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Excepto en lo que respectaba a la electrónica, el mobiliario de la redacción había quedado suspendido en algún momento de los años noventa del siglo anterior. Las paredes divisorias revestidas con poliéster gris marengo dividían el espacio abierto en una docena de cubículos de trabajo, en cada uno de los cuales tres empleados se aferraban a un escritorio similar a una mesa de caballetes. A Celine le habían asignado el sitio del centro, enfrente de dos compañeros que en aquel momento estaban en la sala de conferencias, como todos los demás.

«Y yo haciendo de telefonista».

Celine estaba sentada en su típica postura de trabajo, con las piernas «medio» cruzadas: la pierna izquierda doblada sobre la silla y el muslo derecho encima. Una posición en la que el pie se le dormía a menudo cuando perdía la noción del tiempo trabajando. Mordisqueaba la goma de borrar en el extremo de un lápiz y miraba fijamente su teléfono. Tenía revuelto el estómago, pero no se debía a las náuseas matutinas, que casi habían desaparecido desde la décima semana.

«¿Cómo sabe Kevin de la existencia de Oscar?».

¿Acaso había mencionado al acompañante de Noah durante la breve llamada telefónica? Después de la agitación del día, comenzando por la terrible sospecha del diagnóstico del doctor Malcom, esta laguna en la memoria seguramente podía explicarse.

«Pero tendría que estar muy equivocada…».

Miró el reloj y cogió la nota que Kevin le había dado hacía un momento. El redactor jefe había apuntado el número directo del hotel Adlon en Berlín con una caligrafía nada florida. Pegó la nota al marco de su monitor con un trozo de cinta adhesiva. Entonces levantó el auricular. En la pantallita apareció la invitación «Marque número». Celine pulsó el número nueve para obtener línea, oyó el tono… y colgó de nuevo, porque había una llamada entrante en espera.

New York News, Celine Henderson, ¿buenos días?

—¿Eres tú, cariño?

«No. Solamente tengo el mismo nombre que tu hija y casualmente trabajo también en este puesto».

—Sí, mamá, soy yo. ¿Ha pasado algo?

Debía de ser algo importante, eso seguro.

Su madre odiaba las conversaciones en las que no podía mirar a los ojos a su interlocutor. Maria Henderson únicamente descolgaba el teléfono de su casa en Nueva Jersey si era inevitable.

—Es tu padre —dijo con voz temblorosa.

A Celine se le formó un nudo en la garganta. Sus manos se agarrotaron sobre el ratón del ordenador con el que acababa de estar navegando por las últimas noticias sobre la evacuación del aeropuerto.

—¿Le ha pasado algo?

Ed siempre conducía demasiado rápido, y encima le gustaba mandar mensajes mientras lo hacía. Además, a pesar del infarto que había sufrido dos años atrás, no seguía la dieta prescrita, por lo que las imágenes de un accidente de coche y de una habitación de cuidados intensivos se sucedieron en su mente.

—¿Está bien? —preguntó Celine.

—Sí… Quiero decir, no lo sé. Eso espero.

«¿Qué significa que eso ESPERAS?», le habría gustado gritar por el auricular, pero Maria estaba a punto de llorar, y no quería empeorar la situación increpándola.

—Iba a recoger a su hermano.

—¿El tío Brad?

—Viene de visita el fin de semana desde Annapolis. Probablemente quiera dinero otra vez, así que no entiendo por qué no coge el tren o el autobús, sobre todo sabiendo que al parecer tiene miedo de esos cacharros.

Celine cerró los ojos y tamborileó nerviosa con los dedos sobre el escritorio. Siempre que intentaba mantener una conversación con su madre era igual. A Maria siempre le pasaban diez ideas por la cabeza al mismo tiempo, incluso en circunstancias normales, cosa que hacía muy difícil seguir el hilo de sus palabras.

—No entiendo nada, mamá.

—Brad ha venido en avión, cariño.

«Maldita sea».

—¿JFK?

—Sí.

Celine tenía la sensación de estar girando sobre su propio eje, a pesar de que la silla de oficina sobre la que estaba no se había movido ni un milímetro.

—Ya no puedo localizarlo, tesoro. Solo oigo ese puñetero contestador. Tendrían que haber vuelto hace un buen rato ya. Y ahora el café está frío, y yo… —Se echó a llorar.

Celine se levantó y cogió su abrigo.

—De acuerdo, mamá, tranquilízate. Seguro que no es más que una medida de precaución temporal. No ha explotado ninguna bomba ni nada parecido. Verás como papá está pronto en casa.

Las palabras no lograron surtir su efecto tranquilizador.

—No sé —dijo su madre insegura—. Tengo una sensación rara. Como aquella vez que se desmayó, ¿te acuerdas?

—Seguro que está bien.

—Sí, puede ser. Pero me encuentro mal, cielo. ¿No podrías venir?

—¿Ahora?

Celine miró el gran reloj de la columna central de la oficina. «Completamente imposible». La visita al médico ya le había hecho perder la mañana y no había dado ni golpe. Por otra parte no recordaba la última vez que su madre le había pedido algo así. Maria le había dado mucha importancia a su independencia durante toda su vida. Solo aceptaba ayuda de otras personas, incluso de su hija, en casos de absoluta emergencia, y parecía que este era uno de ellos.

«Además, me han dejado al margen de todas formas», pensó Celine y miró hacia la sala de conferencias, en la que en ese momento se estaban discutiendo los asuntos realmente importantes del día.

«Con los vagabundos puedo hablar por teléfono de camino».

Tomó una decisión. Era reportera. No importaba lo que Kevin le hubiera encargado, no se quedaría en su escritorio en un día así.

—Veré lo que puedo averiguar, ¿de acuerdo? Te volveré a llamar.

Un buen amigo de Celine trabajaba en la policía del aeropuerto, una antigua compañera de piso en la torre de control. En cuanto hubiera localizado a alguno de los dos decidiría si podría lograr algo allí o si era mejor que fuera a casa para dar apoyo emocional a su madre.

Cogió su bolso y se dirigió a los ascensores.

Allí Celine pasó su identificación por uno de los detectores que había en cada piso del edificio NYN. No se podía entrar ni salir de la editorial sin autorización. Para su asombro pitó tan fuerte como cuando había atravesado el arco del vestíbulo. Al mismo tiempo el piloto se encendió en rojo.

—Tarjeta bloqueada —leyó Celine sorprendida en la pantalla—. ¿Qué significa eso?

—Que no te puedes marchar, Celine.

Se volvió hacia la voz a su espalda.

Kevin había aparecido ante ella como de la nada, junto con dos guardias de seguridad uniformados de azul.

—Pero… —Celine se quedó sin palabras un instante. Miró por encima del hombro de Kevin hacia la oficina, que poco a poco se llenaba de nuevo con sus compañeros—. ¿Te has vuelto loco? No puedes retenerme aquí contra mi voluntad.

Kevin sonrió, y como siempre ella tuvo la sensación de que el gesto era artificial y forzado.

—Haz el favor de no montar un escándalo y deja que estos dos señores te guíen hasta tu nueva oficina. —Señaló la salida de emergencia junto a los ascensores.

—¿Qué tontería es esa? No quiero una oficina nueva, tengo que irme a casa.

—Lo sé, tu madre está muy preocupada —dijo Kevin. Esta afirmación la impresionó mucho más que el hecho de que uno de los dos hombres le retorciera el brazo a la velocidad del rayo. Kevin dirigió una mirada severa al guardia de seguridad que Celine no supo interpretar. ¿Se había enfadado porque la hubiera agarrado tan bruscamente, o quería meterle prisa? Su comportamiento en general era tan incomprensible como su siguiente comentario:

»Ahora no puedes irte a casa —dijo—. Lo de tu padre tendrá que esperar.

—¿Cómo te has enterado de eso? —preguntó Celine consternada.

En lugar de darle una respuesta, la condujeron esposada a través de la puerta cortafuegos hacia la oscura escalera.