Estoy siendo envenenado, se dijo Emmanuel. Los vapores de su reino me envenenan y minan mi voluntad.
—Te equivocas —dijo Zina.
—Me siento menos fuerte.
—Sientes menos indignación. Vamos a buscar a Herb Asher. Quiero que esté con nosotros. Voy a reducir el área de nuestro juego; lo adaptaré especialmente a él.
—¿De qué forma?
—Lucharemos por él —dijo Zina—. Ven. —Y le hizo una seña al niño para que la siguiera.
Herb Asher estaba sentado en el bar con un vaso de escocés con agua ante él. Ya llevaba más de una hora esperando, pero la actuación de aquella noche aún no había empezado. El lugar estaba repleto de gente. Un ruido continuo agredía sus oídos. Pero, aunque el precio de la entrada era bastante elevado, valía la pena.
—No entiendo qué ves en ella —dijo Rybys, sentada frente a él.
—Si consigue que alguien se fije en ella, llegará muy lejos —dijo Herb. Se preguntó si los cazatalentos de las compañías discográficas acudirían a la Cierva Dorada. Espero que lo hagan, se dijo.
—Me están entrando ganas de marcharme. No me encuentro bien. ¿No podemos irnos?
—Si puedes aguantar, preferiría quedarme.
Rybys tomó un nervioso sorbo de su bebida.
—Hay tanto ruido… —dijo, y su voz apenas si resultó audible.
Herb miró su reloj.
—Ya casi son las nueve. Su primera actuación es a las nueve.
—¿Quién es? —preguntó Rybys.
—Una cantante nueva, bastante joven —dijo Herb Asher—. Ha adaptado los libros de laúd escritos por John Dowland al…
—¿Quién es John Dowland? Nunca he oído hablar de él.
—Un inglés de finales del siglo XVI. Linda Fox ha modernizado sus canciones para laúd; fue el primer compositor que escribió para cantantes solistas; antes de eso siempre había cuatro o más personas cantando…, la vieja forma llamada madrigal. No puedo explicarlo; tendrás que esperar a oírla.
—Si es tan buena, ¿por qué no sale en la televisión? —dijo Rybys.
—Ya saldrá —dijo Herb.
Las luces del escenario empezaron a encenderse. Tres músicos saltaron a él y empezaron a manipular el sistema de audio. Cada uno llevaba un vibrolaúd.
Una mano tocó a Herb Asher en el hombro.
—Hola.
Cuando alzó la mirada vio a una joven a la que no conocía. Pero ella sí parece conocerme, pensó.
—Lo siento… —empezó a decir.
—¿Podemos sentarnos? —La mujer, hermosa, vestida con una blusa a flores, tejanos y con un bolso colgando del hombro, cogió una silla y tomó asiento junto a Herb Asher—. Siéntate, Manny —le dijo a un niño que seguía de pie junto a la mesa, con cara de no hallarse muy a gusto. Qué niño tan guapo, pensó Herb Asher. ¿Cómo ha logrado meterse aquí dentro? Se supone que no dejan entrar a menores de edad.
—¿Son amigos tuyos? —preguntó Rybys.
—Herb no me había visto desde la universidad —dijo la joven de cabellos oscuros—. ¿Qué tal estás, Herb? ¿No me reconoces? —Extendió la mano hacia él y Herb la tomó, casi por reflejo, y al estrechar sus dedos la recordó. Habían estado juntos en un curso de ciencias políticas.
—Zina —dijo, encantado—. Zina Palas.
—Éste es mi hermano pequeño —dijo Zina, indicándole al niño que tomara asiento—. Manny, Manny Palas. —Y, volviéndose hacia Rybys, dijo: —Herb no ha cambiado ni pizca. Supe que era él nada más verle. ¿Habéis venido para ver a Linda Fox? Nunca la he oído; dicen que es realmente buena.
—Es muy buena —dijo Herb, complacido al verse apoyado por ella.
—Hola, señor Asher —dijo el niño.
—Me alegra conocerte, Manny. —Estrechó la mano del niño—. Esta es mi mujer, Rybys.
—Así que estáis casados —dijo Zina—. ¿Os importa que fume? —Encendió un cigarrillo—. Siempre estoy intentando dejarlo, pero cuando lo dejo empiezo a comer mucho y engordo como una cerda.
—Tu bolso, ¿es de cuero auténtico? —preguntó Rybys, con cara de interés.
—Sí. —Zina se lo alargó.
—Nunca había visto un bolso de cuero —dijo Rybys.
—Ahí está —dijo Herb Asher. Linda Fox acababa de aparecer en el escenario; el público aplaudió.
—Si piensa triunfar, debería perder algo de peso —dijo Zina, recuperando su bolso—. No es que esté mal, pero…
—Oye, ¿estás obsesionada con el peso o qué? —preguntó Herb Asher, irritado.
—Herbert, Herbert —dijo el niño, levantando la voz.
—¿Sí? —Herb se inclinó hacia él para oír mejor.
—Recuerda —dijo el niño.
¿Recordar qué?, fue a responderle él, perplejo, pero entonces Linda Fox cogió el micrófono, entrecerró los ojos y empezó a cantar. Tenía el rostro más bien redondo y lo que casi llegaba a ser una papada, pero su cutis era muy hermoso y, lo más importante de todo para él, poseía unas largas pestañas que se agitaban mientras cantaba… Las pestañas le fascinaron, dejándole tan inmóvil como si estuviera en trance. Linda vestía un traje muy escotado, e incluso desde donde estaba sentado Herb podía ver el contorno de sus pezones; no llevaba sostén.
¿Tengo que demandaros? ¿Debo pedir compasión?
¿Debo rezar? ¿He de intentarlo otra vez?
¿Tengo que luchar para alcanzar la alegría divina con un amor de este mundo?
—Odio esa canción —dijo Rybys en voz bastante alta—. Ya la he oído antes.
Unas cuantas personas silbaron pidiéndole que se callara.
—Pero no cantada por ella —dijo Rybys—. Ni tan siquiera es original. Esa canción… —No llegó a completar la frase, pero estaba claro que no se encontraba nada a gusto.
—No has podido oír «Tengo que demandaros» antes —le dijo Herb Asher a su mujer apenas la canción hubo terminado y el público empezó a aplaudir—. Sólo Linda Fox la canta.
—Lo que pasa es que a ti te gusta mirarle los pezones —dijo Rybys.
—Señor Asher, ¿podría acompañarme al lavabo? —le dijo el niño a Herb Asher.
—¿Ahora? —dijo él, disgustado—. ¿No puedes esperar a que haya terminado de cantar?
—Ahora, señor Asher —dijo el niño.
De mala gana, Herb guió a Manny por entre el laberinto de mesas hasta las puertas que había en la parte trasera del local. Pero, antes de que entraran en el lavabo, Manny le hizo detenerse.
—Puede verlo mejor desde aquí —dijo Manny.
Era cierto. Se encontraba mucho más cerca del escenario. Él y el niño se quedaron inmóviles y en silencio mientras Linda Fox cantaba «No lloréis más, tristes manantiales».
—No lo recuerdas, ¿verdad? —dijo Manny en cuanto la canción hubo terminado—. Ella te tenía bajo un encantamiento. Despierta, Herbert Asher. Me conoces muy bien y yo te conozco bien a ti. Linda Fox no canta sus canciones en algún oscuro local de Hollywood; es famosa en toda la galaxia. Es la artista más importante de esta década. El prelado jefe y el procurator máximus la invitan a…
—Va a cantar otra vez —dijo Herb Asher, interrumpiéndole. Apenas si había oído las palabras del niño, y no tenían ningún sentido para él. Un niño que balbucea tonterías, pensó, impidiéndome escuchar a Linda Fox. Justo lo que necesitaba.
—Herbert, Herbert —dijo Manny, después de que la canción hubiera terminado—. ¿Quieres conocerla? ¿Es eso lo que deseas?
—¿Qué? —murmuró él, sus ojos y toda su atención clavados en Linda Fox. Dios, pensó; menuda figura tiene. Da la impresión de que ese vestido se le vaya a caer de un momento a otro. Ojalá mi esposa tuviera un cuerpo como ése, pensó.
—Cuando haya terminado pasará por aquí —dijo Manny—. No te muevas de este sitio, Herb Asher, y ella pasará justo a tu lado.
—Estás bromeando —dijo él.
—No —dijo Manny—. Tendrás lo que más deseas…, aquello en lo que soñabas tendido sobre el catre de tu cúpula.
—¿Qué cúpula? —preguntó él.
—Cómo has caído del cielo, brillante estrella matutina, precipitándote… —dijo Manny.
—¿Te refieres a una cúpula de esos planetas-colonia? —dijo Herb Asher.
—No hay forma de conseguir que me escuches, ¿verdad? —dijo Manny—. Si pudiera explicarte…
—Viene hacia aquí —dijo Herb Asher—. ¿Cómo lo sabías? —Dio unos cuantos pasos hacia ella. Linda Fox caminaba rápidamente, a pasos pequeños, con una expresión de amable dulzura en su rostro.
—Gracias —le estaba diciendo a quienes le dirigían la palabra. Se detuvo un instante para darle un autógrafo a un joven negro elegantemente vestido.
—Señor, tendrá que sacar de aquí a este niño —le dijo una camarera a Herb Asher, dándole un golpecito en la espalda—. No podemos tener menores en el local.
—Lo siento —dijo Herb Asher.
—Ahora mismo —dijo la camarera.
—De acuerdo —dijo él; cogió a Manny por el hombro y le llevó nuevamente hacia la mesa, de mala gana, sintiéndose enormemente desgraciado. Y, mientras se alejaba, vio por el rabillo del ojo cómo la Fox pasaba justo por donde él y el niño habían estado. Manny tenía razón. Unos pocos segundos más y habría podido intercambiar unas palabras con ella, y quizás ella le habría respondido.
—Desea engañarte, Herb Asher —dijo Manny—. Te lo ha ofrecido por un segundo y ha vuelto a quitártelo. Si tanto quieres conocer a Linda Fox…, bueno, veré qué puedo hacer al respecto; te lo prometo. Recuerda esto, porque ocurrirá. No consentiré que se te engañe.
—No sé de qué me estás hablando —dijo Herb—, pero si pudiera conocerla…
—La conocerás —dijo Manny.
—Eres un niño muy extraño —murmuró Herb Asher. Cuando pasaron bajo una de las luces del techo se fijó en algo que le hizo sobresaltarse; se detuvo y, cogiendo a Manny por el hombro, lo colocó directamente bajo la luz. Eres igual que Rybys, pensó. Por un instante sintió que un relámpago de memoria desgarraba su ser; su mente pareció abrirse de golpe, como si unos espacios inmensos la hubieran inundado, como si todo un cosmos de estrellas estuviera dentro de su cabeza.
—Herbert —dijo el niño—, ella no es real. Linda Fox…, no es más que un fantasma tuyo. Pero yo puedo hacerla real; puedo conferirle la existencia… Yo soy quien convierte lo irreal en real, y puedo hacer que ella sea real para ti.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Rybys cuando llegaron a la mesa.
—Manny tiene que marcharse de aquí —le dijo Herb a Zina Palas—. Órdenes de la camarera. Supongo que tendréis que iros. Lo siento.
Zina cogió su bolso y sus cigarrillos y se puso en pie.
—Lo siento. Me temo que no os he dejado ver a la Fox…
—Vayamos con ellos —dijo Rybys, y también se puso en pie—. Herb, me duele la cabeza; me gustaría salir de aquí.
—Está bien —dijo él, resignado. Me han engañado, pensó. Eso era lo que Manny había dicho, ¿no? No consentiré que se te engañe. Y eso es justamente lo que ha sucedido, comprendió; me han engañado, me han robado la noche. Bueno, otra vez será. Resultaría muy interesante hablar con ella, quizás incluso conseguir su autógrafo. De cerca podría ver que sus pestañas son falsas, pensó. Cristo, se dijo; qué deprimente… Quizá también sus pechos sean falsos. Hay rellenos para eso. Sintió una aguda decepción, y también él deseó marcharse de aquel sitio.
Esta noche nada ha salido bien, pensó mientras escoltaba a Rybys, Zina y Manny del interior del local a la oscura calle de Hollywood. Había esperado tanto de ella… y entonces recordó lo que el niño había dicho, aquellas cosas tan extrañas y el nanosegundo de recuerdos que le habían dejado confundido: escenas que habían aparecido en su mente con tal brevedad y, sin embargo, de una forma tan convincente… Este niño no es un niño corriente, comprendió. Y su parecido con mi mujer… Ahora que están juntos me doy cuenta de cómo se parecen. Podría ser su hijo. Increíble. Se estremeció, pese a que la atmósfera era más bien cálida.
—Satisfice sus deseos —dijo Zina—; le di lo que soñaba. Todos esos meses que se pasó tumbado en su catre, con sus cintas y sus pósters tridimensionales de la Fox…
—No le diste nada —dijo Emmanuel—. De hecho, le robaste. Le quitaste algo.
—La Fox es un producto de los medios de comunicación —dijo Zina. Los dos iban caminando lentamente por la acera, volviendo a su aerovehículo por entre la noche de Hollywood—. Eso no es culpa mía. No se me puede culpar de que Linda Fox no sea real.
—Aquí, en tu reino, esa distinción no significa nada.
—¿Qué puedes darle tú? —preguntó Zina—. Sólo enfermedades…, la enfermedad de su esposa. Y su muerte a tu servicio. ¿Acaso tu regalo es mejor que el mío?
—Le hice una promesa, y yo nunca miento —dijo Emmanuel. Cumpliré esa promesa, se dijo. En este reino o en el mío; no importa en cuál de los dos sitios, pero haré que Linda Fox sea real. Ése es el poder que poseo, y no es el poder del encantamiento; es el don más precioso de todos: la realidad.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Zina.
—Mejor ser un perro vivo que un príncipe muerto —dijo Manny.
—¿Quién lo ha dicho?
—El sentido común.
—¿Y qué pretendes decir con eso? —quiso saber Zina.
—Quiero decir que tu encantamiento no le dio nada y el mundo real…
—El mundo real le puso en suspensión criónica durante diez años —dijo Zina—. ¿Acaso un sueño hermoso no es mejor que una realidad cruel? ¿Prefieres sufrir en la realidad o disfrutar en los dominios de…? —Se calló.
—La intoxicación —dijo él—. En eso consiste tu dominio; es un mundo de ebriedad. Está borracho de bailes y alegría. Yo afirmo que la cualidad de lo real es más importante que cualquier otra realidad, porque en cuanto la realidad deja de existir ya no queda nada. Un sueño no es nada. No estoy de acuerdo contigo; yo digo que has engañado a Herb Asher. Digo que lo que le hiciste fue algo muy cruel. Vi cómo reaccionaba; pude calibrar su decepción. Y me encargaré de compensarle.
—Harás real a la Fox.
—¿Quieres apostar a que no puedo?
—Apuesto a que no importa —dijo Zina—. Real o no, carece de ningún valor; no habrás conseguido nada.
—Acepto la apuesta —dijo él.
—Pues, entonces, sellémoslo con un apretón de manos. —Y le alargó la mano.
Se dieron la mano, inmóviles bajo la cegadora luz artificial que bañaba la acera de Hollywood.
—En mi reino muchas cosas son distintas —dijo Zina mientras volaban de regreso a Washington—. Quizá te gustaría conocer al Presidente del Partido, Nicholas Bulkowsky…
—¿No es el procurator? —preguntó Emmanuel.
—El Partido Comunista no tiene el poder mundial que tú estás acostumbrado a ver. El término «Legado Científico» resulta desconocido aquí. Y Fulton Statler Harms no es el prelado jefe de la ICI, dado que no existe ninguna Iglesia Cristiano-Islámica. Es un cardenal de la Iglesia Católica Romana; no controla las vidas de millones de personas.
—Eso es bueno —dijo Emmanuel.
—Entonces, al menos he sido capaz de hacer cosas buenas en mi dominio —dijo Zina—. ¿No estás de acuerdo? Porque, si estás de acuerdo…
—Sí, todo eso es bueno —dijo Emmanuel.
—De acuerdo, dime lo que no te gusta.
—Es una ilusión. En el mundo real los dos hombres ostentan el poder; juntos controlan el planeta.
—Te voy a explicar algo que no comprendes —dijo Zina—. Hemos hecho cambios en el pasado. Nos ocupamos de que ni el LC ni la ICI cobraran existencia. El mundo que ves aquí, mi mundo, es un mundo alternativo al tuyo, y tan real como ése.
—No te creo —dijo Emmanuel.
—Hay muchos mundos.
—Soy el único generador de mundos —dijo él—. Nadie más que yo puede crear mundos. Soy El que hace existir. Tú eres incapaz de eso.
—Sin embargo…
—No lo entiendes —dijo Emmanuel—. Hay muchas potencialidades que no llegan a convertirse en realidades. Yo selecciono de entre esas potencialidades las que prefiero y les confiero la realidad.
—Pues entonces has escogido muy mal. Habría sido mucho mejor que ni el LC ni la ICI llegaran a existir.
—Entonces, ¿admites que tu mundo no es real? ¿Qué es una falsificación?
Zina vaciló durante unos segundos.
—Nuestras interferencias con el pasado causaron derivaciones en puntos cruciales. Llámalo magia si quieres, o llámalo tecnología; sea cual sea el caso, podemos entrar en el retrotiempo y eliminar los errores de la historia. Y eso hemos hecho. En este mundo alternativo, Harms y Bulkowsky son figuras de poca categoría… Existen, pero no igual que en tu mundo. Hay que escoger entre dos mundos igualmente reales.
—Y Belial… —dijo él—. Belial está en una jaula del zoológico, y la gente acude en tropel para contemplarle, boquiabierta.
—Correcto.
—Mentiras —dijo él—. No son más que fantasías, ensueños. No puedes construir un mundo basándote en los deseos. El cimiento de la realidad resulta algo feo porque no puedes ofrecer hermosos paisajes falsos; debes adherirte a lo que es posible: la ley de la necesidad. Ése es el gran límite de la realidad: la necesidad. No importa cuál sea la realidad, existe porque debe existir; porque no puede ser de otra forma. La realidad no existe porque alguien la desee, sino porque debe ser así…, justa y exactamente así, hasta el más pequeño detalle. Lo sé porque yo la creo. Tú tienes tu trabajo y yo tengo el mío, y lo comprendo; comprendo la ley de la necesidad.
Pasado un momento, Zina dijo:
Los bosques de Arcadia han muerto,
y su antigua alegría se ha esfumado;
antes el mundo se alimentaba de sueños;
ahora la Gris Verdad es su juguete;
pero aun así su inquieta cabeza sigue agitándose.
—Es el primer poema de Yeats —concluyó Zina.
—Conozco ese poema —dijo Emmanuel—. Termina así:
Pero, ¡ah!, ahora ya no sueña; ¡sueña tú!
Pues es hermoso llevar la frente cubierta de amapolas:
sueña, sueña, pues también ahí está la certeza.
—«Certeza» significa aquí «verdad» —le explicó.
—No hace falta que me lo expliques —dijo Zina—. Y en realidad no estás de acuerdo con ese poema, ¿verdad?
—La gris verdad es mejor que el sueño —dijo él—. También ahí está la certeza. La verdad final es que la verdad es mejor que cualquier mentira, por consoladora que resulte esa mentira. Desconfío de este mundo porque es demasiado dulce y agradable. Tu mundo es demasiado hermoso para ser real. Tu mundo no es más que un capricho de la fantasía. Cuando Herb Asher vio a la Fox estaba viendo un engaño, y ese engaño es lo que se oculta en el corazón de todo tu mundo. —Y yo acabaré con ese engaño, se dijo.
Lo sustituiré por la verdad, se dijo. Algo que tú no entiendes.
La Fox como realidad le resultaría más aceptable a Herb Asher que cualquier sueño de la Fox. Estoy seguro de ello; pongo todo en juego basándome en esa seguridad. Éste es el punto decisivo donde venceré o seré derrotado.
—Correcto —dijo Zina.
—Cualquier realidad demasiado satisfactoria es sospechosa —dijo Emmanuel—. La marca de fábrica de lo fraudulento es que acaba convirtiéndose siempre en lo que tú desearías que fuese. Y eso es lo que veo aquí. Te gustaría que Nicholas Bulkowsky no fuese un hombre de enorme influencia; te gustaría que Fulton Harms fuese una figura sin importancia, no parte de la historia. Tu mundo te sigue la corriente, y eso lo delata y revela qué es en realidad. Mi mundo es tozudo. No se rinde. Un mundo implacable y recalcitrante es un mundo real.
—Un mundo que mata a quienes se ven obligados a vivir en él.
—Hay algo más que eso. Mi mundo no es tan malo; en él hay muchas otras cosas, aparte del dolor y la muerte. En la Tierra, la auténtica Tierra, hay también belleza y alegría y… —No terminó la frase. Había sido engañado. Zina había vuelto a ganar.
—Entonces, la Tierra no es tan mala —dijo ella—. No debería ser consumida por el fuego. Pese a que esté gobernada por Belial… Eso mismo es lo que te dije mientras caminábamos por entre los cerezos y tú no estabas de acuerdo. ¿Qué dices ahora, Señor de los Ejércitos, Dios de Abraham? ¿Acaso no acabas de probar que yo estaba en lo cierto?
—Eres muy inteligente, Zina —admitió.
Los ojos de Zina centellearon y le sonrió.
—Entonces, detén el día grande y terrible del que hablas en las Escrituras, tal y como te había suplicado antes.
Por primera vez Emmanuel tuvo la sensación de haber sido derrotado. Su agradable palabrería ha terminado por engañarme, comprendió. Qué inteligente es; qué astuta.
—Tal y como se dice en las Escrituras —citó Zina:
Soy la Sabiduría, que confiere la astucia y muestra el camino hacia el conocimiento y la prudencia.
—Pero tú me dijiste que no eras el Espíritu Santo —protestó él—. Me dijiste que sólo fingías serlo.
—Discernir quién soy es cosa tuya. Eres tú quien debe descifrar mi identidad; no seré yo quien te resuelva el problema.
—Y, mientras tanto…, trucos.
—Sí —dijo Zina—, porque sólo mediante ellos aprenderás.
—¡Me estás engañando para que despierte! —exclamó él, mirándola fijamente—. ¡Igual que yo desperté a Herb Asher!
—Quizá.
—¿Eres mi estímulo desinhibidor? —Y, sin apartar los ojos de ella, añadió—: Pienso que te creé para que me devolvieras la memoria, para que me hicieras ser de nuevo yo mismo.
—Para guiarte de regreso a tu trono —dijo Zina.
—¿Te creé?
Zina siguió conduciendo el aerovehículo sin decir nada.
—Respóndeme —insistió él.
—Quizá —dijo Zina.
—Si te he creado, entonces puedo…
—Creaste todas las cosas —dijo Zina.
—No te entiendo. No consigo seguirte. Bailas ante mí y acabas alejándote.
—Pero, mientras yo hago eso, tú vas despertando —dijo Zina.
—Sí —admitió él—. Y eso me hace pensar que tú eres el estímulo desinhibidor que preparé hace mucho tiempo, sabiendo que mi cerebro sería dañado y que perdería la memoria. Estás devolviéndome mi identidad, Zina. Por eso…, creo que sé quién eres.
—¿Quién soy? —preguntó ella, volviendo la cabeza.
—No voy a decirlo. Y no puedes leerlo en mi mente porque acabo de suprimir ese conocimiento. Lo hice nada más pensar en él. —Porque era algo excesivo para mí, comprendió; porque ni tan siquiera yo podía creerlo.
Siguieron avanzando hacia el Atlántico y Washington.