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Noah creyó reconocer en el sonido de las balas disparadas desde diferentes ángulos que eran dos, quizás incluso tres.

«Una HK Mark 23 con módulo de puntero láser. Y por lo menos una Glock». No disponía de más información.

Hombre o mujer, grande o pequeño, mayor o joven; desde su posición Noah no podía distinguir al atacante que había disparado al dependiente.

El primer cartucho había impactado directamente en su cogote, había salido por su frente y se había quedado encajado en uno de los televisores. Los tiros dos y tres habían abierto grandes agujeros en la hilera de estanterías de los DVD vírgenes tras los que Noah se había refugiado de un salto. Después se había desatado el griterío. Por lo menos una docena de hombres y mujeres desperdiciaban una valiosa energía en chillidos inútiles en su descontrolada y aterrorizada huida hacia las salidas.

Sin embargo, también había personas a quienes el repentino estallido de violencia había paralizado. Por ejemplo, la mujer que se encontraba en el mismo pasillo que Noah.

Estaba sentada y acurrucada junto a una cesta de la compra roja, a cuyas asas de plástico se aferraba temblorosa. Le temblaban los labios, pero su boca no emitía ningún sonido. Sus ojos abiertos como platos por el shock miraban fijamente al dependiente tendido frente a la pared de televisores.

—Abajo —le siseó Noah. En ese mismo momento otro tiro atravesó la estantería y lanzó varios paquetes de antenas de TDT sobre ella.

«Balas expansivas».

Era la única explicación posible para su efecto destructor.

Noah tiró del cuello a la mujer hacia el suelo bruscamente y apretó su cabeza contra las baldosas de plástico laminado. Cuando se dio cuenta de que la conmoción le había arrebatado la voluntad, avanzó pegado al suelo con ella a cuestas hacia el final del pasillo, que acababa en los muros exteriores de la tienda de electrónica, una bendición y una maldición a partes iguales. Por un lado, Noah había caído en una trampa, por otro no tenía que defenderse hacia dos lados al mismo tiempo.

Una vez al final del callejón sin salida, colocó la mochila en la estantería a su izquierda y sacó la pistola de la americana. La sostuvo en dirección a la pared de televisores, donde esperaba ver a un asesino saltar de la esquina en cualquier momento.

A no ser que apareciera por el costado.

«Así actuaría yo», pensó Noah y miró hacia arriba. «Me acercaría sigilosamente, volcaría la estantería y así inmovilizaría a mi víctima».

Pensó qué debía hacer. Los disparos habían cesado. Los gritos se habían alejado. La gente huía de la zona de peligro y chillaba en el piso de abajo en dirección a la salida. De pronto toda la planta daba la impresión de estar desierta, de manera que el volumen de los repentinos sollozos de la mujer junto a él se intensificó. Noah rodeó su cabeza con el brazo y le tapó la boca.

«El tiempo siempre corre en contra del autor del crimen», oyó que murmuraba una voz familiar en sus oídos, y a pesar de que no sabía a quién estaba recordando, comprendió la verdadera esencia de la afirmación. En ese momento los asesinos tenían una ventaja de tiempo propicia muy limitada: pasillos vacíos, personal de seguridad que huía, situación de evacuación confusa. Pero esta ventaja se perdería en cuanto las fuerzas del Estado llegaran y trataran de restablecer el control.

Tuviera quien tuviera el encargo de matarlo, debía darse prisa antes de que la policía se acercara. El ataque mortal final era inminente. Se lo indicó también el ruido de un cargador encajándose a pocos pasos de él.

«En el pasillo contiguo».

Noah repasó sus opciones, se preguntó qué podía hacer para escapar del escenario más probable de todos.

«Ofensiva doble. Uno salta sobre la estantería. El segundo aparece por la esquina».

Todo ello combinado, si era posible, con una maniobra de distracción.

Las manos de Noah se cerraron firmemente sobre la pistola y sobre la boca de la mujer, que gimoteaba. Su pulso se mantenía tranquilo y constante, pero sus ojos parpadeaban a ritmo doble. Como ya había hecho antes en el cuarto de baño del Adlon, fotografió el entorno:

— el dependiente muerto

— la flecha hacia la sección de Hogar

— el euroconector en el colgador de la estantería

— la cesta de la compra de la mujer

— las cajas de antenas en el suelo

— las noticias de la NYN en las pantallas

— el único televisor al que habían disparado.

Noah recuperó mentalmente la cuarta foto imaginaria.

«¿La cesta de la compra?».

¿Por qué era importante?

Miró hacia delante. La cesta de plástico roja se había volcado; los productos que había reunido la mujer se habían caído: un paquete de pilas, una linterna, dos DVD, una memoria USB y un pequeño despertador. En la cesta solo quedaba un único paquete del tamaño de una caja de zapatos. La palabra «Wassermaxx» resaltaba en letras azules sobre el embalaje blanco.

«Eso es».

El plan tomaba forma en la cabeza de Noah mientras él ya se arrastraba de vuelta por el pasillo. Cogió el aparato para producir agua carbonatada, miró hacia la pantalla negra del televisor destrozado en la pared de televisores, y en el reflejo distorsionado distinguió a las dos figuras que, como suponía, recorrían el pasillo contiguo con sus armas en posición de tiro. Vio que uno de los hombres indicaba una cuenta atrás muda con tres dedos. Cuando llegó al dos, Noah lanzó la caja del Wassermaxx de su pasillo hacia la pared de televisores, después se tumbó en el suelo y se tapó las orejas.

Como esperaba, el asesino que estaba más cerca de la esquina del pasillo había reaccionado de inmediato y había abierto fuego por reflejo. Su primer disparo perforó el cartucho de CO2 del aparato y causó una explosión ensordecedora que arrancó parte de las pantallas de plasma de las paredes.

Noah no se concedió ni un respiro. Ahora fue él quien saltó por encima de la estantería con un penetrante pitido en el oído, y disparó en la cabeza al asesino aturdido antes de que este pudiera apuntar con su arma. Después Noah quiso eliminar al segundo criminal, pero ya no fue necesario. Un fragmento del revestimiento metálico de la botella de gas que había explotado se había hundido en su cuello.

Noah se inclinó sobre el asesino. El hombre se estremecía como alguien que duerme acosado por las pesadillas, pero ya estaba muerto. Llevaba ropa de trabajo apropiada para un asesino a sueldo: zapatos negros, pantalones oscuros, chaqueta amplia bajo la que no destacara su herramienta de trabajo. Noah le registró los bolsillos y no se sorprendió al encontrarlos vacíos.

«Un profesional no deja tarjetas de visita», apareció de nuevo la voz patriarcal en su cabeza. Al mismo tiempo las sirenas de los vehículos de intervención que se acercaban atravesaron los cristales dobles de la tienda de electrónica y se mezclaron con el pitido de sus oídos.

—¿Quién demonios te ha enviado? —preguntó Noah al muerto sin nombre. Abrió los dedos del hombre para quitarle el arma, y entonces vio el tatuaje.

«Room 17».

Sorprendentemente se encontraba más o menos en la zona de la palma de la mano en la que él mismo estaba tatuado, solo que con bastante más filigrana. Noah soltó al asesino, volvió donde su cómplice y le agarró la mano.

Efectivamente.

«Room 17».

El mismo tatuaje. La misma señal de identificación. Nada que le proporcionara alguna pista a su memoria.

Las sirenas de la calle eran cada vez más fuertes y activaron de nuevo a Noah.

Regresó corriendo al pasillo con la mujer, que lo miraba llorando y con la boca abierta, le dijo que la ayuda llegaría pronto, cogió la mochila, saltó por encima de los televisores planos arrancados de sus anclajes y del resto de basura electrónica y recorrió el pasillo principal en dirección a la salida de emergencia.

Detrás de la puerta cortafuegos lo recibió el ruido típico de una tropa de intervención que subía por la escalera: suelas de goma dura contra escalones de piedra, el tableteo de las ametralladoras en posición de tiro, chaquetas sintéticas que rozaban los chalecos antibalas con cada paso.

Noah escogió la dirección opuesta. Un piso más arriba pisó varias colillas de cigarrillos justo delante de una puerta en la que aún se reconocían los restos de un grafiti recién limpiado. Cuando la abrió, confirmó su sospecha: había encontrado la sala de fumadores para los empleados. El olor a humareda fría y estancada se instaló en su nariz.

La sala de fumadores era una habitación de hormigón desnuda y sin ventanas, con un cenicero de pie a la altura de las caderas como único mobiliario. Noah no vio ningún interruptor, probablemente estaban situados fuera en el pasillo, pero la señal de aviso fluorescente en el extremo de la habitación le bastaba como fuente de luz. La salida de emergencia le condujo directamente a uno de los pasillos principales del centro comercial Europacenter, en el que estaba integrada la tienda de electrónica.

Hasta entonces la noticia sobre el supuesto tiroteo en la tienda aún no parecía haberse extendido. Noah pudo unirse a un grupo de personas que aprovechaban los últimos minutos del día para buscar gangas, y se dejó llevar en dirección a las escaleras mecánicas.

Una vez abajo, abandonó el Europacenter por la salida de la Iglesia del Recuerdo, y ante ella las luces azules que giraban en silencio sobre varios vehículos de la policía creaban el efecto de unos fuegos artificiales. La aglomeración de curiosos impedía cualquier tipo de control policial. Noah se abrió paso hacia un lado cerca de una patrulla con perros para salir de la aglomeración, y justo cuando pasaba junto a una fuente que se elevaba en forma de esfera, oyó que alguien gritaba su nombre.

Habría sacado su arma de no haber reconocido en el último momento a Oscar, que se encontraba en semioscuridad bajo el letrero de entrada de un baño público junto a la fuente.

—Por aquí —ordenó, se volvió y un instante después pareció que se lo había tragado la tierra.

Noah se acercó a la fuente («¿Cómo la había llamado Oscar en alguna ocasión? ¿“La albóndiga”?») y cuando llegó a la escalera que conducía a los baños solo alcanzó a ver la espalda de Oscar. A falta de una alternativa mejor, descendió también los empinados escalones metálicos, siguió los gritos de Oscar y de pronto se encontró en un urinario de baldosas blancas que apestaba a orina y a desinfectante. Dos de los tres meaderos estaban fuera de servicio y tapados con una bolsa de plástico, y ante el único que funcionaba había un hombre mayor con una bolsa de plástico en la mano que escupió sobre su propio chorro.

—Venga, rápido, vamos. —Oscar se acercó a los baños de cabina jadeando y sosteniendo la maleta con ambas manos, y abrió el que se encontraba a mayor distancia de la entrada. Esperó a que el hombre se hubiera marchado y abrió la puerta.

»Ayúdame —le dijo a Noah y señaló una chapa metálica que tapaba medio metro cuadrado del suelo justo delante del váter.

—¿Qué es eso?

—Nuestra entrada de emergencia.

Oscar agarró un tirador y levantó unos centímetros la placa de metal con la cara desfigurada por el dolor, lo suficiente para encajar debajo de ella la bota de obrero de su pie derecho.

Noah se colocó al otro lado, se inclinó y tiró de la placa con cierto esfuerzo. El hedor a agua estancada llenó cada centímetro de la cabina.

—Gracias. —Oscar se secó el sudor de la frente y señaló el agujero oscuro que habían descubierto—. Normalmente llevo una linterna conmigo cuando entro por la vía del sur. Pero me temo que hoy tendremos que improvisar.

Pidió a Noah que cerrara la cabina por dentro. Cogió la maleta y la tiró al pozo. Pasó un rato hasta que se oyó un golpe sordo y húmedo.

Entonces se sentó en el borde del agujero, se agarró a uno de los tres asideros metálicos que se veían, deslizó su cuerpo cónico con una agilidad inesperada por la abertura, que expedía olor a estiércol, y desapareció en el pozo.

Casi en ese mismo momento Noah oyó las voces.

Unos cuantos hombres habían entrado en el baño público.

«Vamos allá», se susurró mentalmente y comprobó rápidamente que la mochila siguiera bien cerrada, para que no se abriera por descuido durante el descenso; entonces descubrió que la tela estaba rasgada en un lado.

«¿El roce de un disparo?».

El volumen de las voces creció, la puerta de una de las cabinas se abrió de golpe.

Noah se sentó y agarró el primer asidero.

No creía probable que se tratara de policías que estuvieran siguiendo su rastro, pero no tenía tiempo de averiguarlo.

Así como tampoco tuvo tiempo de comprobar por qué Toto llevaba mucho tiempo sin moverse en la mochila.