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El silencio despertó a Alicia. Normalmente eran los gritos los que la hacían levantarse asustada a intervalos irregulares, pero esa noche era diferente. Esa noche su pecho permanecía mudo.

—¿Noel? —susurró, y buscó a tientas la cabecita de su hijo. Faltaba poco para la una de la mañana, de modo que probablemente no hubiera corriente eléctrica en Lupang Pangako, la «estación final», como llamaban sus habitantes al mayor barrio de chabolas de Quezon City, en la zona metropolitana de Manila. Pero aun cuando hubiera podido encender la luz, Alicia habría decidido no hacerlo.

Jay dormía, y era una suerte. No quería despertar a su hijo de siete años, ya que entonces recordaría que el día anterior no habían tenido nada que comer.

—Enseguida, tesoro —había respondido ya entrada la noche a sus preguntas impacientes, mientras removía el agua hirviendo—. Has tenido un día agotador en Payatas. Descansa, te despertaré en cuanto la sopa esté lista.

Él había asentido con el gesto serio de Christopher, su padre, y los ojos enrojecidos de tanto restregárselos, a pesar de que no servía de nada contra los vapores del mayor vertedero de Filipinas. Trabajaban allí diez mil «carroñeros», o «buitres», como se llamaban a sí mismos; la mitad eran niños como Jay, que proferían el grito de guerra, «¡cien!», en cuanto otro camión de la basura llegaba desde la metrópoli de doce millones de habitantes. «Cien» quería decir «cien pesos», el precio de un kilo de hilo de cobre. Con el metal se podía ganar mucho más que con el plástico, por lo que Jay se pasaba diez horas al día quemando neumáticos y cables eléctricos para desprender la goma barata del valioso material.

Por suerte, era un chico obediente y el día anterior se había tumbado en su rincón sobre el saco de arroz relleno de arena sin echar un vistazo antes a la cazuela en el fuego. De lo contrario Alicia le habría tenido que explicar por qué no había allí nada más que agua y guijarros.

«Mi hijo se muere de hambre y yo cuezo piedras».

Alicia se asombró de conservar aún energías para llorar. Era evidente que para dar de mamar ya no tenía.

—¿Noel?

Intentó introducir su dedo meñique entre los labios del recién nacido, en vano. Había cumplido seis días, y al principio aún chupaba con fervor cuanto rozaba su boca. Ahora ya ni siquiera cerraba los puños.

Desde que había pisado por primera vez aquel mundo de sombras, dos años atrás, no lograba evitar sentir que vivía en una colmena desparramada. Miles de almas apiñadas al borde del vertedero, fundidas en un organismo vivo en Lupang Pangako. Una serpiente de chapa ondulada que se retorcía y crecía, alimentada por un suministro ininterrumpido de despojos humanos envueltos en una nube de hedor ácido y corrosivo de basura y excrementos.

La serpiente mudaba la piel una y otra vez, los ciclones y las lluvias derribaban hileras enteras de casas y las arrastraban junto con su miserable contenido como si fueran bolsas de plástico. Muchos habían tratado ya de matar a la serpiente. Pirómanos a sueldo iniciaban fuegos, los bulldozer arrollaban «por descuido» a familias dormidas. O la serpiente se envenenaba a sí misma bañando a sus hijos en el río marrón verdusco en el que, debido a los vertidos industriales, hacía ya tiempo que no nadaban peces.

Sin embargo, Alicia sabía que podría haber corrido peor suerte. Su cabaña en el corazón del barrio de chabolas era grande, cuatro metros cuadrados para solo seis personas, y las paredes eran planchas firmes de cartón, no una lona suelta como la de la vivienda vecina. Hacía medio año, desde que Christopher, su marido, ya no vivía y sus dos hermanos pasaban la noche en una obra en construcción de la ciudad, disponían de espacio suficiente y Jay ya no tenía que dormir sentado, como ella misma hacía. Apoyada en el cubículo de contrachapado en que hacían sus necesidades, con el bebé apretado contra el pecho reseco, había intentado cerrar los ojos y había logrado sumirse en el sueño de una vida mejor que conocía de la televisión. Ella también podría haberse tumbado y haber estirado las piernas, había espacio suficiente, pero tenía miedo de las ratas. La semana anterior habían mordido al bebé de su mejor amiga en el dedo gordo del pie. La pequeña de diez semanas no había sobrevivido a la fiebre.

«¿Y Dios también te llevará consigo, Noel? ¿Es ese su plan?».

Comprobó aliviada que su bebé todavía no había muerto. Aún oía su respiración, ronca y temblorosa como la de un anciano. Con cada respiración notaba que el vientre de Noel se endurecía y ablandaba contra su mano. Y veía sus grandes ojos a la luz mortecina de la luna que entraba a través del hueco de la chapa ondulada. Brillaban oscuros como el azabache.

Silvania, una monja católica que de vez en cuando intentaba echarles una mano, pensaba que era la pobreza la que había transformado el rostro de una muchacha de veintidós años en el de una mujer mayor. Pero se equivocaba. Era la vergüenza.

Porque Alicia se avergonzaba de cocer piedras porque los doscientos pesos que Jay había logrado reunir en los dos últimos días justo alcanzaban para pagar al señor Ramos, un comerciante de Makati que había tendido una manguera a través de las chabolas y vendía el agua con un cuantioso recargo; cobraba mucho más dinero del que pagaban los ricos que se bañaban a pocos kilómetros de allí en las piscinas de sus casas climatizadas, protegidas por vallas de varios metros de altura rematadas en alambre de espino.

Se avergonzaba de tener que enviar a su hijo la mañana siguiente de nuevo al vertedero para que hurgara en la basura descalzo y vestido únicamente con un calzoncillo sucio, feliz si encontraba un yogur medio lleno porque podía apurarlo allí mismo.

Y se avergonzaba de no ser una verdadera mujer. De no poder dar leche porque sus pechos estaban marchitos, secos como el terreno yermo de su padre en el noreste del país.

—Necesita un médico.

La voz de su hijo la sacó del letargo en que caía cuando cavilaba demasiado.

—Estás despierto, Jay —dijo en voz baja.

Su hijo se incorporó en la oscuridad.

—Te he oído llorar, mamá.

—Lo siento.

—No te preocupes por mí. Lo que tienes que hacer es sacar a mi hermano de aquí.

Jay apenas tenía siete años pero hablaba con el tono decidido de su padre. Había heredado mucho de Christopher: la mirada seria y triste, las manos grandes, la habilidad con los números (Jay adoraba las matemáticas y era un as del cálculo mental) y, por supuesto, el destino de vivir en la pobreza.

—No podemos permitirnos un médico —dijo Alicia débilmente.

Jay se estiró y se puso de pie.

—Conozco a uno que atiende gratis.

—En esta vida no hay nada gratis.

—Es médico y viene al vertedero para cuidar de ellos.

De ellos.

Alicia encendió una vela mientras se preguntaba si era pena lo que percibía en la voz de Jay. ¿Acaso anhelaba ser uno de los cerca de trescientos niños que vivían permanentemente en el vertedero, no al borde como ellos? Soñaban con ser deportistas, pilotos o, como Jay, profesores de matemáticas, y se contaban sus planes unos a otros mientras esnifaban Rugby después del trabajo. ¿Necesitaba a esa comunidad adicta al pegamento más que a su madre?

El mayor miedo de Alicia era que un día su hijo no regresase a casa, sino que montara su campamento allí mismo, entre la basura.

—Heinz es un hombre amable.

—¿Qué nombre es ese?

—Es alemán. Es bueno con nosotros.

—Mmm…

Alicia había dejado de creer en la bondad de las personas hacía ya mucho tiempo, antes incluso de que dispararan a Christopher en un control policial y de que el policía solo hubiera accedido a entregarle las escasas pertenencias que llevaba encima si se acostaba con él.

—¡Alicia! ¡Jay!

La vela se apagó cuando alguien apartó bruscamente la cortina de ducha que hacía las veces de puerta de la chabola. Alicia no podía ver la cara del hombre, ya que el haz de luz de la linterna que este sostenía en la mano la cegaba, pero reconoció de inmediato la voz ronca de su primo.

—¿Marlon? ¿Qué haces aquí?

—Daos prisa —jadeó el joven—. Vamos. Tenemos que salir de aquí.

Marlon no trabajaba en las montañas de basura. Era mensajero, el más rápido de los jóvenes que entregaban droga y otras mercancías para Edwin, el señor del barrio.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? —Alicia apretó instintivamente a su bebé más fuerte contra su pecho.

—¿Es que no lo oyes? —Marlon apuntó al techo con la linterna.

—Sí, ¿y?

Se acercaban helicópteros. Nada especial. Los haces de luz de sus focos registraban todas las noches los tejados de las chabolas. Su zumbido formaba parte del pulso nocturno de la serpiente.

—Nos están cercando.

—¿Qué? —preguntaron Alicia y Jay al unísono.

—Las calles. Ahora mismo.

—¿De qué estás hablando?

—Están cerrando todos los accesos, bloqueando los puentes. Intentan aislar el vertedero. En media hora nadie más saldrá de aquí —advirtió Marlon. El tono de preocupación de su voz era atípico para un chico que, a sus dieciséis años, llevaba tatuadas tres rayas en el labio inferior: una por cada asesinato por encargo que había cometido.

—¿Qué hacemos? —preguntó Jay, que admiraba a Marlon, imitaba su actitud, su manera de caminar y ahora también el tono contenido a duras penas.

—Dejadlo todo como está. No podemos perder ni un segundo.

—¡Espera! —Alicia sujetó de la muñeca a Jay, que pasaba por su lado para salir de la chabola—. No iremos a ninguna parte hasta que nos digas qué está pasando aquí.

Marlon respiró hondo y se pasó una mano por la cabeza rapada al cero.

—No lo sé exactamente, pero el ejército está avanzando. Por encargo de las autoridades sanitarias.

—¿El ejército? ¿Qué se proponen?

—Dicen que es por la nueva enfermedad… Lo has oído por la radio, ¿no? Tienen miedo de que la epidemia provenga de nosotros.

Alicia asintió. Había escuchado una conversación junto a la fuente. «Si somos capaces de beber esta agua inmunda, también sobreviviremos a la gripe de Manila», había pensado, y no había prestado más atención a los rumores. Drogas, violencia, enfermedades, hambre. Allí había millones de opciones para palmarla, ¿por qué iba a preocuparse por una más?

—¿Te refieres a que pretenden ponernos en cuarentena? —preguntó—. ¿A todo el barrio?

—No. —Marlon sacudió la cabeza. El zumbido de los helicópteros se hizo más fuerte sobre sus cabezas—. Creo que pretenden matarnos.