17

Emmanuel estaba caminando con Zina por entre los oscuros bosques del Parque Stanley. Iban cogidos de la mano.

—Eres yo mismo —dijo—. Eres la Shekhina, la Presencia inmanente que nunca abandona al mundo. —El lado femenino de Dios, pensó. Conocido por los judíos y sólo por los judíos. Cuando tuvo lugar la caída primordial, la Divinidad se partió, y una parte trascendente quedó separada del mundo; esa parte era En Sof. Pero la otra parte, la parte femenina inmanente, permaneció junto al mundo que había caído, acompañando a Israel.

Esas dos partes de la Divinidad han estado separadas la una de la otra durante milenios, pensó. Pero la mitad masculina de la Divinidad y la mitad femenina hemos vuelto a reunirnos. Mientras yo estaba lejos de aquí, la Shekhina intervenía en las existencias de los seres humanos para ayudarles. La Shekhina se quedó aquí, mostrándose esporádicamente en un sitio o en otro, para que Dios nunca quedara realmente separado de la humanidad.

—Cada uno somos el otro —dijo Zina—, y ahora hemos vuelto a encontrarnos y volvemos a ser un solo ser. La división ha quedado curada.

—A través de todos tus velos y oculto bajo todas tus formas estaba… mi propio yo —dijo Emmanuel—. Y no te reconocí hasta que me hiciste recordar.

—¿Cómo lo conseguiste? —dijo Zina, y un instante después añadió—: Claro que ya lo sé. Mi amor por los juegos. Ése es tu amor, tu juguete secreto; jugar como un niño. No ser nunca serio. Apelé a eso; te desperté y recordaste: me reconociste.

—Un proceso tan difícil… —dijo él—. Te doy las gracias por haberme hecho recordar. —Durante todo este tiempo Zina se había rebajado a sí misma permaneciendo en el mundo caído; de los dos, ella era la auténtica heroína. Quedarse junto al hombre en su estado miserable y carente de gloria…, permanecer con él dentro de su prisión, pensó Emmanuel. La hermosa compañera del hombre. A su lado, igual que ahora está a mi lado.

—Pero has vuelto —dijo Zina—. Has regresado al fin.

—Así es —dijo él—. He vuelto a ti. Había olvidado que existías. Sólo recordaba el mundo. —Eres el lado amable, pensó; el lado compasivo. Y yo soy el lado terrible que despierta el miedo y hace temblar. Juntos formamos la unidad. Separados, nos falta algo; individualmente no somos suficientes para formar el todo.

—Pistas —dijo Zina—. Siempre estaba dándote pistas. Pero el reconocerme era algo que debías hacer por ti mismo.

—Durante un tiempo no supe quién era y no sabía quién eras —dijo Emmanuel—. Tenía ante mí dos misterios, y los misterios tenían una sola respuesta, la misma.

—Vamos a ver a los lobos —dijo Zina—. Son unos animales tan hermosos… Y podemos montar en el pequeño tren. Podemos visitar todos los animales.

—Y liberarlos —dijo Emmanuel.

—Sí —dijo Zina—. Y dejarlos libres a todos.

—¿Acaso Egipto ha de ser eterno? —preguntó él—. La esclavitud…, ¿siempre existirá?

—Sí —dijo Zina—. Igual que nosotros.

—Los animales se quedarán muy sorprendidos con su libertad —observó Emmanuel cuando se aproximaban al Zoológico del Parque Stanley—. Al principio no sabrán qué hacer.

—Pues entonces se lo enseñaremos —respondió Zina—, como hemos hecho siempre. Lo que saben lo han aprendido de nosotros; somos sus guías.

—Así sea —dijo él, y puso su mano sobre la primera jaula metálica. Dentro de ella había un animalito que le miró con incertidumbre—. Sal de tu jaula —dijo Emmanuel.

El animal vino hacia él, temblando, y Emmanuel lo tomó en sus brazos.

Herb Asher llamó a Linda a su casa de Sherman Oaks desde la tienda. Tardó un poco en conseguirlo —dos secretarias robot le hicieron perder cierto tiempo—, pero al final pudo hablar personalmente con ella.

—Hola —dijo en cuanto la tuvo en la línea.

—¿Qué tal anda mi sistema de sonido? —Linda Fox parpadeó rápidamente y se llevó un dedo al ojo—. Mi lentilla se ha salido de su sitio; un momento… —Su rostro desapareció de la pantalla—. Ya he vuelto —dijo un instante después—. Te debo una cena, ¿verdad? ¿Quieres venir a California? Sigo en la Cierva Dorada; estaré actuando allí durante una semana más. Tenemos mucho público; estoy probando gran parte de las nuevas canciones. Quiero saber cuál es tu reacción ante ellas.

—Estupendo —dijo él, sintiéndose enormemente complacido.

—Bueno, entonces nos veremos, ¿no? —dijo Linda—. ¿Vendrás?

—Claro —respondió él—. Dime cuándo.

—¿Qué te parece mañana por la noche? Si es que vamos a cenar juntos tendrá que ser antes de la actuación.

—Estupendo —dijo él—. ¿Sobre las seis de la tarde, hora de California?

Linda asintió.

—Herb —dijo—, si quieres puedes quedarte conmigo; tengo una casa muy grande. Hay montones de espacio.

—Me encantaría —dijo él.

—Te haré probar un vino de California excelente. Un tinto de Mondavi. Quiero que descubras los vinos de California; ese borgoña francés que tomamos en Nueva York estaba muy bien, pero…, bueno, por aquí tenemos unos vinos magníficos.

—¿Quieres que cenemos en algún sitio en particular?

—En Sachiko —dijo Linda—. Comida japonesa.

—Trato hecho —asintió él.

—¿Y mi sistema de sonido? ¿Todo va bien? —preguntó ella.

—Todo va sobre ruedas —dijo él.

—No quiero que trabajes demasiado duro —indicó Linda Fox—. Tengo la sensación de que trabajas demasiado. Quiero que te relajes y que disfrutes de la vida. Hay tantas cosas de qué disfrutar… El buen vino, las amistades…

—El Laphroaig —dijo Herb.

—¡No me digas que conoces el Laphroaig! —exclamó Linda Fox, asombrada—. ¡Creía que yo era la única persona de todo el mundo que bebía Laphroaig!

—Hace más de doscientos cincuenta años que se fabrica en los alambiques de cobre tradicionales —dijo Herb Asher—. Requiere dos destilaciones y toda la habilidad de un destilador experto.

—Sí, eso es lo que dice en la etiqueta. —Se echó a reír—. Herb, eso lo has sacado de la etiqueta…

—Así es —admitió él.

—¿Verdad que mi apartamento de Manhattan quedará soberbio? —dijo ella con entusiasmo—. Ese sistema de sonido que vas a instalar en él será el toque final. Herb… —Le miró fijamente—. ¿De veras crees que mi música es buena?

—Sí —dijo él—. Sé que lo es. Y te hablo sinceramente.

—Eres un auténtico encanto —sonrió ella—. Estás convencido de que tengo un futuro tan maravilloso… Es como si fueras mi buena suerte. ¿Sabes una cosa, Herb? La verdad es que durante toda mi vida no he tenido a nadie que haya confiado en mí. Nunca fui buena en la escuela…, mi familia no creía que pudiera triunfar como cantante. Además, tuve problemas con mi piel, problemas realmente graves. Claro está que aún no he conseguido triunfar…, sólo estoy empezando. Y, sin embargo, para ti soy… —Agitó la mano.

—Alguien importante —dijo él.

—Y eso significa tanto para mí… Lo necesito tanto, Herb. Tengo muy mala opinión de mí misma; estoy tan segura de que voy a fracasar… O solía estar segura —se corrigió—. Pero tú me das… Bueno, cuando me veo a través de tus ojos no veo a una artista que lucha por empezar; veo algo que… —Intentó seguir hablando; sus pestañas aletearon, y le miró con una sonrisa aprensiva pero cargada de esperanza, deseando que Herb terminara la frase por ella.

—No hay nadie que te conozca tan bien como yo —dijo él. Y era cierto; porque la recordaba, y nadie más era capaz de recordarla. El mundo había olvidado; se había quedado dormido. Habría que recordárselo. Y se lo recordarían.

—Herb, ven a la Costa Oeste —dijo Linda—. Por favor. Nos lo pasaremos muy bien. ¿Conoces a fondo California? No la conoces, ¿verdad?

—No —admitió él—. Volé hasta allí para verte actuar en la Cierva Dorada. Y siempre he soñado con vivir en California, pero nunca he llegado a hacerlo.

—Te la enseñaré. Será increíble. Y, cuando esté deprimida, tú podrás darme ánimos, y cuando tenga miedo me calmarás. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Herb, y sintió un gran amor hacia ella.

—Cuando llegues, dime lo que estoy haciendo bien y lo que estoy haciendo mal. Pero lo que debes repetirme más veces es que voy a conseguirlo, que triunfaré. Dime que no voy a fracasar, como yo pienso. Dime que lo de Dowland es una buena idea. La música para laúd de Dowland es tan hermosa…, es la música más bella que jamás se haya escrito. Oye, ¿crees realmente que…? ¿Estás seguro de que mi música y el tipo de cosas que canto me harán llegar a la cumbre?

—Estoy totalmente seguro —dijo él.

—¿Cómo sabes todo eso? Es como si tuvieras un don. Un don que puedes transmitirme.

—Es algo que viene de Dios —dijo Herb Asher—. El regalo que te hago. Mi confianza en ti. Cree lo que te digo; es la verdad.

—Tengo la sensación de que estamos rodeados de magia, Herb —murmuró ella, muy seria—. Un hechizo… Sé que suena ridículo, pero eso es lo que siento. Algo que lo vuelve todo hermoso.

—La hermosura que yo encuentro en ti —dijo él.

—¿En mi música?

—En ella y en ti.

—Oye, no te estas inventando todo eso, ¿verdad?

—No —aseguró él—. Lo juro por el mismísimo nombre de Dios. Por el Padre que nos creó.

—De Dios —repitió ella—. Herb, me asusta. Tú me asustas. Hay algo en ti que…

—Tu música te llevará hasta la cumbre —dijo Herb Asher. Lo sabía porque se acordaba de ello. Lo sabía porque, para él, todo eso ya había ocurrido.

—¿De veras? —preguntó Linda.

—Sí —dijo él—. Te llevará hasta las estrellas.