—No me lo creo. Esto no puede ser verdad. —Oscar caminaba sobre la nieve y a Noah, a pesar de tener las piernas mucho más largas, le costaba seguir el ritmo de su furioso y parlanchín compañero—. ¡No te he salvado la vida ni he compartido contigo todas mis provisiones, mi dinero y mi escondite, para que ahora la palmemos juntos en una tormenta de nieve!
Efectivamente, desde que habían salido del albergue algunos copos se habían mezclado con el viento helado que le azotaba la cara.
—No deberías haberme acompañado —repuso Noah desde su postura agazapada, con la cabeza gacha para ofrecer al viento la menor resistencia posible.
—¿No acompañarte? —Oscar se echó a reír histéricamente y se volvió hacia él—. En mi mundo no durarías ni diez minutos sin mí, joder… —Levantó las manos hacia el cielo como los creyentes que preguntan a su creador por qué les impone semejante carga—. Hace uno de tripas corazón, gasta todos sus ahorros en un desconocido, en medicamentos, esparadrapo y vendajes, a pesar de que el sentido común ya le avisa de que no puede significar nada bueno que alguien con un tiro en el cuerpo aparezca a sus pies. Que casi se pueden oler los problemas. Pero no quise escuchar a mi voz interior. «Oscar», me dije, «Oscar, tú mismo fuiste un fugitivo una vez. Quizás este tipo tenga los mismos problemas que tú. Quizá sea por fin el compañero que tan bien te vendría, al fin y al cabo ya no eres ningún crío, y la vida solitaria en la calle es cada vez más dura, ¿verdad?». —Se dio una palmada en la frente—. El día que te encontré en realidad no quería salir de mi escondrijo. Pero no conseguía pegar ojo, quería estirar un poco las piernas. Fue pura casualidad: normalmente el túnel cerrado no forma parte de mi paseo, de modo que pensé que el destino nos había reunido a propósito y que Dios recompensaría mi amor al prójimo. Y vaya si lo está haciendo. Y de qué manera, mierda. —Se detuvo, echó la cabeza hacia atrás y clamó al cielo—: Señor, estoy tan feliz de poder dormir al raso hoy. Por favor, haz que haga mucho frío y no calor como en el albergue, es mejor para la circulación, y dicen que las duchas calientes no son sanas para la piel.
Un hombre de negocios que se cruzó con ellos en la acera dirigió a los sin techo una mirada despectiva y siguió su camino sacudiendo la cabeza.
—No deberías haber venido —insistió Noah, y avanzó hacia Oscar, que se había puesto de nuevo en marcha. Dentro de la mochila, que al igual que Patricia también se había colocado sobre el pecho, sintió un ligero movimiento cuando Toto cambió de postura.
Oscar apretó los labios furioso y después señaló la mochila sobre el vientre de Noah.
—Llevarte al perro ha sido realmente el mayor disparate que podías cometer.
—¿Pero? —preguntó Noah a continuación, ya que Oscar había acabado en tono ascendente, como si quisiera añadir algo.
—Pero también me ha demostrado que no me equivoqué contigo.
—¿Quieres decir que soy una buena persona por ocuparme del animal?
—Tonterías. La mitad de los vagabundos lleva siempre a cuestas a su chucho. Y es precisamente eso. —Se puso de nuevo en marcha y a Noah le costó entenderlo, porque Oscar hablaba ahora contra el viento y de espaldas a él.
—¿A qué te refieres? —preguntó insistente, haciendo esfuerzos por alcanzarlo.
—Me refiero a que no conozco a un solo vagabundo que haya confiado jamás su animal a un extraño. —Lanzó a Noah una mirada interrogativa con el rabillo del ojo—. ¿Cómo has conseguido que Pattrix te diera su mochila?
Noah se encogió de hombros.
—No lo sé. Solo le prometí que cuidaría bien de Toto.
Se acercaron a un puente y cruzaron un río congelado que según las señales se llamaba Spree. Como tantas veces, Noah no tenía ni idea de adónde lo llevaba Oscar, pero se había acostumbrado a la situación. Los últimos días había trotado tras él igual que un perro. Al principio apático, como en trance, y con el tiempo cada vez más desesperado. La realidad en la que había abierto los ojos le había parecido tan irreal como un mal sueño del que esperaba despertar en cualquier momento. Sin embargo, a medida que comprendía que ni su herida de bala ni Oscar ni el escondite subterráneo en el túnel que apestaba a polvo y a aceite lubricante resultarían ser alucinaciones, se vio paralizado por una fase de desconcierto. ¿Adónde debía ir? ¿Con quién debía hablar? ¿Era un fugitivo? ¿En realidad lo perseguían fuerzas oscuras, tal y como Oscar trataba de explicarle una y otra vez? ¿De verdad correría peligro si se dirigía a las autoridades o acudía a un hospital? ¿O el peligro que supuestamente lo amenazaba no era más que otra de las innumerables teorías conspiratorias que poblaban la excéntrica mente de aquella extraña persona de la que Noah apenas sabía más que de sí mismo? Únicamente sabía que en su día había sido médico, tal y como había admitido al preguntarle con insistencia por qué sabía tanto de heridas de bala, vendajes compresivos, antibióticos y dosis de analgésicos.
—Deberías pensarte bien tus próximos pasos —le había informado Oscar cuando la fiebre hubo remitido lo suficiente para que Noah se sentara por primera vez erguido en la tumbona de cámping que durante dos semanas había hecho las veces de lecho de enfermo. Había querido ir a la Policía para averiguar si alguien estaba preocupado por él y había denunciado su desaparición, pero Oscar había abierto los ojos de par en par horrorizado.
—Yo lo dejaría estar.
—¿Y eso por qué?
—Alguien ha querido matarte, grandullón. A mí puedes descartarme tranquilamente como asesino, si no no habría cuidado de ti hasta curarte. De manera que tienes que partir del hecho de que el asesino, sea quien sea, sigue tras de ti en este instante. Y probablemente eso solo sea la punta del iceberg. No tienes heridas en la cabeza, así que es probable que tu pérdida de memoria se deba a un trauma psicológico. Tu cerebro quiere reprimir algo horrible, algo espantoso. Y te está esperando ahí fuera. Mientras sigas aquí escondido estarás a salvo.
Noah había mirado alrededor desconcertado, observando el escondite del que hasta entonces no había salido ni una sola vez. Ni siquiera para hacer sus necesidades, de las que se había ocupado Oscar con una cuña y una botella con un embudo.
—¿Quiere eso decir que debo vivir aquí abajo contigo para siempre?
«¿En un trastero sin ventanas?».
Entonces Noah aún no sospechaba que no se encontraba en un sótano, sino en un cuartucho al final de un túnel ciego de metro, a diez metros bajo el suelo de Berlín. No había identificado los ruidos que se repetían con regularidad como el traqueteo de un tren de metro sobre su vía, sencillamente porque estaba demasiado ocupado resolviendo los demás acertijos. Además el escondite, en efecto, le proporcionaba una sensación de seguridad que no había querido cuestionar.
Oscar había hecho un gran esfuerzo por convertirlo en un lugar agradable. En tres de las cuatro paredes de hormigón había estanterías, colocadas por él mismo, cuyas tablas se combaban bajo el peso de incontables libros. Había también corriente eléctrica y un lavabo que funcionaba, junto a una maleta de cuero que descansaba sobre dos pilas de ladrillos y hacía las veces de escritorio.
Oscar sacaba el agua directamente de una tubería en la pared; la electricidad, de los cables de abastecimiento de los raíles, que recorrían el techo formando gruesos haces. En conjunto el cubículo recordaba a un garaje transformado en sala de ocio, cubierto con restos de alfombras de diferentes colores, con un televisor portátil atornillado a la pared (que funcionaba desde hacía dos años, desde que la red de cobertura móvil se había reforzado en el metro de Berlín, tal y como le había explicado Oscar), y una cama de canapé pequeña pero limpia, como la que uno esperaría ver más bien en una habitación infantil, junto a la cocina provisional, que consistía en un mechero Bunsen.
Era evidente que todos los muebles y objetos se habían sacado de la basura, reparado y limpiado, solamente parecía nueva la neverita que había debajo del lavabo, cuyo ventilador emitía un runrún ininterrumpido.
—Por supuesto que no tendrás que quedarte aquí para siempre —había dicho Oscar, deslizando la mirada por el escondrijo humilde aunque incluso agradable a su manera.
Lo único que le había molestado realmente a Noah del habitáculo era el calor constante. Un enorme conducto de aire caliente recorría el suelo y hacía así las veces de sistema de calefacción, que funcionaba bien pero que no podía regularse. Noah había tenido la esperanza de acostumbrarse cuando su propia temperatura corporal bajara de los cuarenta grados, pero no lo había conseguido.
—Solo te quedarás hasta que hayas recuperado la memoria —había propuesto Oscar—. Hasta que no sepas cuál es el infierno que te espera, no deberías volver a él, ¿no crees? Y ¿qué puedes perder, aparte de tiempo? Si tu estado no mejora, siempre te queda la opción de correr el riesgo de acudir a la Policía.
Entonces Noah se había mostrado de acuerdo, si bien solo en apariencia. Estaba demasiado resignado y agotado para elaborar su propio plan. Su consentimiento para quedarse por el momento con Oscar y aceptar sus consejos solamente debía mantenerse hasta que hubiera reunido fuerzas suficientes para emprender de nuevo su propio camino, le llevara este a donde le llevara.
Hoy, dos semanas después de aquella conversación, sentía que el momento de la despedida no estaba lejos. En aquel instante decidió que sus caminos se separarían, al día siguiente a más tardar.
—¿Te ha dejado a Toto así sin más? —preguntó Oscar de nuevo. Ya habían cruzado el puente y la acera no estaba tan helada como el paso elevado, en el que apenas habían esparcido anticongelante.
—Sí.
—¿Ves? Precisamente por eso he cuidado de ti. No sé quién eres, pero sí sé qué eres.
—¿Y bien?
«¿Qué soy?».
Oscar se detuvo de nuevo, esta vez para atarse el cordón de un zapato. Al tener que quitarse los guantes para hacerlo, el aire helado hizo que se contrajeran sus dedos hinchados.
—Eres algo especial, Noah. Sí, sí. Ahórrate los comentarios, esto no es una declaración entre maricas. Es la verdad. —Levantó la mirada hacia él sin soltar el cordón—. Estás tan entrenado como un nadador poco antes de unos Juegos Olímpicos, tus manos nunca han trabajado duro, pero en el cuerpo tienes varias cicatrices. Cuando te haces el catre en el escondite, lo haces con tanta puntillosidad como un soldado acostumbrado a recibir órdenes, y al mismo tiempo hay en tus ojos una triste melancolía que prácticamente le grita a uno: «Confía en mí. No te haré nada». Bueno, y por lo que parece, Pattrix ha oído el grito de tus ojos y no ha podido resistirse a él. —Se incorporó y se puso los guantes de nuevo—. Y es evidente que yo tampoco puedo.
Un todoterreno aceleró por la carretera a velocidad excesiva e hizo sonar la bocina. Teniendo en cuenta que la hora punta del final de jornada aún no había pasado, era sorprendente el poco movimiento que había, lo que probablemente no solo se debía al mal tiempo, sino también a esa ola de gripe de la que todo el mundo hablaba. Quien no tenía por qué salir de casa, se quedaba entre sus propias cuatro paredes.
—¿Falta mucho? —preguntó Noah, que comenzaba a preguntarse cómo era posible que el habitáculo de Oscar le hubiera parecido nunca demasiado caliente. Le estaban creciendo carámbanos diminutos en la barba, y añoraba las altísimas temperaturas del escondite que resecaban las mucosas.
«Pero esta noche no podemos ir allí, porque la suma de las cifras no es la correcta», pensó, y no supo si reír o llorar. «Un amnésico y un paranoico de excursión».
—¿Adónde estamos yendo?
—Al Kempinski —respondió Oscar. Como Noah no reaccionó, lo miró enarcando las cejas—. No has pillado el chiste, ¿verdad?
—¿Es un hotel?
Oscar suspiró.
—Madre mía, poco a poco voy entendiendo por qué te dispararon. Sí, es un hotel. Pero las camas me resultan demasiado blandas, ya sabes; tengo problemas de espalda, así que mejor vayamos allí. —Señaló un letrero luminoso que, a lo lejos, anunciaba la existencia de una boca de metro.
Diez minutos más tarde estaban montando su campamento en la estación de Hansaplatz, una de las tres que la empresa de transportes de Berlín abría para los sin techo cuando la temperatura descendía de los tres grados bajo cero.