Lupang Pangako, zona metropolitana de Manila, Filipinas
La luz de la mañana se refractaba en el vidrio roto y desplegaba un arco iris sobre la cara de la pequeña que jugaba con los fragmentos de una botella quebrada junto a un montón de basura. Shala estaba desnuda, sus excrementos habían formado una costra en su trasero. Como muchos otros, la niña de dos años sufría la diarrea que en ese momento se propagaba por Lupang Pangako.
Alicia pensó un instante en si debía detenerse y preguntar a la pequeña por su madre, que normalmente cuando no llovía se sentaba al aire libre con su hija entre las chabolas de tablas y cosía los vaqueros que un comerciante traía a la barriada todas las mañanas. Pantalones de los que se decía que se enviaban en grandes barcos a través del Pacífico hasta América y que allí se vendían por la increíble cantidad de veinticinco dólares. ¡Cada uno! Algunos incluso más caros, pero Alicia no era capaz de creerse el rumor. Sin embargo, en el vestidor climatizado de la villa del banquero en Forbes Park en la que había trabajado como asistenta una vez, había visto un par de zapatos que, según el precio de la caja, habían costado más de dos mil dólares. Un regalo para celebrar el día, le había explicado la señora de la casa, porque su marido había ganado veinte millones apostando al alza de los precios de los cereales. Alicia únicamente había sonreído con amabilidad, sin entender una sola palabra.
—Eh, ¿a ti qué te pasa? —la despertó de sus pensamientos la voz de Marlon. Su primo, que se había adelantado con Jay por el camino entre las cabañas, regresó y señaló el ovillo que colgaba del pecho de Alicia. Había cortado una bolsa de plástico en varias tiras y con ellas había formado un cómodo canguro en el que llevaba a Noel junto al corazón. Por un momento se había visto de nuevo en la villa, abriendo la puerta al chófer que había recogido del colegio privado a la niña de la casa. Pero había dejado de soñar despierta y la propiedad de estilo colonial con su entrada de mármol blanco había desaparecido. De nuevo notaba el agujero de sus chancletas, sentía el barro entre los dedos de los pies, olía la basura podrida, oía el zumbido de los helicópteros sobre su cabeza.
»¿Qué se te ha perdido con ella? —preguntó su primo y señaló a Shala, agachada delante de la montaña de basura como si quisiera hacer pipí—. ¡Será mejor que te ocupes de tu propio bebé!
Marlon tiró de ella, lejos de la pequeña de cabello negro con ojos tristes que la saludaba con el cristal en su sucia manita mientras Alicia corría detrás de Marlon y Jay. El cuenco de arroz que Marlon les había conseguido antes de salir, sobre cuyo origen Alicia prefería no pensar, al menos había saciado en gran parte el hambre de Jay y la suya propia. Sin aquellos pocos bocados no habría podido pedir a su hijo ni a sí misma emprender el camino hacia la «calle Central».
El término «calle» eran tan poco apropiado para la arteria principal de la barriada como el término «vida» para la existencia que llevaban las personas en aquel lugar. De las cuarenta y cinco mil almas que vegetaban, según los cálculos, solo en ese sector de Quezon City, se habían puesto en marcha unos pocos centenares. Hombres, mujeres, niños; todos querían hacerse una idea de cuál era la situación y averiguar de qué se trataba: por qué ahora los helicópteros merodeaban sobre sus cabezas incesantemente también después del alba. Sus aspas cortaban el aire húmedo y caliente, arremolinaban la basura, arrancaban los tejados sueltos de los cobertizos, algunos ya de dos pisos, y extendían el intenso hedor a basura por los sinuosos senderos.
Desde el aire el vertedero de Payatas tenía la forma de un enorme ocho inclinado hacia la izquierda. El barrio de chabolas de Alicia llenaba de construcciones destartaladas de chapa ondulada y tablones la hondonada que rodeaba la parte izquierda de este ocho. Por lo tanto esta zona limitaba con el vertedero al norte, al este y al sur. Al oeste una calle transitada llamada Bicol separaba la barriada de un sector no menos desolador.
Alicia caminaba con Noel, Jay y Marlon en dirección oeste hacia el punto más fino del ocho, donde se encontraba el puente que su hijo debía cruzar todas las mañanas cuando quería ir al basurero. El acceso al vertedero, que al mismo tiempo era la salida principal de la barriada. Normalmente este paso sobre un canal de aguas residuales contaminado podía verse desde lejos, pero aquel día un gran número de personas bloqueaban el polvoriento camino que llevaba hasta allí. Era igual que dos meses atrás, cuando se habían manifestado en contra del cierre del vertedero y su traslado, pero ahora el ambiente era más agitado aún, mucho más tenso. Y no había manera de salir. La muchedumbre era como una pared.
—Están cerrándolo todo —gritó un joven que se abría camino de vuelta, por lo visto para informar a las últimas filas. Llevaba una desgastada camiseta de AC/DC y parecía que hubiera llorado, un efecto secundario habitual de los vapores del plástico. Él también era un buitre que hoy no podía llegar al vertedero.
Alicia apenas podía creer lo que contaba.
—He estado delante, en el puente. Vallas de alambre de espino. Las han extendido. —El hombre, que ya había llamado alguna vez su atención en la cola de la tienda en la que se podía entregar la basura de plástico que se había recogido, estaba sin aliento y hablaba a ritmo telegráfico—. Una vuelta. Por todas partes. Alambre de espino. Alrededor de todo el vertedero. Y tanques.
Alicia buscó asustada la cabeza de su bebé con la mano. Noel había bebido un poco, pero mucho menos de lo necesario. Sentía una hondura en su cabeza, sus fontanelas estaban más hundidas que nunca.
—¿Tanques?
—Sí. Y soldados. Con ametralladoras. Listos para disparar. En todas las entradas y salidas.
—Pero yo tengo que salir de aquí —dijo, y oyó la desesperación en su propia voz.
«Mi bebé necesita ayuda. Debo ir al hospital».
Estaba enfadada por no haber hecho caso a Marlon directamente y no haberse puesto en marcha con él de inmediato. Pero de pronto Noel había succionado su pecho de nuevo, aunque solo hubiera sido durante cinco minutos. Entonces se había dormido y otra media hora después lo había intentado de nuevo. Así hasta el amanecer. Alicia había tenido miedo de privar a su bebé incluso de esas escasas comidas si se ponía en marcha con él enseguida. Hasta que Noel no había vuelto a su apatía y solamente gemía en voz baja sin querer tomar pecho, no se había decidido a levantarse.
—Encontraremos la manera —dijo Jay, de siete años, con gesto serio. Entretanto se habían unido a ellos tantas personas de los callejones laterales que regresar cada vez era más difícil. La barriada había despertado, y con ella, el miedo.
—Intentémoslo en dirección a Bicol —decidió Marlon y señaló en la dirección por la que habían llegado, entonces un rugido sordo se mezcló con el zap-zap-zap de los helicópteros. Alicia miró hacia arriba y descubrió en el cielo despejado sobre ellos un pequeño punto que crecía por momentos.
—¿Qué es eso? —preguntó Jay.
Cada vez más gente echaba la cabeza atrás y se protegía los ojos de la luz oblicua del sol. Miraban fijamente el monoplano que amenazaba con estrellarse directamente sobre los habitantes de la barriada. Se formó una ola de pánico. La masa de personas comenzó a moverse, empujó hacia atrás, lejos del paso. Alicia oyó gritos. Niños, mujeres. Alguien disparó, lo que empeoró la situación. La gente se dispersaba en todas las direcciones, arrollaba a los que estuvieran delante o detrás. No prestaban atención ya a los débiles, como Alicia, que tuvo que soltar la mano de Jay para resguardarse detrás de un muro de piedra a medias. Se acuclilló en el suelo mientras el zumbido del avión aumentaba de volumen. Protegió a su bebé con las dos manos.
Y sintió la lluvia.
Una llovizna amarillenta con olor a amoniaco.
Cuando el ruido del motor se detuvo, se atrevió a levantarse y a mirar cómo el monoplano se alejaba.
—¿Qué ha sido eso? —escuchó chillar a su espalda a Jay, que había logrado no apartarse del lado de su madre. Solo Marlon parecía haber desaparecido.
—No tengo ni idea —respondió Alicia y se frotó la piel para quitarse la película pegajosa de la sustancia desconocida que el piloto del avión había descargado de su depósito sobre ellos.