A juzgar por el ambiente en la redacción del piso cuarenta y cuatro, parecía que alguien hubiese activado la alarma de incendios poco antes. Ninguno de los escritorios estaba ocupado, todos los trabajadores estaban a punto de levantarse. Pasaban a toda prisa junto a Celine armados con iPads, carpetas o blocs de notas en dirección a la gran sala de conferencias, una habitación rectangular entre cristales de plexiglás en el centro de la oficina, en la que ya apenas quedaban sitios libres.
Celine podía imaginar cuál era el motivo de esta reunión extraordinaria. Estos strike-days, como los llamaba Kevin Rood, se producían tres o cuatro veces al año. Días en los que una noticia caía como un rayo y lo revolucionaba todo, como en este caso el cierre del aeropuerto. Celine pensó brevemente si dejar el bolso y el abrigo en su puesto, pero decidió no perder más tiempo cuando vio a Kevin salir de su despacho. El redactor jefe hacía equilibrios con un vaso desechable de café en cada mano, la dosis estándar de cafeína sin la que jamás salía de su cubículo de cristal.
—Ah, qué bien que estés aquí, Celine —exclamó. Cuando llegó hasta ella, dejó uno de los cafés sobre el escritorio más cercano y le tendió la mano izquierda. Celine se esforzó en dedicarle una sonrisa a Kevin. Ya llevaba dos años trabajando para él, y a pesar de que el redactor jefe siempre la había tratado con cortesía, nunca habían sido amigos. No sabía si era por su sonrisa, que parecía haber tomado prestada de otra persona; por su caro deportivo del aparcamiento, más propio de un fanfarrón que de alguien que a primera vista tenía más bien el aspecto de un tímido contable, o por la manera verdaderamente pedante en que Kevin pelaba su manzana en el comedor, mientras que su oficina parecía haber sido arrasada por un torbellino. Kevin Rood era como un salón con muebles que no pegaban unos con otros y en el que, por ese motivo, uno prefería no quedarse mucho tiempo. Siempre se sentía algo incómoda cerca de él.
—Seguro que necesitáis a todo el que esté disponible —dijo Celine y soltó su mano de la del redactor jefe, que él había mantenido demasiado tiempo para su gusto.
—Y que lo digas.
Kevin sacó un mando a distancia del deformado bolsillo de su pantalón, lo dirigió hacia la sala de conferencias, que estaba aproximadamente a diez pasos de distancia, y los cristales se oscurecieron como por arte de magia gracias a una mezcla de gas en la cavidad del cristal doble que cambiaba de color con la tensión. Una virguería técnica con la que estaban equipados todos los cristales de la editorial, en lugar de las persianas habituales. En un abrir y cerrar de ojos nadie podía mirar hacia dentro o hacia fuera.
Celine y Kevin estaban solos ahora en el espacio abierto de la oficina. Únicamente el murmullo que escapaba a través de la puerta abierta de la sala de reuniones destruía la ilusión de que ambos eran las únicas personas en el edificio.
—JFK no es más que el principio —le explicó su jefe, y a Celine le sorprendió aquella sesión informativa previa. En pocos segundos Kevin tendría que contar otra vez lo mismo ante el equipo reunido—. Corre el rumor de que LaGuardia y Newark también cerrarán.
—¿Me pongo en camino de inmediato o quieres que esté presente en la reunión?
—Ni lo uno ni lo otro.
—¿Cómo? —Celine comenzó a sudar bajo su grueso abrigo de invierno—. ¿Qué significa eso, Kevin?
—Sigues con la historia de Noah.
—¿Es una broma? ¿Nueva York está al borde del estado de excepción y yo tengo que ocuparme de una campaña de relaciones públicas?
—Órdenes de Larry.
«¿Larry Farnham?».
—¿Desde cuándo se entromete el director en nuestro día a día?
—No tengo tiempo para discutir, Celine. Haz lo que se te dice. Siéntate en tu escritorio y mantén el contacto con el sin techo. Espero noticias cada hora. Aquí tienes… —Le tendió una nota en la que había apuntado un número de teléfono, después cogió el segundo vaso de café—. Llama a este número en media hora, para entonces los dos deberían de estar en la habitación.
¿Los dos?
Kevin Rood la dejó allí plantada. Celine, confusa y desconcertada, lo siguió con la mirada.
Seguro que la de Noah era una buena historia, ella misma lo había notado. Pero no era nada en comparación con el cierre de uno de los mayores nudos de comunicaciones del mundo.
Esperó a que Kevin cerrara la puerta de la sala de conferencias tras de sí, permaneció un rato en el extraño silencio de la redacción, normalmente tan bulliciosa, y después se dirigió a su escritorio ante el que se dejó caer cansada sobre el asiento.
El ramo del que le había informado Martha le bloqueaba la vista hacia la pantalla de su ordenador.
«¿Qué está pasando aquí?», se preguntó mientras quitaba el fino papel a las flores. Olió un instante las rosas blancas, después apartó el jarrón que probablemente se había enviado con ellas. No creía que nadie hubiera hecho el esfuerzo de poner las flores en agua.
¿Qué mosca le había picado a Kevin?
¿No le había dicho en repetidas ocasiones que era su mejor reportera?
Celine no tenía ni idea de por qué precisamente en un día como ese la despachaban con una tarea que hubiera podido llevar a cabo un becario.
Solo estaba segura de una cosa: ella nunca le había mencionado a Kevin un segundo hombre. Así que, ¿cómo sabía de la existencia de Oscar?