26

Noah cortó la conexión.

—¿Qué pasa? —quiso saber Oscar, que había aprovechado el minuto anterior para embutirse a toda prisa en la ropa interior y los pantalones. El albornoz estaba a sus pies sobre las botas que se había quitado. En ese instante estaba girando el torso desnudo a un lado, tanto como el asiento se lo permitía, para meter el brazo derecho por la manga de una camisa de traje azul cielo.

»¿Con quién has hablado?

Noah miró al conductor, que tuvo que moderar la velocidad por un grupo de jóvenes que deambulaban muy lentamente por la carretera armados con botellines de cerveza, como si el alcohol los hiciera invulnerables.

—Dice que es el presidente —susurró Noah.

—¿El presidente de qué?

Koslowski pitó furioso.

—De Estados Unidos.

—¿Baywater? —Oscar se quedó estupefacto.

Noah asintió. El nombre le resultaba familiar, pero no desencadenaba ningún recuerdo, al menos no personal. Tenía en mente la imagen de un tejano de setenta y tres años al que le gustaba que le fotografiaran con atuendo de caza o escalando montañas. Sabía que llevaba zapatos con tacón alto para ocultar su baja estatura. También conocía su debilidad por los puros cubanos, que casi le habían costado las primarias en Florida. En otras palabras: Noah conocía al presidente como cualquiera que echara un vistazo a los periódicos de vez en cuando. No como alguien que tuteara al hombre más poderoso del mundo y tuviera guardado su número privado en el móvil.

«Tu viejo amigo de Washington».

—¿Has hablado con Philipp Baywater? —Oscar abrió los ojos como platos. La excitación pareció ensanchar su rostro más aún.

«No tengo ni idea», se disponía a decir Noah cuando el teléfono sonó en su mano.

—¿Está demasiado alta la calefacción? —quiso saber el conductor mientras Noah se negaba a aceptar la llamada incluso después del tercer timbrazo, y redujo un punto la ventilación.

«El mismo prefijo. El mismo número».

Noah le hizo un gesto a Koslowski indicando que todo estaba en orden, después pulsó la tecla verde del teléfono.

El hombre que se presentaba como el presidente fue directo al grano.

—Dime dónde estás y te pondré a salvo, David.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—Porque puedo protegerte. Es evidente que has perdido la memoria, compañero. Pero créeme, si supieras el lío en el que te has metido, sabrías que soy el único que puede sacarte de él.

—¿Necesito la ayuda del presidente de Estados Unidos?

—Necesitas toda la ayuda que puedas conseguir.

—¿Por qué?

—Te lo explicaré en cuanto te encuentres a salvo. Sencillamente dime dónde estás ahora mismo.

—Primero debe demostrarme que realmente es el presidente.

—¿Cómo voy demostrarte por teléfono…? —El hombre mayor titubeó. Pareció ocurrírsele una idea—. Enciende el televisor, David.

Noah miró hacia delante al conductor, que ojeaba el espejo retrovisor demasiado a menudo. En ese instante estaba menos interesado por la llamada que por los esfuerzos de Oscar para abotonarse la camisa sobre su vientre.

—No tengo —explicó Noah en el momento en que se detuvieron de nuevo en un semáforo. Se encontraban en un bulevar dividido por una franja central. A cierta distancia de ellos una gran torre de iglesia con la punta dañada se levantaba del suelo como un diente hueco. La Iglesia del Recuerdo, como le había explicado Oscar en una de sus primeras excursiones.

«Llegaremos enseguida. A Breitscheidplatz».

A su derecha debía de encontrarse el edificio alto de cristal con la estrella que giraba en el techo.

«Efectivamente».

Ante la entrada del Europacenter había bastante más actividad que en las calles que habían recorrido hasta entonces. Delante de las puertas de cristal de una tienda de electrónica había incluso algo de atasco porque una persona en silla de ruedas quería entrar en la tienda contra la corriente de gente.

—¿No tienes televisor? —preguntó el hombre del teléfono y probó a hacer un mal chiste—. Pues sí que estás en apuros.

—Un momento. —Noah tapó el micrófono del teléfono, se inclinó hacia delante y preguntó al conductor—: ¿Todavía está abierta la tienda?

Koslowski señaló en dirección al Europacenter, se sorbió la nariz con desprecio y escupió la primera palabra de su respuesta como si fuera un trago de leche amarga.

—«Shopping a medianoche». Europa se va a la mierda, todo el mundo está endeudado, pero ampliamos los horarios de las tiendas. Y luego dicen que hay crisis.

El semáforo se puso en verde, Koslowski se disponía a arrancar, pero Noah le pidió que se detuviera en el arcén.

—Claro, por mí de acuerdo.

—¿Qué está pasando? —preguntó el hombre mayor. Noah miró la pantalla, se dio cuenta de que había pasado más de un minuto y colgó sin hacer ningún comentario. Entonces le dio al conductor un billete de veinte euros. Se metió en el bolsillo interior de la chaqueta el resto del fajo de dinero que había sacado de la maleta, cogió la mochila y la maleta y se bajó.

Koslowski dio las gracias por los tres euros de propina y tocó la bocina a modo de despedida, después de que Oscar también se hubiera bajado.

—¿Y ahora se puede saber qué te pasa? —preguntó este mientras intentaba alcanzar a Noah, para lo que necesitó hacer un gran esfuerzo, ya que con las prisas no había tenido ocasión de atarse de nuevo las botas. Por lo menos los pantalones remangados varias veces no se le caían, porque había utilizado el cordel del albornoz como cinturón.

»¿Podrías explicarme algo, por favor? —gritó detrás de Noah. Ahora era de agradecer que la temperatura en el taxi hubiera sido más bien fresca. Debido a la menor diferencia de temperatura, el frío helador se soportaba mejor que antes, cuando habían tenido que marcharse del albergue para los sin techo. Incluso a pesar de que en este momento llevaban ropa mucho más fina.

»Eh, ¿adónde vas, Noah?

El cuello de botella delante de las puertas de cristal se había dispersado. Noah atravesó la entrada con paso rápido.

Esperó a su compañero, le puso la maleta en la mano y señaló un letrero junto a las escaleras mecánicas para responder a su pregunta.

—Tercer piso. Donde los televisores.

Oscar se echó a reír incrédulo.

—Claro, por qué no. Qué hay mejor que una noche de televisión en una tienda de electrónica —siseó enfadado y bajó la voz—. Un maravilloso colofón al tiroteo del hotel. ¿Qué echan hoy?

—Ni idea. —Noah se puso de nuevo en marcha—. Enseguida lo sabremos.

—Déjame adivinar, ¿saldrá el presidente de Estados Unidos?

Habían llegado a la escalera mecánica. Noah puso el pie en el primer escalón, sintió que Toto se movía dentro de la mochila y se preguntó si la sensación de pérdida de equilibrio que se estaba apoderando de él disminuiría en algún momento.

«Oscar tiene razón. Poco a poco me comporto de manera tan trastornada como él».

Tardaron solo dos minutos en llegar a su destino y se encontraron frente a una pared de estanterías con innumerables televisores de diferentes tamaños. La aglomeración tenía un efecto desconcertante sobre Noah. Le provocaba la extraña sensación de no ser un observador, sino de ser el observado. Como todas las pantallas mostraban la misma película de dibujos animados, su cerebro no podía decidir en qué aparato debía concentrarse.

Cogió de nuevo el teléfono. Por segunda vez en pocos minutos pulsó la tecla de devolver la llamada. El hombre mayor descolgó antes incluso de que Noah oyera el tono.

—¿Qué ha pasado?

—Ahora sí tengo televisor.

Un suspiro de alivio.

—Bien. Ya pensaba que te habían… No importa, pon la NYN.

—¿El canal de noticias?

Noah tuvo en la punta de la lengua el comentario de que quizá la NYN no estuviera programada en los aparatos alemanes, pero se detuvo justo a tiempo para no meter la pata.

—Exactamente. ¿Lo ves?

—Un momento.

Noah se acercó sin criterio a uno de los televisores y abrió una tapita en el marco de un aparato negro de cincuenta pulgadas. Cambió de canal con los botones de flechas. La película de dibujos animados desapareció. Noah zapeó por los canales.

—Eh, ¿qué está haciendo? —oyó de pronto una voz tras él. En ese momento se dio cuenta de que Oscar ya no estaba a su lado.

«¿Dónde demonios se ha metido otra vez?».

Cortó de nuevo la conversación y miró fijamente al joven dependiente que se había plantado frente a él con un chaleco rojo y negro. El hombre no tendría más de veinte años y tenía un triste principio de bigote en el labio superior que no lograban tapar dos granos rojos. Llevaba varios aros en la oreja y anillos en los dedos de la mano, en la que sostenía un mando a distancia que dirigió hacia el pecho de Noah amenazadoramente.

—Solo el personal especializado puede manejar los aparatos.

Noah se disculpó. Para no perder tiempo, sacó el fajo de billetes del bolsillo de su chaqueta y señaló con el dedo índice el letrero con el precio del televisor, pegado a la balda y protegido por un marco de plástico transparente.

999 €.

—Si pone la NYN, compraré el aparato.

El dinero funcionó como catalizador. El joven sonrió como si le hubieran activado con un interruptor y no desperdició ni un segundo.

—Tenemos satélite. Facilísimo. —Dirigió hacia la estantería su mando a distancia, con el que podía controlar al mismo tiempo todos los televisores, e introdujo un número de tres cifras. El teléfono comenzó a sonar de nuevo.

—Pero naturalmente la imagen no será tan nítida como en un canal de alta definición —se disculpó el vendedor cuando la cadena de noticias apareció en todas las pantallas.

Noah miró a su alrededor de nuevo buscando a Oscar, después descolgó la llamada.

—Tengo la NYN —informó a quien llamaba.

—Bien.

La imagen de televisión, ligeramente granulada, mostraba a un hombre rechoncho de gran estatura vestido con un traje oscuro hecho a medida. Su corbata clara ajustaba el cuello a su papada. La media calva brillaba por los focos de las cámaras que apuntaban hacia él. Estaba de pie en una tribuna ante un fondo azul, con un gran óvalo con la imagen de la Casa Blanca a su espalda, flanqueado por banderas estadounidenses.

—Ese es mi secretario de prensa. Donald McKinley —comentó el hombre mayor del teléfono. Noah vio el rótulo con el nombre. Bajo él se indicaba: «White House Press Conference. Daily Update.»—. Enseguida se tocará la oreja derecha.

El plano cambió a una perspectiva por encima del hombro del secretario de prensa desde detrás. En la imagen se veían ahora hileras de sillas ocupadas por periodistas. En las más de veinte pantallas se vio cómo levantaban la mano para hacer preguntas.

—¿Tienes sonido?

Noah transmitió la pregunta del hombre al dependiente, que obviamente estaba sorprendido por el comportamiento de su cliente, pero que, con un negocio rentable en perspectiva, no se atrevía a decir nada. Subió el volumen con el mando a distancia. El murmullo silencioso se convirtió en palabras audibles.

—Tengo sonido —confirmó Noah a su interlocutor.

—Bien. Presta atención, David. Poco después de que Donald toque el botón de radio de su oreja, repetirá exactamente las palabras que le dictaré ahora.

—¿Y cuáles serán?

En la pantalla se vio cómo McKinley se atascaba, pero enseguida se dominó. Entonces ocurrió. Se tocó la oreja.

El pulso de Noah se aceleró.

Por el teléfono oyó la voz del hombre mayor. El volumen era menor porque ya no hablaba directamente al auricular.

—¿McKinley? Escuche con atención. Le habla su presidente. Repita inmediata y literalmente lo que diré a continuación: «Señoras y señores, en estos momentos me informan…».

Noah miró fijamente el televisor que tenía delante. Vio que McKinley parpadeaba nervioso. Le oyó decir:

—Señoras y señores, en estos momentos me informan…

El portavoz de prensa hizo una pequeña pausa que llenó el supuesto presidente: «… de que los últimos acontecimientos en el caso de la pandemia de gripe…».

—… de que los últimos acontecimientos en el caso de la pandemia de gripe… —repitió McKinley, así como la última parte de la frase que le habían dictado— nos obligan por desgracia a interrumpir esta rueda de prensa, les ruego comprensión.

Se oyó un murmullo de asombro, los reporteros presentes comenzaron a cuchichear.

—Bueno, ¿le gusta? —quiso saber el empleado. Se calló de nuevo, algo desconcertado porque Noah se apartara de él bruscamente y diera ahora la espalda a la pared de televisores.

«No. Esto no me gusta nada».

—¿Satisfecho? —preguntó también el hombre al teléfono.

«No. Ni lo más mínimo».

—Ha sido una presentación convincente —dijo Noah.

El empleado, que cada vez parecía preguntarse con más interés por qué su cliente hablaba por teléfono en un idioma extranjero, intentó reanudar la conversación de la compra:

—Puedo ofrecerle un descuento del tres por ciento por pagar en efectivo…

«Una presentación convincente. Y, sin embargo…».

Algo no encajaba.

Noah se volvió de nuevo hacia el vendedor y miró más allá de él hacia la sección de ordenadores. Vio a Oscar aparecer con la maleta en la mano de detrás de las estanterías de los portátiles. Miró de nuevo al dependiente, que tironeaba nervioso de su pendiente. Y se dio cuenta de lo que no cuadraba. Noah levantó de nuevo el teléfono.

—¿Por qué sabía cómo reaccionaría?

—¿Cómo?

El empleado frunció el ceño asombrado.

Llevaba la pregunta «¿qué le pasa a este?» escrita en la frente.

—¿Por qué sabía que se tocaría la oreja? —preguntó Noah al hombre del teléfono.

—Es un reflejo, Donald lo hace siempre.

—¿Antes de que le haya dirigido la primera palabra?

Pausa. Demasiado larga para una única idea.

—Escucha, David —prosiguió el hombre mayor—. Puedo entender que seas precavido, pero…

—Haga que vuelva.

—¿Perdón?

—Si realmente es el hombre que dice ser, entonces será un juego de niños para usted, señor presidente. Haga que McKinley aparezca de nuevo ante la cámara y demuéstreme que no se trataba de una grabación.

«En la que podía predecir el futuro porque ya sabía lo que sucedería».

El hombre mayor al otro lado del teléfono suspiró, y entonces dio una respuesta inequívoca. Colgó.

—¿Quiere que se la enviemos o se la lleva ahora? —intentó el joven empleado llegar por fin a una conclusión, entonces frunció el ceño y señaló la sien de Noah—. Eh, tiene algo ahí…

Noah levantó la mano, vio que un punto de luz rojo recorría su dedo índice y se agachó, mientras que el vendedor cometió el error de situarse en la trayectoria.

Poco después su cráneo explotó.