—Sí, Emmanuel, te diré quién soy, pero no voy a permitir que tu mundo vuelva a la existencia —dijo Zina—. El mío es mejor. Herb Asher tiene una vida mucho más feliz; Rybys está viva… Linda Fox es real…
—Pero no fuiste tú quien la hizo real —observó él—. Fui yo.
—¿Quieres recuperar el mundo que les diste? ¿Con el invierno, con su hielo y su nieve cubriéndolo todo? Fui yo quien destruyó la prisión; yo traje la primavera. Despojé de sus cargos al procurator máximus y al prelado jefe. Dejemos las cosas tal y como están.
—Transmutaré tu mundo y lo haré real —dijo él—. Ya he empezado a hacerlo. Cuando besaste a Herb Asher me manifesté ante él; penetro tu mundo en mi auténtica forma. Paso a paso, estoy convirtiéndolo en mi mundo. Pero es preciso que la gente recuerde. Pueden vivir en tu mundo, pero deben saber que existió otro peor, y que se vieron obligados a vivir en él. Le he devuelto la memoria a Herb Asher, y los demás tienen sueños.
—Por mí, estupendo.
—Y ahora dime quién eres —pidió de nuevo.
—Vamos a pasear cogidos de la mano —dijo ella—. Como Beethoven y Goethe: dos amigos. Llévanos al Parque Stanley en la Columbia Británica para que podamos ver a los animales que hay allí, los lobos, los grandes lobos blancos… Es un parque muy hermoso, y el puente de Lionsgate es hermoso; Vancouver, en la Columbia Británica, es la ciudad más hermosa de la Tierra.
—Es cierto —dijo él—. Lo había olvidado.
—Y, después de que la veas, querrás preguntarte a ti mismo si desearías destruirla o cambiar algo de ella. Quiero que te interrogues a ti mismo, que sepas si después de haber visto una belleza terrenal tan grande serías capaz de darle existencia a tu gran y terrible día, el día en que todos los malvados y los espíritus altaneros serán consumidos como escoria y de ellos no quedará ni rama ni raíz. ¿Estás de acuerdo en eso?
—De acuerdo —dijo Emmanuel.
Y Zina dijo:
Somos espíritus del aire
que de los seres humanos cuidan.
—¿Eso eres? —le preguntó él. Porque si lo eres, pensó, es como decir que eres un espíritu de la atmósfera, o sea… un ángel.
Zina dijo:
Venid, todos los que cantáis en el cielo,
despertad y reuníos en este bosque:
pero que no se acerque ningún pájaro de mal agüero,
que vengan sólo los que son buenos e inofensivos.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Emmanuel.
—Antes llévanos al Parque Stanley —dijo Zina—, porque si eres tú quien nos lleva allí, nos encontraremos realmente en él y no será ningún sueño.
Y así lo hizo.
Caminaron juntos por entre los grandes árboles y la hierba. Emmanuel sabía que aquellos troncos jamás habían conocido el hacha; éste era el bosque primigenio.
—Es tremendamente hermoso —musitó.
—Es el mundo —dijo ella.
—Dime quién eres.
—Soy la Torá —respondió Zina.
—Entonces, no puedo hacer nada respecto al universo sin antes consultar contigo —dijo Emmanuel al cabo de un instante.
—Y no puedes hacerle nada que vaya en contra de lo que yo te diga —añadió Zina—, tal y como tú mismo decidiste en el principio, cuando me creaste. Me hiciste vivir; soy un ser vivo que piensa. Soy el plan del universo, su esquema. Eso es lo que pretendías conseguir, y así es como ha sucedido.
—Por eso me diste la pizarra —murmuró él.
—Mírame —dijo Zina.
Emmanuel la miró… y vio a una joven con una corona sentada en un trono.
—Malkuth —dijo—. El último de los diez sefiroth.
—Y tú eres En Sof, el Eterno Infinito —dijo Malkuth—. El primer sefiroth del Árbol de la Vida, el que ocupa la primera posición.
—Pero dijiste que eras la Torá.
—En el Zohar, la Torá es descrita como una hermosa doncella que vive en soledad, recluida dentro de un gran castillo —dijo Malkuth—. Su amante secreto acude al castillo para verla, pero no puede hacer nada más que aguardar inútilmente fuera de él, esperando conseguir un atisbo de su belleza. Finalmente, ella aparece en la ventana y él puede verla, pero sólo durante un segundo. Después, ella se queda más rato en la ventana, y él puede hablar con ella; pero, aun así, ella sigue escondiendo su rostro detrás de un velo…, y las respuestas a sus preguntas son evasivas. Por fin, después de mucho tiempo, cuando su amante ha llegado a desesperar y a creer que jamás podrá verla, ella le permite contemplar su rostro.
—Revelando con ello a su amante todos los secretos que ha guardado hasta entonces enterrados en su corazón durante ese largo cortejo —dijo Emmanuel—. Conozco el Zohar. Tienes razón.
—Y ahora ya me conoces, En Sof —dijo Malkuth—. ¿Te gusta lo que ves?
—No —dijo él—, porque, aunque has dicho la verdad, aún falta quitar un velo de tu rostro. Aún hay que dar otro paso.
—Cierto —dijo Malkuth, la hermosa joven con una corona sentada en el trono—, pero eres tú quien debe descubrir cuál es el paso que falta.
—Lo haré —repuso él—. Ahora estoy muy cerca; sólo me falta dar un paso, un solo paso más.
—Creo que lo has adivinado —dijo ella—. Pero debes hacer algo más que adivinar. Adivinar no es suficiente; debes saberlo con toda certeza.
—Qué hermosa eres, Malkuth… —dijo él—. Y, naturalmente, estás en el mundo y amas el mundo; eres la sefira que representa a la Tierra. Eres el útero que lo contiene todo, a todos los demás sefiroth y al mismísimo Árbol; esas otras nueve fuerzas son generadas por ti.
—Contengo incluso a Kether —dijo Malkuth con voz tranquila—, que es el más alto de todos.
—Eres Diana, la reina de las hadas —dijo él—. Eres Palas Atenea, el espíritu de la guerra justa; eres la reina de la primavera, eres Hagia Sofía, la Santa Sabiduría; eres la Torá, que es la fórmula y el esquema del universo; eres Malkuth de la Cábala, el último de los diez sefiroth del Árbol de la Vida; y eres mi compañera y mi amiga, mi guía. Pero, ¿qué eres realmente bajo todos esos disfraces? Sé lo que eres y… —Puso su mano sobre la de ella—. Estoy empezando a recordar. La Caída, cuando la Divinidad fue desgarrada.
—Sí —dijo ella, asintiendo—. Ahora tus recuerdos están volviendo a eso. Al principio.
—Dame tiempo —dijo él—. Sólo un poco de tiempo más. Es duro. Duele.
—Esperaré —dijo ella. Y esperó, sentada en su trono. Había esperado durante miles de años, y en su rostro él pudo ver la paciente y tranquila voluntad de esperar más tiempo, tanto como fuera necesario. Los dos habían sabido desde el principio que este momento llegaría, el momento en el que volverían a estar juntos. Ahora estaban juntos de nuevo, tal y como había sido originalmente. Todo cuanto debía hacer era llamarla por su nombre. Nombrar es conocer, pensó. Conocer e invocar; llamar.
—¿Debo pronunciar tu nombre? —le dijo.
Ella sonrió con su hermosa sonrisa de siempre, pero en sus ojos no había malicia alguna; ahora lo que ardía en ellos, contemplándole, era el amor, un amor inmenso e inabarcable.
Nicholas Bulkowsky, vestido con su uniforme rojo del ejército, se preparaba para hacerle un discurso a una multitud de fieles seguidores del Partido reunida en la plaza principal de Bogotá, Colombia, donde últimamente los esfuerzos de reclutamiento habían tenido un gran éxito. Si el Partido lograba atraer a Colombia al campo antifascista, la desastrosa pérdida de Cuba quedaría más o menos compensada.
Sin embargo, recientemente, había surgido un problema: un cardenal de la Iglesia Católica Romana, y no un cardenal colombiano, sino uno norteamericano enviado por el Vaticano para interferir con las actividades del PC. ¿Por qué han de entrometerse en esto?, se preguntó Bulkowsky. Había descartado ese nombre; ahora se le conocía como general Gómez.
—Déme el perfil psicológico del cardenal Harms —le dijo a su consejera colombiana.
—Sí, Camarada General. —La señorita Reiz le entregó el expediente de aquel molesto norteamericano.
—Parece que tiene la cabeza hecha un lío, ¿no? —dijo Bulkowsky mientras estudiaba el archivo—. Un auténtico tejedor de embrollos teológicos… El Vaticano ha escogido a la persona equivocada. —Vamos a meter a ese Harms en un buen lío, se dijo complacido.
—Señor, afirman que el cardenal Harms tiene mucho carisma —señaló la señorita Reiz—. Atrae a la gente por dondequiera que va.
—Si aparece en Colombia, lo que conseguirá atraer será una cañería de plomo contra su cabeza —dijo Bulkowsky.
Invitado de honor de un debate televisivo, el cardenal de la Iglesia Católica Romana Fulton Statler Harms había vuelto a caer en sus habituales excesos oratorios. El moderador, que no había perdido la esperanza de interrumpirle en algún momento para conseguir la pausa publicitaria, que ya empezaba a ser más que necesaria, parecía bastante incómodo.
—Su política sirve de inspiración a los desórdenes que luego ellos mismos capitalizan —declaró Harms—. La inquietud social es la piedra angular del comunismo ateo. Permítame que le dé un ejemplo…
—Volveremos dentro de un instante —dijo el moderador, mientras la cámara enfocaba sus joviales e inexpresivos rasgos—. Pero antes, unos cuantos mensajes. —La imagen cambió para mostrar un spray Guardapatios.
—¿Qué tal anda el mercado inmobiliario aquí, en Detroit? —le preguntó Fulton Harms al moderador, ya que por el momento no estaban en antena—. Tengo algunos fondos que deseo invertir, y he descubierto que los edificios de oficinas son las inversiones más sólidas de todas.
—Sería mejor que consultara con… —El moderador recibió una señal visual del productor del espacio; inmediatamente, su rostro volvió a adoptar su aspecto habitual de sagacidad y, con su voz despreocupada pero siempre profesional, dijo—: Hoy estamos hablando con el cardenal Fulton Statler Harmer…
—Harms —dijo Harms.
—… Harms, de la Diócesis de…
—Archidiócesis —dijo Harms, algo irritado.
—… de Detroit —siguió diciendo el moderador—. Cardenal, ¿no es cierto que en la mayor parte de países católicos, especialmente en aquellos del Tercer Mundo, no existe ninguna clase media digna de ese nombre? ¿No es cierto que se tiende a encontrar en ellos una élite muy rica y una gran masa de población sumida en la pobreza, con poca o ninguna educación y con poca o ninguna esperanza de mejorar su existencia? ¿Hay alguna clase de relación entre la Iglesia y esta deplorable situación?
—Bueno… —dijo Harms, sin saber qué contestar.
—Déjeme que lo exprese de otra forma —siguió diciendo el moderador; estaba totalmente relajado, controlando perfectamente la situación—. ¿No es cierto que la Iglesia ha estado retrasando el progreso económico y social durante siglos enteros? De hecho, ¿no es cierto que la Iglesia es una institución reaccionaria dedicada a mejorar la vida de unos pocos y a explotar a la gran mayoría, una institución que comercia con la credulidad humana? Señor Cardenal, ¿cree que ése sería un buen resumen de la situación?
—La Iglesia mira por el bienestar espiritual del hombre; es responsable de su alma —respondió Harms con voz débil.
—Pero no de su cuerpo.
—Los comunistas esclavizan el alma y el cuerpo del hombre —dijo Harms—. La Iglesia…
—Lo siento, Cardenal Fulton Harms —le interrumpió el moderador—, pero no nos queda más tiempo. Hemos estado hablando con…
—Libera al hombre del pecado original —dijo Harms.
El moderador le miró.
—El hombre nace en el pecado —dijo Harms, incapaz de poner algo de orden en sus confusos pensamientos.
—Gracias, Cardenal Fulton Statler Harms —dijo el moderador—. Y ahora, pasemos a…
Más anuncios. Harms gimió en silencio. No sé por qué, pero tengo la sensación de que he conocido días mejores, pensó mientras se levantaba del comodísimo sillón en el cual le habían hecho instalarse.
No lograba definirla de forma precisa, pero la sensación seguía estando allí. Y ahora tendré que ir a esa horrible Colombia, pensó. Otra vez; ya estuve en una ocasión, tan poco tiempo como me fue posible, y ahora tengo que volver esta misma tarde. Me tienen pendiendo de un hilo y piensan hacerme dar saltitos hacia un lado y hacia otro, eso es todo. Vete a Colombia, vuelve a Detroit, márchate a Baltimore, luego vuelve a Colombia. Soy un cardenal, ¿y tengo que aguantar todo esto? Me están entrando ganas de abandonarlo todo.
Éste no es el mejor de todos los mundos posibles, se dijo mientras iba hacia el ascensor. Y los moderadores de los debates televisivos siempre acaban abusando de mí.
Libera me, Domine, se dijo, pidiendo ayuda en silencio; sálvame, Señor. ¿Por qué no me escucha?, se preguntó mientras esperaba el ascensor. Quizá Dios no exista; quizá los comunistas tengan razón. Si Dios existe, desde luego no está haciendo nada por mí.
Antes de abandonar Detroit hablaré con mi consejero de inversiones sobre los edificios de oficinas, decidió. Si es que tengo tiempo.
Rybys Rommey-Asher entró con paso cansino en la sala de estar de su apartamento.
—Ya he vuelto —dijo. Cerró la puerta y se quitó el abrigo—. El doctor dice que es una úlcera. Lo llaman úlcera de píloro. Tendré que tomar fenobarbitol y beber Maalox.
—¿Aún te duele? —le preguntó Herb Asher; había estado repasando su colección de cintas en busca de la Segunda Sinfonía de Mahler.
—¿Puedes traerme un poco de leche? —Rybys se dejó caer en el sofá—. Estoy agotada. —Asher pensó que tenía la cara todavía más hinchada y roja que de costumbre—. Y no pongas la música demasiado alta. En estos momentos me siento incapaz de aguantar ninguna clase de ruido. ¿Por qué no estás en la tienda?
—Es mi día libre. —Encontró la cinta con la Segunda de Mahler—. Me pondré los auriculares —dijo—; así no te molestaré.
—Quiero hablarte de mi úlcera —dijo Rybys—. He aprendido algunas cosas muy interesantes sobre las úlceras… Antes de venir me pasé por la biblioteca. Toma. —Le entregó un sobre de papel manila—. Es una copia de un artículo reciente. Hay una teoría sobre…
—Voy a escuchar la Segunda de Mahler —dijo él.
—Estupendo —dijo Rybys con amargo sarcasmo—. Pues adelante.
—Oye, no puedo hacer nada respecto a tu úlcera —dijo él.
—Puedes escucharme.
—Voy a traerte la leche —murmuró Herb Asher. Fue a la cocina. ¿Siempre tiene que ser todo así?, se dijo.
Si pudiera escuchar la Segunda me sentiría mucho mejor, pensó. La única Sinfonía escrita para ser interpretada con muchos pedacitos de cáñamo, pensó. Un «Ruthe», que parece una escobilla; lo usan para tocar el bajo de la batería. Es una pena que Mahler jamás llegara a ver un pedal Morley para guitarra wah-wah, pensó, o lo habría utilizado en alguna de sus obras.
Volvió a la sala y le entregó el vaso de leche a su mujer.
—¿Qué has estado haciendo? —preguntó ella—. Ya me doy cuenta de que ni has limpiado ni has arreglado la casa…
—He estado hablando con Nueva York —dijo él.
—Linda Fox —dijo Rybys.
—Sí. He estado encargando los componentes de su equipo.
—¿Cuándo volverás a verla?
—Tendré que supervisar la instalación. Quiero comprobar el sistema una vez lo hayan montado.
—Estás realmente entusiasmado con eso, ¿eh? —dijo Rybys.
—Es una gran venta.
—No, me refiero a ella personalmente. Ella te gusta. —Hizo una pausa y luego dijo—: Herb, creo que voy a divorciarme de ti.
—¿Hablas en serio? —dijo él.
—Muy en serio.
—¿Por culpa de Linda Fox?
—No, porque estoy harta de que este sitio sea una leonera. Estoy harta de preparar la comida para ti y tus amigotes, y estoy especialmente harta de Elijah; siempre aparece cuando no te lo esperas; nunca se le ocurre llamar por teléfono antes de venir. Actúa igual que si viviera aquí. La mitad del dinero que nos gastamos en comida es para atenderle a él y a sus necesidades. Es como una especie de mendigo. Parece un mendigo. Y esas chifladuras religiosas suyas, todo eso de «El mundo va a terminar pronto»… No puedo aguantarlo más. —Se quedó callada, y un momento después hizo una mueca de dolor.
—¿Tu úlcera? —preguntó él.
—Sí, mi úlcera. La úlcera que he conseguido de tanto preocuparme por…
—Me voy a la tienda —dijo él, y fue hacia la puerta—. Adiós.
—Adiós, Herb Asher —dijo Rybys—. Déjame aquí sola y vete a hablar con tus guapas clientas y a escuchar nuevos equipos de alta fidelidad que cuestan medio millón de dólares y hacen que se te caiga la baba.
Herb cerró la puerta del apartamento a sus espaldas, y un instante después su aerovehículo se alzó hacia el cielo.
A última hora, cuando ya no había clientes en la tienda, Herb fue a la sala de audición para hablar con su socio.
—Elijah —dijo—, creo que Rybys y yo hemos llegado al final de nuestra relación.
—¿Y qué harás ahora? —dijo Elijah—. Estás acostumbrado a vivir con ella; cuidar de Rybys y satisfacer sus deseos es una parte básica de tu ser.
—Está enferma —dijo Herb—. Psicológicamente hablando, claro.
—Ya lo sabías cuando te casaste con ella.
—No logra centrar su atención en nada. Una cabeza de chorlito, ése es el término técnico para definirla. Eso es lo que demostraron las pruebas. Por eso es tan desordenada; no logra pensar correctamente, no puede actuar y es incapaz de concentrarse. —El Espíritu del Esfuerzo Inútil, se dijo.
—Lo que tú necesitas es un hijo —dijo Elijah—. Ya me he dado cuenta del afecto que le tienes a Manny, el hermano pequeño de esa mujer. ¿Por qué no…? —No llegó a completar la frase—. Claro que eso no es asunto mío.
—Si decidiera tener relaciones con alguna otra mujer, ya sé a quién elegiría —dijo Herb—. Pero ella nunca se fijaría en mí.
—¿Esa cantante?
—Sí —dijo él.
—Inténtalo —dijo Elijah.
—Está fuera de mi alcance.
—Nadie sabe qué está fuera de su alcance. Dios decide lo que está fuera del alcance de una persona.
—Va a ser famosa en toda la galaxia.
—Pero todavía no lo es —dijo Elijah—. Si piensas probar suerte con ella, ahora es el momento de intentarlo.
—La Fox —dijo Herb Asher—. Cuando pienso en ella, siempre la llamo así. —Una frase apareció repentinamente en su cerebro:
¡Estás con la Fox y la Fox
está contigo!
No Linda Fox cantando, sino Linda Fox hablando. Se preguntó de dónde venía esa idea, la idea de que ella diría algo semejante. Otra vez los recuerdos borrosos, compuestos de…, no sabía qué. Una Linda Fox más agresiva; más profesional y dinámica. Y, sin embargo, distante. Como si estuviera a millones de kilómetros. Una señal de una estrella. En los dos sentidos del término.
Desde las lejanas estrellas, pensó. Música, y el sonido de campanas.
—Quizás emigre a un mundo colonia —dijo.
—Rybys está demasiado enferma para eso.
—Iré solo —dijo Herb.
—Harías mejor intentando ligarte a Linda Fox —aconsejó Elijah—. Si es que puedes conseguirlo, claro. Tienes que volver a verla. No te rindas. Inténtalo. La vida consiste precisamente en eso, en intentarlo.
—De acuerdo —dijo Herb Asher—. Lo intentaré.