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Celine se sorprendió tanto de oír un tono que casi colgó de nuevo. Cuando Noah respondió finalmente con voz dura y firme, deseó haberlo hecho. Miró nerviosa a la mujer que la extorsionaba, que escuchaba al otro lado de la mesa por el manos libres, y estiró el dobladillo de su blusa con los dedos, que comenzaban a humedecerse de sudor, sin saber cómo empezar la conversación. En su mente reinaba un desagradable vacío, había perdido toda confianza en sí misma.

«¿Qué debería decirle? ¿Cómo debería comportarme para que no cuelgue de inmediato?».

Al fin fue Noah quien inició el diálogo.

—¿Quién es?

La mirada de Celine se dirigió hacia Amber, que asintió para darle ánimos.

—Nosotros, yo… ya hemos hablado por teléfono antes hoy.

—Quiero saber quién es realmente.

—Le estoy diciendo la verdad. Me llamo Celine Henderson, trabajo como redactora en el New York News.

—¿Por qué me ha conducido hasta el Adlon?

Noah disparaba preguntas sin piedad.

—No sabía que le quisieran hacer algo —trató Celine de articular un primer intento de explicación—. En este momento yo misma estoy sentada frente a una mujer que me matará si no le convenzo.

«¿Demasiado pronto?». Celine se mordió la lengua. En pocos segundos la conversación había llegado a una situación en la que, si hubiera sido ella la que estaba al otro lado de la línea, ya habría colgado.

—¿Convencerme de qué? —preguntó Noah.

—De que se entregue.

Las palabras le resultaron a Celine inadecuadas e infantiles, como si estuvieran jugando a policías y ladrones en el recreo.

—¿Hola? —preguntó temerosa.

Silencio. Ni respiración ni interferencias. Nada.

—¿Sigue usted ahí?

—¿Qué motivo tendría para entregarme a alguien que me quiere matar por deseo de una desconocida?

—No hay ningún motivo.

Otra pausa silenciosa durante la cual Celine cerró los ojos.

Casi sentía cómo el hombre luchaba consigo mismo por decidir si colgaba o pedía más información.

No sabía si Amber se había tirado un farol («Pero ¿por qué habría de mentir en esta relación alguien que sabe de la existencia de cámaras frigoríficas secretas?»), no tenía claro si el picor de garganta y la ligera falta de aliento se debían a la agitación o efectivamente eran resultado de la falta de ventilación («Desde luego no hay ninguna ranura visible, la máquina parece encajar perfectamente en el hueco de la pared»), pero en algún momento tuvo la certeza de que los siguientes segundos decidirían su futuro. En un sentido o en otro. Por eso sintió un profundo alivio cuando Noah decidió no colgar.

—Está bien, Celine. Quiero que me responda muy rápidamente, sin titubear, ¿lo ha entendido?

—No sé…

Se mordió los labios de nuevo. Sabía que se había equivocado.

—¿Debería colgar?

—No, por favor.

—Bien, entonces empecemos. ¿De qué color tiene el pelo la mujer que está con usted?

Lanzó una mirada rápida a Amber, que parecía divertida.

—Negro.

—¿Lleva el pelo largo o corto?

—Más bien largo.

—¿Con qué arma la están apuntando?

—Con ninguna.

—¿Cómo quieren matarla?

Celine se quedó paralizada. Entretanto había comprendido adónde conducía la traca de preguntas. Participaba en una prueba verbal de detección de mentiras. Cuanto más tiempo se tomara, más impresión daría de estar preparando una mentira, así que se apresuró a decir:

—Estoy sentada en una cámara hermética secreta.

«Ahora colgará».

—¿Cómo ha entrado ahí? —quiso saber Noah.

—A través de un frigorífico.

«Maldita sea, ¡ahora seguro que colgará!».

—¿Cómo ha sido eso?

Celine se lo explicó, pero dudó de que el nerviosismo le hubiera permitido sonar siquiera mínimamente plausible. Amber sonreía ahora indudablemente divertida, y jugaba con su collar. De nuevo Celine vio brillar el número 17 de su colgante. Y una vez más no tuvo tiempo de perder un instante pensando en ello.

—¿Qué ha comido hoy?

—Una tostada.

—¿Y qué más?

—Nada.

—Ahora en Nueva York es la última hora de la tarde, una mentira más y cuelgo.

Celine miró fijamente el teléfono sobre la mesa y apretó ambas manos contra su vientre.

—Por las mañanas no soy capaz de comer nada.

—¿Está enferma?

—Al contrario. Estoy embarazada.

—¿Qué medicamentos está tomando?

—Ácido fólico y Vomex.

—¿Primer o segundo trimestre?

—Primero.

—¿Niño o niña?

—Es demasiado pronto para eso.

Se produjo una tercera pausa, pero esta vez la sensación era mucho menos amenazadora. Más bien parecía que hubieran alcanzado una meta intermedia.

«¿Habré aprobado el examen?».

El ritmo al que hablaba Noah, que había cambiado, y la mayor tranquilidad de las preguntas parecían confirmarlo.

—¿Cómo se llama su marido?

—No estoy casada.

—¿El padre?

—Steven Dillon, es abogado.

—¿También le están amenazando?

—No, quiero decir… —Vio que Amber negaba con la cabeza y añadió—: Creo que no, no estamos en contacto.

Noah hizo algunas preguntas más, la mayoría personales, pero Celine no tuvo la sensación de haber pasado la prueba hasta después de la última.

—La primera palabra que le viene a la cabeza cuando piensa en la mujer que la está amenazando.

—Zorra —respondió Celine, y miró directamente a la cara a Amber, que ya no parecía especialmente contenta.

—¡Pásemela! —exigió Noah.