Berlín
—¿Señores?
El tratamiento era educado, el tono era de puro desprecio.
Noah y Oscar habían aprovechado una ocasión oportuna y se habían deslizado por la puerta giratoria mientras el portero abría las puertas del taxi a una familia que llegaba. Pero entonces se habían desorientado y habían deambulado durante un rato por el vestíbulo del gran hotel sin saber qué hacer.
El lobby del Adlon estaba lleno de invitados que, al terminar el verdadero motivo de su presencia allí (Noah apostaba por un baile), se habían reunido para mantener conversaciones triviales y darse palmaditas en los hombros. Varias docenas de hombre de frac y sus mujeres, envueltas en largos vestidos, se apiñaban en torno a los asientos disponibles; reían, gesticulaban o brindaban con una de las copas que les tendían los camareros de librea y las azafatas. El suministro de bebidas y aperitivos parecía provenir de la derecha, donde se encontraba el bar. Noah supuso que la recepción estaría justo enfrente, a mano izquierda de la fuente con el obelisco en el centro.
—¿Y seguro que esa tal Henderson ha dicho «Adlon»? —se cercioró varias veces Oscar en el camino. El atajo por el parque había sido tan oscuro como frío. De camino Noah había notado una mancha húmeda en la mochila. Toto había hecho sus necesidades y habían tenido que limpiar mínimamente la mochila con nieve antes de proseguir la marcha.
—Es una trampa —pronosticó Oscar—. No sé a qué juego están jugando con nosotros, pero el asunto no me da buena espina.
Noah comenzaba a estar de acuerdo.
Miró hacia arriba, hacia el piano nobile enmarcado por barandas blancas de mármol, y tuvo la impresión de estar en el atrio de un crucero de lujo. Sorprendentemente allí se sentía más fuera de lugar que en el escondite de Oscar bajo las vías del metro, y no solo debido a su apariencia.
—¿Puedo ayudarles en algo? —preguntó el portero, que los había alcanzado. Era poco probable que el tipo flaco en uniforme gris marengo con aquel ridículo sombrero de copa en la cabeza quisiera ayudarles realmente. A juzgar por su expresión torturada, habría preferido pisar una caca de perro sobre la alfombra china a tener a esos dos vagabundos en el vestíbulo.
—Tenemos una reserva —tomó Oscar la palabra y agarró un puñado de canapés de queso de la bandeja de un joven camarero, que había cometido el error de evitar a una señora con un chal de visón y al hacerlo había puesto los aperitivos al alcance del sin techo.
—¿Una reserva? —El portero levantó las cejas escéptico.
—A nombre de Henderson. —Oscar tenía dificultades para hablar con la boca llena—. Del New York News.
—Seguro que aclaramos todo esto si los señores esperan fuera —dijo el portero y señaló hacia la salida con la barbilla—. Si son tan amables… —Estiró el brazo pero vaciló en tocar a los molestos intrusos, como si estuviera preocupado por sus guantes blancos.
Noah, que aún no había dicho ni una sola palabra, rechinó los dientes y se sorprendió pensando que le habría encantado agarrar la mano del petimetre y retorcerla de golpe ciento ochenta grados hasta que el portero se hubiera arrodillado ante él; pero no fue el sentido común sino una voz a su espalda la que lo detuvo.
—¿Doctor Morten?
Un hombre pequeño de aspecto autoritario se abrió paso a través de un grupo de mujeres que se reían entre dientes. Llevaba un traje que le quedaba perfecto y probablemente estuviera hecho a medida, con un pañuelo de bolsillo rojo. El letrero con su nombre no se distinguió hasta que no estuvo a dos pasos de distancia. Era evidente que el «Señor Vandenberg» era uno de los empleados de mayor rango del establecimiento de lujo; alguien que ya había dejado atrás el uniforme y el sombrero de copa.
—Doctor Morten, ¿es usted?
Antes de que Noah hubiera podido decir algo, Vandenberg ya había tomado su mano y la estrechaba como si se tratara de un amigo al que hubiera creído muerto. Vandenberg tenía aspecto de haberse hecho varios liftings, su piel se extendía sobre su cráneo como un guante de látex y a través de la superficie se transparentaban venitas azuladas. A pesar de que al sonreír mostraba más dientes que Julia Roberts, apenas se distinguía arruga alguna.
—Lo siento de veras, por poco no lo reconozco. Pero lo cierto es que se ha camuflado muy hábilmente.
Mientras que a Noah la estupefacción le había dejado sin palabras, el rostro de Vandenberg se ensombreció y se dirigió hacia el portero.
—¿Por qué los señores no están ya en el club?
—Yo, bueno, lo siento, es que no sabía…
—El doctor Morten es un apreciado cliente habitual, se registrará en la recepción privada, como siempre —sonrió Vandenberg sin que sus ojos azul intenso parpadearan una sola vez—. ¿Solo lleva equipaje ligero esta vez?
Chasqueó los dedos y señaló la mochila de Noah, pero este levantó la mano para protegerla. Le rompería la mano al portero antes que entregarle a Toto.
—Entonces, si son tan amables de acompañarme…
Vandenberg se abrió paso hábilmente a través de los invitados de la velada y condujo a Noah y a Oscar hacia los ascensores al otro lado del vestíbulo. El portero lanzó a Noah una mirada hostil a modo de despedida y desapareció con pasos rápidos en dirección contraria.
—No recuerdo haber visto su nombre en la lista de los huéspedes que llegaban hoy —dijo Vandenberg con voz meliflua, sin inmutarse en absoluto ante el hecho de que los dos hombres que llevaba consigo despidieran un olor intenso y dejaran a su paso el perfil negro de sus huellas sobre la alfombra de color crema.
—Hemos reservado a nombre de Henderson —explicó Oscar, que parecía haber comenzado a divertirse con la situación. En cambio Noah aún estaba ocupado procesando la nueva información.
«¿Mi apellido real es Morten? ¿Soy médico, o al menos doctor? ¿Ya he estado en este hotel?».
No podía recordar nada semejante, aunque debía admitir que el vestíbulo le resultaba familiar. Pero ¿no eran todos los lobbys más o menos iguales, incluso los de grandes hoteles como aquel?
—¿Henderson? —Vandenberg inclinó la cabeza y pulsó el botón del ascensor—. Cierto, recibimos la llamada apenas hace media hora. ¿Por qué la señorita del New York News no ha dicho que se trataba de usted, doctor Morten?
—Porque no podía. Para serle sincero… —empezó a decir Noah, pero Oscar lo interrumpió.
—… no podemos hablar abiertamente sobre el tema.
—¿Otro proyecto de investigación secreto? —conjeturó Vandenberg. Su sonrisa de veinte centímetros de largo se quebró al percibir la mirada hostil de Oscar.
—Nos gustaría instalarnos en nuestra habitación de una vez. Hemos tenido un día muy largo.
Las relucientes puertas del ascensor, pulidas y lustradas, se abrieron y el trío entró en la cabina.
—Claro, por supuesto —se apresuró a confirmar Vandenberg, y pulsó el botón del quinto piso—. Solo me temo que no podremos darle su suite habitual.
—¿Mi suite? —preguntó Noah atónito. Sintió que Oscar le daba un golpe en el costado.
—Como puede ver, hoy tenemos muchos invitados, doctor Morten, el Baile de la Asociación de Juristas. Las habitaciones están prácticamente al completo, por desgracia sus aposentos ya no están disponibles.
—¿Mis aposentos?
Otra exclamación. Otro golpe en el costado.
—Sé que supone una molestia. Pero permítame ver qué puedo hacer por usted y el señor, eh…
—Schwartz. Profesor Schwartz —añadió Oscar—. Con «tz».
Habían llegado a la planta del club prácticamente sin ruido alguno, y Vandenberg los condujo a un tresillo junto a una recepción privada que al parecer estaba reservada a los huéspedes más adinerados, que no tenían por qué registrarse abajo entre el gentío de la plebe.
—¿Qué está pasando aquí? —murmuró Noah en cuanto Vandenberg los dejó solos para desaparecer en un despacho detrás de la recepción con el móvil en la oreja.
—Ya lo decía yo, aquí hay gato encerrado. Pero no podemos dejar que se note que ya lo sabemos. —Oscar levantó la mirada hacia una cámara de seguridad que vigilaba el ascensor. De pronto ya no sonaba divertido, sino más bien nervioso.
—¿Que lo sabemos? —siseó Noah y abrió la mochila para asegurarse de que Toto estaba bien. El cachorro dormía apaciblemente—. ¿Qué demonios es lo que sabemos?
—Que ellos quieren incluirnos en su programa.
—¿Ellos? ¿Quiénes son ellos? ¿Y de qué programa estás hablando?
Oscar se puso el dedo sobre los labios, cogió un teléfono que había en la mesa auxiliar junto a sus butacas y levantó el auricular. Al oír el tono colgó de nuevo.
—Bien, grandullón. Ahora es muy importante que mantengas la calma. Ese elfo de la sonrisa cosida volverá en un minuto y nos hará saber que tiene una buena noticia y que al final la suite sí está disponible finalmente.
—No entiendo ni una palabra.
—Lo sé. No hagas preguntas. Te lo explicaré todo en cuanto estemos en la habitación.
—Pero cómo sabes que…
Noah se estremeció cuando Vandenberg dio una palmada tras él. Su sonrisa artificial crecía a cada paso que daba hacia ellos, y casi parecía desgarrar su cara cuando dijo:
—Tengo una buena noticia, señores.