La maleta marrón oscuro, con arañazos de los múltiples viajes, le pareció incómoda. Demasiado pesada para ser equipaje de mano, demasiado pequeña para un viaje largo. Era de ante caoba, algo más grande que la torre de un ordenador de sobremesa.
Noah la sacudió y no le extrañó no oír ningún golpeteo. La tapa de cuero estaba muy abollada y las costuras de los lados, tensas. Quien fuera que había hecho la maleta había aprovechado hasta el último centímetro cúbico.
«Y después la cerró con cuidado de nuevo».
Estaba cerrada con un aparatoso candado de combinación, así que Noah, dos minutos después de haber sacado la maleta del armario, aún no sabía qué contenía.
«¿Y se supone que es mía?».
Agarró el asa, dio un par de pasos y la puso sobre la cama junto a Toto, que observaba el cuerpo extraño con tanta atención como el propio Noah.
«No siento nada. Nada de nada».
Noah se preguntó cuántas combinaciones tendría que probar antes de abrir el candado por pura casualidad. Entonces se fijó en la cesta de fruta sobre la mesa del tresillo en el salón y en el cuchillo que había junto a las naranjas.
Apenas necesitó veinte segundos y un esfuerzo mínimo para abrir el candado haciendo palanca.
Abrió cuidadosamente la tapa, y miró primero por una rendija, para después abrirla del todo al no descubrir nada inquietante.
«Como por ejemplo cables que condujeran a un detonador».
La tapa había mantenido a raya una enorme montaña de ropa que ahora rebosaba de la maleta.
Noah palpó camisas y jerséis correctamente doblados, ropa interior colocada con cuidado, calcetines enrollados en forma de bola, y varios pantalones de traje, una corbata lisa y una americana azul oscuro. Todo olía a recién lavado. Las prendas estaban planchadas y todo era de buena calidad, aunque no era ropa de marca. No era nuevo, pero no estaba usado. Nada de ropa sucia, tampoco en el gran compartimento lateral cerrado con cremallera.
Lo primero que descubrió Noah fue un teléfono macizo, que a juzgar por su tamaño parecía ser del siglo anterior, a pesar de que su pantalla y su teclado resultaban modernos. La inscripción «Tel.Sat.» revelaba que se trataba de un teléfono por satélite.
Noah pulsó la tecla de encendido, pero al parecer la batería estaba descargada y la pantalla siguió en negro.
Continuó rebuscando y, además de un cargador, sacó un neceser transparente.
Además de lo previsible, cepillo más pasta de dientes, desodorante y aftershave (cuyo aroma, al contrario que el de la habitación, no desencadenó ningún brote de memoria), dentro también había una estilográfica con pluma dorada que le resultó familiar al tacto cuando se la puso en la mano.
«Familiar, pero no agradable».
Buscó un enchufe para cargar el teléfono por satélite, después decidió vaciar totalmente la maleta, sentó a Toto junto a la cama y volcó todo el contenido sobre la colcha.
De esta manera arrancó a la maleta su asombroso secreto: un portadocumentos de cuero atrapado entre dos camisetas que, además de un fajo de dinero en diferentes divisas, contenía tres pasaportes de aspecto externo idéntico.
Noah cogió uno de los cuadernitos azul oscuro, pasó el dedo por el relieve dorado, lo abrió y vio una versión notablemente más cuidada de sí mismo:
Dr. David Morten. US Citizen.
Según el documento tenía treinta y nueve años, medía un metro ochenta y nueve, y había nacido en Colonia.
El pasaporte estadounidense tenía seis meses de antigüedad y parecía prácticamente sin usar; de hecho solo había un sello en las últimas páginas. Según este, había volado a Mombasa a mediados de enero, es decir, poco antes de que le dispararan.
«Bien. Me llamo David, un nombre que no me dice nada, y he estado en Kenia recientemente, un viaje del que tampoco tengo recuerdo alguno».
Noah cogió el segundo documento y casi lo dejó caer al leer el nombre de «John Greene» en la página plastificada de los datos personales. Conteniendo el aliento abrió el tercer pasaporte y la impresión fue aún mayor.
David Morten. John Greene. Y Samuel Brinkman.
«Tres pasaportes diferentes. Tres nombres diferentes».
Pero siempre la misma foto.
«Mi foto».
Colocó los pasaportes unos junto a otros, y casi se podía decir que los clavó a la colcha con su mirada.
«¿Qué significa esto?».
—¿Quién soy? —susurró Noah y cerró los ojos. Por primera vez se preguntó si la razón de que no recordara su vida anterior era que no quería hacerlo.
Buscando su yo había dado con múltiples identidades, y no podía imaginarse ninguna explicación inocente de por qué un único hombre poseía tres pasaportes diferentes con nombres distintos.
Cogió de nuevo todos los documentos.
En los otros pasaportes también había pocos sellos. Había viajado como John Greene de Kenia a los Países Bajos, para después volar desde allí a Roma como Samuel Brinkman. Noah soltó la goma que ataba el fajo de billetes y contó al menos cuatro mil euros y otros mil dólares.
Teléfono.
Pasaportes.
Dinero.
Ropa.
De repente estaba completamente equipado, y a pesar de ello no se sentía ni un paso más cerca de su vida anterior.
Sacó una camisa blanca de la montaña de ropa y la sostuvo ante el pecho. La talla parecía ser la correcta, y, sin embargo, Noah tuvo la sensación de no caber en ella.
Le resultaba incómoda.
Como la maleta.
Como el portero.
Como Vandenberg.
Y como la sutil corriente de aire que le llegó a la nuca cuando la puerta exterior de la suite se abrió en silencio a sus espaldas.