Los Ángeles. EE.UU.
—Despreciados señores y señoras, sobrevalorados invitados, les doy la bienvenida a este duodécimo desayuno solidario para los niños necesitados de África; un lema tan falso como el público al que debo dirigirme hoy.
Jonathan Zaphire miró por encima de la montura de sus gafas de concha negras más allá de la tribuna hacia las treinta y dos mesas completas en el salón de baile del Ritz-Carlton.
La luz de los focos lo deslumbraba un poco, por lo que el hombre de setenta y un años que había sido en su día el más rico del mundo probablemente parecía aún más amargado que de costumbre, pero por lo que veía con sus cansados ojos, la mayoría de los asistentes sonreía. Solo había allí miembros de la supuesta alta sociedad y famosos conocidos en todo el mundo; políticos, mánagers, artistas y aristócratas de más de diez países.
Delante a la derecha, en primera fila, estaba sentado el ministro de Economía alemán con su mujer, justo al lado de un magnate de la comunicación ruso, que la semana anterior había comprado al equipo líder de la liga profesional de fútbol española. Zaphire descubrió a un multimillonario de Internet holandés a quien habían sentado junto a una estrella del rock estadounidense. Ninguno de los distinguidos invitados se sorprendió o quejó porque se hubiera dirigido a ellos de forma tan ofensiva. Ni la propietaria de la mayor emisora de radio de Francia ni el armador japonés. Ninguna interrupción indignada, nadie abandonó la sala. No esperaban menos.
Zaphire decía lo que pensaba y la gente lo adoraba por ello.
—En el siglo XIV existía una maravillosa práctica en la Iglesia católica —prosiguió su discurso, que como siempre hablaba libremente, sin mirar una sola vez sus notas—. El comercio con bulas. Si se había pecado, se echaba algo de dinero en el cepillo y ¡zas!, estaba uno exculpado. Cuando miro hoy a mi alrededor y veo a todos estos hombres obesos que acarician con autocomplacencia las manos de sus ridículamente jóvenes y famélicas esposas, tengo la impresión de que muchos de ustedes creen que esa mala costumbre de la Edad Media aún no ha sido abolida.
En lugar de murmullos ofendidos, Zaphire cosechó carcajadas.
«Vaya panda de degenerados».
—Están aquí sentados sobre sus amplias posaderas, atacan con su cuchillo de plata la chuleta, y con cada bocado esperan salir poco a poco de su purgatorio personal.
Zaphire sacudió la cabeza con desprecio. Su piel arrugada, que caía de sus mejillas y se curvaba sobre su mandíbula como la de un perro, se bamboleó con el movimiento. No era un hombre guapo, nunca lo había sido. Encorvado, achaparrado, orejas de soplillo y dientes torcidos. Cuando su primera mujer se había quedado embarazada de gemelos, él había dicho a sus amigos que regalaría a Dios la mitad de su por entonces joven empresa para que los niños no salieran a él. Al final no habían salido a nadie. Para la prensa local la noticia de la muerte de su mujer y de los bebés en el parto solo había merecido media columna. Por aquel entonces Zaphire no era tan importante como hoy. Y entonces jamás habría podido insultar de tal manera al público en sus discursos.
—Vosotros, hipócritas mojigatos y mentirosos, queréis comprar vuestra libertad. Pero tengo una mala noticia para todos los que estáis en la sala: habéis pagado los mil quinientos dólares del menú de seis platos en vano. Vuestros pecados no serán perdonados. Todos seguiréis siendo lo que sois: asesinos. Y algún día pagaréis por ello.
La primera vez que Zaphire reventó en una cena de gala siete años atrás, fue más o menos en este punto de su discurso solemne cuando le apagaron el micrófono. Hoy, después de que el vídeo del legendario ataque de rabia hubiera sido reproducido doscientos millones de veces en YouTube, el director de Fairgreen Pharmaceutics disfrutaba del estatus de personaje de culto, y de permiso para hacer verdaderas locuras. Un hombre venerado por sus seguidores como una estrella del pop, sobre todo desde que había rechazado el premio Nobel de la Paz con las siguientes palabras: «Lo merezco tanto como Hitler».
Naturalmente también tenía enemigos. Enemigos poderosos.
En especial a los redactores jefe de los medios de comunicación serios les resultaba sospechoso que precisamente el jefe de la que había sido la mayor empresa farmacéutica del mundo interviniera de pronto en favor de los derechos humanos. Entonces nadie había creído que «el Buitre» (un apodo de los días en que «rondaba» a las empresas de la competencia en dificultades hasta que caían en la insolvencia y él podía adueñarse de ellas) realmente transferiría el noventa y cinco por ciento de su patrimonio a una fundación privada que llevaba el humilde nombre de «Worldsaver». Pero en efecto lo había hecho, muy a pesar de su tercera esposa Tiffany, de la que ya se había divorciado, que había contado con la mitad de los doscientos cuarenta y dos mil millones y ahora, con una asignación mensual de cuarenta y siete mil dólares, se veía casi en la cuneta.
Sin embargo, no había sido la renuncia a la mayor parte de su dinero lo que le había dado el (rechazado) premio Nobel (ya que con el cinco por ciento restante aún podía vivir lujosamente), ni tampoco la labor demostrable que llevaba a cabo la fundación Worldsaver con sus miles de millones. El reconocimiento, también por parte de los medios, había alcanzado cotas estratosféricas cuando había transformado Fairgreen Pharmaceutics en una sociedad sin ánimo de lucro que a partir de entonces había utilizado todas sus patentes para distribuir medicamentos a precio de coste entre los más pobres de los pobres en todo el mundo.
«Porque le debo al planeta compensar mis errores antes de morir», había hecho saber a un buen amigo suyo al que ya no dirigía la palabra por haber filtrado a la prensa dicha cita.
—Me gustaría presentarles a un joven —dijo Zaphire con su característica voz gangosa y arrogante, y la sala se oscureció. Un cañón proyectó una imagen azulada sobre la pantalla a sus espaldas—. No sé cuál es su nombre, pero yo le llamo Akin, que en su lengua materna africana significa algo así como luchador, guerrero u hombre valiente. Y desde luego Akin lo es, al contrario que ustedes: un hombre muy valiente.
La imagen se hizo más nítida, pero seguía sin haber mucho que ver en ella, solamente un punto negro sobre una superficie azul grisácea en movimiento.
—Estas imágenes de satélite cayeron en nuestras manos por casualidad.
El público rio, algunos aplaudieron. Era un secreto a voces que la fundación de Zaphire dedicaba parte de sus fondos a construir y mantener una red de vigilancia privada por satélite no autorizada. Worldsaver vigilaba las fronteras de zonas conflictivas de todo el mundo, como las de Sudán con Sudán del Sur, rico en petróleo, e informaba a la opinión pública de cualquier amenaza de violación del derecho internacional o de los derechos humanos, como por ejemplo las movilizaciones militares.
—Akin, que calculo que tendrá alrededor de veinte años, no está solo en el bote neumático que espero que ahora distingan mejor.
El plano de la cámara era ahora más nítido.
—Les pongo en situación: nos encontramos en el mar Mediterráneo, aproximadamente a ciento cincuenta kilómetros de la costa maltesa. La visibilidad es buena, no hay oleaje, no hay viento, y el sol tampoco es un problema en esta época del año para Akin y los demás refugiados del bote. ¿Ven esas rayas de ahí? —Zaphire señaló en la pantalla con un puntero láser—. Son ocho piernas. Están unas sobre otras como palitos de Mikado y no se han movido ni un milímetro en las últimas veinticuatro horas. En otras palabras: los otros cuatro ocupantes del bote neumático, un niño, una mujer, probablemente su madre o su hermana, y otros dos jóvenes, seguro que sus hermanos, están muertos. Y Akin, que parece no haber tenido aún el valor de lanzar a sus compañeros al mar, lo estará pronto también, ya que hace siete días una violenta tormenta tiró por la borda los bidones de agua, los remos y las provisiones. —Zaphire se apoyó con ambas manos sobre el atril y se inclinó amenazador hacia delante—. Akin también morirá. Mentira. Será asesinado. En pocas horas. Por ustedes los aquí presentes en la sala.
Silencio. En los pocos rostros que podía ver desde allí arriba titilaba una sonrisa insegura, pero nadie se atrevía a decir nada. Zaphire ya no oía ni siquiera el golpeteo de los cubiertos o el tintineo de las copas.
—Probablemente la vida de este muchacho africano les dé igual. Es posible que se asusten mucho más si les digo que la carne de su plato de porcelana no es de cerdo Ibaiona, sino que proviene de la cría convencional de animales a gran escala.
A pesar de que no se trataba de un chiste, algunos de los asistentes aprovecharon el momento para soltar una carcajada liberadora.
—Les pido que levanten su plato.
Un murmullo inquieto se extendió entre el público. El alboroto se desató cuando los invitados encontraron un pedazo de papel que se había colocado debajo de cada plato a petición de Zaphire. Este dijo lacónicamente:
—Lo que sostienen ahora en las manos es un prospecto como los que contienen millones de cajas de medicamentos. Y como el que debería acompañar a todos los filetes comprados en el supermercado: fosfato de tilosina, olaquindox, aminosidina, clorsulón, ácido clavulánico, levamisol, azaperón; la lista es infinita. Nuestro laboratorio encontró incluso aspirina. Y al fin y al cabo es lógico. —Carraspeó y bebió un pequeño sorbo del vaso de agua colocado al efecto—. Si yo les encadenara a todos ustedes y los hacinara en una habitación de dimensiones reducidas a oscuras, si les arrancara los colmillos como a los cerdos en los establos de nuestras fábricas de carne para que no pudieran matar a mordiscos a sus vecinos, y si a continuación los cebara a toda velocidad con pienso barato manipulado genéticamente y hormonas del crecimiento hasta que alcanzaran el tamaño para sacrificarlos, el cual, dicho sea de paso, muchos de los presentes en la sala ya ha superado hace tiempo, entonces se darían cuenta de que un modelo de negocio basado en la matanza de personas a gran escala no sería posible sin el empleo de analgésicos, antibióticos, psicofármacos y antiparasitarios, por no hablar de las toneladas de sedantes que harían falta para que no alborotaran durante el transporte al matadero antes de que los arrojara vivos a una cuba para escaldarlos.
Zaphire hizo un gesto con la mano, como si quisiera anticiparse a los pretextos esperados.
—No se preocupen. Nadie quiere quitarles su pellejo entreverado de grasa. Solamente quería aclarar que sin montañas de comprimidos, inyecciones y pastillas jamás seríamos capaces de saciar el hambre asesina de nuestros mataderos industriales. En una instalación convencional de Estados Unidos se matan mil cerdos ¡por hora! —Vio que algunas personas del público sacudían la cabeza. En las primeras filas nadie comía ya—. ¿Dudan de esta cifra inmensa? Tienen razón. En la mayoría de instalaciones no son mil, sino mil quinientos, al fin y al cabo también producimos para exportar, lo que nos lleva de nuevo a Akin.
Zaphire se apartó del atril hacia el centro del escenario.
—Señoras y señores míos, hagan lo que mejor se les da. Sencillamente olviden todo lo que saben. —Sonrió diabólicamente—. Ahora no se trata de los daños medioambientales que causa una única hamburguesa, debido a que para su producción se necesita tanta agua como para diecisiete duchas. Olviden que la producción industrial de carne en Estados Unidos consume un tercio de todo el combustible fósil. E ignoren el hecho de que basta un simple vistazo a los caraculos ingenuos que hacen cola en la caja de un restaurante de comida rápida para comprender que comemos demasiada carne mientras en el mundo un niño muere de hambre cada seis segundos. —Zaphire se volvió hacia la pantalla—. O de sed, como Akin en pocas horas si su bote no zozobra antes.
En la grabación de vídeo se veía cómo el joven africano se sujetaba la cabeza con ambas manos. Probablemente por el dolor atroz que provoca una deshidratación.
—Si aún me están escuchando y no están consultando a escondidas las cotizaciones de bolsa con el móvil, quizá se pregunten qué tiene que ver el pedazo de residuo tóxico de su plato con el destino de Akin.
Muchos asintieron. Un hombre se echó a reír con fuerza, obviamente descubierto. Zaphire miró enfadado en su dirección.
—No solo producimos el residuo cárnico incomible y contaminado con fármacos que tienen sobre el plato, al que grandilocuentemente llamamos alimento. Generamos demasiada basura. Solo los animales que sacrificamos en Estados Unidos producen treinta y nueve toneladas de excrementos ¡por segundo! Ciento treinta veces la caca que expulsa por el culo toda la población mundial. Nuestros ganaderos estimulan esta sobreproducción de mierda, en el sentido más literal de la expresión, porque obtienen dinero por ello. Mucho dinero. Trescientos cincuenta mil millones. Esa es la cantidad que se están jugando. Trescientos cincuenta mil millones de dólares estadounidenses es lo que han recibido los agricultores y campesinos de los estados de la OCDE en subvenciones agrarias y a la exportación durante el último año. ¡Eso son sus impuestos! Son ustedes quienes financian la exportación de carne barata, sobre todo a las regiones en las que no se puede ser muy exigente si no se quiere morir de hambre. Por ejemplo a Accra, un mercado en Ghana, y aquí se cierra el círculo. Hace solo un año el padre de Akin vendía su mercancía en Accra para alimentar a su familia. —En realidad no era más que una suposición, pero lograba que los rostros resultaran más reales, y eso era necesario si Zaphire no quería perder la atención de su público—. El padre de Akin vendía un pollo a dos dólares. Pero gracias a las subvenciones a la exportación, los granjeros de la UE pueden enviar sus residuos cárnicos a África a precio de dumping. Y por eso el pollo extranjero cuesta allí solo cincuenta céntimos. Tienen tres intentos para adivinar a quién compra la población: ¿al padre de Akin o al importador extranjero?
Zaphire regresó al atril.
—Su hambre de carne, señoras y señores, y su maldita ignorancia devoran personas. Personas como Akin. Mientras millones de niños mueren de hambre, quemamos cereales para producir biocombustible. Cereales que, debido a esto, cada vez son más caros en el mercado mundial, impagables para una familia africana; también porque el banco, al que los presentes en la sala confían su dinero heredado u obtenido con negocios obscuros, apuesta este dinero a la subida de los precios de los alimentos en la bolsa. Al mismo tiempo arruinan la ganadería local de los países en vías de desarrollo con precios irrisorios. Bienvenidos a la economía del libre mercado.
Zaphire se limpió el sudor de la frente. Ya había pronunciado innumerables veces este y otros discursos. Se encendía de ira todas y cada una de las veces.
—Akin se ha buscado un bote neumático para escapar hacia el continente culpable de su miseria. No llegará muy lejos, ya que al año se invierten otros varios cientos de millones de los impuestos en Frontex, un ejército al que no conoce ni Dios, porque no nos gusta hablar de que nuestros aliados europeos se enfrentan a las cáscaras de nuez llenas de refugiados de la miseria desesperados con barcos interceptores fuertemente armados, helicópteros de guerra y aviones de vigilancia.
Zaphire se quitó las gafas y se secó algo del sudor de la frente con un pañuelo.
—En este momento, mientras les hablo, un helicóptero de Frontex equipado con cámara de visión nocturna observa el bote de Akin. En los últimos días los soldados han asistido a la muerte de cuatro personas y han dado la orden de no proporcionar ayuda.
Zaphire se puso de nuevo las gafas furioso.
—Gracias a Frontex solo en el último año setenta mil refugiados han muerto ahogados en el mar Mediterráneo y en el Atlántico. Y mientras los cadáveres se hunden entre las olas o tienen la desfachatez de molestar a los turistas que toman el sol porque el mar los arroja por docenas a la playa de Gran Canaria, ponemos gasolina a nuestros todoterrenos, conducimos hasta un drive-in y damos un mordisco a una hamburguesa que nos hará engordar, enfermar y nos atontará. Y como no queremos pagar más de un dólar por ella, a pesar de que si incluimos todos los daños medioambientales debería costar ciento ochenta euros, año tras año se autorizan más establos de gran capacidad y mataderos industriales que no solo son mortales para los animales, sino también para las personas.
El público prorrumpió en aplausos sobre los que Zaphire trató de hacerse oír a gritos.
—Resulta que Ghana trató de defenderse. Quiso aumentar las tasas de importación sobre la carne de la UE para que los ganaderos locales tuvieran la oportunidad de sobrevivir. En respuesta a esto, la Organización Mundial del Comercio, la OMC, apoyada por muchos de los idiotas aquí presentes, amenazó con sanciones. La consecuencia: las personas como Akin están tan desesperadas que aceptan la muerte porque morirán de todas maneras, ya sea en su casa o huyendo. Gracias a gordos asquerosos como ustedes, señoras y señores, que creen que comprando una vez a la semana en el supermercado ecológico y soltando una y otra vez pasta en donaciones lo solucionan todo.
Zaphire golpeó el atril con la mano abierta.
—Pero no es así. No solucionan nada. Si se levantaran aquí y ahora y dijeran: «Haré como tú, Jonathan. Donaré el noventa y cinco por ciento de todos mis ingresos», entonces quizá pudiera mirarles a los ojos en una conversación sin escupirles a la cara.
Bebió un último trago de agua y respiró hondo. Había llegado el momento de hacer explotar la bomba.
—Sin embargo, como supongo que no quieren cambiar drásticamente su vida, no pondré a su disposición la vacuna contra la gripe de Manila.
El público reaccionó como un niño pequeño que tropieza inesperadamente. Se calló, miró a su alrededor y, tras un instante de reacción, comenzó a lloriquear.
Entretanto el flujo de imágenes del satélite en la pantalla había dejado paso a imágenes de la unidad de cuidados intensivos de un hospital. Eran más perturbadoras aún que las del bote en el mar Mediterráneo, porque no permitían al observador tomar distancia del horror. Un hombre de edad indefinida tosía sangre mientras las convulsiones sacudían su cuerpo. Los médicos lo miraban impotentes a través de un cristal.
—Primero sangre por la nariz, después dolor de garganta. Lo que comienza como un resfriado corriente se transforma rápidamente en una pulmonía, seguida por espasmos en todo el cuerpo que en algún momento llegan al cerebro. A día de hoy doce mil ochocientas personas están infectadas según datos oficiales, de las cuales dos mil ya han muerto a causa de la gripe de Manila. Si han estado siguiendo las noticias, sabrán que se ha tardado meses en desarrollar un medicamento eficaz, en parte porque todos hemos zampado tanta carne contaminada con antibióticos que hemos desarrollado anticuerpos resistentes; pero, eh, las alitas de pollo lo valían, ¿verdad?
Zaphire sonrió en vista de la necedad de las personas de la sala. Nadie se había dado cuenta de que en realidad los antibióticos no son eficaces contra una infección viral. Naturalmente habría sido más correcto ilustrar al público acerca de los componentes especiales similares a las bacterias del agente patógeno de Manila, pero ¿por qué habría de esforzarse por estos ignorantes?
Mientras la pantalla se oscurecía y la sala se iluminaba de nuevo, pidió silencio para su último mensaje de difícil digestión del día:
—Lo cierto es que no quiero devolverlos a su insignificante vida solo con malas noticias. La producción de ZetFlu marcha a toda máquina. Como probablemente hayan leído en la prensa, este remedio no solo actúa como antiviral. Esto significa que no solo impide la aparición y la propagación del virus de la gripe de Manila, sino que también elimina y desactiva los patógenos ya presentes en el cuerpo.
En la pantalla se produjo un salto en el tiempo. El hombre que acababa de estar retorciéndose por las convulsiones estaba ahora sentado en el borde de la cama. Aún estaba marcado por la enfermedad, pero de todas formas había mejorado tanto que era capaz de sonreír a la cámara.
—Como es habitual, enviaremos la sustancia activa a precio de coste a más de mil bases de Worldsaver en países en vías de desarrollo. Sin embargo, estos días estoy recibiendo noticias inquietantes de las favelas de Recife y São Paulo, así como de los barrios de chabolas de Bangladesh, Manila, El Cairo y otras macrociudades. Al parecer, con la excusa de la cuarentena, los militares están aislando allí extensas zonas de chabolas para excluir a sus habitantes de la distribución de medicamentos. Los ricos tienen miedo de que hordas de pobres marchen por la ciudad y les arrebaten las eficaces pastillas.
Un murmullo intranquilo recorrió la sala. Las mejores condiciones para que la bomba surtiera el mayor efecto.
—Por este motivo estoy pensando en desviar los flujos de producción. Desde hace semanas Fairgreen distribuye las entregas de medicamentos en cantidades justas a las farmacias, las clínicas y las consultas de médicos. Gracias a una mejor infraestructura, el suministro de ZetFlu es naturalmente mucho más fiable en Europa y en Estados Unidos. A partir de pasado mañana a las ocho de la mañana, mis controladores calculan una capacidad de distribución de más del cincuenta por ciento en el mundo occidental. Y en vista de los escandalosos acontecimientos en la India, el Sudeste Asiático, Sudamérica y África, opino que esto debería cambiar de inmediato.
—¿Y cómo lo hará? —gritó un hombre de voz aguda en la sala.
—Se lo diré. Desviando los camiones y los aviones y autorizando el envío de ZetFlu exclusivamente a países en vías de desarrollo y países emergentes a partir de ahora.
Los murmullos aumentaron de volumen. Se tornaron malhumorados. Los primeros invitados se levantaron y gritaron algo que Zaphire no llegaba a escuchar sin la amplificación de un micrófono.
—Si me es posible, también anularé envíos que ya han salido. Sería una alegría para mí que su situación fuera la misma que la de los habitantes de las chabolas de Lupang Pangako. Que se encontraran fatal, que la nariz les sangrara a borbotones, pero que no pudieran obtener el medicamento. Entonces por fin aprenderían que el dinero no lo compra todo. Mi remedio desde luego no. Pero seguro que pueden comprar más chuletas de las que tienen en el plato, sírvanse tranquilamente. Quizás alguna de las pastillas que el pobre cerdo tuvo que tragar antes de morir surta efecto por casualidad. Espero que les aproveche.
Con estas palabras Zaphire quiso recoger sus papeles y bajar de la tribuna, pero un fuerte estallido se lo impidió. Se oyó un grito, superado rápidamente por chillidos de mayor intensidad. Se volcaron sillas, la porcelana cayó al suelo junto con los manteles. Alguien pidió ayuda.
Zaphire entrecerró los ojos y trató de comprender el motivo del repentino alboroto, cuando de pronto dos manos robustas lo agarraron y lo tiraron al suelo.
«¿Cezet?».
—¿Qué sucede? —quiso preguntar a su guardaespaldas, que lo sacaba de la línea de fuego.
Pero de la boca de Zaphire ya no lograban salir palabras. Solo sangre espesa, viscosa.