—¿Tenemos acceso a las cámaras de seguridad? —preguntó Altmann y entró en el ascensor. Antes de que las puertas se cerraran se apresuró a entrar en la cabina una joven pareja que también subía al quinto piso.
—No —respondió la mujer a través del transmisor que llevaba en la oreja—. Están fuera de nuestra área de influencia.
«Me lo imaginaba».
Le habían encargado una operación «Quinso». Quick in. Safe out. Sin testigos. Sin huellas. Su especialidad. Para llevar a cabo una «Quinso» con éxito, el círculo de implicados debía reducirse al mínimo posible. Poner al corriente al jefe de seguridad del Adlon habría supuesto una grave negligencia, incluso aunque este estuviera en nómina.
—El clean-team está preparado para cuando dé el greenlight a la maniobra.
«Quinso. Clean-team. Greenlight».
Altmann se preguntaba a veces quién se inventaba en realidad ese ridículo pseudocódigo. Seguro que se trataba de unos chupatintas cualesquiera demasiado mayores para las operaciones de campo. ¿Por qué narices no podían llamar a las cosas por su nombre?
«Enviaremos el equipo de limpieza a la habitación en cuanto haya llevado a cabo el trabajo».
Antes hablaban así.
«Antes aún recibía regalos por mi cumpleaños».
—¿Me ha entendido? —requirió la voz femenina confirmación por parte de Altmann.
Este observó a la pareja estrechamente abrazada que solo interrumpía sus besos para una risita ocasional.
—¿Tienen hora? —preguntó para dar a entender a la jefatura de operaciones que no estaba solo en el ascensor. El joven tuvo que hacer esfuerzos para soltarse del abrazo de su enamoradísima novia y echó un vistazo a su reloj de pulsera.
—Casi las once.
Altmann dio las gracias, pero Romeo ya había pegado su boca a la de su Julieta de nuevo.
«Mejor que mejor. Después no serás capaz de describirme».
Altmann sabía que eso era difícil de todos modos. No tenía ningún rasgo distintivo como orejas de soplillo, cicatrices o manchas de nacimiento en el rostro. Ni demasiado gordo, ni demasiado alto, ni demasiado en forma, ni demasiado delgado. Era un tipo corriente. Pelo marrón común, ojos gris común, ropa con combinaciones de colores aburridas. Una pesadilla para cualquier testigo que tuviera que dibujar un retrato robot a partir de su memoria. Un motivo entre muchos otros por los que estaba predestinado precisamente a tareas como esta.
Cuando llegaron al quinto piso, dejó pasar a la pareja y esperó a saber por qué dirección del pasillo se decidían para tomar la contraria. No tardó mucho en oír el suave chasquido de una puerta que interrumpió las risitas de los enamorados al cerrarse.
Altmann dio media vuelta y recorrió el pasillo vacío hasta su extremo.
«Cuarenta y tres pasos hasta el ascensor», anotó mentalmente.
Se detuvo ante la puerta con el letrero de latón «Suite Pariser-Platz».
—Estoy en posición.
—Entendido.
Sacó un dispositivo transparente con forma de tarjeta de crédito conectado por cable a un smartphone en el bolsillo interior de su chaqueta. Pasó la tarjeta-llave electrónica por la ranura dispuesta al efecto junto a la puerta de la habitación. Entonces introdujo un número de seis cifras que le había enviado la jefatura de la operación junto con los planos y las fotos. Hizo clac, la puerta se entreabrió y una suave luz iluminó el pasillo a través de la diminuta rendija.
—Comienza el espectáculo —susurró Altmann, sacó su arma y entró en silencio en la suite.