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—Venga, dímelo de una vez. Según tú, ¿quién la ha tomado conmigo? —preguntó Noah, a pesar de que le resultaba difícil creer que el nombre de su adversario apareciera en el libro negro que Oscar había abierto después de sacarlo de la estantería del escondite.

—¿Has oído hablar alguna vez del Club Bilderberg, grandullón?

—No.

—No me extraña. Cuando se queda uno demasiado tiempo ahí arriba… —Oscar señaló al techo del escondite—. Has respirado demasiado CLEAR. No tienes ni idea de nada.

Se sentó en la silla de la que colgaba el gota a gota, cerró el libro de nuevo y se rascó el desgreñado nacimiento del pelo en la nuca.

—De acuerdo, escúchame bien —dijo nervioso—. Lo que te contaré ahora es un secreto a voces. Hay libros, películas e incluso algunos artículos de periódicos al respecto, por no hablar de los miles de páginas de Internet que hablan sobre ello. Sin embargo, a nadie le llama la atención.

«Por el CLEAR. Sí, ya».

Noah, que acariciaba con movimientos regulares la piel caliente de Toto, contrajo las cejas para indicarle a Oscar que le estaba escuchando, a pesar de que su cupo de teorías conspiratorias explicadas en tono misterioso comenzaba a estar cubierto.

—Imagina que estás de nuevo en Estados Unidos y quieres pasar un agradable fin de semana con tu familia en tu hotel habitual, el Westfields Marriott en Chantilly, Virginia.

«¿Familia? ¿La tengo? ¿Estaré casado? ¿Tengo hijos? ¿Me estará esperando alguien?».

Noah trató de concentrarse de nuevo en las palabras de Oscar.

—Es mayo, así que no te sorprende que el hotel esté completo, ya que la central de reservas lamenta tener que informarte de que se celebrarán cuatro bodas al mismo tiempo. Por lo tanto os decidís por el hotel vecino, pero como el bar del Marriott te gusta tanto, por la noche haces una visita a tu alojamiento habitual.

En la parte de las mejillas de Oscar que no estaba cubierta por la barba aparecieron manchas rojas.

—Ahora supongamos que se produce un pequeño milagro y realmente te permiten entrar hasta el bar. ¿Qué dirías si vieras allí sentados juntos al director del Banco Central de Estados Unidos con el ministro de Defensa y el presidente del Deutsche Bank charlando de forma amistosa?

—Al día siguiente me compraría el periódico.

—En el que no leerías nada acerca de la reunión de algunas de las personas más poderosas de nuestra época, a pesar de que el Wall Street Journal, así como redactores jefe y reporteros escogidos del diario francés Figaro hasta el Washington Post también estuvieran allí, y no precisamente para cubrir una boda.

—¿Para qué entonces?

—Para la conferencia Bilderberg.

—Nunca he oído hablar de ella.

—Y eso que se celebra todos los años desde 1954.

Oscar se puso de pie y se pasó ambas manos por el pelo.

—Al echar un vistazo a la lista de participantes en estas reuniones estrictamente secretas, que suelen durar tres días y siempre tienen lugar en hoteles herméticamente aislados del mundo exterior, parece que alguien hubiera tomado el ranking de los políticos más importantes, los hombres de negocios más ricos, así como los periodistas más influyentes, y lo hubiera mezclado con los nombres más famosos de entre la nobleza, el ejército y la ciencia: David Rockefeller, Josef Ackermann, Donald Rumsfeld, Tony Blair, Margaret Thatcher, Helmut Kohl, Bill Gates… Todos ellos han participado alguna vez, así como Merkel y Clinton, Ford y Kissinger, o la reina de España y el príncipe Felipe de Bélgica. Normalmente con que uno solo de estos personajes se dejara ver en el vestíbulo de un hotel, hordas de paparazzi aparecerían de inmediato. En una conferencia Bilderberg se juntan de media ciento treinta celebridades, y, sin embargo, estas reuniones ni siquiera merecen un comentario en las noticias de la noche.

Otro metro sacudió las paredes, esta vez pareció que atravesara un túnel bajo sus pies.

—Los periodistas participantes deben comprometerse a no filtrar al exterior ni una sola palabra acerca del contenido de la conferencia. Por suerte algunos valientes han incumplido esta obligación, de lo contrario no tendríamos la menor idea de lo que discuten los ricos y poderosos a puerta cerrada.

—¿Y de qué se trata? —preguntó Noah con la esperanza de que Oscar fuera al grano de una vez.

—No me crees, grandullón, lo noto. Pero puedes comprobar todo lo que te he contado. No me lo he inventado. Ni siquiera lo de las cuatro bodas en el Marriott. Ese era efectivamente el pretexto que utilizaron para justificar el cierre del hotel. En realidad se celebró allí la quincuagésima conferencia Bilderberg, que giró como siempre en torno a un tema predominante.

—¿Y ese tema es…?

—Un nuevo orden mundial.

—Oh, Dios mío.

Noah apretó los labios para no maldecir. «Suma de cifras, chemtrails, logias secretas…», ¿qué sería lo próximo?

—Búscalo, página diecisiete —le pidió Oscar y le tendió el libro que había sacado de la estantería: Andreas von Rétyi. Bilderberg. El centro secreto del poder—. Del 30 de mayo al 2 de junio de 2002 en el Westfields Marriott. Uno de los temas que se trataron fue la situación de Iraq. Poco después de la conferencia Bin Laden fue reemplazado como enemigo número uno del Estado y Sadam Husein fue presentado como el hombre más peligroso del mundo occidental. Mediante pruebas falsas de instalaciones de gases tóxicos que no existían, que solo un año después justificarían incluso una guerra.

—¿Y se supone que esto se decidió en la conferencia Bilderberg? —preguntó Noah sin abrir el libro de la cubierta negra.

—¿Cómo voy a saberlo si lo único que trascienden siempre son fragmentos? Pero a juzgar por las enormes medidas de seguridad y las normas paranoicas de confidencialidad, seguro que no son proyectos de ayuda a la infancia lo que se decide allí. En 2011 un eurodiputado quiso acceder a la conferencia sin invitación por la entrada principal del Suvretta House, un hotel de lujo en St. Moritz. Los guardias de seguridad le dejaron sangrando por la nariz. ¿Puso el grito en el cielo la prensa, supuestamente libre? Negativo. —Oscar hablaba con furia, gesticulaba con los brazos—. Un parlamento no elegido se reúne año tras año, y en una sesión secreta decide el destino de nuestro mundo. La cuadragésimo octava reunión del Club Bilderberg en Bruselas, por poner un ejemplo: Dominique Strauss-Kahn, el multimillonario George Soros, la reina Beatriz, Jean-Claude Trichet y el ministro de Exteriores griego Papandreou en una misma sala con los gerentes de Thyssen-Krupp, Fiat, Xerox, Goldman Sachs, Shell, Deutsche Bank y Nokia, así como el gigante farmacéutico Novartis; también estaba presente el que entonces era el redactor jefe sustituto de Die Zeit, Matthias Naß, ¿y le valió eso algún titular? Ni una sola palabra del periodista, ¡al que ya han invitado trece veces! Él sí respeta el acuerdo-mordaza.

Noah levantó la mano para luchar por una pausa en la verborrea de Oscar, y señaló la página del periódico que se le había caído a Oscar al suelo de la agitación.

—¿Qué tiene todo esto que ver con el artículo y con Room 17?

«¿Y conmigo?».

—El artículo, cierto. —Oscar se agachó y levantó el papel que había desencadenado la serie de ataques mortales. Huían de asesinos profesionales desde que Noah había llamado a la periodista del New York News.

«Pero ¿por qué quieren asesinar al autor de ese cuadro enviado de forma anónima?».

Las siguientes explicaciones de Oscar no respondieron a la pregunta de Noah.

—Los miembros del llamado Club Bilderberg bautizaron a su organización con el nombre del hotel en el que se celebró su primera reunión secreta en 1954. El príncipe Bernardo de Holanda invitó entonces a los más poderosos entre los poderosos a su propio alojamiento de lujo, el hotel Bilderberg, en Oosterbeek. Y ya está bien de datos. Es el turno de los rumores.

—Oscar, por favor… —intentó impedir Noah que este enumerara otra lista de supuestas pruebas de conspiraciones mundiales. Sin éxito.

—Al parecer en esa primera reunión ya estaban todos de acuerdo en que solamente un poder independiente y desprendido de la voluntad de la masa podría controlar el mayor problema mundial.

—¿Qué problema?

—Las personas.

Oscar dejó que el peso de su respuesta flotara un rato en el aire.

—La teoría es muy sencilla: no importa si hablamos de hambre, guerras, cambio climático, pobreza, residuos o crisis energética, el causante de todas estas catástrofes es el ser humano. Muchos seres humanos. Demasiados seres humanos.

Quizá fue una casualidad que el pitido en el oído de Noah volviera con estas palabras, aunque a un volumen muy inferior que justo después de la explosión de la botella de gas en la tienda de electrónica; pero quizá las palabras de Oscar hubieran empujado un recuerdo hacia sus señales auditivas.

—Cuando se construyeron las pirámides egipcias aún estábamos en confianza, en el planeta vivían unos amables treinta millones. Hoy en día somos más de siete mil millones. Y cada 2.6 segundos somos uno más, alguien más que necesita carne y cereales, que quiere quemar combustible, que necesita beber agua. A todo esto se añade que nuestros yacimientos de petróleo solo durarán unos pocos años más, y mil millones de personas tienen ya restringido el suministro de agua potable. Si todos viviéramos de forma tan derrochadora como en Estados Unidos, y tanto en Europa como en China vamos camino de ello, ya necesitaríamos dos planetas y medio para garantizar el abastecimiento. Los mares están esquilmados; las selvas, taladas; los campos, sobrefertilizados, agostados o destrozados por las inundaciones. ¿Qué pasará dentro de quince años, cuando reventemos la barrera de los nueve mil millones? ¿O en sesenta, cuando la humanidad se haya duplicado otra vez?

Noah no dijo nada. El pitido tras sus tímpanos había empeorado.

—En principio el análisis de los miembros del Bilderberg no está nada desencaminado —prosiguió Oscar con su discurso—. La masa de personas es el mayor problema de nuestro planeta, así que sería absurdo dejar a la masa decidir democráticamente sobre su propio destino. Sería como permitir a los presos del corredor de la muerte decidir sobre la pena capital.

A Noah le habría gustado meterse un dedo en el oído para comprobar si el pitido creciente no provenía en realidad del exterior.

—¿Y cuál es exactamente el plan de estos del Bilderberg?

«¿Y qué tiene esto que ver conmigo?».

—No tengo ni idea. Pero al parecer a finales de los setenta se escindió del Club Bilderberg una agrupación extremista a la que el planteamiento para solucionar el problema de la superpoblación no le resultaba lo bastante radical. Completos chiflados que cuentan con tanto dinero como pocos escrúpulos. Hoy en día no tienen nada que ver oficialmente con el Club Bilderberg, aunque tomaron su nombre de la habitación en la que se hospedó su miembro más antiguo en el hotel Bilderberg en 1954.

—¿Room 17?

—Exacto. Y ahora mira de nuevo el nombre del cuadro a cuyo pintor están buscando. ¿No hay nada que te llame la atención?

¿El arroyo del este?

—A eso quería yo llegar.

Noah tragó saliva, algo crujió en su oído y de repente desapareció. El pitido se acabó. En cambio ahora oía todo por duplicado. Casi al mismo tiempo. Tanto la voz del hombre mayor en su cabeza: «El arroyo del este… Arroyo oriental…».

Como la voz de Oscar, que dijo agitado:

—Arroyo oriental. En holandés: Oosterbeek. El emplazamiento del primer hotel Bilderberg.

—¿Qué significa eso? —susurró Noah.

Oscar se encogió de hombros.

—Que estás jodido si es a ellos a quienes te enfrentas.