21

El agua caliente actuaba como un somnífero. Cuanto más dejaba Noah que le afectara, con más fuerza deseaba cerrar los ojos.

Para no quedarse dormido bajo la ducha, cerró el grifo y salió de la cabina engastada en mármol. Limpiarse la suciedad de la calle había sido la primera idea sensata que había propuesto Oscar desde su regreso. Para no tener que compartir el baño con él, Noah había pasado a la segunda suite a través de la puerta que las conectaba internamente, una suite casi idéntica pero distribuida de manera invertida.

Así, los cuartos de baño quedaban pared con pared. Noah oía el murmullo continuo del jacuzzi de al lado, en el que Oscar parecía estar tomando un largo baño; un sonido de fondo adecuado para el viejo éxito de verano que sonaba en esos momentos en la televisión.

«Sunshine Reggae. Claro. De esta mierda sí que te acuerdas».

Los baños de las suites estaban equipados con altavoces inalámbricos, conectados a su vez al sistema multimedia del salón. En ese momento emitían la música de un anuncio de televisión de un combinado preparado, y a Noah le habría gustado bajar el volumen, pero no fue capaz de encontrar el botón para ello en el baño.

Se acercó a uno de los dos lavabos, que en el caso de una parejita probablemente estuviera previsto para el miembro femenino, ya que en la encimera había varios utensilios de cosmética junto a un recipiente de acero fino para toallitas desmaquillantes. Con una de ellas secó el espejo empañado y miró fijamente el rostro extraño que había dejado al descubierto.

Sus ojos eran pequeños, y estaban cansados, rodeados de profundas arrugas. Al pasar la mano por la piel, la sintió áspera. Noah dio un paso atrás y observó su cuerpo entero.

A diferencia de Oscar, no tenía una única cicatriz, sino un gran número de ellas. Solo en su torso contó ya tres, dos pequeñas bajo las costillas en la zona de la musculatura abdominal, bien entrenada. Una más alargada cerca del corazón.

Noah se puso de lado y despegó el esparadrapo del hombro. La ducha lo había empapado de agua, y le pesaba en la mano cuando se lo quitó del todo.

—Permítanme presentarles… —dijo, y comprobó cuidadosamente los bordes de la herida de bala con la punta de su dedo índice— a la cicatriz número cuatro.

Estaba bien curada. Al tocarla no le dolía, solo sentía un latido sordo, pero ese tipo de dolor se había convertido en un inquilino permanente de su cuerpo. Noah prácticamente se había acostumbrado a él.

«Más que al tatuaje».

Despegó la mirada de las letras torpemente punzadas en la palma de su mano y contempló su perfil en el espejo. De repente le picaba toda la cara. De un momento a otro sintió la necesidad acuciante de afeitarse.

Al parecer antes había preferido afeitarse en húmedo, porque no dudó ni un segundo al encontrar una cuchilla desechable y espuma de afeitar con aroma a té verde entre los múltiples utensilios sobre la encimera del lavabo. La sensación de la cuchilla resbalando sobre la espuma y despejando la piel ligeramente enrojecida que había debajo fue casi más agradable que la ducha. Sin embargo, el rostro anguloso que apareció al terminar seguía resultándole ajeno.

Noah estaba secándose la cara cuando las palabras del presentador de las noticias en la televisión lo hicieron detenerse en seco.

«Y ahora volvemos con más información acerca de la situación en el aeropuerto de Nueva York. El aeropuerto John F. Kennedy ha sido puesto en cuarentena hoy a las 14.55 hora local por peligro de epidemia».

Levantó la mirada hacia los altavoces integrados en el techo. La palabra «cuarentena» tenía un efecto electrizante sobre él.

«Según fuentes no confirmadas, por el momento varios pasajeros han sido retenidos por las sospechas de que hubieran contraído la gripe de Manila».

A pesar de que solo unos momentos antes la música le había parecido demasiado alta, ahora recibía las noticias a un volumen demasiado bajo, por lo que Noah salió del baño y buscó el segundo televisor de la suite, situado en el dormitorio, junto al armario sobre una cómoda de aires chinos.

La cámara mostraba a una rubia dolorosamente delgada, que, teniendo en cuenta su ajustado traje y los rasgos de modelo, parecía más adecuada para moderar un magacín matutino que para retransmitir una catástrofe. Pensó en Celine Henderson, que no había vuelto a llamar y a la que se imaginaba completamente diferente de esta reportera. La delgada figura con el pelo al viento estaba delante de una valla de tela metálica coronada por alambre de espino sobre un puente de la autopista; al fondo se veía la pista del aeropuerto, por la que no se movía ningún avión.

—«Miles de viajeros, empleados y familiares están atrapados, el caos ya ha alcanzado las autopistas que entran y salen del aeropuerto, en las que se han formado atascos de hasta treinta kilómetros de largo».

Se intercalaron las imágenes de helicóptero correspondientes.

—«Los viajeros afectados deben dirigir sus preguntas al número de asistencia que ven en la parte inferior de sus pantallas. Nosotros regresaremos enseguida con más detalles acerca de la todavía compleja situación…».

La reportera devolvió la conexión con mirada seria al estudio, donde su compañero le hizo una pregunta a la que Noah ya no prestó atención, porque Toto gruñía en la habitación contigua, y lo hacía con un tono profundo y metálico a un volumen que parecía exagerado para el diminuto cuerpo del perro.

Más por curiosidad que por preocupación, Noah se dirigió al dormitorio vecino, donde vio al cachorro ante la puerta cerrada del baño con la cola entre las piernas y la cabeza gacha.

«¿Qué te pasa, pequeñín?», se disponía a preguntar, pero al inclinarse hacia él percibió con el rabillo del ojo un cambio en la luz que atravesaba la rendija entre la puerta del baño y el suelo del dormitorio. Un sombreado apenas perceptible, pero de todos modos una señal inequívoca de que alguien se había movido tras la puerta.

«Alguien que no se está bañando.

Alguien que lleva zapatos».

Noah sintió que la tensión le secaba la garganta y que los bordes de la herida de su hombro se contraían. Cuando abrió la puerta de golpe sus ojos se transformaron en una cámara réflex mental que tomaba fotos en fracciones de segundo y las enviaba al área de su cerebro encargada de analizar situaciones de peligro mortal.

La primera imagen mostraba un jacuzzi que le recordó a una cazuela cuyo contenido se derramaba: el agua hacía burbujas, la espuma blanca se desbordaba.

De Oscar solo se veían los dedos arrugados de los pies, que atravesaban la superficie del agua. El resto de su cuerpo estaba completamente sumergido. Voluntariamente al parecer, como reveló el análisis de la imagen número dos: el desconocido con el arma en la mano no lo había empujado hacia abajo, sino que parecía esperar a que Oscar emergiera de nuevo, probablemente para dispararle en la cara.

«¿Quién es usted?

»¿Cómo ha entrado aquí?

»¿Por qué quiere matar?».

Todas estas eran preguntas con las que Noah no se entretuvo. Con las que no podía entretenerse. Ya que el asesino no dudó ni un segundo. Sobresaltado por la aparición de Noah, el hombre se revolvió.

Y dobló el dedo índice.

Apuntó su arma en la mitad del tiempo que necesita un colibrí para agitar sus alas.

«Imagen número tres: Heckler & Koch USP, acerrojamiento Browning, 9 mm con gatillo de sistema DAO. Silenciador de fabricación polaca».

El asesino se movía rápido. Más rápido de lo que Noah podía contener el aliento.

Pero no lo bastante rápido.

El área de análisis de peligro del cerebro de Noah había elaborado un plan de acción y lo había transmitido sin rodeos a los músculos y las extremidades ejecutoras.

«Juntar las manos ante el rostro como en el ritual de saludo tailandés. Reducir la distancia hacia el objetivo y al mismo tiempo colocar el codo derecho en un ángulo de noventa grados. Empujar con él el arma hacia arriba. Aprovechar el retroceso del primer disparo desviado para destrozar el centro de gravedad del oído del atacante con la palma de la mano. Al mismo tiempo clavar la rodilla en los testículos y seguir el movimiento ascendente del codo derecho hasta golpear, y si es posible romper, la mandíbula».

Noah había seguido mecánicamente todos los pasos y al hacerlo se había concentrado en el brazo derecho del atacante, es decir, el que sostenía el arma, y mientras el intruso se encorvaba hacia delante, se lo levantó con el brazo izquierdo hasta sentir la resistencia de la articulación: la señal para aumentar la presión hasta desgarrar los tendones primero y después los músculos. Al mismo tiempo se volvió hacia un lado como bailando con el hombre, que únicamente quería escapar del dolor que Noah le infligía mediante la presión en el hombro dislocado.

No hubo gritos, tampoco había tiempo para eso. Fue todo tan rápido que al asesino ni siquiera se le había caído el arma de la mano cuando Noah cerró los dedos sobre su puño, y casi al mismo tiempo le levantó el antebrazo de golpe para colocar la punta de la H&K en la nuca del atacante.

Zum. Zum.

Dos tiros, que no hicieron más ruido que un bote de mermelada al vacío al abrirse, y el desconocido acabó ejecutado por su propia arma.

En ese instante Oscar emergió resoplando, eructó con fuerza y se frotó un poco de espuma del rabillo del ojo mientras tarareaba con alegría. Entonces vio a Noah y gritó:

—Maldita sea, qué susto me has dado. ¿Es que no sabes llamar?

—Tenemos que irnos —respondió Noah con voz apagada.

—¿Irnos? ¿Por qué? —Oscar se puso de pie en la bañera—. No puedes entrar desnudo en mi baño así sin más… Oye, ¿es una pistola eso que llevas en la mano? ¿Cómo…? Joder. —Oscar había descubierto al hombre inmóvil delante del jacuzzi—. ¿Está…? Quiero decir, ¿le has…?

—Rápido, no tenemos tiempo.

Noah salió a zancadas del baño, se puso rápidamente ropa interior, un pantalón de traje oscuro, una camisa y una chaqueta, una selección aleatoria de lo que había en la maleta, sin soltar el arma que le había sustraído al asesino.

—Está muerto. —Oscar estaba desnudo en la puerta del baño y señalaba el cadáver—. Creo que está muerto del todo.

—Nosotros también lo estaremos si no desaparecemos enseguida.

—Pero ¿quién? Quiero decir, ¿por qué, de dónde…?

«No tengo ni idea. No tengo tiempo».

Noah comprobó rápidamente el cargador. Aún quedaban doce cartuchos.

«Menos es nada».

El arma tenía marcas del uso, pero estaba cuidada. Junto con la silenciosa entrada y la rapidez, demostraba que el asesino era un profesional.

Desenchufó el cargador, metió la cartera, los pasaportes y el teléfono por satélite de nuevo en la maleta junto con las prendas de ropa que pudo coger al vuelo, y volvió corriendo al baño pasando junto a Oscar.

—¿Qué haces?

A Oscar le castañeteaban los dientes de miedo. Sus pies estaban a pocos centímetros del borde del charco de sangre que se extendía en torno a la cabeza del desconocido.

Como era de esperar, el asesino no llevaba ningún objeto personal consigo. Sus bolsillos estaban vacíos. Noah le dio la vuelta con el pie desnudo. Su rostro también resultaba impersonal, sin rasgos característicos. Su aspecto era más de contable que de asesino a sueldo.

Noah supuso que le buscaba a él y no a Oscar, probablemente no sabía nada de la segunda habitación, en la que él se encontraba por pura casualidad.

—Aquí tienes. —Le lanzó a Oscar un albornoz blanco que había cogido de un gancho en la puerta.

—Has matado a una persona —musitó Oscar consternado. Parecía resultarle imposible apartar la mirada del cadáver. De todas formas se puso la bata y salió del cuarto de baño.

Entretanto Noah ya se había puesto sus botas, y le ordenó a Oscar que hiciera lo mismo.

—Deja el resto de la ropa aquí. No tenemos tiempo para eso.

Como pensaba que estaba yendo demasiado despacio, agarró a Oscar del cuello del albornoz y lo llevó a rastras a la suite contigua. Una vez allí, acechó por la mirilla y no abrió la puerta hasta asegurarse de que no había nadie al otro lado.

Un vistazo al pasillo le reveló que allí también estaban solos.

—¿Estás listo?

Se volvió hacia Oscar, que sacudía la cabeza con fuerza.

—Mierda, no, estoy aquí en bata con los pies ensangrentados y mis botas en la mano. No estoy listo en absoluto.

«Por lo menos ha recuperado el habla».

Noah regresó rápidamente a la habitación, cogió la mochila y miró bajo la cama. Como había supuesto, Toto se había escondido allí. Desde los disparos no había hecho ruido alguno, y le temblaba todo el cuerpo. Con un gesto veloz Noah sacó al cachorro agarrándolo del cuello de debajo de la cama y metió al animal en la mochila, entonces ordenó a Oscar que abandonara la habitación con él.

—No hasta que no sepa lo que acaba de suceder.

—Bien. Pues no vengas.

Noah salió al pasillo con la maleta en la mano y la mochila sobre el hombro sano, y caminó en dirección a los ascensores a la mayor velocidad a la que se lo permitían los cordones sueltos.

Dos metros más allá de los ascensores para huéspedes se abría un pasillo lateral. Allí había un montacargas.

Noah pulsó el botón de llamada, pero no sucedió nada.

—Para este necesitas llave —dijo Oscar, que parecía habérselo pensado mejor. El albornoz blanco realzaba aún más el tono rojo cangrejo de su cabeza.

—No, no la necesito —respondió Noah, sin saber por qué estaba tan seguro de ello. Miró el teclado que había bajo el botón de llamada y de pronto se dio cuenta. Noah recordó un retazo del pasado.

«Ya me he montado en él alguna vez.

Ya sé adónde nos conduce este camino».

Al sótano del hotel. A la discoteca del Adlon.

«Donde las personas bailan a la luz de rayos centelleantes».

No hacía ni una hora que se había visto a sí mismo en un flashback marcha atrás.

«Ya he huido por aquí alguna vez.

Poco después de que me dispararan».

Noah cerró los ojos y visualizó la combinación de cifras que había recordado la vez anterior.

«4266».

—¿Qué haces? —preguntó Oscar lo que era obvio. Noah pulsó las teclas correspondientes en el teclado, pero introdujo el código al revés de lo que lo había hecho en su recuerdo.

«6624».

Oyó un chasquido algunos pisos por debajo de ellos y las correas del ascensor se tensaron. El botón de llamada se iluminó en un rosa pálido.

—¿Cómo sabías eso? —preguntó Oscar al ver en el indicador que había sobre la puerta del ascensor que la cabina avanzaba de piso en piso.

—Ni idea —dijo Noah, dio un paso atrás y miró por el pasillo hacia la luz que salía por la puerta de su suite, que Oscar no había cerrado.

No sabía quién era. Ni quién podía haber sido el asesino con la pistola, ni quién se lo habría encargado.

Y tampoco sabía si el ascensor llegaría a tiempo, antes de que los alcanzara el hombre que salía en ese momento de la suite Pariser-Platz al pasillo del hotel con un arma en posición de tiro.