—¿Qué, dónde…? ¿Qué ha pasado?
Noah había llevado a Oscar al sofá inconsciente y había envuelto cubitos de hielo del minibar en un trapo, que este, una vez hubo vuelto en sí, apartó de su frente furioso.
—¡Has intentado matarme! —constató y trató de incorporarse, pero cayó de nuevo sobre los cojines con el rostro desfigurado por el dolor.
—Aguanta un minuto más —le aconsejó Noah—. Así se te pasará el mareo.
Le tendió un vaso de agua.
—¡Mierda, joder! —maldijo Oscar después de haberlo vaciado hasta la mitad con ansia—. ¿En qué estabas pensando?
—Lo siento. Pensaba que eras…
«… ¿qué?
¿Un asesino?
¿El que me disparó?».
Noah giró el hombro suavemente. Al atacar a Oscar no había sentido nada, pero ahora la herida de bala le dolía de nuevo.
—Pensaba que estaba en peligro —explicó de forma vaga. Noah no tenía ni idea de cómo describir el impulso que había despertado el luchador cuerpo a cuerpo que había en él. Las sensaciones que experimentaba en aquella habitación no solo parecían desencadenar sus recuerdos, sino también patrones de comportamiento instintivos. Oscar ya estaba inconsciente en el suelo antes de que él reconociera al supuesto atacante.
—Peligro, sí. Y tú que lo digas.
Oscar amagó un segundo intento de levantarse del sofá. Estaba pálido y sudaba a mares, nada sorprendente teniendo en cuenta las múltiples capas de ropa que aún llevaba.
—Estás metido en un buen lío, grandullón. Por eso al final he vuelto.
—¿Dónde te habías metido? ¿Y cómo has vuelto a entrar aquí?
—Oh, he utilizado un invento genial, la llave-tarjeta. Nos han dado una a cada uno.
«Otra cosa más que no recuerdo. Esta vez para variar es algo de mi pasado reciente».
Oscar pareció leer los pensamientos de Noah y preguntó:
—Ni siquiera te habías dado cuenta de que había salido de la habitación, ¿no?
«No, estaba demasiado ocupado con el muerto de la chimenea».
—Has recordado algo, ¿verdad? Por eso estabas tan ido poco después de que hubiéramos entrado en la habitación. Ya has estado aquí antes, ¿no es cierto?
«Ni idea. Eso parece».
Noah miró la zona aclarada de la alfombra ante la chimenea, la imagen de la cabeza ensangrentada se encendió de pronto en su mente, e ignoró la pregunta:
—Bueno, ¿y por qué me has dejado solo?
—Lo siento, he sido un cobarde, lo sé. Pero no aguantaba más aquí. De pronto he tenido miedo, lo único que quería era largarme, volver a mi escondite. Además, son ciento veintidós.
—¿Ciento veintidós qué?
—Escalones. He explorado las salidas de emergencia y las escaleras, por si tenemos que huir, ¿entiendes?
—No.
Oscar desoyó la objeción.
—Casi estaba de nuevo en la calle, en la salida trasera junto al monumento al Holocausto. Pero entonces he comprendido que no podía hacer eso, que debía volver. Necesitas mi ayuda. Sin mí no te las podrás arreglar con ellos.
—¿Con «ellos»? ¿A quiénes te refieres?
—Piénsalo tú mismo. ¿Quién aloja a dos sin techo en una suite de dos mil quinientos euros? Sea quien sea a quien has llamado antes, te aseguro que no era un periódico.
—¿Y qué si no?
—No tengo ni idea.
—¿Ah, sí? —Noah se enfureció—. Pues para no tener ni idea es alucinante lo bien que prevés el futuro. ¿Quién es ese tal Vandenberg? ¿Y por qué ha reaccionado exactamente como tú habías predicho?
—¿Te refieres a por qué te ha dado tu supuesta habitación habitual?
—Sí.
Oscar se encogió de hombros.
—No lo sabía, he supuesto que lo haría. Ellos siempre trabajan así. Es parte de su programa.
—¿Quiénes son «ellos»? ¿Y qué programa es ese?
Oscar se terminó el vaso de agua y le dio la vuelta, entonces intentó levantarse por segunda vez. Recorrió la habitación con la mirada tambaleándose ligeramente y pareció hablar consigo mismo.
—El programa. Correcto. Por qué no pensé en ello en cuanto te encontré. —Atravesó la habitación arrastrando los pies hasta un aparador y abrió una puerta tras otra—. Claro, es posible. Si se trata de lo que sospecho, han avanzado mucho más de lo que me temía. Entonces lo que me han hecho no ha sido más que un juego de niños. Por fin, aquí estás…
Abrió la nevera y sacó una botella de whisky en miniatura del minibar.
Noah se acercó a él y le sujetó la mano cuando se disponía a beber.
—Por última vez: ¿qué está pasando? ¿Quién eres? ¿Qué te han hecho a ti? ¿Y qué tengo yo que ver con eso?
Oscar le devolvió la severa mirada, y esperó a que Noah aflojara la mano.
—Sé que no me creerás, pero te pido que al menos lo intentes.
—Te escucho.
—Me has preguntado un par de veces por qué vivo en la calle.
Noah asintió.
—Bien, en realidad, y se trata de una diferencia extremadamente importante, no vivo en la calle, sino bajo ella.
—Me he dado cuenta, sí.
—Y lo hago con toda la intención. Porque solo así tengo alguna posibilidad de escapar del lavado de cerebro.
—¿Lavado de cerebro?
—Control del pensamiento, conciencia dirigida, el programa; llámalo como quieras. —Vació la botellita de un trago—. Normalmente no bebo, pero ahora lo necesitaba.
—Por mí puedes beberte medio minibar mientras sigas siendo capaz de contarme la verdad.
Oscar torció la comisura de los labios con escepticismo.
—¿Quieres saber la verdad? —Para gran sorpresa de Noah, se sentó en la alfombra y comenzó a desatarse las botas—. No has vivido el tiempo suficiente en la clandestinidad para saber la verdad.
«Madre mía».
Noah se volvió y miró hacia la Puerta de Brandenburgo a través de la ventana sacudiendo la cabeza.
«Probablemente la única verdad sea que mi compañero está completamente loco».
Oscar ya se había deshecho de sus botas y estaba sentado con las piernas cruzadas sobre su chaqueta de aviador dada la vuelta. Mientras trataba de sacarse el jersey noruego por su ancha cabeza, preguntó:
—¿Cuántas personas se mueren de hambre en el mundo?
—¿Perdón?
—¿Cuántas no tienen suficiente para comer, Noah?
—¿Y ahora qué? ¿Adivinanzas?
Oscar por fin tenía la cabeza libre y ya no tenía que respirar a través del tejido:
—¡Calcula!
—Ni idea, muchas, supongo.
Noah no tenía ganas de estos juegos psicológicos a los que Oscar ya había jugado con él alguna vez. Justo después de que despertara por primera vez en el escondite y fuera capaz de reaccionar, su misterioso salvador le había bombardeado con innumerables preguntas aparentemente irrelevantes a una velocidad demencial: «¿Estamos en Berlín o en Hamburgo? ¿Nevaba o llovía la noche que te encontré? ¿Llevaba una chaqueta negra o roja?».
Como Noah no recordaba nada, había tenido que adivinar, y con una cuota de cuarenta y nueve por ciento de respuestas correctas había aprobado el test de amnesia de Oscar.
«Las personas que simulan una pérdida de memoria dan demasiadas respuestas incorrectas a propósito», le había explicado Oscar satisfecho. «Y se revelan como mentirosas al no alcanzar una cuota de casi un cincuenta por ciento de acuerdo con las reglas del azar. Pero tú dices la verdad. Realmente no recuerdas nada».
—Según la BBC son más de mil millones —prosiguió Oscar con su curiosa exposición, y descruzó a duras penas las piernas—. Una de cada siete personas pasa hambre en nuestro planeta, sobre todo niños. Unos nueve millones de ellos mueren de desnutrición cada año.
—Vale, es terrible. Pero ¿qué tiene eso que ver con nosotros?
—Mucho, como demuestra tu reacción. ¿No crees que es extremadamente raro? Me refiero a que tienes amnesia, apenas recuerdas nada. Pero no te sorprende en absoluto que te explique que en el mundo en el que te has despertado una persona muere de hambre cada tres segundos.
—No entiendo adónde quieres ir a parar.
—Exactamente de eso estoy hablando. —Oscar se sacó del pantalón la camisa de leñador y la camiseta que llevaba debajo—. Vemos imágenes de niños con la tripa hinchada en la televisión, leemos artículos sobre prostitución infantil y trata de personas, sobre el cambio climático y la crisis energética, conocemos los sueldos millonarios de los gestores de fondos de riesgo de Wall Street tan bien como la pobreza de los mendigos de los vertederos de Asia, y a pesar de todo ello nos vamos de vacaciones con todo incluido a la República Dominicana mientras a pocos kilómetros de allí, en la otra mitad de la isla, llamada Haití, la gente se muere de hambre. ¿No te has preguntado nunca por qué somos tan ignorantes?
—Porque no sabemos cómo cambiarlo.
—Falso. Porque hemos aprendido a reprimirlo. Mira esto.
Oscar, que ya se había abierto los primeros botones de la camisa, se detuvo y señaló la televisión, que mostraba una fábrica en llamas.
—«Atentado contra Jonathan Zaphire, presidente de Fairgreen Pharmaceutics» —exclamaba un rótulo enmarcado en rojo en la parte inferior de la pantalla, en el que los informativos publicaban las noticias urgentes.
—Niños hambrientos en un canal, guerra y terror en el otro. El mundo se va a la mierda, todos lo sabemos, lo vemos, pero no nos preocupa.
Se abrió un botón más. Al hablar la saliva se le acumulaba en las comisuras de los labios.
—Nosotros dos somos el mejor ejemplo de ello, Noah. Vagabundos como nosotros se sientan a menos dieciséis grados junto a la puerta del supermercado y la gente que pasa mira para otro lado. ¿Nunca te has preguntado por qué lo hacen tan bien?
—¿Para no ayudarnos?
—¡Para reprimir nuestra imagen!
Noah se dejó caer sobre el sofá y miró por encima de Oscar hacia la habitación, donde Toto se había acomodado a los pies de la cama sobre un par de bóxers que habían caído de la maleta.
«¡La maleta! Debería registrarla más a conciencia».
—Quieren hacernos creer que nuestro cerebro cuenta con un mecanismo de protección. Un filtro que criba la miseria para que podamos llevar una vida normal. —Oscar se rio mordaz—. Pero eso son chorradas. Nuestro cerebro está programado desde la Edad de Piedra para reconocer peligros, no para ignorarlos. Cuando los islandeses se dieron cuenta hace seiscientos años de que sus terrenos empeoraban, ¿qué hicieron? ¿Esconder la cabeza como un avestruz? No. Establecieron un número máximo de ovejas que podían pastar en ellos. ¡Hace seiscientos años! Hoy sabemos que el petróleo se agotará en pocos años y a nadie se le ocurre regular el número de coches y vuelos. Preferimos vender billetes de avión por cuarenta y nueve euros a Mallorca.
La camisa cayó al suelo; Oscar estaba ahora descalzo en vaqueros y camiseta en la habitación, razón por la cual verlo en aquella suite de lujo era más raro aún.
—Bien, el mundo es terrible. Gracias por advertirme de algo tan importante.
—No estás escuchando, Noah. El mundo es terrible, pero todos reprimimos esa idea.
Noah levantó la mirada.
—Eso no lo entiendo.
—Exactamente de eso estoy hablando. A eso quiero llegar. No es terrible. Nadie lo considera terrible. Nadie se fija ya. Nadie hace nada para remediarlo. Y eso no lo determina la genética, eso lo determinan otros.
—¿Quiénes?
—Los pocos que quieren que el mundo sea como es. Las multinacionales, los ejércitos, los megarricos. Nos rocían.
—¿Nos rocían?
—Ahora llegamos a la parte que no te vas a tragar.
Oscar se llevó la mano al punto en el pecho en el que se dibujaba bajo la camiseta el amuleto que admiraba todas las noches antes de dormir.
—Es verdad que me llamo Schwartz. No soy profesor, pero escribí mi tesis doctoral acerca de un tema neurológico —dijo, y al mismo tiempo se desabrochó el pantalón—. Poco después de la universidad, mi mujer y yo nos establecimos por nuestra cuenta en una pequeña consulta médica en Fráncfort. Muchos de nuestros pacientes eran empleados del gran aeropuerto, lo que no era tan raro teniendo en cuenta que el aeropuerto es la empresa que más empleos genera de toda la región. Lo sorprendente eran los problemas por los que acudían a nosotros. La mayoría se sentían débiles, agotados, cansados y sin ganas de vivir. A todo esto sus horarios eran humanos, de hecho a muchos se los acababan de mejorar. Así que podía decirse que no corrían peligro de quemarse en el trabajo. Los cónyuges declaraban unánimes que estos cambios habían aparecido prácticamente de un día para otro. Que sus parejas habían comenzado a mostrar desinterés e indiferencia hacia todo lo que les rodeaba de la noche a la mañana.
Oscar parpadeaba nervioso. Su voz sonaba tomada, los recuerdos parecían conmoverlo intensamente.
—Investigamos y averiguamos que los pacientes más afectados estaban relacionados con el repostaje. Y que pocas semanas antes, justo antes de que aparecieran los síntomas, se había instalado en Fráncfort un nuevo surtidor.
—¿Así que eran los vapores del combustible?
—No. No era culpa de la gasolina de los aviones. Sino de lo que le añadían.
—¿Y eso era…? —Noah no era capaz de esconder su escepticismo en el tono de su voz ni en la expresión de su cara.
—La sustancia no tiene nombre oficial. La mayoría lo llaman CLEAR. Tiene un efecto amortiguador sobre el sistema nervioso central. Hace a las personas indiferentes. Les quita el miedo a las amenazas.
Noah se recostó resignado sobre los cojines del sofá y miró hacia el techo de la habitación.
—Así que hay un poder oculto que utiliza una sustancia contra la población…
—… a modo de tranquilizante para las masas. CLEAR, así es. De otra manera no se explica que estemos todo el día viendo la televisión y navegando por Internet en lugar de echarnos a la calle para luchar.
Noah se puso de pie. Sabía que no serviría de nada, pero tenía que decirlo de todos modos:
—Estás mal de la cabeza.
—Dijo el hombre sin memoria. Que por cierto es uno de los efectos secundarios de CLEAR si la dosis es demasiado alta.
—Ya, ya. Claro. Seguro que es por eso. —Noah se dirigió hacia el dormitorio.
—No tienes por qué creerme. Puedo demostrarlo —exclamó Oscar tras él—. Solo necesito que haga mejor tiempo.
—¿Tiempo? —Noah se echó a reír incrédulo y se volvió.
«Esto empeora por momentos».
—Sí, de ser posible un sol radiante. —Oscar señaló las ventanas de la suite—. ¿Sabes esas líneas en el horizonte? Líneas rectas como pintadas con tiza sobre el cielo azul de verano. Quieren hacernos creer que son estelas de condensación de los aviones, pero la mayor parte de las veces no se ve ni rastro de un jet, ¿verdad? Busca en Google «chemtrails», así se llaman esas estelas de contaminación, entonces sabrás de lo que hablo. Se forman a partir de los gases de escape de los aviones invisibles que pulverizan CLEAR. Los muy cerdos mezclan la sustancia con el combustible de la nave.
Noah hizo un gesto de rechazo con la mano.
«Ya he perdido bastante tiempo».
—Si no me crees, mira en Internet.
—Precisamente eso voy a hacer.
«Pero no para buscar CLEAR en Google. Sino para buscar “doctor Morten” o como quiera que me llame».
—Hay personas en la red que se han tomado la molestia de cartografiar los chemtrails. Resulta que estos drones, invisibles al ojo humano, recorren un patrón de vuelo concreto.
—¿Para pulverizar la sustancia represiva?
Oscar sonrió de oreja a oreja.
—Por fin lo has pillado. Ahora entiendes por qué vivo bajo tierra. Así no me alcanzan. Solo salgo a la superficie durante el día en invierno, ya que entre noviembre y marzo pulverizan la sustancia con menos frecuencia, porque la capa de nubes absorbe demasiada cantidad de la misma. ¿Lo entiendes ahora? Solo por eso sigo teniendo la mente tan lúcida.
Noah lo miró atónito. Después de quitarse también la camiseta, Oscar estaba ante él con el pecho descubierto. A excepción de una cicatriz blanca de unos cinco centímetros de largo, la barriga de Oscar era como la de un mono, totalmente cubierta de pelo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Noah—. ¿Me enseñas tu cicatriz como prueba de que fuerzas secretas te torturaron?
Oscar se miró asombrado y tocó la protuberancia que tenía bajo las costillas.
—Bobadas. Esto es de cuando me caí de un árbol de niño. —Se bajó los pantalones y los calzoncillos y pasó junto a Noah hacia el cuarto de baño caminando como un pato—. Solo quiero volver a meterme por fin en una bañera caliente.