—Tres estaciones para todo Berlín —había dicho Oscar en tono de crítica al entrar en la estación, señalando a la gran cantidad de personas que se habían instalado junto a la pared de azulejos blancos para pasar la noche. Los lugares más codiciados, es decir aquellos que ofrecían la menor superficie de ataque a jóvenes borrachos y demás matones, hacía tiempo que estaban ocupados. Muchos de aquellos que ni siquiera habían acudido al refugio, o que habían sido rechazados por tenencia de alcohol o drogas, falta de espacio o algún otro motivo, estaban tumbados sobre cajas de cartón aplastadas, bolsas de plástico o sobre el suelo desnudo, hacían circular una botella o un tetrabrik o intentaban dormir un poco.
Después de buscar un rato, Noah y Oscar se habían hecho con un sitio en el pasillo lateral de un paso peatonal, algo apartado de la entrada; un pequeño nicho entre el quiosco de prensa y un chiringuito móvil, ambos ya cerrados.
—Si hubiera sabido desde el principio que esta noche te apetecería pasarla en un refugio de animales, habríamos venido aquí directamente y nos habríamos asegurado un sitio mejor —seguía gruñendo Oscar diez minutos después. En ese momento estaban cubriendo el suelo con los periódicos que el quiosquero no había vendido durante el día y que había colocado junto a su puesto para la recogida de papel reciclable.
—¿Qué tiene de malo este lugar? —preguntó Noah al ver que su compañero no dejaba de protestar. Estaban tumbados lado a lado, Oscar junto a la pared. Al fin y al cabo allí hacía un calor agradable, en el nicho podían protegerse de la omnipresente corriente, y además los ruidos de las escaleras mecánicas y el vocerío de los borrachos llegaban muy amortiguados. Solo el neón deslumbrante sobre su cabeza le dificultaría considerablemente conciliar el sueño.
—Aquí no hay cámaras —repuso Oscar.
Noah lo miró con expresión interrogativa.
—¿Y?
—Y por eso nadie verá si alguien alborota por aquí. —Para demostrarlo señaló, junto a la papelera, un teléfono público medio destrozado cuyo auricular colgaba del cable—. Y nadie te ayudará si alguien quiere quitarte algo. —Hizo una pausa—. O prenderte fuego.
—¿Prenderme fuego?
Oscar chasqueó la lengua.
—No me preguntes por qué —dijo, lacónico—, pero por alguna razón ahora está de moda rociar con gasolina a vagabundos dormidos y… —Movió el pulgar como si estuviera encendiendo un mechero. A continuación se quitó el gorro de lana y lo dobló, al parecer para emplearlo como almohada—. Por eso hay tan poca gente en esta zona. La mayoría tiene miedo, y es que a medianoche aquí se apagan las luces y entonces eres presa fácil. Pero de todas formas esto sigue siendo mejor que tener que dormir abajo, en el andén.
—¿Por qué? —preguntó Noah, que se disponía a abrir su mochila para comprobar cómo se encontraba Toto.
—Hoy es sábado. El fin de semana los críos siempre se vuelven locos. Especialmente los de buena familia. Solo en este mes ya han arrojado a dos de los nuestros a las vías, como prueba de valor. Lo triste es que han sobrevivido, no sé si sabes a qué me refiero. —Oscar se señaló las piernas e hizo con una mano ademán de serrar.
—Muy tranquilizador —murmuró Noah, abriendo la mochila. Sacó a Toto con suavidad; el perro tenía los ojos cerrados con fuerza y temblaba. En contraste con el sitio en que dormirían, que apestaba a orines, Toto olía como si estuviera recién bañado. Por suerte parecía que aún no se lo había hecho en la mochila—. Eh, pequeñajo. —Sostuvo al cachorro entre las manos. El pelo, bajo el que las costillas se marcaban igual que palillos, era cálido y agradable al tacto. Cuando hizo amago de tocarle la nariz, Toto trató de lamerle el dedo.
—Tiene sed —comentó Oscar.
Noah rebuscó en la mochila de Patricia y, debajo de un rollo de papel higiénico y un trapo que al cachorro le había servido de nido, encontró un cenicero de cristal y un botellín de plástico con la inscripción «leche de cachorro». Siguió hurgando y dio con una bolsa transparente que contenía lo que al parecer era pienso.
«Aunque te hubieses dado por vencida en lo que a ti misma se refiere, Pattrix, siempre habrías querido cuidar del perro».
Noah vertió con cuidado un poco de leche en el cenicero después de frotar el interior de este con algo de saliva y papel de periódico, pero cuando colocó a Toto delante, el perro no dio señal alguna de querer beber. No obstante cuando Noah humedeció su dedo meñique y dejó caer algunas gotas sobre su hocico, el cachorro no solo sacó la lengua, sino que abrió un ojo.
—Lo separaron de su madre demasiado pronto —afirmó Oscar mientras desplegaba sobre sí la edición del viernes de un periódico de gran formato—. Seguro que en el mercadillo polaco o así. Sin vacunas, así que con parásitos y a saber qué más. —Suspiró como alguien que sabe perfectamente que, de todos modos, por mucho que quisiera no podría cambiar el curso de las cosas—. Será mejor que durmamos por turnos —añadió cambiando de tema, y volviéndose hacia la pared no dejó lugar a dudas de quién sería el primero—. Y no me despiertes —gruñó—. Acabo de dar cuerda a mi reloj interno. Despertaré yo solo dentro de dos horas.
Noah quiso protestar, pero Toto requería toda su atención y chupaba con vehemencia su dedo pidiendo más leche.
—Sí, sí. Está bien.
Lo intentó de nuevo con el cenicero, y esta vez el cachorro sacó fuerzas para beber un poco de él. Observar al animal colocarse ante el recipiente con cierta torpeza pero con decisión y sorber el líquido, primero lentamente y después con creciente avidez, tenía algo de tranquilizador. Por primera vez en mucho tiempo Noah sentía que su permanente tensión interna quería ceder, precisamente allí, en el suelo de una estación de metro. Recordó las temperaturas gélidas y la cantidad de personas haciendo cola en la Franklinstraße. La mera posibilidad de que algunas de ellas aún estuviesen allí fuera le provocó escalofríos.
Oscar no le había hablado mucho de sí mismo ni de su pasado, solo que había elegido voluntariamente vivir en la calle. En vista de su situación inhumana, era incapaz de entenderlo.
—¿Por qué vives así? —le preguntó Noah, como ya había hecho varias veces desde que los reuniera el destino.
—Es una larga historia —respondió Oscar—. Y ahora déjame dormir, ¿vale?
—¿Tiene algo que ver con la mujer?
—¿Con qué mujer? —graznó Oscar, que ahora se vio obligado a volverse hacia Noah entre fuertes crujidos de papel de periódico. Tenía las orejas rojas, como si lo hubieran sorprendido mintiendo.
—La de la foto que llevas siempre contigo.
Noah señaló el cuello de su compañero. En aquel momento la cadena plateada estaba tapada por el cuello del jersey, y el medallón que colgaba de ella tampoco se veía.
A Oscar se le encendieron las mejillas.
—¿Has estado fisgando, miserable…?
—Todas las noches, antes de dormir, abres el amuleto y le das un beso —lo interrumpió Noah—. No hace falta ser ningún Sherlock para figurarse qué significa ese ritual.
En cuanto pronunció esas palabras, se preguntó por qué almacenaba en la mente tantos nombres ficticios de personajes de novelas y en cambio el suyo no. Pero quizás Oscar no solo era médico sino también psiquiatra y pudiera explicarle algún día ese fenómeno de la medicina.
Para ello, sin embargo, ese animal testarudo tendría que revelar de una vez por todas algo más sobre sí mismo.
«Hablando de animales…».
Toto levantó en ese momento la cabeza del cuenco y se sacudió como si acabara de darse un baño en el lago.
—¿Qué, no tienes más hambre?
—Eso es. Mejor ocúpate del chucho y a mí déjame en paz —bufó Oscar, y se volvió de nuevo hacia la pared, obviamente contento de dejar la conversación en aquel punto.
Noah quiso replicar, pero entonces Toto hizo amagos de querer alejarse del campamento, así que lo levantó de nuevo, lo acarició bajo la diminuta barbilla y lo colocó sobre su vientre. El violento latido del corazón del cachorro se sentía incluso a través de su gruesa chaqueta. Toto parecía estar percibiendo conscientemente por primera vez a su nuevo dueño y lo miraba fijamente con los ojos abiertos de par en par. Parecía sorprendido pero satisfecho, al contrario que Noah, a quien pronto le gruñó el estómago.
«No me extraña».
Lo último que habían comido era el döner que habían comprado con parte del dinero obtenido recogiendo botellas y que habían compartido. Noah pensó un instante si debía pedirle un euro más a Oscar, que administraba su dinero, para sacar algo de una máquina. Pero dudaba de que Oscar reaccionara si le hablaba de nuevo. Además no quería espantar al cálido ovillo que tenía sobre su vientre. Finalmente se sorprendió a sí mismo sosteniendo la mano ante la boca por un bostezo.
Maldita sea.
«El gordo apenas se ha dormido y yo ya estoy cayendo».
—¿Y ahora qué? —le preguntó a Toto como si este supiera cuál era la mejor manera de mantenerse despierto. Cogió el periódico que había preparado para taparse más tarde—. ¿Te leo algo?
Toto respiró sonoramente y apoyó la cabeza sobre ambas patas.
—Lo tomaré como un sí. —Abrió la primera página—. ¿Te interesa la política?
Oscar gruñó malhumorado junto a él y Noah comenzó a leer el primer titular en susurros:
Los ministros de Sanidad europeos deliberan sobre la gripe de Manila. Los ministros de Sanidad de siete países europeos se reunirán en Bruselas la próxima semana para discutir la mejor manera de enfrentarse a la pandemia…
Toto bostezó y al mismo tiempo se desperezó como un gato sobre la tripa de Noah.
—Vale, vale. Aburrido. Lo he entendido. Así que nada de política. ¿Mejor deportes?
Siguió hojeando, pero ninguna de las noticias le llamó la atención. Casi toda la información giraba en torno al fútbol, una disciplina a la que probablemente no había sido aficionado en su vida anterior.
—Ja, pero esto sí que suena interesante, pequeñín. —Entretanto había llegado a la sección «Alemania y el mundo».
COMO UN PREMIO DE LOTERÍA QUE NADIE RECLAMA
Noah apretó la barbilla contra el pecho y miró al cachorro directamente a sus grandes ojos oscuros, antes de carraspear y continuar leyendo:
«El millón está preparado, pero ¡nadie lo quiere!». Esto es lo que explicó el redactor jefe del New York News a los desconcertados periodistas en una rueda de prensa convocada el domingo. Su periódico, y con él medio Internet, busca intensamente desde hace semanas al autor de una pintura abstracta que se envió al New York News. La pregunta se plantea en anuncios a toda página e incluso en carteles por la ciudad: «Se busca artista. ¿Quién ha pintado esto?».
A principios de año llegó a la oficina de cartas al director un paquete en un tubo sin remitente. Contenía algo que a primera vista parecía un inocente dibujo infantil, titulado El arroyo del este. Como al redactor jefe le pareció «una pena tirar» la imagen laminada, asombrosamente valiosa, la hizo enmarcar y la colgó en su vestíbulo, donde pasó un tiempo inadvertida. Hasta que Matthew Springfields, un conocido e influyente crítico de arte, descubrió la obra por casualidad mientras esperaba a una entrevista. «Los colores superpuestos, la distribución de los campos opuestos dan lugar a una luz tan radiante y al mismo tiempo difusa, que por un momento creí estar ante una obra temprana de un joven Mark Rothko».
Springfields entregó el cuadro a algunos expertos en arte independientes para que lo valoraran, de los cuales dos también llegaron a la conclusión de que el autor de aquella «obra maestra del color field painting» debía de ser un artista de gran talento desconocido hasta entonces. Un galerista de Miami tasó incluso el valor del cuadro en más de un millón de dólares, lo que provocó que…
Noah levantó brevemente la cabeza para observar a Toto. Sonriendo, comprobó que el cachorro se había quedado plácidamente dormido sobre su pecho, por lo que terminó de leer el artículo en silencio.
… importantes galeristas y agentes comenzaran a pujar con anticipos cada vez más elevados en caso de que el artista diera señales de vida.
Pero todos los llamamientos se perdieron sin respuesta. Parece que el autor desea permanecer en el anonimato.
Y entretanto no es solo Estados Unidos, sino que el mundo occidental al completo busca en Internet al artista al que le espera un contrato de un millón de euros, y todos se preguntan: «¿QUIÉN HA PINTADO ESTO?».
Con curiosidad por saber de qué imagen se trataría, Noah pasó a la siguiente página, en la que se mostraba la obra en un recuadro a media página.
En cuanto le dio el primer vistazo se le secó la boca. Oyó un chasquido en los oídos y de pronto lo vio todo negro. En su interior oyó un grito. Agudo y vibrante como si la persona que lo emitía estuviera sentada en el vagón de un tren fantasma que se precipitara inesperadamente al vacío.
Oyó el traqueteo de las ruedas sobre las vías, sintió el viento en contra en su rostro y las imágenes lo asaltaron como personajes de los recovecos de una casa del terror.
Una habitación.
Voces.
Voces infantiles.
«¿Puedo quedármelo?», preguntaba un chico.
«¿Para qué?».
«Me gusta».
Noah vio la espalda de un chico, de no más de doce o trece años, que metía algo en una maleta. De pronto la imagen cambió. El chico desapareció. Y con él la habitación. Ahora veía…
… a un hombre sobre una alfombra clara. Justo delante de una chimenea. Inmóvil.
Y entonces la mancha. Tan roja. Justo debajo de su cabeza.
Alguien extendía una mano hacia él. Para tocarlo, para… darle la vuelta.
El grito agudo en sus oídos cambió, se oscureció. Se hizo más fuerte.
Tan fuerte que Noah tuvo problemas para concentrarse en los recuerdos que de nuevo amenazaban con desvanecerse.
Buscó la fuente del ruido y volvió la cabeza en la dirección de la que suponía que procedía el chillido.
Sin embargo, cuando abrió los ojos, oyó los ladridos de Toto y vio a Oscar arrodillado ante él gesticulando violentamente, Noah se fue dando cuenta poco a poco de que había sido él mismo quien había gritado con todas sus fuerzas pidiendo ayuda mientras viajaba en el tren fantasma a toda velocidad hacia el sótano de sus recuerdos.