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Berlín

El taxi estaba helado, y el taxista se disculpó por ello cuando Noah y Oscar se apretujaron en el asiento trasero de su coche.

—Hace ya dos horas que estoy aquí parado. Y como la gasolina pronto costará más que el champán en un puticlub, no me puedo permitir dejar el motor encendido. ¿Adónde quieren ir? —El hombre miró por el retrovisor—. ¡Espero que no sea un trayecto corto!

—A la estación Zoo —respondió Noah, porque fue lo único que se le ocurrió. El acceso al escondite de Oscar se encontraba en el piso inferior de la estación, en un túnel peatonal entre las líneas U2 y U9. Después de los últimos acontecimientos, Noah confiaba en que ese lugar aún fuera seguro.

«Y en que no nos sigan. Sean quienes sean».

Se volvió, pero no distinguió a nadie a través de la luna trasera. El acceso a la entrada posterior del Adlon, del que se estaban alejando en ese momento, estaba desierto.

—Zoo no es precisamente Schönefeld —refunfuñó el conductor—. Pero por lo menos es mejor que mi última carrera.

Al hombre, que se identificaba como Helmut Koslowski en una tarjeta de visita colocada en la rejilla de ventilación, no parecía importarle la pinta de su clientela. Mientras que Noah ya volvía a tener un aspecto más discreto, duchado, afeitado y vestido con un traje oscuro, Oscar parecía un paciente que hubiera escapado de una clínica psiquiátrica. Durante su huida a través de la discoteca de alto copete en el sótano del Adlon a la que les había conducido el montacargas, apenas había llamado la atención en la oscuridad.

—Encima el tío me ha llenado el coche de gérmenes —siguió el conductor hablando de su último cliente. Giró el regulador de la calefacción hasta la zona roja, pero por el momento solo salía aire frío por la ranura. Pasaron junto a la embajada estadounidense. Noah vio la Puerta de Brandenburgo a su derecha y tuvo que agarrar la mochila con Toto para que no se le resbalara del asiento en la curva.

»Se ha pasado los tres minutos hasta el Charité tosiendo como un tuberculoso. He hecho el tonto llevándole. Vamos, es que no soy una ambulancia, y ayer precisamente la central nos envió por e-mail una circular sobre las precauciones que tenemos que tomar contra la nueva gripe.

La mirada de Koslowski recayó sobre el espejo retrovisor. No parecía habérsele ocurrido que sus nuevos clientes también podían ser un cargamento dudoso. El taxi era un monovolumen de ocho plazas japonés con puertas de corredera, y se habían sentado en la última fila. Ocultos como estaban por los respaldos de los asientos delanteros, el conductor tenía visibilidad limitada sobre ellos, así que Noah pudo abrir la maleta que tenía a los pies sin que lo viera.

—Ponte esto —susurró y le tendió a Oscar unos calzoncillos, un par de calcetines, una camisa de traje y un pantalón de franela negro.

El taxi aceleró por la calle Diecisiete de Junio.

Oscar volvió lentamente la cabeza y lo miró fijamente con ojos inexpresivos. Era evidente que seguía en estado de shock desde que había visto el cadáver en el baño.

—Has cambiado —musitó. Noah sabía que este comentario no hacía solo referencia a su aspecto externo, si es que lo hacía en absoluto.

Era como si se hubieran cambiado los papeles. Desde que Noah le había explicado en pocas frases que el muerto del cuarto de baño era un asesino que no lo había matado por un pelo, probablemente debido a una confusión, Oscar parecía apático e indiferente, mientras que Noah había tomado la iniciativa.

Noah señaló las prendas de ropa.

—Te quedarán grandes, pero no puedo hacer nada. —En una huida unos pantalones remangados sin duda llamaban menos la atención que un albornoz.

—¿Hay algún acontecimiento en el zoo? —quiso saber Koslowski. Como ya había hecho antes, el conductor ni siquiera esperó a la respuesta antes de continuar hablando—. Yo creo que hay demasiados actos en Berlín. Fiestas, eventos, exposiciones, conciertos. El mundo entero se va a la mierda y en Berlín la gente se dedica a bailar encima de la barra.

Señaló una columna con una figura alada dorada a cierta distancia de ellos, como si el monumento intensamente iluminado en el centro de la rotonda corroborara su tesis de alguna manera.

—La cosa se les ha ido de las manos.

Algo en el último comentario de Koslowski pareció despertar la atención de Oscar, en cualquier caso asintió lentamente. Al mismo tiempo su mirada cambió. Lo vio todo más claro.

—¿Quién era? —preguntó en voz baja. En susurros, pero con exigencia. Poco a poco hacía algo más de calor en el taxi.

—¿El hombre del baño?

Oscar asintió.

—Es lo que intentaré averiguar ahora.

Noah sacó el teléfono por satélite del bolsillo interior derecho de su chaqueta. En el izquierdo había guardado la pistola que le había quitado al asesino.

Mientras el taxista se quejaba de la adicción a la diversión de los berlineses («¿saben cuánta comida acaba intacta en la basura de los bufés de las fiestas? Con eso se podría alimentar a países enteros»), Noah pulsó el botón de encendido del teléfono y esta vez la pantalla se iluminó. La breve carga en el hotel había bastado para encender el móvil. Un águila animada por ordenador voló de una jaula de plata hacia la libertad. La escena se congeló en una imagen fija que mostraba al águila sobre las olas de un mar oscuro, evidentemente el logotipo de la marca.

—¿A quién llamas? —quiso saber Oscar y miró un momento por la ventana lateral. Giraron en la rotonda que rodeaba la columna. Aún sonaba ausente, pero al menos intentaba comunicarse.

—Ni idea.

El águila desapareció y en la pantalla táctil del teléfono apareció un menú de opciones.

Noah tocó un icono con forma de ficha y abrió la lista de los contactos guardados.

«Nada».

—Ni un solo contacto —informó a Oscar.

La base de datos estaba vacía, y en los demás apartados del menú tampoco había ni la más mínima huella digital de su uso. Ningún mensaje recibido, ningún e-mail. Ningún número marcado, ninguna llamada.

—¡A lo mejor es nuevo! —sugirió Oscar.

—¿Con estas marcas? —Inclinó el teléfono para que Oscar pudiera ver mejor los surcos de la carcasa arañada. Noah negó con la cabeza—. Alguien ha borrado la memoria.

«La del teléfono. Y la mía».

—¿Problemas de cobertura? —quiso saber el taxista. Sonrió como sabiendo a qué se refería—. Yo llevo todo el día así también. Sobrecarga de la red. Pensaba que por la noche mejoraría, pero no sé de qué nos sorprendemos, si los niños se pasan todo el tiempo con el teléfono en lugar de abrir un libro…

Noah dejó de escuchar. El parloteo incesante de Koslowski se había convertido ya en un ruido de fondo sin importancia.

Con las expectativas atenuadas, abrió el registro de llamadas no atendidas y se llevó una sorpresa.

«¿Veintitrés llamadas perdidas?».

Se habían producido en las últimas cuatro semanas, concentradas en los días después de que Oscar lo hubiera encontrado herido y a punto de morir en el acceso a la estación de metro. A medida que había pasado el tiempo la frecuencia había disminuido; el último intento se había llevado a cabo dos días atrás, cosa menos sorprendente que el hecho de que las veintitrés llamadas provinieran de un único número.

—¿Siempre el mismo número? —preguntó Oscar, que había mirado un momento por encima del hombro de Noah.

—Sí. —Noah no tenía ni idea de a quién podía pertenecer.

El taxi se había detenido en un semáforo en rojo en medio de la rotonda, y el conductor tuvo así la oportunidad de coger su propio móvil.

—Pues yo tengo la cobertura a tope —dijo y se volvió hacia atrás. Noah aprovechó la ocasión para pedirle un poco de silencio, después pulsó la tecla para devolver la llamada.

La conversación comenzó con un grito de entusiasmo.

—¿David? David, ¿eres tú?

El hombre al otro lado de la línea hablaba inglés americano con un fuerte acento sureño. Tenía una voz sonora, intensa, y sonaba bastante mayor que Noah.

—Yo… —Noah apretó el teléfono más fuerte contra su oreja sin saber qué debía decir—. ¿Con quién estoy hablando, por favor?

Otro grito.

—Cielo santo, eres tú, David. Dios mío. Eres tú de verdad. —Noah oyó un chasquido en la línea, entonces su interlocutor pareció apartar el auricular y hablar hacia el espacio a su espalda—. Morten está al teléfono. Sí, en serio. Lo tengo por la línea segura.

Otro chasquido, una breve interferencia, entonces el hombre mayor volvió.

—David, ¿dónde diablos te habías metido? Casi habíamos dejado de buscarte.

Noah se apartó el teléfono de la cabeza y miró la pantalla. La señal digital le indicaba que la duración de la llamada apenas llegaba a los cuarenta segundos. Decidió que el límite sería un minuto.

—Lo siento, pero si quiere que continuemos esta conversación, tengo que pedirle que se identifique.

—Que me identi… ¿Qué…? —El hombre primero sonó nervioso, después se echó a reír brevemente. Cuando siguió hablando lo hizo con un tono de dolor y profunda preocupación en la voz—. Maldita sea, David. ¿Qué es lo que te han hecho?

«Cuarenta y ocho segundos».

Noah miró hacia delante. Koslowski ni siquiera intentaba disimular que trataba de escuchar la conversación.

Noah apartó la mirada y miró fijamente a través de la ventana lateral.

—No lo voy a repetir —susurró al teléfono—. Si no me dice inmediatamente quién es, colgaré.

—Por el amor de Dios, David. ¿No me reconoces? Soy yo, Phil. Tu viejo amigo de Washington.

La mención de la capital de Estados Unidos en efecto provocó una cadena de asociaciones. Noah recordó el Pentágono, el monumento a Washington, el cementerio nacional de Arlington, el monumento a Jefferson, incluso el olor a café en un restaurante de la calle Dieciocho. Pero ningún amigo que se llamase Phil.

«Cincuenta y cuatro segundos».

El taxi se detuvo en otro semáforo en rojo, esta vez en un cruce con más tráfico. Una camioneta se detuvo junto a ellos. La gente se apresuraba por la calle con los hombros encogidos.

—¿Quién es usted? —intentó Noah una última vez, con el dedo flotando sobre la tecla para colgar. Su mirada se encontró con la del conductor en el espejo retrovisor.

—Madre de Dios, realmente no tienes ni idea, ¿verdad? —oyó preguntar al hombre al otro lado de la línea. Hubo una breve pausa.

Entonces, en el segundo cincuenta y nueve, justo cuando el semáforo se puso en verde, dijo:

—Me llamo Philipp Baywater. Soy el presidente de Estados Unidos.