Celine bajó las escaleras del metro en la entrada de la calle Cincuenta y siete esquina con la Séptima Avenida en dirección al centro, y mientras hablaba por teléfono hurgó en su bolso buscando el billete. Los ojos le pesaban como si estuvieran llenos de las lágrimas que habría derramado ante la consulta del doctor Malcom si la llamada no se lo hubiera impedido.
—¿Berlín? —preguntó—. Supongo que no se refiere al pueblucho de siete mil quinientas almas en Nueva Jersey.
Había más de doce poblaciones en Estados Unidos cuyos fundadores habían sido lo bastante ocurrentes como para bautizarlas con el nombre del lugar del que cada uno de ellos procedía. Solo en el estado de Nueva York había dos de ellos. Sin embargo, seguro que no tenían el mismo prefijo que el número desde el que le llamaba el misterioso participante.
—Me refiero a Berlín, Alemania.
«Claro, ningún problema. Solo nos separa el Atlántico».
Celine atravesó la puerta giratoria y se desabrochó el abrigo. Como cada invierno en Nueva York, al viajar en el metro se experimentaba un cambio de temperatura tras otro. Apenas escapaba uno de la heladora temperatura exterior, se encontraba en el ambiente seco y sobrecalentado del andén, para montarse poco después en un vagón climatizado a diecisiete grados.
—¿Y no sabe cómo se llama?
Se apresuró hacia las escaleras mecánicas. A juzgar por los ruidos, el tren N estaba llegando en ese mismo momento.
—He perdido la memoria.
Celine sintió un hormigueo eléctrico en los antebrazos, como siempre que su subconsciente le indicaba que posiblemente tuviera una buena historia entre manos.
—¿En este momento se encuentra en un hospital o…?
Decidió no pronunciar las alternativas obvias: psiquiátrico, cárcel.
—Es una historia demasiado larga para una llamada internacional.
«Sí. Pero una buena historia».
Eso ya lo tenía claro. Durante dos semanas la campaña de búsqueda del artista anónimo había copado todos los medios de comunicación. En el New York News los responsables estaban de acuerdo en que la historia en el fondo no era más que un truco de relaciones públicas, en el que ni siquiera importaba si alguien se presentaba o no. Precisamente el hecho de que al final no se descubriera quién era el verdadero autor había convertido el asunto en algo espectacular, y había logrado también una ingente cantidad de publicidad gratuita. Pero entonces se había producido un accidente de avión en el Atlántico, ataques terroristas en Asia y por último el peligro de pandemia, y los titulares nuevos y «más importantes» desviaron la atención del tema. Cuando en la reunión de la dirección se decidió suspender la búsqueda, nadie pareció triste por tener que pagar el millón a un chiflado cualquiera del que se podría decir con una probabilidad cercana a la certeza que no se trataba del próximo Mark Rothko. De todas maneras Celine se había preguntado qué era lo que veían en aquel cuadro.
Cuando veía un cuadro que iba más allá de líneas y escalas de colores, solía saber apreciarlo. Al fin y al cabo Vincent van Gogh, Salvador Dalí, Leonardo da Vinci e incluso Picasso habían hecho algo más que lanzar una bolsa de pintura sobre un lienzo.
Pero ¿qué sabía ella de arte moderno?
Si de algo sabía era de sentimientos y emociones. De historias que hacían que el lector contuviera el aliento. Y a juzgar por el hormigueo eléctrico, que ya se extendía por todo el brazo, en ese momento se le presentaba una historia así envuelta en papel de regalo y con un lazo plateado: el pintor que habían buscado durante semanas resultaba ser un amnésico que se encontraba en Europa.
—¿Todavía me oye? —preguntó Celine. Oficialmente la cobertura bajo aquella parte de Manhattan estaba garantizada, pero nunca se sabía.
Mientras Noah confirmaba que la conexión aún era correcta, Celine se apretujó junto a una de las barras de sujeción entre un negro con enormes auriculares y un hombre de negocios mayor con un traje de mil rayas. El hombre del traje hablaba con toda seriedad por teléfono con su iPad, lo que confería un significado completamente nuevo a la comparación de un móvil con un ladrillo. Para ello necesitaba ambas manos, lo que no solo le daba un aspecto ridículo, sino que también provocó que el hombre perdiera el equilibrio al arrancar el metro y chocara contra Celine.
—¿Por qué me ha llamado de nuevo? —quiso saber su interlocutor.
—¿Por qué le llaman Noah? —replicó Celine, apartando al hombre de su lado.
Solo un puñado de personas conocían el nombre escrito a mano en el reverso del cuadro. El redactor jefe, el editor y ella misma.
«Y por supuesto el autor».
Los responsables del New York News habían hecho todo lo posible por mantener el círculo de iniciados lo más reducido posible. Naturalmente era posible que alguien hubiera pasado la información a algún amigo o conocido, pero era poco probable. Al fin y al cabo no bastaba con conocer el nombre, también había que demostrar ser capaz de haber pintado realmente aquel cuadro.
—Supongo que no tiene pasaporte ni dinero para viajar a Nueva York, ¿verdad?
—Correcto.
«Humm».
Celine repasó mentalmente sus opciones.
La campaña de relaciones públicas se había suspendido oficialmente, la línea directa de la campaña solo seguía activada gracias a la lentitud del departamento técnico; probablemente porque todo lo que tenía que ver con su puesto de trabajo no tenía ya ninguna prioridad desde que figuraba en la lista de trabajadores a los que se despediría.
Hacía solo dos semanas habría tenido presupuesto, e incluso la habrían dispensado, para volar personalmente a Europa. Ahora la historia se había enfriado y dudaba de que su jefe permitiera retomarla. Y si así fuera, seguro que no sería ella quien lo hiciera.
«Por otra parte, siento que este hombre esconde más que todos los demás chiflados que me han llamado hasta ahora».
Sonaba sincero, pero naturalmente no podía fiarse de eso. Así lo había aprendido sobre todo de su ex, a quien Celine había creído cada palabra acerca de la fidelidad y la confianza, hasta que había tenido que demostrarlo.
El tren frenó en la estación de la calle Cuarenta y nueve.
—¿Puedo localizarlo siempre en este número, Noah?
—Solo hasta las cinco de la mañana, es cuando llegan los de la limpieza.
—¿Quiénes?
—Los que limpian la estación de metro.
—¿Duerme en una estación de metro?
«En fin, todo cuadra».
Celine abrió paso a una madre con su bebé y se le hizo un nudo en la garganta. Por un momento, al ver al bebé dormitar plácidamente en el canguro, estuvo tentada de colgar y retomar lo que había dejado delante de la consulta del doctor Malcom: llorar. Pero ¿qué cambiaría eso? Debía esperar a los análisis de sangre, contar los días hasta que pudiera realizarse la amniocentesis. Horas interminables que podía dedicar a cavilar, inquietarse y esperar llena de melancolía, o a distraerse.
—Espere un momento.
Tras asegurarse repetidas veces de que Noah no colgaría, marcó el número de su redactor jefe.
La conversación que tuvo con él fue breve, como era habitual, pero por una vez también fue constructiva. Por regla general Kevin Rood nunca tomaba decisiones espontáneas, especialmente aquellas relacionadas con gastos. Sin embargo, cuando se enteró del desarrollo de los acontecimientos, en absoluto reaccionó negativamente, como ella había esperado, sino que dio instrucciones inequívocas inmediatas que ella transmitió en el acto al vagabundo:
—¿En qué barrio de Berlín se encuentra en este momento, Noah?
Tuvo que repetir la pregunta porque el tren se detenía de nuevo y el aviso a gran volumen de las conexiones en Times Square hacía imposible cualquier tipo de comunicación. Celine luchó en el andén contra la corriente de los que querían entrar y se dirigió a la salida de la calle Cuarenta y dos.
—Oscar dice que se llama Moabit.
—¿Quién es Oscar?
—Mi, eh… Es mi amigo —se escuchó decir Noah. Sonaba como si no estuviera al cien por cien seguro de ello.
—Pregúntele cuánto hay desde su paradero actual hasta la Puerta de Brandenburgo.
Se oyó un breve susurro y Noah volvió al teléfono con la información.
—Media hora a pie. Quizá cuarenta minutos.
—Bien, entonces póngase enseguida en camino.
—¿Adónde?
—Al hotel Adlon. En este instante se está reservando una habitación para usted allí.