Nueva York, EE.UU.
Aquel día Celine tuvo que aprender que en la vida a veces no hace falta más que un «humm» prácticamente inaudible para exprimir toda la felicidad de un alma humana.
—¿Qué sucede? —preguntó temerosa.
Se incorporó apoyándose sobre el codo y trató de ver mejor la pantalla. Al parecer el doctor Malcom solo tenía en su consulta las últimas novedades técnicas. «Se parece a mi padre obeso, siempre está mal afeitado, y me pregunto cómo puede ver nada ahí abajo con esas gafas de culo de vaso», había descrito su amiga Janet al doctor Malcom. «Pero tiene manos pequeñas, lo que es más bien una ventaja para un ginecólogo. Y tiene un ultrasonido de alta tecnología genial en el que se ve hasta el último detalle, de verdad te lo recomiendo».
En lo que respectaba al aspecto descuidado del doctor, Janet tenía razón. Pero había descrito el ultrasonido de forma demasiado prometedora. Por mucho que Celine se esforzara, no era capaz de ver en la pantalla más que turbios paisajes lunares.
En las ecografías anteriores siempre había asentido con amabilidad cuando el doctor Malcom le señalaba algo.
—¿Ve usted los pies?
—Sí, claro.
—Y aquí está la cabeza.
—¿Ah, sí?
Solamente una cosa había sido inequívoca: el corazón. No necesitaba ver más. Aquel pequeño granito parpadeante le parecía más vivo que todo lo que hubiera visto jamás.
Cuando había visto por primera vez aquella cosa palpitante se había sentido feliz. A pesar de que hacía un mes que su novio y ella no cruzaban una sola palabra. A pesar de que su contrato en el New York News se acababa en dos semanas y de que el redactor jefe hubiera cancelado hasta entonces todas las citas en las que se hubiera podido discutir una posible renovación, por lo que podía dar por sentado que pronto no solo estaría embarazada, sino también en el paro. Celine Henderson era feliz, incluso aunque pronto tuviera que dejar su maravillosa y barata habitación de dos mil dólares en Greenwich Village y mudarse de nuevo con sus padres a Nueva Jersey. Eso sería lo mejor para el Puntito, como había bautizado a la vida que comenzaba en su vientre.
Se apartó un mechón de su desafortunado corte escalonado de la frente y miró fijamente la pantalla del ultrasonido. En la peluquería el «corte de entretiempo de cuidado fácil» aún había presentado un aspecto muy decente. Pero era cierto que el peluquero había tardado una eternidad en peinar su pelo rubio oscuro de manera que enmarcara su rostro ovalado como una cofia. Desde el primer lavado ya no parecía una «audaz estrella de Hollywood» (palabras textuales del «estilista»), sino aquello que era: una embarazada abandonada que había querido dar un empujón a su autoestima con un nuevo corte de pelo.
Había sido un fracaso rotundo pero irrelevante; la mayor parte de su vida no tenía ya importancia alguna ahora que el doctor Malcom había dicho «humm» y no quería mirarla a los ojos.
«¿Qué sucede, doctor?», era lo que Celine no se atrevía a preguntar.
Ya llevaba 11 más 5, así que estaba en la duodécima semana.
«Ya puedo estar tranquila, ¿no?».
Eso le habían dicho todos. A partir de la duodécima semana el riesgo de un aborto natural disminuía. No es que hubiera tenido miedo. Con veintinueve años no era una madre tardía, y venía de una familia de muchos niños. Al parecer su madre se había quedado embarazada de ella a pesar de que estaba tomando la píldora y de que su padre había utilizado un condón. «Ni siquiera estoy seguro de que tuviéramos sexo», bromeaba su padre Ed en referencia al nombre de su esposa Maria. Y sus dos hermanas mayores tampoco habían perdido el tiempo con la descendencia. Lucile tenía un niño de dos años y Emily había dado a luz a gemelos.
«Y yo seré la siguiente que haga crecer el árbol genealógico familiar».
Durante dos minutos había estado segura de ello, pero entonces el doctor Malcom había gruñido elocuentemente y desde entonces miraba fijamente la pantalla con el ceño fruncido mientras movía el cabezal sobre su vientre en todas las direcciones.
No era posible determinar sin equivocarse el sexo tan pronto, y aunque así fuera no habría querido saberlo. Fuera niño o niña, su mundo cambiaría para mejor una vez que el bebé hubiera nacido. No es que su futuro fuera de color de rosa. Estaba claro que todo sería difícil siendo madre soltera. Aún estaba enfadada con Steven, que al ver el resultado positivo de la prueba de embarazo se había echado a llorar muy en serio, y no de alegría precisamente. De todas formas estaba todavía más enfadada consigo misma por haberse engañado a sí misma con Steven. Eran demasiado diferentes para que de su relación superficial hubiera surgido algo estable. Lo cierto es que era alto, musculoso, encantador y más comprensivo que la mayoría de los que habían intentado ligar con ella en un bar. Pero entre ellos nunca había habido nada parecido a la química o la magia, quizá porque Steven no tenía secretos en su interior que hubiera que descubrir. Su currículum estaba programado: primero socio júnior en un bufete de Wall Street, después fiscal del Estado, cargo para el que sería reelegido año tras año gracias a su marcado aspecto de Yale. Esto estaba tan decidido como el hecho de que viviría en una casa de campo con valla blanca, garaje doble y césped de campo de golf ante la entrada flanqueada por columnas, fuera de la ciudad, con los 1.4 hijos previstos por las estadísticas que seguro que en algún momento querría tener, pero aún no. El hecho de que ahora su mala conciencia pareciera torturarle no cambiaba nada. Desde hacía apenas tres semanas un remitente anónimo le enviaba en intervalos irregulares hermosas flores a la oficina que solo podían venir de él. Sin embargo, ni las rosas ni las orquídeas harían que se pusiera de nuevo en contacto con él para discutir otra vez sobre el «momento» adecuado, como si el nacimiento de un niño fuera una cita en el calendario de Outlook. Solo le había sorprendido que los envíos de flores no hubieran cesado el día en que se había cumplido el plazo para abortar de forma legal.
Celine sabía que un hijo la haría feliz, sin importar cuándo. Y en efecto ya había descubierto su vida desde una perspectiva completamente nueva. Y con eso no solo se refería a su baño, en el que se había arrodillado frente a la taza del váter durante las primeras semanas.
—Tendrían que sacarte sangre y venderla —había comentado su compañero de piso Adrian tras haber tenido que esperar de nuevo media hora delante del baño compartido, para después ver cómo ella abría con una sonrisa en la cara la puerta tras la que acababa de estar vomitando con fuerza—. Vomitas hasta las entrañas y a pesar de todo estás de buen humor. Conozco a chicos en la universidad que pagarían una fortuna a su camello por la sustancia que lo provocara.
«En fin, no sé qué hormonas de la felicidad contenía hasta ahora mi sangre, pero en este momento han desaparecido». Celine carraspeó.
—¿Hay algún problema?
La pregunta para la que no quería oír respuesta alguna ya estaba en el aire.
El doctor Malcom alzó la mirada. Las arrugas de preocupación no desaparecían de su frente. Se quitó las gafas.
—Acabo de examinar el pliegue nucal.
«¿Pliegue nucal?».
Maldita sea, recordaba vagamente haber leído sobre ello en alguna de las innumerables guías que su familia había descargado en su casa con la mejor intención. Con las ediciones de Tu bebé y tú, Cuidado, que llego o Los cambios que vivirás podría llenar las estanterías de toda una tienda de Ikea. Pero con los libros sobre bebés pasaba lo mismo que con los amigos de Facebook. Cuantos más tenía, menos atención prestaba a cada uno de ellos.
A veces se preguntaba si era una mala madre por no leer cada día lo que estaba sucediendo con exactitud en su cuerpo. Sin embargo, los datos de altura y peso más bien la atemorizaban, ya que, además de acudir regularmente a las revisiones, ¿qué demonios podría hacer si su Puntito era demasiado pequeño o no estaba en la posición correcta? Si ni siquiera los consejos para las náuseas matutinas habían funcionado, ¿qué le aportaría saber qué cantidad de líquido amniótico estaba dentro de lo normal?
Bien, en la puerta del frigorífico había ahora una nota con todo lo que era preferible que evitara. Pero ¿qué embarazada en su sano juicio se encendería un cigarrillo, se prepararía un gin-tonic para desayunar y combatiría los dolores con un envase familiar de paracetamol?
Celine intentaba alimentarse de modo equilibrado, renunciaba al café, al embutido crudo y al sushi, lo que no le suponía demasiado esfuerzo teniendo en cuenta que de todas formas apenas lograba retener nada en el estómago y solo tenía apetito muy de vez en cuando. Y un vistazo a las concurridas calles de Nueva York era la mejor prueba de que desde hacía millones de años la humanidad había logrado contribuir a la superpoblación del planeta sin instrucciones por escrito. Celine confiaba sencillamente en que las madres sabían por intuición qué era lo mejor para sus hijos.
Sin embargo, hoy renegaba de sí misma por haber leído solo por encima el capítulo sobre Métodos de diagnóstico prenatal de su libro de consulta.
—Mediante la acumulación de líquido en la zona de la nuca podemos estimar el riesgo de alteraciones en el desarrollo —le explicó el doctor Malcom con voz tranquila. Para Celine no habría habido ninguna diferencia si le hubiera gritado. En su cabeza resonaban unas únicas palabras: «alteraciones en el desarrollo».
—¿Y? —graznó con voz ahogada.
—He medido una translucencia de 3.9.
—¿Y eso es malo?
—No tiene por qué. Hasta una TN 2.5 es inapreciable. Siempre que el resultado esté por encima debemos aclarar la sospecha de anomalías cromosómicas.
—¿Doctor?
—¿Sí?
—¿Puede dejarse de numeritos y palabrería técnica?
—Sí, disculpe. —Carraspeó—. Con un resultado como el que veo aquí existe la posibilidad de una trisomía. Perdone, pero es que no puedo explicarlo sin algún tecnicismo. Seguro que ha oído hablar alguna vez del síndrome de Down.
«Se refiere a los niños de caras redondas a los que tanto les gusta sonreír y hablar como si fueran sordomudos, y a los que la gente sana a menudo llama despectivamente mongólicos».
Celine asintió con lágrimas en los ojos. Tópicos como «discapacitado psíquico», «retrasado» y «mongolo» resonaban en su cabeza sin que ella pudiera hacer nada para evitarlo. Había visto reportajes sobre personas con esta enfermedad; su propio periódico había iniciado una vez una campaña de donación para financiar la operación de corazón de un niño con síndrome de Down cuyos padres no podían permitírsela.
—No me mire tan horrorizada, Celine. El diagnóstico no es ni mucho menos definitivo. Debemos hacer más pruebas.
—¿Qué pruebas?
—Una amniocentesis, por ejemplo, pero no la recomiendo hasta la semana catorce del embarazo; antes de eso el riesgo de aborto es demasiado alto, así que tendremos que esperar un poco.
—¿No hay nada que pueda hacer ahora mismo?
—Sí que lo hay. Le sacaré sangre —respondió el médico y le enumeró toda una serie de pruebas, mencionó números, explicó anomalías y finalmente le dio la tarjeta de un colega de diagnóstico prenatal al que quería enviarla.
Celine escuchaba sin retener mucho de lo que se decía.
Se sentía como una bolita de pinball. Un poder invisible jugaba con su destino y la llevaba de una esquina a otra. En pocas semanas su vida había dado dos vuelcos completos. El primero, cuando se enteró del milagro que crecía en su interior. Y ahora, cuando poco a poco se filtraba en su mente la idea de que era probable que su hijo se convirtiera en un enfermo dependiente para toda su vida.
Había entrado en la consulta del doctor Malcom alegre e ilusionada. Ahora se despedía del ginecólogo preocupada y envuelta en una nube de pensamientos oscuros.
«Mi bebé está enfermo».
Cuando la corriente cálida de la salida del climatizador la empujó al frío de la Séptima Avenida, estaba segura de que el día no podía empeorar.
En ese momento le sonó el teléfono.