12

—Cantas y bailas toda la noche —dijo Emmanuel. Y es maravilloso verte, pensó—. Muéstrame cómo lo haces —dijo.

—Entonces, vamos a empezar —dijo Zina.

Estaba sentado bajo las palmeras y supo que había entrado en el Jardín, pero era el jardín que él mismo había moldeado en los comienzos de la creación; Zina no le había llevado a su reino. Éste era el propio reino de Emmanuel, restaurado.

Edificios y vehículos, pero las personas no iban presurosas de un lado para otro. Estaban sentadas, inmóviles, gozando del sol. Una joven se había desabrochado la blusa y sus pechos relucían a causa del sudor; el sol caía del cielo con una cálida y brillante luminosidad.

—No —dijo—, esto no es la Comunidad.

—Te he llevado por el camino equivocado —dijo Zina—, pero no importa. Este sitio no tiene nada de malo, ¿verdad? ¿Acaso le falta algo? Sabes que no le falta nada; es el Paraíso.

—Lo hice para que fuera así —dijo él.

—Cierto —admitió ella—. Éste es el Paraíso que creaste, y yo te mostraré algo mejor. Ven. —Le cogió de la mano—. Ese banco posee el umbral del Rectángulo Dorado. Podemos entrar por ahí; es un sitio tan bueno como cualquier otro. —Le llevó de la mano hasta la esquina, esperó a que el semáforo cambiara de color y después, juntos, fueron por la acera, dejando atrás a las personas que descansaban bajo el sol, hasta llegar al edificio del banco.

—Yo… —dijo Emmanuel, deteniéndose ante los escalones.

—Éste es el umbral —dijo ella, y le hizo subir por la escalera—. Aquí termina tu reino y empieza el mío. A partir de ahora todas las leyes son las mías. —Y le apretó la mano con más fuerza.

—Así sea —dijo él, y siguió subiendo.

—Señorita Palas, ¿tiene su talonario? —preguntó el cajero robot.

—Está en mi bolso. —La joven abrió su bolso de cuero y hurgó por entre las llaves, los cosméticos, las cartas y todo lo que llevaba dentro hasta que sus rápidos dedos hallaron el talonario. Emmanuel estaba inmóvil junto a ella—. Quería sacar… Bueno, ¿cuánto tengo?

—Su saldo figura en el talonario —dijo el cajero robot con su voz impasible.

—Sí, claro —dijo ella. Abrió el talonario, examinó las cifras, y después arrancó un cheque y empezó a rellenarlo.

—¿Va a cerrar su cuenta? —preguntó el cajero robot mientras ella le entregaba el cheque y el talonario.

—Exactamente.

—¿Nuestro servicio no le ha parecido…?

—Las razones por las que yo quiera cerrar mi cuenta no son asunto suyo —dijo ella. Apoyó sus afilados codos sobre el mostrador y empezó a mecerse hacia atrás y hacia delante. Emmanuel vio que llevaba tacones altos. Ahora se había vuelto mayor. Vestía una camisa de algodón y tejanos, y llevaba el cabello recogido hacia atrás con un prendedor. Y también llevaba gafas de sol. La joven le miró, sonriéndole.

Ya ha cambiado, se dijo.

Ahora se encontraban en el aparcamiento del banco, situado en el techo. Zina estaba hurgando en su bolso, buscando las llaves de su aerocoche.

—Un día precioso —dijo—. Entra. Espera, deja que te abra la puerta… —Se instaló detrás del volante y alargó la mano hacia la otra puerta.

—Este coche es muy bonito —dijo él. Me va revelando gradualmente su dominio, pensó. Al igual que primero me llevó hasta mi propio mundo-jardín, ahora me va llevando paso a paso por los niveles de su propio reino, subiendo cada vez más. A medida que vayamos penetrando en él irá quitando las capas superpuestas. Esto de ahora no es más que la superficie.

Todo esto es un encantamiento, pensó. ¡Ten cuidado!

—¿Te gusta mi coche? Me lleva al trabajo y…

—¡Zina, estás mintiendo! —dijo él con aspereza, interrumpiéndola.

—¿Qué quieres decir? —El aerocoche subió hacia el cálido cielo del mediodía, uniéndose al tráfico. Pero la sonrisa de Zina la delataba—. Es un comienzo —dijo—. No quiero que te asustes.

—En este mundo no eres una niña —dijo él—. Eso no era más que una forma que adoptaste, un disfraz.

—Ésta es mi auténtica forma. De veras…

—Zina, tú no tienes ninguna forma auténtica. Te conozco. Para ti cualquier forma es posible. Puedes adoptar la que más te guste en un momento dado. Pasas de un momento a otro igual que una pompa de jabón.

Zina se volvió hacia él, pero sus ojos siguieron vigilando el tráfico.

—Ahora estás en mi mundo, Yah —dijo—. Ten cuidado.

—Puedo destruir tu mundo.

—Volvería a la existencia. Existe siempre y en todas partes. No nos hemos ido de donde estábamos… Ahí atrás, a pocos kilómetros de distancia, se encuentra la escuela a la que vamos tú y yo; ahí atrás está la casa donde Elijah y Herb Asher discuten qué hacer. Espacialmente no estamos en otro lugar distinto, y tú lo sabes.

—Pero aquí eres tú quien hace las leyes —dijo él.

—Belial no está presente aquí —dijo ella.

Eso le sorprendió. No lo había previsto, y al darse cuenta de que no lo había sabido comprendió que, en realidad, no había conocido de antemano la totalidad de la situación. Que se le escapara una sola parte era igual que si se le escapara todo.

—Nunca logró penetrar en mi reino —dijo Zina mientras se iba abriendo paso por el tráfico aéreo de Washington—. Ni tan siquiera conoce su existencia. Vamos al Gran Estanque y podremos ver los cerezos japoneses; están floreciendo.

—¿De veras? —preguntó él; le parecía que era demasiado pronto para eso.

—Están floreciendo ahora mismo —dijo Zina, y guió su aerocoche hacia el centro de la ciudad.

—En tu mundo —dijo él. Ahora comprendía—. Aquí estamos en primavera. —Podía ver las hojas y los brotes de los árboles que tenían debajo, toda aquella brillante extensión de verdor.

—Baja la ventanilla —indicó ella—. No hace frío.

—El calor del Jardín de las Palmeras… —dijo él.

—Un calor reseco, que abrasa y quema —murmuró ella—. Un calor que calcina el mundo y lo convierte en un desierto. Siempre sentiste debilidad hacia los países áridos. Escúchame, Yavé. Te mostraré cosas de las que no sabes nada. Has pasado del desierto a un paisaje helado…, cristales de metano, con cupulitas esparcidas aquí y allá y unos nativos estúpidos. ¡No sabes nada! —Sus ojos llameaban—. Te escondes en los páramos y le prometes a tu pueblo un refugio que nunca encontraron. Ninguna de tus promesas ha llegado a cumplirse…, lo cual es algo bueno, porque básicamente lo que les prometiste es que les maldecirías, les mandarías plagas y les destruirías. Y ahora cierra la boca. Mi tiempo y mi reino han llegado; éste es mi mundo, aquí es primavera y el aire no quema las plantas, y tú tampoco las quemarás. En mi reino no le harás daño a nadie, ¿entendido?

—¿Quién eres? —preguntó él.

—Mi nombre es Zina —dijo ella, riéndose—. El hada.

—Creo que… —dijo él, confundido—. Tú…

—Yavé —dijo la mujer—, no sabes quién soy y no sabes dónde estás. ¿En la Comunidad Secreta? ¿O acaso has sido engañado?

—Me has engañado —dijo él.

—Soy tu guía —replicó ella—. Tal y como dice la Sepher Yezirah:

Comprende esta gran sabiduría, entiende este conocimiento, entra en él y medítalo, hazlo evidente y guía al Creador nuevamente hacia su Trono.

»Y eso es lo que haré —concluyó ella—. Pero tendrá que ser por un camino que jamás llegarías a creer. Es un camino que no conoces. Tendrás que confiar en mí; confiarás en tu guía igual que Dante confió en el suyo cuando le llevaba a través de los distintos reinos, tanto los de arriba como los de abajo.

—Eres el Adversario —dijo él.

—Sí —dijo Zina—. Lo soy.

Pero eso no es todo, pensó él. No es tan sencillo. Tú, la que conduces este vehículo, eres un ser muy complicado, comprendió. Paradojas y contradicciones y, por encima de todo, tu amor a los juegos. Tu deseo de jugar. Debo pensar en todo el asunto de esa forma, como un juego, comprendió.

—Jugaré —dijo—. Estoy dispuesto.

—Bien. —Zina asintió con la cabeza—. ¿Puedes darme los cigarrillos de mi bolso? El tráfico está empezando a ponerse algo denso; tendré problemas para encontrar un aparcamiento.

Emmanuel hurgó en su bolso. Sin resultado.

—¿No puedes encontrarlos? Sigue buscando; están ahí.

—Tienes tantas cosas dentro de tu bolso… —Acabó encontrando el paquete de Salems y se lo alargó.

—¿Cómo, es que Dios no puede ni encenderle el cigarrillo a una mujer? —Zina cogió el cigarrillo y lo puso en contacto con el encendedor del salpicadero.

—¿Qué sabe un niño de diez años de ese tipo de cosas? —preguntó él.

—Qué extraño —dijo ella—. Soy lo bastante vieja para ser tu madre, y aun así eres más viejo que yo. Eso es una paradoja; ya sabías que aquí ibas a encontrar paradojas, ¿no? Mi reino abunda en ellas, como estabas pensando ahora mismo. ¿Quieres volver, Yavé? ¿Quieres regresar al Jardín de las Palmeras? Ese sitio no es real y tú lo sabes. A menos que logres infligirle una derrota decisiva a tu Adversario, seguirá sin ser real. Ese mundo ha desaparecido, y ahora no es más que un recuerdo.

—Tú eres el Adversario —dijo él, perplejo—, pero no eres Belial.

—Belial se encuentra dentro de una jaula del zoológico de Washington —dijo Zina—. En mi reino, claro. Como un ejemplo de vida extraterrestre… y un ejemplo más bien deplorable. Una criatura de Sirio, del cuarto planeta del sistema de Sirio. La gente se agolpa alrededor de su jaula para contemplarlo, boquiabierta.

Emmanuel se rió.

—Crees que estoy bromeando. Te llevaré al zoológico y te lo enseñaré.

—Creo que hablas en serio. —Volvió a reírse; estaba encantado—. El Maligno dentro de una jaula del zoológico… ¿Cómo, con su propia temperatura, gravedad y atmósfera, con sus alimentos importados? ¿Una forma de vida exótica?

—No le gusta ni pizca —dijo Zina.

—Ya me lo imagino. ¿Y qué tienes planeado para mí, Zina?

—La verdad, Yavé —dijo ella, muy seria—. Antes de que abandones este reino te mostraré la verdad. Jamás sería capaz de meter al Señor nuestro Dios dentro de una jaula… Puedes ir y venir por mi tierra como te venga en gana; aquí eres libre, Yavé, totalmente libre. Te doy mi palabra.

—Vapores —dijo él—. La promesa de una zina.

Después de ciertas dificultades, Zina encontró un hueco donde estacionar su aerocoche.

—De acuerdo —dijo—. Vamos a dar un paseo y veremos los cerezos en flor. Yavé; su color es el mío. Su rosa…, es mi distintivo. Cada vez que veas esa luz rosada, es que yo ando cerca de allí.

—Conozco ese color rosa —dijo él—. Es la respuesta de los fosfenos humanos al espectro total del blanco, a la luz solar pura.

—Mira a la gente —indicó ella mientras cerraba las puertas del aerocoche.

Emmanuel miró a su alrededor. Y no vio a nadie. Los árboles cargados de flores se alineaban a lo largo del Gran Estanque formando un semicírculo. Pero, aunque había vehículos aparcados, no había nadie caminando por allí.

—Entonces, todo esto es un engaño… —murmuró.

—Yavé —dijo Zina—, estás aquí para que me sea posible retrasar tu gran y terrible día. No quiero ver el mundo consumido. Quiero hacerte ver aquello que no ves. Aquí sólo estamos nosotros dos: no hay nadie más, estamos solos. Poco a poco iré desplegando mi reino ante ti, y cuando haya terminado retirarás tu maldición del mundo. Llevo años observándote. He visto el disgusto que te inspira la raza humana, y me he dado cuenta de que la consideras indigna e inútil. Pues bien, yo te digo que no lo es; no es digna de morir…, tal y como dirías tú hablando en tu pomposa forma habitual. El mundo es hermoso, yo soy hermosa, y los cerezos en flor son hermosos. El cajero robot del banco…, incluso esa máquina es hermosa. El poder de Belial es una simple tapadera que oculta el mundo real, y si atacas el mundo real, y has venido a la Tierra precisamente para eso, entonces destruirás la belleza, la bondad y el encanto. ¿Recuerdas el perro aplastado por el coche que agonizaba junto a la carretera? Recuerda lo que sentiste acerca de él; recuerda lo que sabías sobre él. Recuerda el verso que Elijah compuso para ese perro y esa muerte de perro. Recuerda la dignidad de aquel perro y, al mismo tiempo, recuerda que el perro era inocente. Su muerte fue algo ordenado por una cruel necesidad. Una necesidad cruel e injusta. El perro…

—Lo sé —dijo él.

—¿Qué sabes? ¿Que el perro fue tratado de una forma injusta? ¿Que nació para sufrir un dolor injusto? No es Belial quien mató al perro; fuiste tú, Yavé, el Señor de los Ejércitos. Belial no trajo la muerte a este mundo, porque la muerte siempre ha existido; en este planeta la muerte es algo que se remonta a mil millones de años atrás, y lo que le sucedió a ese perro…, ése es el destino de todas y cada una de las criaturas que has creado. Lloraste por ese perro, ¿verdad? Creo que en aquel momento lo comprendías todo, pero ahora lo has olvidado. Si he de recordarte algo, creo que escogería a ese perro y lo que sentiste entonces; querría que te acordases de cómo ese perro te mostró el Camino. Es el camino de la compasión, el más noble de todos los caminos, y creo que en el fondo tú careces de esa compasión…, sí, eso creo. Estás aquí para destruir a Belial, tu Adversario, no para emancipar a la humanidad; has venido aquí a traer la guerra. ¿Crees que eso es algo bueno, digno de ti? No estoy segura. ¿Dónde está la paz que le prometiste al hombre? Has venido con la espada, y millones de seres morirán; será el perro agonizante multiplicado millones de veces. Lloraste por el perro, lloraste por tu madre, e incluso lloraste por Belial, pero yo te digo que si quieres borrar todas las lágrimas, tal y como dicen las Escrituras, lo que debes hacer es marcharte y abandonar este mundo, porque el mal de este mundo, eso que tú llamas «Belial» y «tu Adversario», es una forma de ilusión. Los habitantes de este mundo no son malos. Este mundo no es malo. No le hagas la guerra: tráele flores. —Alargó la mano y cogió una rama de cerezo llena de flores; se la ofreció, y Emmanuel la tomó con expresión pensativa.

—Eres muy convincente —le dijo.

—Es mi trabajo —respondió ella—. Te hablo de todo esto porque lo conozco muy bien. En ti no hay engaño ni mendacidad y en mí tampoco los hay, pero yo juego mientras que tú maldices. ¿Quién de los dos ha encontrado el Camino? Durante dos mil años has estado esperando el momento adecuado para poder introducirte en la fortaleza de Belial y derribarle. Te sugiero que busques alguna otra ocupación. Camina conmigo y veremos las flores. Es mejor. Y el mundo prosperará, como lo ha hecho siempre. Estamos en primavera. Ahora es cuando crecen las flores, y conmigo están también la danza y el sonido de las campanas. Oyes las campanas y sabes que su belleza es más grande que el poder del mal. En ciertos aspectos, su belleza es más grande que tu propio poder, Yavé, Señor de los Ejércitos. ¿No estás de acuerdo?

—Magia —dijo él—. Un hechizo.

—La belleza es un hechizo —respondió ella—, y la guerra es la realidad. ¿Quieres la sobriedad de la guerra o la embriaguez de lo que ves ahora, aquí, en mi mundo? Ahora estamos solos, pero más tarde aparecerán otros; personas con las que repoblaré mi reino. ¿Sabes quién soy? No sabes quién soy pero acabaré llevándote paso a paso de vuelta a tu trono, a ti que eres el Creador, y entonces sabrás quién soy. Has creído saberlo, pero te equivocabas. Aún te quedan muchas cosas que adivinar…, tú que lo sabes todo. No soy el Espíritu Santo y no soy Diana; no soy una zina; no soy Palas Atenea. Soy algo distinto. Soy la reina de la primavera y, sin embargo, tampoco lo soy; todo eso no son más que vapores, ilusiones, tal y como tú mismo has dicho. Lo que soy, lo que realmente soy…, tendrás que averiguarlo por ti mismo. Y, ahora, vamos a pasear.

Fueron por el sendero, bajo los árboles, siguiendo el agua.

—Tú y yo somos amigos —dijo Emmanuel—. Siempre tiendo a escucharte.

—Entonces retrasa tu gran y terrible día. La muerte por el fuego no tiene nada de bueno; es la peor de todas las muertes. Eres el calor solar que destruye las cosechas. Hemos estado juntos durante cuatro años. Te he observado mientras ibas recobrando la memoria, y he lamentado su regreso. Hiciste sufrir a esa pobre mujer que fue tu madre; hiciste enfermar a tu propia madre, a la que dices amar y por la que lloraste. En vez de hacerle la guerra al mal, cura al perro que agonizaba en la cuneta y limpia con ello tus propias lágrimas. Cómo odiaba verte llorar… Llorabas porque estabas recuperando tu propia naturaleza y la comprendías. Llorabas porque te dabas cuenta de lo que eras.

Emmanuel no dijo nada.

—Qué bien huele el aire —dijo Zina.

—Sí —dijo él.

—Haré volver a la gente —dijo ella—. Uno a uno, hasta que nos rodeen por todas partes. Mírales, y cuando veas a uno al que desearías matar me lo dices, y yo volveré a borrar a esa persona de la existencia. Pero debes mirar bien a la persona que te parezca digna de morir…, debes ver en ella al perro aplastado que agonizaba. Sólo entonces tienes el derecho de acabar con esa persona; sólo cuando lloras tienes el derecho a destruir. ¿Comprendes?

—Basta —dijo él.

—¿Por qué no lloraste por el perro antes de que el coche le aplastara? ¿Por qué esperaste hasta que fue demasiado tarde? El perro aceptó su situación, pero yo no la acepto. Te aconsejo; soy tu guía. Lo que haces está mal. Escúchame. ¡Ponle fin!

—He venido a sacarles de la opresión —dijo él.

—Has sufrido daños. Lo sé; sé lo que le ocurrió a la Divinidad, cuál fue la crisis original. No es ningún secreto para mí. Y, en tu estado actual, pretendes eliminar la opresión mediante un gran y terrible día. ¿Te parece razonable? ¿Es así como liberas a los prisioneros?

—Debo acabar con el poder de…

—¿Dónde está ese poder? ¿El gobierno? ¿Harms y Bulkowsky? Son unos idiotas; no son más que payasos. ¿Quieres matarles? Tú fijaste la ley del talión, y yo te digo:

Habéis aprendido que estaba escrito: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo: no ofrezcáis resistencia al malvado.

»Debes vivir según tus propias palabras; no debes ofrecerle resistencia a Belial, tu Adversario. En mi reino su poder no está presente; él no está presente. Lo que hay aquí no es más que una atracción metida en la jaula de un zoológico. Le alimentamos, le damos agua y una atmósfera y temperatura adecuadas; intentamos hacer que la criatura se encuentre tan cómoda como sea posible. En mi reino, nadie mata. Aquí no hay ningún gran y terrible día que esperar, ni nunca lo habrá. Quédate en mi reino o haz de mi reino tu reino, pero no acabes con Belial; no acabes con nadie, perdónales a todos. Entonces no tendrás que llorar y todas las lágrimas serán limpiadas, tal y como prometiste.

—Eres Cristo —dijo Emmanuel.

—No, no lo soy —dijo Zina, riéndose.

—Le has citado.

—Incluso el diablo puede citar las Escrituras.

A su alrededor fueron apareciendo grupos de personas, vestidas con ropas veraniegas. Hombres en mangas de camisa, mujeres con trajes estampados. Y, también, todos los niños.

—La reina de las hadas —dijo—. Me seduces y me engañas. Me apartas del camino con chispas de luz, con tus danzas, tus canciones y el sonido de las campanas; siempre el sonido de las campanas…

—Las campanas son movidas por el viento —dijo Zina—. Y el viento dice la verdad. Siempre. El viento del desierto. Ya lo sabes; te he visto escuchar al viento. Las campanas son la música del viento; escúchalas.

Y entonces oyó las campanas de las hadas. Había muchas pequeñas campanas que resonaban a lo lejos, no las campanas de iglesia, sino las campanas de la magia.

Era el sonido más bello que jamás hubiese escuchado.

—Ni yo mismo puedo producir ese sonido —le dijo a Zina—. ¿Qué lo causa?

—Es el despertar —dijo Zina—. El sonido de las campanas te despierta. Te hacen salir del sueño. Tú despertaste a Herb Asher del sueño mediante una tosca introyección; yo despierto mediante la belleza.

Una suave brisa primaveral sopló alrededor de ellos, trayendo consigo todos los vapores de su reino.