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—Mierda, joder —maldijo Adam Altmann mirando fijamente la lata de Coca-Cola que tenía en la mano.

«No puede ser verdad».

Era capaz de desmontar una pistola a ciegas con una sola mano, montarla de nuevo y cargar la munición. Cuando jugaba al póquer hacía desaparecer montones de cartas en la manga sin esfuerzo alguno, pero con los envoltorios estaba constantemente en pie de guerra. En los CD plastificados buscaba en vano la tira para abrirlos, y a las latas de refresco como la que acababa de sacar de la máquina a menudo les arrancaba la anilla antes de abrirlas.

«¿Y ahora?».

Colocó nervioso la lata llena pero inútil junto a la silla de jardín en la que se había sentado en un rincón del patio interior. Le habría gustado sacar su arma y disparar a la lata, pero había tenido que entregar las pistolas en la entrada. Nadie podía atravesar los controles del número 2 de Pariser-Platz con armas, por lo que Altmann se sentía completamente desnudo en ese momento.

«Desnudo y sediento».

—¿Qué está haciendo aquí?

Altmann se levantó y miró a su alrededor. Sabía que la mujer cuya voz acababa de escuchar en su oído debía de encontrarse en algún lugar tras los muros de piedra caliza de aquel feo complejo de edificios.

—¿Dónde se ha metido? —preguntó mientras intentaba distinguir algún movimiento sospechoso tras las escasas ventanas que daban al patio en las que aún había luz. Negativo. Ninguna persiana cuyas láminas se separaran. Ninguna sombra en la pared. Ni siquiera una mujer de la limpieza que se deslizara por las salas. El único que emitía allí alguna señal de vida era él, en forma de la nube de vapor que formaba su cálido aliento en el aire frío de la noche.

»Oiga, ahora mismo esto de aquí abajo es muy acogedor. —Señaló un tótem de doce metros de altura situado a pocos pasos de distancia. La obra de arte debía recordar la relación especial de Estados Unidos con la cultura india. Era una lástima que, a excepción de los escasos empleados, nadie pudiera verla, ya que por norma a los invitados no les estaba permitido acceder a los terrenos de la embajada estadounidense, y el complejo estaba mejor protegido que el área de alta seguridad de una prisión.

»¿Por qué no baja aquí conmigo y nos ponemos cómodos?

Se llevó la mano a la nuca, el punto de su cuerpo en el que siempre sentía en primer lugar la mordida del frío.

—Ambos tenemos nuestros principios, Adam —respondió la voz—. A usted no le gustan los incidentes en el trabajo. Yo evito el contacto personal con mis agentes.

—Y a pesar de ello ha accedido a verme.

—Porque usted lo ha pedido.

—Quería mirarle a los ojos.

—Mentira. Estaba enfadado por cómo había transcurrido la operación y quería hablarlo conmigo sin estorbos. Y el patio de la embajada, gracias a las emisoras de interferencias más modernas, es el lugar más próximo al Adlon en el que puede mantenerse una conversación sin riesgo de ser escuchados.

Altmann asintió. Tenía sentido. Cuando la mujer le había propuesto verse en la embajada, había supuesto que conocería el cuartel general en Berlín, pero posiblemente ni siquiera estaba cerca de él. La jefatura de operaciones podía estar en cualquier lugar, quizás incluso en otra ciudad.

—Bueno, Adam. Ninguno de los dos tenemos mucho tiempo, ¿qué quiere?

—Información.

—Eso es nuevo. Hasta ahora el motivo de sus operaciones siempre le había sido indiferente.

Era cierto. Altmann nunca había cuestionado los motivos. Si su cliente quería a alguien muerto, seguro que había argumentos que lo justificaran. Confiaba en el sistema, a pesar de que la unidad para la que trabajaba no estaba controlada por ninguna autoridad oficial, y sus gastos no aparecían en ningún informe de cuentas. La protección de la seguridad pública era, sencillamente, demasiado importante para ponerla en peligro con jueguecitos democráticos.

—¿A qué viene tanta curiosidad, Adam?

«Adam, Adam, Adam…», la imitó mentalmente. «¿A qué viene ahora esa confianza?». Empezaba a molestarle que él ni siquiera supiera cómo se llamaba ella, mientras que ella tenía acceso a todo su expediente personal.

—No es curiosidad, es rabia —dijo—. Cuando me contratan como niñera no quiero encontrarme con un perro de pelea en un redil.

—¿A qué se refiere?

—Me vendieron a Noah como un científico excéntrico, no como experto en combate cuerpo a cuerpo. Para saber luchar así, nuestro querido doctor ha tenido que matar a unos cuantos estudiantes.

—¿Qué quiere? ¿Su currículum?

—Dígame al menos cuál es el motivo de la operación.

—¿Y por qué es tan importante de repente?

Altmann podría haberle dicho la verdad. Que nunca antes había visto a nadie matar con semejante precisión. Tan rápida y artísticamente… sí, puro arte, no se le ocurría otra palabra. Le habría podido explicar que tampoco habría disparado a Da Vinci en la Capilla Sixtina, pero es posible que no hubiera comprendido la analogía, así que se tiró un farol:

—Si no me dice por qué tengo que acabar con Noah, tendrá que buscarse a otro para que lo haga.

Hasta ese momento de la conversación había vagado sin rumbo por el patio interior de la embajada de Estados Unidos, y ahora se encontraba ante un árbol protegido con un revestimiento; un roble, un arce o algo similar. Altmann no era capaz de diferenciar plantas ni pájaros, a excepción quizá de los gorriones o las palomas, algo que le avergonzaba en secreto. Una vez más se propuso hacer un curso sobre el tema en alguna escuela para adultos en cuanto esta operación terminara.

—La escucho —dijo con la mirada dirigida a la corona sin hojas del árbol. La voz suspiró. A Adam le pareció sentir que la mujer sopesaba los pros y contras de una respuesta. Finalmente decidió proporcionarle algo de información.

—Noah tiene un vídeo. Las consecuencias de su difusión serían devastadoras. Provocaría el caos no solo en nuestro país, sino en continentes enteros.

—¿Qué muestra ese vídeo? —preguntó Altmann, y recibió otra pregunta por respuesta.

—¿Qué sabe acerca de la pandemia?

Siguió paseando hasta un sillar de piedra suavemente iluminado sobre el que se erigía otra obra de arte. Mientras lo hacía, resumió el memorándum que el CDC, Centers for Disease Control, había enviado la semana anterior por correo electrónico a todos los agentes:

—Se trata de la gripe de Manila, también conocida como gripe de Bertrand por Luke Bertrand, un turista estadounidense que se infectó durante un tour por Filipinas. En un barrio de chabolas de la zona metropolitana de Manila llamado Isla Puting Bato, que él visitó, se sacó un cerdo muerto del mar, se preparó sin respetar ningún tipo de medidas higiénicas y se comió. Él mismo declaró no haber comido nada, pero desde aquel día es considerado el paciente número cero.

La voz mostró su aprobación chasqueando la lengua.

—Está perfectamente informado, Adam. Entonces también sabrá cuál fue la primera vía de contagio.

—Por supuesto.

En el memorándum del CDC se decía que Bertrand había sido un superspreader, es decir, la persona que había iniciado la reacción en cadena del contagio. Después de su excursión a la barriada, había pasado la noche en un hotel de cuatro estrellas de Manila, donde pidió que el médico del hotel lo examinara porque sangraba de modo abundante por la nariz, el primer síntoma que típicamente marcaba el inicio de la fase contagiosa. Solo en el vestíbulo infectó a siete personas: una familia australiana de tres miembros, un hombre de negocios japonés y tres rusos. A pesar de sufrir fiebre y graves problemas en las vías respiratorias, Bertrand emprendió la vuelta a casa a Los Ángeles vía Fráncfort y Atlanta, así que entró en contacto con miles de personas en los nudos de comunicaciones más grandes del mundo.

—En las últimas cuatro semanas la pandemia ha alcanzado el nivel seis de la escala de la OMS —le dijo la mujer al oído—. Más de dos mil muertos confirmados de forma oficial, repartidos por todos los continentes. Y la tendencia aumenta exponencialmente.

—¿Esas cifras son ciertas? —preguntó Altmann, que entretanto había identificado el objeto que había sobre el zócalo de piedra. No era una obra de arte, sino un monumento conmemorativo: un fragmento de una viga de acero destrozada del World Trade Center. Altmann volvió la vista hacia el tótem, pensó en los indígenas casi exterminados, y se preguntó si era cosa suya que allá donde mirara todo lo que veía le recordara a la muerte, incluso el patio interior desierto de la embajada norteamericana.

—La mayoría de los medios presuponen una cifra negra mucho más alta, que las autoridades no comunican para evitar el pánico entre la población.

Los ojos de Altmann se abrieron como platos al escuchar aquello, incluso mientras hablaba:

—¿De eso se trata? —le preguntó a la voz—. ¿Destapa el vídeo de Noah la verdadera dimensión de la pandemia?

La mujer titubeó de forma apenas audible, finalmente forzó un gruñido de asentimiento.

—Podría decirse así, sí.

Altmann sintió de pronto la inexplicable necesidad de quitarse los guantes de cuero negros y tocar con las yemas de los dedos la inscripción sobre la placa conmemorativa por los miles de muertos del 11 de Septiembre. Mientras tanto la directora de operaciones le advirtió de que se diera prisa.

—No puede perder más tiempo, Adam. La situación se está descontrolando por momentos. Desde el cierre del aeropuerto de Nueva York, las autoridades se están planteando prohibir todos los vuelos intercontinentales. Doce hospitales en Atlanta, Chicago, Nueva York, Los Ángeles, Denver y Miami ya están en cuarentena. En todos los demás a los que aún se puede acceder, las salas de aislamiento están a reventar. Fuera de Estados Unidos también se ha impuesto parcialmente el estado de excepción. En Polonia, Hungría y España apenas queda ya medicamento contra la gripe, en parte de Asia se ha suspendido la actividad en colegios y universidades. Solo Alemania escapa de la histeria. Por ahora.

—Entiendo —dijo Altmann, y se volvió a poner los guantes. Tiritaba de frío. Su nuca estaba rígida como la piedra. Si no volvía a entrar pronto en calor, empezaría a dolerle la cabeza.

—Ya se ha enterado de lo del ataque a Zaphire, ha fracasado. Por desgracia. Ese chalado ha declarado en directo ante las cámaras que solo enviaría el medicamento a países en desarrollo. Ahora la gente se precipita hacia las farmacias y las clínicas por miedo a quedarse sin nada, así que el presidente está sopesando instaurar un toque de queda. Ya hay problemas de abastecimiento. Estamos a un paso de que se produzcan disturbios. No puedo darle más detalles, pero una vez que el vídeo se suba a la red, todo empeorará drásticamente. Lo más seguro es que en todo el mundo se alcancen condiciones similares a las de una guerra civil. Piénselo: los civiles ya están desahogando su miedo con agresiones xenófobas. Las personas de origen asiático reciben palizas por la calle porque se las relaciona con el virus de las Filipinas. Acopio de provisiones, colas ante los supermercados, peleas en las farmacias… Todo esto está pasando sin que la población conozca la verdadera dimensión del problema. Imagine qué pasaría…

—¿… si el vídeo le mostrara a la gente el verdadero motivo de sus miedos? —completó Altmann, y dejó vagar su mirada una vez más por las ventanas del patio interior. Por algún motivo estaba convencido de que la voz lo vigilaba, a pesar de que no hubiera ningún indicio visible de ello.

—Las organizaciones estatales se desmoronarían —comenzó a enumerar la mujer—. Ya no sería posible proporcionar atención médica coordinada a la población, por lo que la pandemia se extendería de forma aún más desmedida que hasta ahora.

—¿De cuántos muertos estamos hablando? —quiso saber Altmann, y se dirigió hacia la salida.

—¿Sin la infraestructura para extinguir el virus de raíz?

—Sí.

—Tres y medio.

—¿Millones?

—Miles de millones.

Altmann jadeó y se detuvo justo antes de las puertas de cristal, a través de las cuales llegaría al atrio y así a la salida de la embajada.

—¿La mitad de la población mundial?

Volvió la mirada hacia el árbol, que no consiguió distinguir. Hacia el tótem, que se clavaba en el cielo como un enorme dedo gigante en señal de advertencia, y hacia el monumento en memoria de los miles de inocentes asesinados el 11 de Septiembre.

—¿Entiende ahora por qué es tan importante eliminar a Noah? —le preguntó al oído la voz—. Y rápido. Antes de que sea demasiado tarde y recuerde dónde ha escondido el vídeo.

A través de las puertas de cristal oscilantes del atrio observó cómo Altmann abandonaba el edificio en dirección a la Puerta de Brandenburgo y hacía señas a un taxi. Entonces se despegó de su sitio y se dirigió hacia los ascensores. Dos pisos más abajo, en el sótano de la embajada, la recibió un zumbido.

La puerta del final de pasillo lo amortiguaba, pero a medida que se acercaba al depósito, el zumbido se iba transformando en un chirrido penetrante.

Esperó un poco y, cuando el sonido hubo disminuido, llamó a la puerta y entró.

—¿Cómo ha ido? —la saludó un hombre mayor de pelo canoso y ojos cansados.

Llevaba un traje oscuro con una camisa azul sin corbata y zapatillas de deporte. Estaba de pie entre dos estanterías metálicas altas detrás de una mesa de cámping, que se combaba bajo el peso de varias carpetas de expedientes.

—No quiero interrumpirlo —respondió ella, señalando la clasificadora que sostenía en la mano.

El hombre asintió, después la dejó sobre un escritorio y arrancó las primeras veinte páginas.

—¿Se lo ha tragado? —quiso saber.

—De momento. Pero no durará mucho. Altmann es demasiado listo para estos jueguecitos —dijo mientras observaba al hombre meter las hojas en una trituradora de papel.

Suspiró por dentro.

«A esta velocidad tardará años en destruir las pruebas».

Era lo mismo en el Pentágono, la Casa Blanca o aquí en la embajada: en esos momentos los empleados hacían horas extra en todas partes para alimentar las trituradoras con documentos acerca de Noah. No solo en territorio estadounidense, sino en cualquier país en el que hubiera autoridades estatales que conocieran el proyecto.

—¿Deberíamos sustituirlo? —preguntó el hombre por encima del ruido de la máquina.

—Aún no. Aún tiene alguna oportunidad.

Al despedirse, le había transmitido a Altmann la información que había obtenido el departamento de escuchas acerca del siguiente paradero de Noah.

El hombre mayor hizo una pausa.

—¿Y si Altmann suma dos más dos?

Ella se encogió de hombros.

—¿Cuál sería la diferencia?

—Cierto —asintió el hombre, y metió otro taco de papeles en la trituradora con gesto amargado—. De todas formas ya es demasiado tarde.