Adam Altmann estaba tan absorto en sus pensamientos acerca de su miserable vida que no percibió el peligro que se había subido al vagón en la parada de metro de Gleisdreieck en el último segundo.
Había escogido un asiento en el pasillo en el sentido de la marcha (para no marearse), y como siempre iba vestido de manera supercorrecta, como un abogado de camino a su bufete. La raya en el pelo tan meticulosamente trazada como la del pantalón de su traje negro, el abrigo de pelo de camello sin pelusas (las eliminaba todas las mañanas con una maquinilla de afeitar), la espalda recta, sin apoyarse para no hacer pliegues innecesarios en el abrigo y la chaqueta. Por esta razón tampoco cruzaba nunca las piernas. Un compañero le había dicho alguna vez que su postura sentado era la de un pecador en el banquillo de los acusados: los zapatos uno junto a otro exactamente en paralelo, las manos entrelazadas en el regazo, la mirada hacia abajo. Era la misma postura en la que permanecía en ese momento, en el penúltimo vagón de la línea U2 en dirección a Pankow, así que no vio los problemas venir.
Además de él y los que se habían subido, había otros cuatro viajeros en el vagón: un jubilado de barbas con aspecto gruñón detrás de él, más adelante una chica joven que se había situado en uno de los bancos laterales y miraba fijamente su móvil. Un obrero con un pantalón de pana salpicado de pintura apoyado en la puerta, y junto a él un turco de pelo largo que observaba nervioso a los dos gamberros que se paseaban por el tren con pinta de buscar pelea.
Adam Altmann no se había fijado en nada de eso. Reflexionaba.
Sobre lo que había hecho mal. Y sobre si era su culpa.
«Claro que lo es».
A la gente le gustaba echar la culpa de sus fracasos a otros. Y, además, en opinión de Altmann, la mayor parte de las veces los que más se quejaban eran los que se habían metido ellos solitos en líos.
«Como yo».
Él había tenido el clásico problema: mucho trabajo, poco tiempo para la familia. Muchos viajes de negocios, pocas vacaciones. Suficiente dinero para una casa unifamiliar con jardín. Pero una única tarde jugando en el cajón de arena con su hija. Ahora Leana tenía quince años.
«Maldita sea».
En los últimos doce meses había ganado seiscientos mil. ¿Y qué le quedaba después de descontar impuestos, calidad de vida y vida social? Una cama kingsize en una habitación de un hotel de negocios de cuatro estrellas con wifi gratuito y vistas al aparcamiento de una ciudad desconocida.
«Un millón de millas pero ni un solo amigo».
Adam miró su reloj de pulsera, un modelo sencillo del duty-free de un aeropuerto cualquiera. Habían pasado casi veintiuna horas del día y ni una sola persona lo había felicitado. Ningún conocido, ningún compañero, ni su ex ni su hija. Incluso a pesar de haberlo colgado en Facebook.
«Happy birthday to me».
Excepcionalmente con un smiley detrás, a pesar de que detestaba aquellos mensajes de dibujos animados. Cuando su hija le enviaba un correo electrónico, la mayoría de las veces para pedirle dinero, las peonzas saltarinas, los pulgares en movimiento y las bolitas sonrientes que le guiñaban el ojo apenas le permitían reconocer una sola palabra. Una costumbre pésima, al igual que esa manía de las abreviaturas, tkm, lol, rofl y todas esas chorradas. Una mitad de la humanidad había olvidado cómo escribir textos que se explicaran por sí mismos. La otra enviaba mensajes de texto para los que era necesario un manual de instrucciones. Por alguna razón sentía que aquel ya no era su mundo.
Altmann rechinó los dientes y se ordenó a sí mismo no regodearse demasiado en la autocompasión.
«Happy birthday to me».
Su lamentable autofelicitación había obtenido tres «Me gusta» y un único comentario, y este provenía de un concesionario que le regalaría una espátula para rascar el hielo si se presentaba hoy con su carné de identidad en una de las «doce fantásticas filiales», algo que en circunstancias normales quizás incluso habría hecho si no se hubiera quedado colgado en Berlín precisamente en su cuarenta y un cumpleaños; a ocho horas de vuelo de Washington.
—Eh, tú, coñito.
El vulgar insulto sacó a Altmann de sus melancólicos pensamientos. Levantó la mirada y evaluó la situación de un vistazo.
Los gamberros, ambos pelo rapado de tres días, zapatillas y chaquetas bomber, habían escogido a la muchacha como víctima. A Altmann la pequeña del corte de paje teñido de rojo le recordaba a Leana. A ella también le gustaba llevar botas Ugg, vaqueros remendados y plumífero. La única diferencia era que su hija no llevaba un piercing en el labio inferior. Al menos que él supiera. En cuatro semanas de ausencia podían pasar muchas cosas.
—Coñito, te estamos hablando a ti.
Uno de los dos rapados hizo flexiones en la barra horizontal frente al asiento de la chica. En ambos dorsos de las manos llevaba un ocho tatuado.
8.8.
La octava posición del alfabeto.
Las iniciales de Heil Hitler.
«Qué sutil».
Era evidente que el neonazi era el cabecilla. Su colega, de aspecto paradójicamente mediterráneo, se limitaba a esbozar una sonrisa maliciosa, cosa que aumentaba su papada.
—¿De qué vas, zorra?
La muchacha actuaba como si no tuviera miedo. Dijo algo que Altmann no pudo oír y de pronto todo sucedió a la velocidad del rayo.
El n.º 88 hizo una flexión más, al hacerlo levantó la rodilla derecha y golpeó con ella la cara de la chica con todas sus fuerzas.
La reacción de los demás viajeros fue la habitual.
Miraron para otro lado.
El jubilado, el turco, el obrero. Todos. Adam también bajó de nuevo la mirada hacia sus zapatos cuando vio la sangre que le brotaba a la chica de la nariz rota.
—Uy, creo que está en esos días del mes —rio el líder mientras el tren entraba en la estación de Mendelssohn-Bartholdy-Park. Ninguno de los viajeros se volvió cuando las puertas se abrieron. Ni el jubilado, ni el turco, ni el obrero. Lo único que querían todos era salir. Altmann también.
«Nada de líos. No puedo meterme en líos».
Se levantó a pesar de que aún no había llegado a su destino.
«No mires. No llames la atención. No te conviertas en objeto de su ataque».
Habría conseguido salir sano y salvo del vagón si no hubiera visto el espanto en los ojos de la pareja de ancianos que estaban a punto de subir, pero que se lo pensaron mejor y volvieron rápidamente al andén al ver a la chica bañada en sangre en el tren.
Altmann cometió el error de echar un vistazo por encima del hombro. La pequeña estaba tumbada inconsciente sobre el asiento. El de los tatuajes estaba rompiéndole la chaqueta y levantándole la camiseta. El de la papada le sujetaba las manos por si se despertaba y trataba de resistirse.
Altmann oyó la megafonía automática de la estación: «Apártense de las puertas».
Dudó. Demasiado tiempo. Las puertas se cerraron de nuevo. El tren arrancó.
«Mierda, maldita sea. Ahora estoy a solas con ellos».
—Está buena, ¿eh? —preguntó el n.º 88. Intentaba soltar el cinturón de la muchacha.
Altmann carraspeó, pero el ruido se perdió en el traqueteo del metro.
—Eh, hola.
Los dos matones levantaron la mirada.
—¿Qué quieres, soplapollas?
Los gamberros mantuvieron el reparto de roles. El de la papada sonreía, el n.º 88 hablaba. Con voz balbuceante, percibió Altmann. Alcohol, hierba, drogas duras. Posiblemente había un poco de todo en su sangre.
—Les pido que paren… —comenzó a decir Altmann con torpeza. Nunca se le habían dado bien los enfrentamientos verbales. Menos aún en una lengua extranjera.
Los hombres se rieron a carcajadas.
—¿Y qué pasa si no lo hacemos? —preguntó el de los tatuajes y agarró a la chica por la entrepierna.
—Entonces tendrán más problemas de los que ya tienen. —Señaló hacia la cámara de seguridad al final del vagón. Estaba dentro de una rejilla que recordaba a un bozal. El parpadeo de un piloto rojo indicaba que estaba encendida. A ninguno de los dos les interesó en absoluto. El de la papada miraba con lascivia el pecho desnudo de la muchacha inconsciente, mientras que el de los tatuajes la soltaba para sacar una navaja.
—¿Alguna vez te ha follado alguien con una cuchilla? —preguntó. Cuando estaba ya a solo dos brazos de distancia, a Altmann le pareció percibir incluso el sabor de su aliento. Vio la mirada inquieta, la ira que encendía sus pupilas, y supo que no había nada más que pudiera decir para calmar la situación. Y tenía razón. El n.º 88 dio un salto y lo apuñaló. Rápido como un rayo.
Pero no lo bastante rápido.
Altmann se volvió con un movimiento felino y dijo con voz monótona:
—Código 13-10. Apaguen las cámaras.
Oyó un chasquido en su oído.
El cabeza rapada, que no podía explicarse que hubiera chocado contra un asiento y caído al suelo sin haber rozado apenas a Altmann, miró incrédulo a su compañero. Entonces quiso alcanzar la navaja, que se le había caído de la mano.
Altmann la chutó bajo el asiento y extendió la palma de la mano ante el de pelo oscuro, que había soltado a la chica y se acercaba a él, como un portero que no quisiera dejar entrar a un invitado no deseado. Al mismo tiempo oyó la voz femenina a través del minitransmisor invisible que llevaba en la oreja:
—Las cámaras están desactivadas.
—¿Con quién hablas? —quiso saber el n.º 88, que se había levantado a duras penas y apretaba los puños para el siguiente asalto. Parpadeaba confuso, posiblemente también porque no sabía inglés y no había entendido lo que Altmann había dicho por el micrófono del tamaño de un alfiler que llevaba en la chaqueta.
Altmann miró hacia el rincón superior del vagón. El piloto rojo ya no estaba encendido. Asintió satisfecho y dijo:
—Borrar un cuarto de hora de las cintas a partir del minuto veintiuno. Lo mismo para todas las llamadas de emergencia que se hayan recibido de testigos en Mendelssohn-Bartholdy-Park.
—Así se hará.
—Eh, tío. ¿Qué está pasando aquí? —habló por primera vez el subalterno. Y por última.
De las dos pistolas, Altmann eligió la que llevaba en la pistolera bajo la chaqueta.
—Y enviad un médico para la chica.
Con estas palabras disparó a los dos hombres en la cabeza. Primero al de los tatuajes y después a su colega. Murieron en el mismo segundo en el que el proyectil penetró en su cerebro y explotó en diminutas partículas. No había pasado ni un minuto desde el comienzo del enfrentamiento hasta la muerte de los atacantes. La muchacha inconsciente no se había enterado de nada de lo sucedido, ni siquiera se había estremecido con el estallido de los disparos.
Altmann guardó de nuevo el arma y comprobó la respiración de la chica. Tranquila y regular; su pulso era algo más rápido que el suyo propio.
Después de girarle la cabeza a un lado para que no se ahogara con su propia sangre, le cubrió el pecho e informó de la resolución de la situación a la jefatura de operaciones.
Entonces activó el freno de emergencia.
El tren se detuvo a pocos metros de la entrada de la estación de Potsdamer Platz. Adam rompió el cristal de la ventana de emergencia y salió.
«Vaya mierda de cumpleaños».
—¿Era eso realmente necesario? —La voz femenina en su oído comenzaba a ponerle nervioso.
—Sí —respondió Altmann y corrió junto a las vías hacia la luz.
El andén no estaba nada concurrido, nadie se fijó en él cuando salió del túnel por una estrecha escalera metálica.
—Está poniendo en peligro toda la operación.
—Lo sé.
Dejó de correr pero caminó lo más deprisa posible a través de la estación hacia la salida en dirección Ebertstraße después de sacudirse el polvo del abrigo. Sus zapatos también se habían ensuciado, pero eso tendría que esperar. «Por desgracia». Altmann odiaba las manchas en sus zapatos de vestir.
—¿Logrará llegar sin más contratiempos a su destino?
No respondió hasta estar de nuevo al aire libre. Notó el aire claro, frío y sin olor alguno. Luces por todas partes. Un rascacielos de cristal completamente alumbrado, a pesar de que seguramente ya no había nadie trabajando en él. Vallas publicitarias iluminadas tan grandes como las de Times Square para personas que no mostraban interés alguno por ellas.
—Me esforzaré.
La acera estaba congelada, así que Altmann tuvo que ralentizar un poco el paso.
—¿A qué distancia está de la posición? —preguntó la voz.
Altmann levantó la vista, protegió sus ojos del viento helador y miró más allá del monumento al Holocausto, hacia el gran hotel con el tejado verde de cobre. El Adlon estaba a unos cuatrocientos metros de él en línea recta.
—Enseguida estaré allí.
—Bien. —Por primera vez la mujer sonó satisfecha—. Entonces aún estamos dentro del horario. Le enviaremos de nuevo los planos de la suite y una foto de ambos.
«¿De ambos?».
—Pensaba que estaba solo.
Altmann cruzó la calle a la altura del edificio de la delegación de Baja Sajonia.
—¿No se le ha informado? —La amabilidad se había desvanecido de nuevo.
—No.
La directora de operaciones suspiró como si estuviera acostumbrada a ese tipo de contratiempos.
—Es posible que el sujeto que ha de ser eliminado haya obtenido refuerzos. Por lo que parece, Noah tiene compañía.