Ciudad de Nueva York, EE.UU.
Celine llevaba ya dos años trabajando en la editorial, había recorrido varias veces a la semana el pasillo del piso 57 hacia la cocina de la empresa, donde los empleados tenían a su disposición café gratis, un microondas y dos grandes frigoríficos comunitarios, pero nunca le había llamado la atención una puerta que conducía a la habitación en la que estaba retenida en ese momento. Probablemente se debía a que no había ninguna puerta; al menos ninguna tras la que se pudiera suponer una sala de dieciséis metros cuadrados sin ventanas, a la que había entrado a través de una máquina de bebidas.
«¡A través de una máquina de bebidas!».
Celine ya llevaba más de media hora sentada y encerrada en aquella… «¿Habitación? ¿Cárcel?»… en aquella celda, y la manera en la que había entrado allí había hecho que cuestionara su juicio.
«¿Realmente me han secuestrado? ¿Por encargo del redactor jefe? ¿Por dos guardias que me han llevado esposada por la escalera de emergencia hasta el piso 57, para después observar cómo Kevin introducía una moneda de brillo extraño en la máquina?».
El mamotreto se encontraba en la parte trasera de la cocina, en unos pequeños fogones que se usaban muy de vez en cuando (la mayoría de sus compañeros pedían algo o comían fuera), que se podía cerrar con una puerta de corredera para evitar que los olores molestaran a los demás; una puerta que Kevin también había cerrado para protegerse de miradas curiosas.
Al principio Celine había creído realmente que tendría la desfachatez de sacarse una Coca-Cola delante de sus narices mientras ignoraba todas sus preguntas («¿Por qué sabes lo de Oscar y lo de mi padre? ¿Qué pretendes hacer conmigo? ¿Te has vuelto loco?»). Había introducido una combinación de números y letras en el teclado a la velocidad del rayo, tras lo cual se produjo un clac, la máquina se deslizó a un lado, como si un gigante invisible la hubiera movido, y abrió un estrecho pasadizo.
En ese momento Celine se había quedado muda, así que ni siquiera había protestado cuando los dos guardias la habían empujado bruscamente hacia la sala. Ahora estaba sentada en aquella celda, sola, a una mesa sencilla de madera con patas cruzadas, el único mueble que había aparte de dos sillas metálicas y una lámpara de techo, y miraba fijamente la delgada ranura que había frente a ella en la pared: las esquinas de la parte trasera de la máquina, que estaba de nuevo en su posición e imposibilitaba su huida.
—¿Estás bien, Puntito? —susurró y se acarició tímidamente la barriga. Había adquirido la costumbre de hablar con el bebé que aún no había nacido. Todas las noches antes de dormirse le hablaba de su día, de los planes que tenía para cuando («¿él?, ¿ella?, ¡qué más da!») hubiera llegado, y lo feliz que se sentía por ello. Aún no se notaba nada, ni una pequeña curva, ni siquiera cuando llevaba una camiseta ajustada, pero cuando se concentraba al cien por cien ella creía sentir una reacción: un ligero hormigueo en el vientre. A pesar de que todos, incluido el doctor Malcom, decían que era médicamente imposible, estaba segura de que el Puntito se comunicaba con ella, le respondía: «Yo también me alegro, mamá. Déjame disfrutar un ratito más de las vacaciones con todo incluido en tu matriz y después me pondré en camino».
En ese momento naturalmente la agitación le hacía imposible establecer una conexión, aunque precisamente entonces deseara con toda su alma sentir algo: «Todo saldrá bien, mamá. Estoy sano y no debes tener miedo de nada».
Sin embargo, no sentía ningún tirón, ningún hormigueo, ninguna señal de vida cuando aguzaba los sentidos, y quizás era mejor así, ya que ambas afirmaciones habrían sido mentiras; sobre todo la del miedo. El miedo por Puntito, por su padre y ahora también por sí misma le oprimía el pecho, dificultaba su respiración y le hacía sudar a pesar del frescor de la habitación.
Todas esas reacciones de defensa de su cuerpo se intensificaron cuando el clac sonó de nuevo, la máquina se deslizó a un lado otra vez, y una persona a la que no había visto en su vida entró en la sala con una sonrisa diabólica.