hija, que dirigía hacia él su arma llorando amargamente; una CZ 75 checa, como habían comprobado más tarde. El origen de su apodo.
«CZ. Cezet».
La niña, que solo hablaba somalí, había velado a la muerta durante un día y una noche y al día siguiente había sido necesaria la violencia para separarla de su madre. El día del entierro le había subido la fiebre a la pequeña también, se había contagiado, su posibilidad de sobrevivir bajaba con cada hora. Zaphire había decidido enviar a Cezet a Estados Unidos, gesto que hasta ahora se reprochaba como debilidad sentimental, había tenido que recurrir a todos sus contactos para conseguir un permiso de entrada para una única niña, mientras otros miles se habían quedado atrás. Una vez recuperada en una de sus clínicas privadas, la había adoptado (lo que había causado cierto revuelo en Estados Unidos) y más adelante había convertido a la pequeña y enérgica guerrera en su guardaespaldas (lo que había aumentado el revuelo).
—Tienes buen aspecto, papá.
—¿Tú crees? Bueno, si crees que una bala me pone más guapo, la próxima vez simplemente deja que me coloque de nuevo en la trayectoria de tiro, Suri.
Ella torció el gesto, como siempre que su padre se dirigía a ella con su verdadero nombre de pila, que ella no soportaba, por lo que Zaphire solo lo utilizaba cuando quería enfadarla.
—No habrá una segunda vez, papá. A partir de ahora me preocuparé mucho más por tu vida, y empezaré ahora mismo.
Con estas palabras agarró los extremos de una correa que se bamboleaba junto al colchón, la pasó por encima de la cadera de Zaphire y lo ató fuertemente con ella.
—El piloto dice que tendremos turbulencias sobre el Atlántico —se adelantó a sus protestas.
Zaphire encendió la tablet con un gruñido.
—¿Ese imbécil no puede rodearlas? ¿Cuánto tiempo de vuelo nos queda aún?
Abrió el buscador de Google y en el menú de noticias recorrió con la mirada los últimos titulares en los que se mencionaba su nombre:
• ¡Zaphire herido de un disparo!
• Zaphire quiere distribuir la vacuna solo a los necesitados; ¿le costará la vida este plan?
• Zaphire sale del país en avión tras el atentado. ¡Operación de urgencia en el avión ambulancia del salvador del mundo!
Abrió el último artículo y se asombró al descubrir en él incluso un plano interior sorprendentemente detallado del Boeing 747 en el que le transportaban en ese mismo momento, y que albergaba un quirófano completamente equipado además de una sala de cuidados intensivos. El informe se cerraba con gran pomposidad: «La enfermería volante de Zaphire ya ha salvado las vidas de miles de personas en más de veinticinco zonas del mundo en crisis. Después de su aparición en Los Ángeles, el multimillonario planeaba marcharse para acudir a una audiencia privada con el Papa y hablar con él acerca de las consecuencias de la gripe de Manila entre los más pobres de los pobres. Sin embargo, ahora es él mismo quien lucha por su vida en su propio avión quirófano».
Zaphire hizo rodar los ojos y dejó caer la tablet.
—Todavía no me has contestado, Cezet. ¿Cuándo aterrizaremos en Roma?
—No lo haremos, papá. Ha habido un cambio en el plan de vuelo.
—¿Qué? ¿Sin consultarlo conmigo?
Si no hubiera sabido que el dolor que sufriría si se levantaba prácticamente lo mataría, no habría aguantado más en la cama de pura rabia.
—¿Y adónde volamos entonces? —preguntó indignado.
—A Ámsterdam. Estoy segura de que estarás de acuerdo.
—¿De acuerdo? Queremos salvar miles de millones de vidas humanas. ¿Qué diablos se me ha perdido en Holanda con esos imbéciles zampaquesos? —dijo entre dientes.
Cezet tomó la mano de Zaphire y la apretó con fuerza.
—No te alteres, por favor, papá. Pero Noah ha reaparecido.