15

Los dos hombres tomaron asiento en el bar como habían hecho montones de veces; Elijah, como siempre, bebió una Coca-Cola con hielo. Jamás tomaba alcohol.

—De acuerdo —dijo, asintiendo con la cabeza—. No puedes hacer nada por detener la carta. Probablemente ella ya la habrá echado al correo.

—Soy como una ficha de póquer —dijo Herb Asher—. Una ficha de póquer que va y viene de Emmanuel a Zina.

—Su apuesta no es sobre si Linda Fox va a contestarte o no —dijo Elijah—. Están apostando por otra cosa. —Hizo una pelotita con un trozo de servilleta y la echó dentro de su Coca-Cola—. Y no tienes forma alguna de averiguar cuál es el objeto de su apuesta. El bambú y los columpios de los niños. La hierba que crece… Yo mismo tengo un recuerdo residual de todo eso; sueño con ello. Es una escuela. Para niños. Una escuela especial. En mi sueño, voy allí una y otra vez.

—El mundo real —dijo Herb.

—Aparentemente. Has logrado reconstruir un montón de él. Herb, no vayas por ahí diciendo que Dios te ha revelado que este universo es falso. No le cuentes a nadie más lo que me has contado a mí.

—¿Me crees?

—Creo que has tenido una experiencia de lo más raro e inexplicable, pero no creo que esto sea un sucedáneo de mundo. Me da la impresión de que es perfectamente sustancial. —Golpeó con los nudillos el plástico de la mesa que había entre ellos—. No, no lo creo; no creo en los mundos irreales. Sólo hay un cosmos, y fue creado por Dios, por Jehová.

—No creo que nadie vaya a crear un cosmos falso, dado que ese cosmos no estaría ahí —dijo Herb.

—Pero tú estás diciendo que alguien hace que veamos un cosmos que no existe. ¿Quién es ese alguien?

—Satanás —dijo Herb.

Elijah inclinó la cabeza hacia un lado y le miró.

—Es una forma de ver el mundo real —dijo Herb—. Una forma imperfecta, nublada. Como en sueños. Igual que si estuvieras dormido o hipnotizado. La naturaleza del mundo sufre un cambio en la percepción; en realidad, lo que cambia son las percepciones, no el mundo. El cambio se produce en nosotros.

—«El mono de Dios» —dijo Elijah—. Es una teoría medieval sobre el Diablo. Según ella, el Diablo intenta copiar la auténtica y legítima creación de Dios haciendo interpolaciones espúreas dentro de ella. La verdad es que, epistemológicamente hablando, se trata de una idea demasiado sofisticada. ¿Significa que todas las partes del mundo son espúreas? ¿O que algunas veces todo el mundo lo es? ¿O que hay varios mundos, de los cuales uno es real y los otros no? ¿Existe básicamente un solo mundo matriz del cual la gente deriva percepciones distintas, de tal forma que el mundo que tú ves no es el mismo mundo que yo veo?

—Sólo sé una cosa —dijo Herb—, y es que se me obligó a recordar el mundo real. Lo que sé sobre este mundo de aquí —y golpeó la mesa— está basado en aquel recuerdo, no en mi experiencia de esta falsificación. Estoy comparando, tengo algo con lo que poder comparar este mundo. Eso es todo.

—¿Y no es posible que esos recuerdos sean falsos?

—Sé que no lo son.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Confío en el rayo de luz rosada.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—¿Porque te dijo que era Dios? Quien esté causando el hechizo bien puede afirmar eso. Puede ser el poder demoníaco.

—Ya lo veremos —dijo Herb Asher. Y, una vez más, se preguntó cuál era la apuesta, y qué esperaban que hiciera.

Cinco días después, estando en su casa, recibió una llamada de larga distancia. Un rostro femenino ligeramente regordete apareció en la pantalla, y una voz tímida preguntó débilmente:

—¿Señor Asher? Soy Linda Fox. Le llamo desde California. He recibido su carta.

El corazón de Herb Asher dejó de latir y se quedó quieto dentro de su cuerpo.

—Hola, Linda —dijo—. Bueno, supongo que debería llamarla señorita Fox. —Tenía la misma sensación que si todo su cuerpo estuviera entumecido.

—Voy a decirle por qué he llamado. —Tenía una voz dulce y entrecortada, algo nerviosa; era como si estuviera jadeando, llena de timidez—. En primer lugar, quiero darle las gracias por su carta; me alegro de que yo le guste…, quiero decir, de que le guste cómo canto. ¿Le gustan las canciones de Dowland? ¿Le parecen una buena idea?

—Estupenda —dijo él—. Me gusta especialmente «No lloréis más, tristes manantiales». Es mi favorita.

—Lo que quiero preguntarle…, el membrete de su carta; veo que está en el negocio de la alta fidelidad. Dentro de un mes me trasladaré a un apartamento en Manhattan, y necesito ahora mismo un sistema de audio; tenemos cintas que hemos grabado aquí, en la Costa Oeste, y mi productor me las enviará… Necesitaré poder escucharlas tal y como suenan realmente, y para eso hace falta un buen equipo. —Sus largas pestañas aletearon temerosamente—. ¿Podría ir a Nueva York la semana próxima y darme una idea de qué clase de sistema de sonido le sería posible instalarme? No me importa lo que cueste; no seré yo quien lo pague… He firmado un contrato con Discos Superba, y ellos van a pagarlo todo.

—Claro —dijo él.

—¿O le parece mejor que sea yo quien vaya a Washington? —siguió diciendo ella—. Lo que le resulte más conveniente. Tiene que hacerse deprisa; me dijeron que insistiera en ello. Todo esto es tan emocionante…, acabo de firmar y tengo un nuevo agente. Después haré videodiscos, pero ahora vamos a empezar con las cintas. ¿Podrá encargarse de ello? La verdad es que no sé a quién pedírselo. En la Costa Oeste hay un montón de comercios dedicados a la alta fidelidad, pero en el Este no conozco a nadie. Supongo que debería acudir a alguien de Nueva York, pero Washington no está demasiado lejos, ¿verdad? Quiero decir que… Podría usted venir hasta aquí, ¿no? Superba y mi productor cubrirán todos sus gastos.

—No hay problema —dijo él.

—De acuerdo. Bien, aquí tiene mi número de Sherman Oaks, y le daré mi número de Manhattan también; los dos… ¿Cómo supo mi dirección de Sherman Oaks? La carta me llegó directamente, y se supone que no figuro en los anuarios.

—Un amigo, alguien que trabaja en la industria del disco, me la dio. Relaciones, ya sabe… Yo también estoy metido en el negocio.

—¿Me vio actuar en la Cierva? Ese sitio tiene una acústica bastante peculiar. ¿Pudo oírme bien? Su cara me resulta familiar; creo que le vi entre el público. Estaba en una esquina, de pie…

—Iba acompañado por un niño.

—Sí, le vi —dijo Linda Fox—. Usted me miraba… con una expresión bastante rara. ¿El niño es su hijo?

—No —dijo él.

—Bueno, ¿está preparado para apuntar esos dos números?

Le dio los dos números de teléfono, y él los anotó con mano algo temblorosa.

—Voy a montarle un sistema de sonido increíble —logró decir por fin—. Poder hablar con usted ha sido maravilloso. Estoy convencido de que subirá directamente hasta el primer puesto de las listas de éxitos, ya lo verá… La escucharán y la verán en toda la galaxia. Lo sé. Créame.

—Oh, es usted encantador —dijo Linda Fox—. Bueno, ahora tengo que colgar. Gracias. ¿De acuerdo? Adiós. Espero recibir noticias suyas, no lo olvide. Esto es algo urgente; hay que hacerlo enseguida. Trae montones de problemas, pero… es emocionante. Adiós. —Y cortó la conexión.

—Que me cuelguen —dijo Herb Asher mientras dejaba el auricular en su sitio—. No puedo creerlo.

—Te ha llamado —dijo Rybys a su espalda—. Ha llegado a llamarte por teléfono… Bueno, ya es mucho, ¿no? ¿Vas a montarle el sistema de sonido? Eso supondría…

—No me importa ir a Nueva York. Compraré las piezas allí; no hace falta transportarlas toda esa distancia.

—¿No crees que deberías llevarte a Elijah?

—Ya veremos —dijo él, confuso, con la mente zumbando todavía a causa de la impresión.

—Felicidades —dijo Rybys—. Tengo la corazonada de que debería ir contigo, pero si me prometes no…

—Tranquila, tranquila —dijo él, casi sin oírla—. La Fox —dijo—. He hablado con ella. Me ha llamado. A .

—¿No me contaste algo acerca de que Zina y su hermanito habían hecho una especie de apuesta? Apostaron…, bueno, uno de ellos apostó a que Linda Fox no respondería a tu carta, y el otro apostó a que sí lo haría, ¿verdad?

—Sí —dijo él—. Es una apuesta. —La apuesta no le importaba. Voy a verla, se dijo. Visitaré su nuevo apartamento en Manhattan, pasaré toda una velada con ella. Ropas; necesito ropas nuevas. Cristo, tengo que estar presentable.

—¿Cuánto equipo crees que podrás enchufarle? —preguntó Rybys.

—No se trata de eso —contestó él con voz enfurecida.

—Lo siento —dijo Rybys, encogiéndose un poco—. Sólo quería decir…, bueno, ya sabes. Lo caro que va a resultar el sistema; no pretendía decir más que eso.

—Conseguirá el mejor sistema de sonido que pueda comprarse con dinero —dijo él—. Sólo lo mejor de lo mejor. Lo que desearía tener para mí mismo. Incluso mejor de lo que tendría para mí.

—Quizá esto sea una buena publicidad para la tienda.

Herb la miró fijamente.

—¿Qué pasa? —preguntó Rybys.

—La Fox —se limitó a decir él—. La Fox me ha llamado por teléfono. No puedo creerlo.

—Será mejor que llames a Zina y Emmanuel y se lo cuentes. Tengo su número.

No, pensó él. Esto es asunto mío. No suyo.

—El momento ha llegado —le dijo Emmanuel a Zina—. Ahora veremos qué camino siguen las cosas. Dentro de poco irá a Nueva York. No tardará mucho en hacerlo.

—¿Es que aún no sabes lo que va a suceder? —le preguntó Zina.

—Lo que quiero saber es… —dijo Emmanuel—. ¿Harás desvanecerse tu mundo de sueños vacíos si Herb Asher la encuentra…?

—Asher pensará que no vale la pena —dijo Zina—. Linda Fox es una cabeza hueca sin ninguna sabiduría ni ingenio dentro; carece de sentido común, y Herb Asher la dejará porque tú no puedes hacer que algo como ella se convierta en realidad.

—Ya lo veremos —dijo Emmanuel.

—Sí, ya lo veremos —dijo Zina—. Una nulidad esperando a Herb Asher. Está ansiosa de recibirle.

Ahí es donde te has equivocado, afirmó Emmanuel en lo más hondo de su mente secreta, justamente ahí. Herb Asher no se alimenta de su adoración hacia ella; lo que hace falta es una relación mutua, y tú acabas de entregarme esa solución. Cuando rebajaste a la Fox en tu dominio conseguiste impartirle accidentalmente sustancia.

Y eso se debe a que tú ignoras qué es la sustancia, pensó; es algo que se encuentra más allá de tu comprensión. Pero no más allá de la mía, se dijo. Ése es mi dominio.

—Creo que ya has sido derrotada —dijo.

—¡No sabes lo que pretendo conseguir con este juego! —exclamó Zina, encantada—. ¡No me conoces, y tampoco sabes cuáles son mis objetivos!

Quizá sea así, pensó él.

Pero al menos me conozco a mí mismo; y… sé cuáles son mis objetivos.

Herb Asher subió a un cohete comercial de primera clase que iba a Nueva York vistiendo un traje muy elegante que le había costado una suma considerable. Maletín en mano (dentro de él llevaba folletos sobre todos los últimos modelos de sistemas de sonido que estaban haciendo furor en el mercado), se dedicó a mirar por la ventanilla mientras transcurrían los tres minutos del viaje. El cohete empezó a descender casi inmediatamente después del despegue.

Éste es el momento más maravilloso de mi vida, afirmó mentalmente mientras se disparaban los retrocohetes. Miradme; parece que acabe de salir de las páginas de la revista Estilo.

Gracias a Dios que Rybys no ha venido conmigo…

—Damas y caballeros —anunciaron los altavoces del techo—, hemos aterrizado en el Espaciopuerto Kennedy. Por favor, sigan en sus asientos hasta que suene la señal; después, pueden ir saliendo por la parte delantera de la nave. Gracias por haber viajado con las Líneas Espaciales Delta.

—Que tenga un buen día —le dijo la azafata robot a Herb Asher cuando éste empezaba a bajar la escalerilla con paso vivaz.

—Lo mismo le deseo —dijo Herb Asher—. Y que tenga otros muchos.

Fue directamente en un aerotaxi al hotel Essex House, donde había hecho la reserva para los dos días siguientes: al diablo los gastos, pensó. Poco después ya había deshecho el equipaje, examinado las lujosas instalaciones de su habitación y, tras haberse tomado un Valzine (el mejor de la última generación de estimulantes para la corteza cerebral), cogió el teléfono y marcó el número de Linda Fox en Manhattan.

—Oh, qué emocionante, así que ya está usted en la ciudad —dijo ella después de que Herb se hubiera identificado—. Oiga, ¿puede venir ahora mismo? Tengo algunas personas en el apartamento, pero están a punto de marcharse. Esta decisión sobre mi equipo…, bueno, es algo que quiero hacer despacio y pensándolo bien. ¿Qué hora es? Acabo de llegar de California.

—Son las siete de la tarde, hora de Nueva York —dijo él.

—¿Ha cenado?

—No —dijo él. Era como una fantasía; tenía la misma sensación que si estuviera en un mundo de sueños, un reino divino. Sentía como si…, como si hubiera vuelto a convertirme en un niño, pensó. Como si estuviera leyendo mis poemas de Monedas de plata. Pues parece que me he encontrado una moneda de plata, y he logrado descubrir el camino hasta allí. Al sitio donde siempre he anhelado estar. ¿Dónde está el hogar del marinero, el hogar lejos del mar?, pensó. Y el cazador… No lograba recordar cómo seguía el verso. Bueno, en cualquier caso, el verso resultaba muy adecuado; ahora estaba por fin de nuevo en el hogar.

Y aquí no hay nadie para decirme que parece una camarera de pizzería, se informó a sí mismo, así que puedo olvidarme de eso.

—Tengo algo de comida en mi apartamento; últimamente me ha dado por la macrobiótica y todo eso. Si quiere un poco… Tengo zumo de naranja auténtico, soja, alimentos orgánicos… Creo que matar animales está mal.

—Estupendo —dijo él—. Claro que sí; cualquier cosa me irá bien. Lo que usted quiera.

Cuando llegó a su apartamento —situado en un edificio increíblemente hermoso—, la encontró vestida con una gorrita, un jersey con cuello de cisne y unos pantalones cortos de color blanco; iba descalza y le hizo entrar en la sala. No había muebles; aún no había hecho el traslado. En el dormitorio había un saco de dormir y una maleta abierta. Las habitaciones eran grandes, y el ventanal ofrecía una vista excelente del Central Park.

—Hola —dijo ella—, soy Linda. —Le alargó la mano—. Me alegro de conocerle, señor Asher.

—Llámeme Herb —dijo él.

—En la costa…, quiero decir, en el oeste, todo el mundo se presenta siempre dando el nombre sin apellidos; estoy intentando olvidarme de esa costumbre, pero no lo consigo. Me crié en el sur de California, en Riverside. —Cerró la puerta—. ¿Verdad que esto queda horrible sin muebles? Mi agente está escogiendo el mobiliario; lo traerán pasado mañana. Bueno, no es que lo escoja él solo, claro; yo le ayudo un poco… Echémosle una mirada a sus folletos. —Se había fijado en su maletín, y sus ojos ya chispeaban de emoción.

Recuerda un poco a una camarera de pizzería, tuvo que admitir él. Pero no importa. Su tez, vista de cerca e iluminada por el potente resplandor de la lámpara del techo, no era tan hermosa como había creído; de hecho, observó que tenía un poco de acné.

—Podemos sentarnos en el suelo —dijo ella; y apoyó la espalda en la pared, con sus desnudas rodillas algo levantadas—. Bueno, veamos… Me fío totalmente de usted.

—Doy por sentado que quiere un equipo de calidad —empezó diciendo él—. Lo que nosotros llamamos componentes profesionales, ¿entiende? No lo que una persona corriente tiene en su casa.

—¿Qué es eso? —dijo ella, señalando la foto de unos enormes altavoces—. Parecen neveras.

—Ése es un modelo antiguo —dijo él, pasando a la página siguiente—. Funciona mediante plasma, derivado del helio. Tendría que pasarse la vida comprando botellas de helio. Aunque luego resultan muy bonitos porque el plasma de helio brilla. Se produce mediante un voltaje extremadamente alto. Espere, deje que le enseñe algo más reciente; la transducción por plasma de helio ha quedado anticuada, o no tardará en estarlo.

¿Por qué tengo la sensación de estarme imaginando todo esto?, se preguntó. Quizá porque es tan maravilloso. Pero, aun así…

Estuvieron un par de horas sentados con la espalda apoyada en la pared, repasando sus folletos. Ella estaba terriblemente entusiasmada, pero con el tiempo empezó a dar señales de cansancio.

—Estoy hambrienta —dijo—. La verdad es que no tengo nada adecuado para ir a un restaurante; aquí tienes que vestirte con un poco más de formalidad…, no es como el sur de California, donde puedes llevar cualquier cosa. ¿Dónde se aloja?

—En el Essex House.

—Vamos a su habitación y pidamos algo —dijo Linda Fox, poniéndose en pie y estirándose—. ¿De acuerdo?

—Estupendo —dijo él, levantándose.

Después de haber comido en la habitación de Herb, Linda Fox empezó a ir de un lado para otro con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Sabe una cosa? —dijo—. No paro de soñar que soy la cantante más famosa de toda la galaxia. Es justo igual a lo que me dijo por teléfono. Supongo que debe ser mi vida de fantasía en el subconsciente… Pero en mis sueños veo una y otra vez escenas en la sala de grabación, y yo estoy grabando una cinta detrás de otra, y doy conciertos, y tengo montones de dinero. ¿Cree en la astrología?

—Supongo que un poco —dijo él.

—Y veo sitios donde nunca he estado; sueño con ellos. Y gente a la que jamás he visto antes, gente importante. Peces gordos del mundo del espectáculo. Y siempre vamos corriendo de un lado para otro. ¿Le importaría pedir un poco de vino? No sé nada de vinos franceses; decídalo usted. Pero que no sea demasiado seco.

Herb tampoco sabía nada de vinos franceses, pero pidió la carta de vinos del restaurante y, con la ayuda del encargado, escogió una botella de Borgoña del más caro.

—Qué bien sabe —dijo Linda Fox, enroscada en el diván, con las piernas recogidas debajo del cuerpo—. Bueno, hábleme de usted. ¿Lleva mucho tiempo vendiendo sistemas de alta fidelidad?

—Algunos años —dijo él.

—¿Y cómo logró librarse del reclutamiento?

Eso le dejó perplejo. Creía recordar que el reclutamiento había sido abolido hacía años.

—Ah, ¿sí? —replicó Linda cuando se lo dijo—. Qué raro… —añadió, con la sombra de un leve fruncimiento de ceño en la expresión—. Estaba segura de que existía, y de que un montón de hombres habían emigrado a los mundos colonia para escapar a él. ¿Ha estado fuera de la Tierra?

—No —dijo él—. Pero me gustaría hacer un viaje interplanetario, sólo por la experiencia. —Tomó asiento junto a ella en el diván y le pasó el brazo por la espalda, como si no se diera cuenta de lo que hacía; Linda no se apartó—. Y posarme en otro planeta… Debe ser una sensación increíble.

—Me siento tan a gusto aquí… —Linda apoyó la cabeza en su brazo y cerró los ojos—. Fróteme la espalda —dijo—. La tengo algo tensa de tanto estar apoyada en la pared; me duele… aquí. —Se tocó un punto a la mitad de la columna vertebral, inclinándose hacia delante Herb empezó a darle masaje en el cuello—. Qué bien… —murmuró ella.

—Tiéndase en la cama —dijo él—. Así podré ejercer un poco más de presión; en esta postura no puedo hacerlo bien.

—De acuerdo. —Linda Fox saltó del diván y cruzó la habitación, descalza—. Qué dormitorio tan bonito. Nunca me había alojado en el Essex House. ¿Está casado?

—No —dijo él. ¿Para qué hablarle de Rybys?—. Lo estuve, pero me divorcié.

—¿Verdad que el divorcio es algo horrible? —Se tendió de bruces sobre la cama, con los brazos abiertos.

Herb se inclinó sobre ella y le besó la nuca.

—No —dijo ella.

—¿Por qué no?

—No puedo hacerlo.

—¿Que no puede hacer qué?

—No puedo hacer el amor. Tengo el período.

¿El período? ¿Linda Fox tiene períodos? Herb no lograba creerlo. Se apartó de ella, el cuerpo envarado.

—Lo siento —dijo ella. Parecía totalmente relajada—. Empiece alrededor de mis hombros —dijo—. Los noto muy rígidos. Tengo sueño. Supongo que debe ser cosa del vino. Era… —Bostezó—. Era un vino tan bueno…

—Sí —dijo Herb, que seguía con el cuerpo rígido, apartado de ella.

Y en ese instante Linda Fox eructó; su mano voló rápidamente hacia su boca.

—Oh, disculpe —dijo.

Volvió a Washington a la mañana siguiente. Linda Fox volvió a su apartamento sin mobiliario para pasar la noche, pero tanto daba, porque el que tuviera el período ya lo había estropeado todo. Mencionó un par de veces que durante el período siempre tenía fuertes calambres y que ahora estaba sufriendo de ellos, cosa que a Herb le pareció que no hacía falta que dijera. Durante el viaje de vuelta Herb se sentía muy cansado, pero había cerrado el trato por una suma bastante grande; Linda Fox había firmado los documentos para adquirir un sistema estéreo de primera categoría, y un tiempo después Herb volvería para supervisar la instalación del equipo de video y todo lo necesario para las mezclas. Después de todo, el viaje había resultado bastante provechoso.

Pero, aun así, no había logrado sacar de él lo que realmente pretendía porque Linda Fox…, bueno, no era el momento adecuado. Su ciclo menstrual, pensó. ¿Linda Fox tiene períodos y calambres?, se preguntó. No lo creo. Pero supongo que es cierto. ¿No sería un pretexto? No, no era un pretexto. Era real.

Cuando volvió a casa, su mujer le acogió con una sola pregunta:

—¿Habéis hecho alguna tontería?

—No —dijo él. Por desgracia.

—Pareces cansado —dijo Rybys.

—Cansado pero contento. —La experiencia había resultado bastante satisfactoria; él y la Fox habían estado sentados hablando durante cuatro horas. Es una persona con la que resulta fácil llevarse bien, pensó. Afable, llena de entusiasmo; una buena chica. Y sencilla. Nada de afectaciones. Me gusta, se dijo. Sería estupendo volver a verla.

Y estoy seguro de que acabará llegando muy lejos, pensó.

Resultaba extraño que intuyera eso con tanta fuerza, que estuviera tan seguro en cuanto al futuro éxito de la Fox. Bueno, la explicación era bastante sencilla: Linda Fox era muy buena cantante, y eso era todo.

—¿Qué clase de persona es? —preguntó Rybys—. Probablemente se habrá pasado todo el rato hablando de su carrera.

—Es tierna, amable y muy modesta —dijo él—, y es de lo más sencilla. Estuvimos hablando de montones de cosas.

—¿Crees que podré llegar a conocerla en alguna ocasión?

—No veo por qué no —dijo él—. Tendré que volver allí. Y ella dijo algo sobre venir aquí y visitar la tienda. Está muy entusiasmada; su carrera empieza a despegar y…, bueno, está empezando a conseguir todo lo que necesita y todo lo que se merece, y me alegro por ella, realmente me alegro mucho.

Si al menos no hubiera tenido el período… pero supongo que así es la vida, se dijo. La realidad está hecha de ese tipo de cosas. En ese aspecto Linda es igual que cualquier otra mujer; es algo que va incluido en el producto.

Bueno, de todas formas me gusta, se dijo. Aunque no acabáramos en la cama. El placer de su compañía…; con eso ya fue suficiente.

—Has perdido —le dijo el niño a Zina Palas.

—Sí, he perdido —respondió ella, agitando la cabeza—. La hiciste real, y sigue gustándole. Para Herb el sueño ya no es un sueño; se ha vuelto tan real que hasta incluye las decepciones.

—Las cuales son el sello de la autenticidad.

—Sí —dijo ella—. Felicidades. —Zina le tendió la mano a Emmanuel, y éste se la estrechó.

—Y ahora dime quién eres —pidió el niño.