Al mismo tiempo,
a 9876 kilómetros de distancia en línea recta
«¡Tengo que ayudarla!».
Para ser un hombre que ni siquiera recordaba su propio nombre, estaba sorprendentemente seguro de esto: debía impedir que la niña se subiera al coche de aquel tipo; si no lo hacía, algo terrible ocurriría.
No entendía muy bien por qué estaba tan seguro de ello y probablemente no lo averiguaría, ya que en ese momento debía hacer un gran esfuerzo por concentrarse, porque el hombre que estaba junto a él en la fila no dejaba de hablarle con insistencia.
—Ya sé que no eres ningún charlatán, grandullón, pero te lo repetiré de todas formas: no hables con nadie, ¿me oyes? No digas ni una palabra. Cuando te pregunten, deja que yo responda por ti. Solo en caso de que sea inevitable, cuando no haya otra opción, di que eres Noah de Holanda y que estás aquí de paso. Eso explicará tu extraño acento, ¿de acuerdo?
Noah asintió en silencio.
Él había dedicado las últimas semanas a reflexionar más que a hablar, pero en cambio Oscar no paraba de parlotear. Sus palabras formaban densas nubes de aliento en el aire frío.
Era febrero en Berlín, y el invierno hacía lo que mejor se le daba: había sacado su navaja de viento y atravesaba todo lo que se interponía en su camino: ropa, piel, almas. No establecía diferencias de clase. Le daba igual sacudir el cuello de piel de una viuda de Grunewald, estampar aguanieve en la cara de un cartero de Lichtenberg o, como en aquel momento, lograr que una cola demasiado larga ante el refugio nocturno para los sin techo en la Franklinstraße se apretujara todavía más.
—Faltan diez minutos. —Al hablar Oscar gesticulaba vehementemente con unos brazos tan cortos como gruesos, y por fin señaló hacia la entrada del edificio gris de hormigón ante el que se agolpaba el grupo que aguardaba—. No debemos llamar la atención —prosiguió—, por nada del mundo. Cuando te inspeccionen, evita el contacto visual. Procura disimular lo fuerte que eres y déjame pasar primero, ¿de acuerdo? El alcohol, las drogas, los cigarrillos y las armas están prohibidos en el centro de acogida. No llevas ningún arma contigo, ¿verdad?
Oscar lo miró con recelo, como si realmente temiera que Noah hubiese encontrado una pistola mientras hurgaba en la basura en busca de botellas. Al hacerlo se puso de puntillas para compensar la diferencia de estatura entre ambos. Incluso así solo le llegaba a Noah a la altura del pecho.
—Bien, la verdad es que no tengo ninguna gana de que te descarten. Hoy es catorce de febrero, catorce y dos suman dieciséis, y la suma de sus cifras es siete. ¡Siete! Así que hoy no podemos volver a nuestro escondite, ¿entiendes?
«No. En absoluto», pensó Noah, que de hecho no entendía la mayor parte de lo que decía su curioso compañero. En realidad, ya no entendía nada de cuanto le pasaba en la vida, aunque vida era, quizás, un término equivocado para referirse a la existencia que arrastraba desde que unas cuatro semanas atrás había recuperado la consciencia; a gran profundidad, en el asfixiante cubículo junto al acceso cerrado del metro al que Oscar llamaba su «escondite».
—Llevan a cabo mediciones de voltaje, ya te he hablado de ello. —Oscar puso los ojos en blanco como si estuviera tratando con un idiota. Con su gorro anaranjado de lana, la barba de mormón en el rostro redondo y su enorme barriga parecía un pitufo, y Noah se sorprendió de saber qué aspecto tenía un pitufo, cuando ni siquiera había reconocido su propia cara en el espejo de los baños de la estación.
Quizá cortarse el oscuro cabello y arreglarse la barba diera alas a su memoria, pero lo dudaba. Para él el hombre de ojos tristes, nariz torcida y rostro anguloso era un extraño en cuyo cuerpo cubierto de cicatrices se encontraba atrapado.
—Nuestro escondite está justo debajo del ala este de la Iglesia del Recuerdo —susurraba ahora Oscar para que los sin techo de delante y detrás no oyeran sus paranoicas explicaciones—. En términos geográficos se encuentra en el distrito de Wilmersdorf, y este tiene allí el código postal 10789. Tienes tres intentos para adivinar cuál es la suma de sus cifras. Veinticinco. ¿Y la de veinticinco? Correcto, siete. —Parpadeó nervioso—. ¿Pensabas que en 1993 introdujeron los nuevos códigos postales solo para que las cartas llegaran más rápido? Ya, ya, eso es lo que quieren que creamos todos. En realidad, se trata de un código. Un plan de ataque con el que coordinan su programa de vigilancia. En los días en los que la suma de las cifras coincide con la del código postal, debemos desaparecer. ¿Comprendes ahora por qué es tan importante que entremos hoy aquí?
«No. No entiendo ni una palabra», pensó Noah. «Todo lo que sé es que probablemente estés tan loco como yo». Se volvió de nuevo hacia la muchacha que se encontraba dos metros más atrás en la fila. Le había llamado la atención en un primer momento por su cabello; más concretamente por los mechones que le faltaban. Su cráneo mostraba más piel que pelo, como si sufriera los efectos secundarios de algún terrible medicamento. Noah calculó que tendría diecisiete años como mucho, pero era difícil asegurarlo debido a la piel estropeada y a los incisivos que le faltaban; en especial para un hombre al que ya le resultaba difícil determinar su propia edad, que lo más probable es que rondara entre los treinta y los cuarenta.
Desde que había descubierto a la muchacha, la había estado observando de forma más o menos disimulada y ahora, una hora y media más tarde, creía conocerla casi mejor que a sí mismo.
Mientras que de él no sabía ni de dónde venía, no había ninguna duda de que ella llevaba mucho tiempo viviendo en la calle. Sus ojos tenían la «mirada del opio», como habría dicho Oscar, velados y al mismo tiempo vacíos, al igual que muchos de los que esperaban allí fuera en el frío a que el refugio abriera por fin sus puertas.
—¿La conoces? —le preguntó Noah a su compañero, que en ese momento estaba soltando una perorata acerca de patrullas y coordenadas geográficas.
—¿A quién? —Oscar parpadeó, visiblemente asombrado de que Noah hubiera recuperado el habla.
—Esa chica de ahí. —Señaló por encima de una embarazada que se encontraba justo detrás de ellos con una colilla de cigarrillo entre los labios.
A cierta distancia un niño comenzó a llorar, y varios hombres se gritaban unos a otros, probablemente peleándose por el último trago de una botella que habrían mendigado juntos.
—¿A quién te refieres?
—En diagonal hacia la derecha, la del pelo raro. Abraza una mochila contra su pecho.
«Como si llevara su vida dentro».
—¿La que habla con el cuatro ojos?
—Sí.
Junto a ella había un hombre joven y fibroso con el cabello hasta los hombros y unas gafas estilo John Lennon. Pocos minutos antes Noah lo había observado bajar de un microbús plateado con el rótulo «Friomóvil». Primero había pensado que el bus traería otra remesa para el refugio; un nuevo cargamento de almas perdidas que cada noche varaban ante las puertas del edificio de Cáritas. Pero el conductor se había bajado solo y había mirado alrededor mientras recorría la cola con actitud vacilante, hasta que por fin había encontrado a la muchacha.
—Esa es Pattrix —le explicó Oscar.
Noah asintió. Le habría extrañado que Oscar no la reconociera. Era una sin techo desde hacía más de cuatro años. Una temporada larga en la que Oscar había logrado, con un éxito asombroso, resistirse al trueque que habían aceptado la mayoría de sus compañeros de fortuna: un grado de inteligencia por cada grado de alcoholemia.
Con unas botas tan grandes que parecían zapatos de payaso, varias capas de pantalones acartonados por la suciedad, un grueso jersey en proceso de desintegración y una cazadora mugrienta que no habría logrado cerrar por encima de su barriga por mucho que lo hubiese intentado, Oscar vestía de una forma lamentable y similar a la de todos los que estaban allí, a quienes el tren de la vida había hecho descarrilar. En lo que respectaba a la ropa, Noah había tenido mejor gusto; al menos había sido él quien había escogido lo que llevaba puesto. Cuando Oscar lo había encontrado medio muerto junto a las vías, vestía ropas caras y abrigadas que ahora le hacían buen servicio: botas forradas con puntera de goma, vaqueros negros con bolsillos cargo a los lados, un abrigo impermeable negro con capucha. En total cargaba con un kilo y medio de peso en ropa, sin contar con los calzoncillos largos y los gruesos calcetines térmicos.
—¿Pattrix? —preguntó Noah.
—Es su mote. Una mezcla entre Patricia y Pattex. —Oscar juntó las manos cruzando los dedos y simuló que inhalaba pegamento—. ¿Por qué crees que parece tan hecha polvo? Si su foto figurase en los paquetes de cigarrillos, puedes estar seguro de que nadie más fumaría.
Noah le dio la razón. Posiblemente la muchacha estuviera colocada en ese momento, lo cual explicaría su mirada turbia y la razón por la que las rachas de viento ártico no parecían afectarla en absoluto. Parecía completamente ausente, como en otro mundo. Noah habría apostado lo que fuera a que ni siquiera se había dado cuenta de que su vejiga se había vaciado hacía un cuarto de hora, como lo demostraba la mancha oscura entre sus piernas.
Igualmente poco probable era que estuviese asimilando una sola palabra de lo que decía el hombre de gafas, que en ese momento le hablaba con insistencia. Noah no entendía qué le decía, pero era evidente que quería conseguir que la adolescente drogada entrase en el vehículo con él.
Al «Friomóvil».
Y debía evitarlo a toda costa, incluso a pesar de que en ese momento Noah no fuera capaz de explicar a nadie por qué.
—Eh, ¿te has vuelto loco? —Oscar tiró de la manga de su abrigo para evitar que saliera de la fila—. Si renuncias a tu sitio, mañana tendrán que despegarte de la calle con una espátula.
Oscar señaló a la inmensa multitud delante y detrás de ellos. De los once mil sin techo que había en la capital según estimaciones maquilladas, la mayoría parecía haber encaminado esa noche sus pasos hacia Franklinstraße. No era de extrañar, ya que se esperaba que fuese la noche más fría del año.
—Tengo que ayudarla —dijo Noah.
—¿Ayudar? —siseó Oscar, alterado, y miró nervioso por encima del hombro—. ¿Qué parte de «no digas una sola palabra» y «no llames la atención» no has entendido? —Se dio golpecitos en la frente con el dedo—. Déjalo estar, grandullón. Además, ya hay alguien ocupándose de ella.
«Sí. Pero es la persona equivocada».
En realidad, Noah debería haberse sentido aliviado. Los días en que la temperatura descendía varios grados por debajo de cero, las setenta y tres camas del albergue nocturno desaparecían con mayor rapidez que la nieve sobre una cocina caliente. La muchacha debía entrar con urgencia en algún lugar cálido antes de que el pantalón del chándal se le congelara sobre los muslos, y el trabajador social había llegado justo a tiempo. Y, sin embargo, había algo que no encajaba.
Un empujón recorrió la fila.
—Vale, esto se pone en marcha —dijo Oscar—. No dejes que te aparten, Noah.
«Noah».
Aún no se había acostumbrado a ese nombre, pero al fin y al cabo de alguna manera tenía que llamarse, y Noah estaba a mano, en el sentido más literal de la expresión. Las cuatro letras de aquel nombre estaban tatuadas en la palma de su mano derecha, torpe y toscamente.
«A saber por quién».
El nombre le resultaba ajeno, así como el resto del infierno en que había despertado: sin papeles, sin dinero, la memoria ahogada en un mar de dolor.
Al volver en sí por primera vez, con el bondadoso rostro de Oscar flotando sobre el suyo, había sentido un trozo de tela frío sobre la cabeza ardiente y un escozor insoportable en el hombro, como si alguien hubiera tratado de traspasárselo con un clavo.
—Podría haber sido peor —había opinado su salvador tres semanas después durante el último cambio de vendaje.
La bala le había atravesado limpiamente el hombro izquierdo. Era un milagro que no hubiese dañado tendones ni nervios importantes, y aún más milagroso que la herida no se hubiera infectado.
—Te ha sucedido algo horrible —le había dicho Oscar—. Pero no te ha quitado la vida. Solo la memoria.
«Solo».
Era probable que debiera estarle eternamente agradecido a Oscar por haber cuidado de él hasta que se hubo curado, allí abajo en aquel cubículo apenas separado por un muro de las vías del metro, pero en vista de las circunstancias en que se encontraba, no le resultaba fácil. ¿De qué valía una vida al fin y al cabo cuando uno no sabía de dónde venía, cuáles eran sus raíces y por qué el hacha del destino las había cortado con un golpe seco? Una vida sin recuerdos, dirigida ya únicamente por el instinto, que le decía a Noah que no pertenecía a aquella ciudad ni a aquel país. Que no conversaba con Oscar en su lengua materna. Y que el hombre que empujaba ahora a Pattrix hacia su vehículo no era un trabajador social.
—Ahora mismo vengo —murmuró Noah, y se zafó del brazo de Oscar, que protestó furioso pero no se atrevió a salir también de la fila que avanzaba.
—¡Vuelve enseguida! —gritó a sus espaldas.
Él, sin embargo, no pensaba obedecer a la petición de Oscar.