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—Eh, eh, usted.

A los pocos metros ya estaba agotado, y a cada paso sentía la herida del hombro. Noah tuvo que gritar varias veces hasta que el hombre que guiaba a Pattrix hasta el vehículo como a una ciega de la mano se volvió hacia él.

—¿Te refieres a mí?

—Sí. ¡Alto!

—¿Perdón?

El tipo delgado con el cabello hasta los hombros enarcó las cejas, asombrado.

La muchacha que estaba a su lado miraba indiferente el vacío igual que un maniquí, con las manos tensas protegiendo la mochila que apretaba contra el pecho.

—¿Qué se propone hacer con ella? —inquirió Noah.

El hombre esbozó una sonrisa arrogante.

—La verdad es que no sé a ti qué te importa, pero la llevo a un refugio para jóvenes, donde estará en mucho mejores manos que en un albergue de adultos. —Acarició suavemente la cabeza de la chica, a lo que ella reaccionó apretando los labios. Noah oyó tras él que Oscar intentaba de nuevo convencerlo de que regresara, pero también ignoró esta llamada.

—¿Trabaja para la oficina de protección de menores? —preguntó en cambio.

—Así es.

—¿Tiene alguna credencial que lo demuestre?

—Escucha, Jesucristo, lo que no tengo es tiempo. De modo que déjame hacer mi trabajo, por favor. Ya ves que a esta chica hay que protegerla del frío lo antes posible.

—¿Con un coche de alquiler?

El hombre había comenzado a volverse hacia la carretera, pero la pregunta de Noah lo detuvo en seco.

—¿Cómo has dicho?

«Maldita sea, ¿por qué he abierto la boca?».

Noah pronunciaba las palabras antes de tomar consciencia de ello. Tenía la extraña sensación de estar escuchándose a sí mismo hablar.

—Su minibús está recién lavado. Tiene matrícula de Colonia, lo que ya es peculiar de por sí para un vehículo de las autoridades berlinesas. La combinación de letras TX está reservada a taxis o vehículos de alquiler. Además lleva una pegatina de una gran D en la parte trasera, como es habitual, por ejemplo, en Europcar. Individualmente estos datos quizá podrían explicarse, pero en conjunto me demuestran que usted no es quien dice ser.

El hombre abrió la boca, pero permaneció en silencio. Noah no estaba menos sorprendido.

«¿Por qué sé todo esto?».

Su cabeza estaba llena de datos, eso ya lo había averiguado: conocía la capital de Guinea, sabía que el cuerpo expulsaba la mayor parte del calor por la cabeza (lo cual le hacía estar muy agradecido por la capucha de su abrigo) y que el ser humano podía perder hasta dos litros de sangre, como había demostrado él mismo con éxito. Pero mientras que era evidente que estaba familiarizado con las matrículas ajenas, ni siquiera sabía cómo empezaba su número de teléfono, si es que tenía uno.

Si se hubiese presentado en uno de esos concursos que Oscar veía una y otra vez en el pequeño televisor en blanco y negro cuando la señal del escondite colaboraba, habría tenido muchas posibilidades de ganar, siempre que no le hiciesen preguntas sobre su propia identidad.

«Llegamos a la pregunta del millón: ¿quién le disparó?».

«Ni idea. ¿Puedo preguntar al público?».

—¿Cuánto le pagan por la muchacha? —inquirió Noah, y de nuevo habría sido incapaz de explicar cómo había llegado a esa suposición. Su cerebro trabajaba como el piloto automático de los aviones. Él estaba sentado en la cabina, pero la palanca de mando se movía por sí sola.

—¿Cómo dices?

—Su cliente. Hombres de negocios, supongo. Gerentes, ricachones que esperan obtener placer recogiendo escoria de la calle para torturarla todavía más. ¿Le pagan por víctima o por noche?

—Estás completamente chiflado —protestó el supuesto empleado de la oficina de protección de menores, pero soltó la mano de la muchacha como si de pronto hubiera comenzado a arder—. No tengo por qué escuchar semejantes chorradas. —Dio un paso hacia atrás sin perder de vista a Noah—. Y menos de un vagabundo como tú. —Trató de imprimir un tono arrogante a sus palabras, pero el temblor en su voz lo desenmascaró.

Cuando el hombre se llevó la mano al pecho, Noah se preguntó si ocultaría un arma debajo de la chaqueta, pero de inmediato presintió que no se produciría un altercado violento. Falso. No solo lo presintió, sino que lo supo.

En los últimos treinta segundos Noah había averiguado más sobre sí mismo que en las anteriores semanas, y sus descubrimientos le dieron miedo.

«Soy una persona que ha oteado muy a menudo los abismos más profundos del alma».

Tan a menudo, de hecho, que reconocía la maldad en cuanto la veía. Y lo que era peor: la maldad lo reconocía a él. Y esta a veces reculaba cuando sus caminos se cruzaban. Como en ese momento.

El hombre había sacado la llave de contacto del interior de la chaqueta y se alejaba rápidamente sin volverse ni una sola vez.

—¿Patricia? —preguntó Noah. No hubo reacción. La muchacha no se había enterado de nada de lo que había sucedido a su alrededor—. ¿Me oyes? —Chasqueó los dedos ante sus ojos entornados. Ni siquiera parpadeó.

—¡Eh, Noah, nos toca! —gritó Oscar desde cierta distancia.

Noah se volvió y descubrió a su compañero en la entrada del albergue. Ya estaba en la puerta y movía los brazos.

—¡Ven de una vez!

Noah tomó con cuidado la mano de la muchacha, que se dejó guiar sin oponer resistencia. Se movía con pasos pequeños como en un trance, y por eso le llevó un buen rato conducirla hasta el edificio de Cáritas.

—¿Qué mosca te ha picado? —lo saludó Oscar, que tuvo que contenerse para no echarse a gritar después de que Noah lograra colarse entre intensas protestas hasta el principio de la cola con Pattrix a cuestas.

Una trabajadora del centro, una mujer joven con vaqueros y cazadora de cuero, con el cabello recogido en una coleta y jersey de cuello vuelto, cerró la puerta de madera detrás del trío sin pronunciar palabra, para gran indignación de quienes esperaban fuera.

A continuación se encontraron en un gran vestíbulo, en el que había una escalera que conducía hacia arriba.

El calor repentino que los rodeó llenó de lágrimas los ojos de Noah, a quien la herida de bala en el hombro empezó a picarle desagradablemente bajo el vendaje.

—Por un pelo no lo has estropeado todo —siseó Oscar—. Solo les quedan tres camas.

«Perfecto», pensó Noah mientras la trabajadora los acompañaba por la escalera hacia una especie de mostrador sobre el que colgaba un letrero iluminado por tubos de neón con el rótulo «Recepción». Detrás los esperaba una mujer corpulenta. Llevaba una bata blanca de médico, una mascarilla y en las manos unos guantes de látex, como si en cualquier momento se fuera a poner a operar.

—Hola, Oscar —dijo la señora; sonaba agotada, pero en absoluto antipática. Su cabello era gris y lo llevaba más corto que una barba de tres días, lo que a primera vista le confería un aspecto algo brutal, pero sus ojos sonrientes corregían enseguida esta impresión—. Hacía mucho que no nos veíamos. ¿A quién nos has traído?

—Pattrix… Quiero decir, Patricia. Ya la conoce, señora Simone. Y a Noah lo conocí en la zona del Avus. Ha llegado hasta aquí haciendo autoestop desde Holanda. —Oscar dio una palmada a Noah en el hombro sano, para lo que tuvo que estirarse un poco—. Es de pocas palabras, apenas habla nuestro idioma.

—Entiendo. —La mujer, que al parecer se llamaba Simone de nombre, o quizá de apellido, señaló con el pulgar hacia un pasillo que discurría detrás de ella y conducía, a lo largo del mostrador, hacia la otra parte del edificio. Desde allí les llegaba ruido de actividad. Puertas que se cerraban, platos que golpeteaban, personas gritándose, alguien martilleaba la pared con un ruido sordo.

»Bueno, ya sabes cómo funcionan las cosas aquí, Oscar. Primero, el examen médico. Debido a la gripe de Manila será algo más exhaustivo. En mi opinión, otra vez están exagerando con el peligro de contagio, y al final resultará que el Gobierno ha despilfarrado millones en dosis de vacunas inútiles. Pero hasta entonces estoy obligada a llevar este bozal, espero que no os lo toméis a mal.

Oscar se encogió de hombros y Noah asintió, más para sí que para Simone, ya que recordaba las noticias del día anterior. Se estaba extendiendo una pandemia. La enfermedad comenzaba con síntomas similares a los de la gripe y, si no se trataba, podía causar la muerte. Expertos del instituto Robert Koch calculaban que habría miles de víctimas en las próximas semanas y aconsejaban a la gente acudir al médico de inmediato si tenían fiebre.

—Después de estas medidas precautorias podréis ducharos y elegir ropa limpia; hoy hemos recibido nuevas donaciones, entre otras cosas zapatos abrigados, y hay espaguetis. Pero me temo que solo para vosotros los hombres. Patricia no entrará.

—¿Qué? —exclamó Noah. Estaba tan horrorizado que había olvidado por completo la advertencia de Oscar de no abrir la boca—. ¿Quiere echar a la pequeña otra vez al frío?

Si Simone se había sorprendido por el verdadero nivel de alemán de Noah, no dio muestras de ello.

—Para que conste —declaró—: yo no echo a nadie si todavía me quedan camas. Pero ella no querrá quedarse.

—Para que conste —dijo Noah, y sintió que se ponía tenso de ira al señalar a Patricia—, ¿ha mirado bien a la chica? Es incapaz de tomar sus propias decisiones.

—¿Ah, sí?

Simone salió de detrás del mostrador. Noah se dio cuenta entonces de que, al igual que Oscar, llevaba unos kilos de más en las caderas, lo que no le impidió acercarse a Patricia con pasos asombrosamente veloces y agarrar su mochila.

La apatía de la muchacha desapareció bruscamente.

—¿Lo ve? —dijo Simone con dificultad para hacerse oír por encima de los chillidos y gimoteos que había comenzado a emitir Patricia en cuanto había intentado abrir la cremallera de la bolsa.

«Dios mío, ¿qué guardará ahí?».

Noah obtuvo la respuesta antes de formular la pregunta.

—Los animales no están permitidos. —Simone señaló con la cabeza el reglamento interno colgado, dentro de una funda transparente, de una columna de hormigón en la recepción, justo debajo de una advertencia acerca de la higiene al lavarse las manos para evitar la propagación de enfermedades.

Entretanto, había logrado apartar los dedos de Patricia de la mochila lo suficiente para abrirla. Las drogas habían acabado con toda la resistencia de la muchacha.

Noah observó incrédulo la pequeña bola de pelo beige en la mochila. La cabeza del cachorro de perro no era mucho mayor que un melocotón.

—Os lo presento: este es Toto. Ayer ya quiso colarlo aquí, aunque, desde luego, no estaba tan colocada como hoy.

—Menos mal que no queríamos llamar la atención —murmuró Oscar, cuyas palabras se perdieron entre los gimoteos constantes de Patricia, que de todas formas habían bajado un poco de volumen desde que Simone había cerrado de nuevo la mochila dejando solamente una rendija de aire para Toto.

—De acuerdo, entiendo lo de los animales. No quieren que propaguen enfermedades…

—Exacto —lo interrumpió Simone mientras regresaba a su puesto detrás del mostrador. Entretanto, varios trabajadores de Cáritas, dos hombres y una joven en prácticas, se habían acercado al pasillo atraídos por el tumulto que les llegaba desde la recepción.

—Pero ¿no puede hacer una excepción?

—Por desgracia, no. Especialmente en días como hoy, en que a causa de la pandemia el Ministerio de Sanidad nos controla el doble o el triple.

—Sí, es una tragedia, pero no podemos hacer nada —dijo Oscar, e hizo amago, con ademán exagerado, de pasar por delante del mostrador en dirección a la consulta del médico, supuso Noah. Esta vez fue él quien lo sujetó del abrigo.

—Oh, sí, sí que podemos hacer algo. —Se volvió hacia Patricia, a quien le temblaba el labio inferior, a todas luces le costaba respirar y había cruzado de nuevo los brazos sobre la mochila.

Sin embargo, su mirada estaba menos vacía que antes. El miedo a perder lo único que aún le importaba en la vida la había aclarado incluso.

—¿Qué te propones? —preguntó Oscar, con tono de preocupación, cuando Noah se inclinó hacia la chica y trató de mirarla fijamente a los ojos.

Tres minutos más tarde Patricia se hallaba tumbada en la camilla de la enfermería del albergue, envuelta en gruesas mantas, mientras una enfermera le colocaba cuidadosamente un catéter para administrarle una solución electrolítica.

Y Noah estaba con Oscar a la intemperie de nuevo.