Cuando Herb Asher despertó, le contaron una serie de cosas que le dejaron perplejo. Había pasado años en suspensión criónica, no semanas. Los doctores fueron incapaces de explicarle por qué había hecho falta tanto tiempo para obtener órganos de reemplazo. Circunstancias que se encontraban más allá de nuestro control, le dijeron. Problemas administrativos.
—¿Y Emmanuel? —les preguntó.
El doctor Pope, que parecía mayor, más canoso y más distinguido que antes, le dijo:
—Alguien se introdujo en el hospital y sacó a su hijo del útero sintético.
—¿Cuándo?
—Muy poco después de que le pusieran en él. Según nuestros registros, el feto sólo estuvo un día en el útero sintético.
—¿Saben quién lo hizo?
—Según nuestras cintas de video (observamos continuamente nuestros úteros sintéticos), fue un anciano barbudo. —Después de un silencio, el doctor Pope añadió—. Al parecer, se encontraba trastornado. Señor Asher, debe enfrentarse a la posibilidad de que su hijo esté muerto y que, de hecho, lleve muerto diez años, ya debido a causas naturales, lo cual quiere decir debido a que le sacaran del útero sintético…, o debido a las acciones de ese anciano barbudo. La probabilidad es muy alta, ya sea por causas intencionadas o accidentales. La policía no logró encontrar a ninguno de los dos. Lo siento.
Elijah Tate, se dijo Herb. Se llevó a Emmanuel a un sitio seguro. Cerró los ojos y sintió una abrumadora oleada de gratitud.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó el doctor Pope.
—Tuve sueños. No sabía que las personas sometidas a la suspensión criónica siguieran conscientes.
—No estaba consciente.
—Soñé una y otra vez con mi mujer. —Sintió planear sobre él una amarga pena, y un instante después la pena cayó sobre él y saturó todo su ser; el dolor era excesivo—. Me encontraba con ella. Siempre volvía al momento en que nos encontramos, antes de que nos conociéramos… El viaje a la Tierra. Cosas sin importancia. Platos llenos de comida estropeada… Era algo descuidada.
—Pero tiene a su hijo.
—Sí —dijo él. Se preguntó cómo podría encontrar a Elijah y Emmanuel. Tendrán que encontrarme ellos, comprendió.
Permaneció durante un mes en el hospital, sometido a terapia para recuperar las fuerzas, y el hospital acabó dándole de alta una fría mañana a mediados de marzo. Asher bajó la escalera principal con una maleta en la mano, vacilante y asustado, pero alegrándose de estar libre. Cada día que pasó sometido a la terapia estuvo esperando que las autoridades cayeran sobre él. Pero no lo hicieron. Asher se preguntaba por qué.
Mientras esperaba junto a un grupo de gente que intentaba conseguir un aerotaxi, se fijó en un mendigo ciego que estaba cerca de ellos, un corpulento anciano de cabellos blancos que llevaba unas ropas sucias y manchadas; el anciano sostenía una taza entre los dedos.
—Elijah —dijo Herb Asher.
Fue hacia él y contempló a su viejo amigo. Los dos guardaron silencio durante unos instantes, y por fin Elijah Tate dijo:
—Hola, Herbert.
—Rybys me contó que sueles adoptar la forma de un mendigo —dijo Herb Asher. Quiso abrazar al anciano, pero Elijah meneó la cabeza.
—Estamos en la época del Tránsito —dijo Elijah—, y estoy aquí. El poder de mi espíritu es demasiado grande; no debes tocarme. En este momento todo mi espíritu se encuentra aquí.
—No eres un hombre —dijo Herb Asher, impresionado.
—Soy muchos hombres —dijo Elijah—. Me alegro de volver a verte. Emmanuel dijo que hoy te darían de alta.
—El niño… ¿Se encuentra bien?
—Es un niño soberbio.
—Le vi —dijo Herb Asher—. Una vez, hace mucho tiempo… En una visión que… —Se interrumpió—. Una visión que Jehová me envió. Para ayudarme.
—¿Soñaste? —quiso saber Elijah.
—Soñé con Rybys. Y también soñé contigo. Soñé con todo lo que ocurrió. Estuve pasando por ello una y otra vez.
—Pero ahora vuelves a estar vivo —dijo Elijah—. Bienvenido, Herbert Asher. Tenemos mucho que hacer.
—¿Tenemos alguna posibilidad de conseguirlo? ¿Tenemos realmente alguna posibilidad?
—El niño tiene diez años —dijo Elijah—. Su mente está confusa y sus pensamientos se han visto trastornados. Les obligó a olvidar todo lo sucedido. Pero… —Elijah se quedó callado durante un momento—. También él ha olvidado. Ya lo verás. Empezó a recobrar la memoria hace unos años; oyó una canción, y algunos de sus recuerdos volvieron a él. Puede que sea suficiente, o quizá no. Quizá tú puedas hacer que recupere otra parte de su memoria. Se programó a sí mismo para olvidar, antes del accidente.
—Entonces, ¿fue herido en el accidente? —preguntó Herb Asher, y hacer aquella pregunta le costó un gran esfuerzo.
Elijah asintió. Con una expresión sombría en el rostro.
—Daños cerebrales —dijo Herb Asher, comprendiéndolo al ver la cara de su amigo.
Y el anciano que ahora era un mendigo con una taza entre los dedos volvió a asentir. Elías el inmortal, venido en el tiempo del Tránsito. Como siempre. El eterno amigo del hombre, siempre dispuesto a ayudarle. Sucio, mal vestido, y lleno de sabiduría.
—Tu padre va a venir pronto, ¿no? —dijo Zina.
Estaban sentados en un banco del parque Rock Creek, cerca del agua congelada. Los árboles les daban sombra con sus peladas ramas. El aire se había vuelto frío y los dos niños iban muy abrigados. Pero el cielo estaba despejado. Emmanuel alzó los ojos hacia él y lo estuvo contemplando durante unos momentos.
—¿Qué dice tu pizarra? —le preguntó Zina.
—No he consultado mi pizarra.
—No es tu padre.
—Es una buena persona —dijo Emmanuel—. Que mi madre muriera no es culpa suya. Me alegrará volver a verle. Lo he echado de menos. —Ha pasado mucho tiempo, pensó. Al menos, según la escala con que juzgan en el Reino Inferior.
Y qué reino tan trágico, pensó. Los que viven aquí abajo son prisioneros, y la peor de las tragedias es que no lo saben; creen ser libres porque nunca han sido libres y no entienden lo que eso significa. Esto es una prisión, y muy pocos hombres han logrado adivinarlo. Pero yo lo sé, se dijo. Porque ésa es la razón de que esté aquí. Para derribar los muros, para hacer caer las puertas metálicas, para romper todas las cadenas. No le pondrás anilla al buey que camina por entre el grano, pensó, recordando la Torá. No harás prisionero a un ser libre; no lo atarás. Esto es lo que dice el Señor tu Dios. Esto es lo que digo.
No saben a quién sirven. Ése es el corazón de su infortunio: el servir en el error, el servir a un ser malvado. Sus almas están envenenadas, igual que si hubieran ingerido metal, pensó. El metal les confina y el metal está en su sangre; éste es un mundo metálico. Movido por engranajes, una máquina que avanza rechinando, impartiendo el sufrimiento y la muerte… Y están tan acostumbrados a la muerte. Como si también la muerte fuera algo natural, comprendió. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que conocieron el Jardín? El lugar de las flores, donde reposan los animales… ¿Cuándo podré hacerles recuperar ese sitio?
Hay dos realidades, se dijo. La Prisión de Hierro Negro, que es llamada la Caverna de los Tesoros, dentro de la que viven ahora, y el Jardín de las Palmeras con sus inmensos espacios abiertos, su luz, allí donde moraron en un principio. Ahora están literalmente ciegos, pensó. Literalmente, son incapaces de ver más allá de una corta distancia; ahora los objetos lejanos les resultan invisibles. De vez en cuando alguno de ellos logra adivinar que antes poseían facultades que ahora han desaparecido; de vez en cuando, uno de ellos discierne la verdad, que ahora no son lo que fueron, y que no están donde se hallaban. Pero vuelven a olvidarlo, exactamente igual que he olvidado yo. Y aún sigo olvidando parte de las cosas, comprendió. Todavía sigo teniendo una visión parcial. Yo también estoy algo ciego.
Pero pronto dejaré de estarlo.
—¿Quieres una Pepsi? —le preguntó Zina.
—Hace demasiado frío. Lo único que quiero es seguir sentado aquí.
—No te sientas desgraciado. —Zina puso su mano cubierta por un mitón sobre el brazo de Emmanuel—. Debes estar alegre.
—Estoy cansado —dijo Emmanuel—. Ya se me pasará. Hay muchas cosas por hacer. Lo siento. Me abruman.
—No tendrás miedo, ¿verdad?
—Ya no —dijo Emmanuel.
—Estás triste.
Emmanuel asintió.
—Cuando hayas visto de nuevo al señor Asher te sentirás mejor —dijo Zina.
—Ya le veo —dijo Emmanuel.
—Muy bien —dijo ella, complacida—. Y ni tan siquiera estás usando tu pizarra.
—Cada vez la uso menos —dijo él—, porque el conocimiento se encuentra cada vez más y más dentro de mí. Como ya sabes. Y ya sabes por qué.
Zina no dijo nada.
—Tú y yo estamos muy cerca el uno del otro —dijo Emmanuel—. Siempre fuiste la que más amé, y siempre lo serás. Vas a seguir conmigo y aconsejarme, ¿verdad? —Conocía la respuesta; sabía que lo haría. Había estado con él desde el principio…, como ella misma decía, era su amada y su deleite. Y para ella, tal y como decían las Escrituras, el deleite era la humanidad, así que a través de ella también Emmanuel amaba a la humanidad; y también ésta se convertía en su deleite.
—Podríamos tomar algo caliente —dijo Zina.
—Lo único que quiero es seguir sentado aquí —murmuró él. Me quedaré sentado aquí hasta que llegue el momento de ver a Herb Asher, se dijo. Él puede hablarme de Rybys; sus muchos recuerdos sobre ella me alegrarán, me darán esa alegría que me falta ahora.
Le amo, comprendió. Amo al esposo de mi madre, a mi padre legal. Es un buen ser humano, como lo son otros hombres. Es un hombre de muchos méritos, y digno de que se le ame y se le respete.
Pero, a diferencia de los demás hombres, Herb Asher sabe quién soy. Por eso puedo hablar abiertamente con él, igual que puedo hacerlo con Elijah. Y con Zina. Eso me irá bien, pensó. Me sentiré menos cansado. Dejaré de ser como soy ahora, de estar abrumado por mis preocupaciones; abatido y entristecido por ellas. Un poco de esa carga desaparecerá porque estará compartida.
Y sigue habiendo tantas cosas que no recuerdo, pensó. No soy como era. He caído, igual que ellos, igual que las personas. La brillante estrella matutina que cayó no cayó sola: se llevó consigo a todo lo demás, incluyéndome a mí. Parte de mi propio ser cayó con ella, y ahora yo también soy ese ser caído.
Pero, mientras estaba sentado en el banco del parque con Zina en aquel frío día tan cercano al equinoccio de invierno, pensó que, cuando su madre luchaba por sobre vivir, Herbert Asher estaba tumbado en su catre, soñando una vida de fantasía junto a Linda Fox. Ni una sola vez intentó ayudarla, jamás le preguntó cuáles eran sus problemas para buscarles remedio. No hizo nada hasta que yo, yo mismo, le obligué a que fuera hasta ella: hasta entonces no hizo nada. No le amo, se dijo. Sé cómo es y sé que ha perdido todo derecho a mi amor… Perdió mi amor porque mi madre no le importaba.
Por lo tanto, él no puede importarme. En respuesta a lo que hizo.
¿Por qué debería ayudarles?, se preguntó. Sólo obran bien cuando se les obliga a ello, cuando no hay ninguna otra alternativa. Cayeron porque lo deseaban, y ahora siguen cayendo a cada momento porque lo desean, por obra de aquello que han hecho voluntariamente. Mi madre ha muerto por culpa de ellos; ellos la asesinaron. Si lograran averiguar dónde estoy, también acabarían conmigo; si no lo hacen es tan sólo porque yo he confundido sus mentes para que me dejen en paz. Me buscan por todas partes para acabar con mi existencia, igual que Acab buscó a Elías hace tanto tiempo. Son una raza que no vale nada, y no me importa que caigan en la perdición. No, no me importa ni pizca. Para salvarles debo combatir contra lo que son y contra lo que han sido siempre.
—Pareces muy abatido —dijo Zina.
—¿De qué sirve todo esto? —le preguntó él—. Son lo que son. Cada vez me siento más cansado… Y, a medida que empiezo a recordar, cada vez me importan menos. Ya hace diez años que vivo en este mundo y me han estado persiguiendo durante diez años. Que mueran. ¿Acaso no fui yo quien les reveló la ley del talión, «Ojo por ojo y diente por diente»? ¿Acaso no está escrito en la Torá? Me echaron de este mundo hace dos mil años; vuelvo, y quieren verme muerto. Siguiendo la ley del talión, yo también debería desear su muerte. Ésa es la ley sagrada de Israel. Es mi ley, mi palabra…
Zina guardaba silencio.
—Aconséjame —dijo Emmanuel—. Siempre he escuchado tus consejos.
Y Zina dijo:
Un día el profeta Elías se le apareció al rabino Baruka en el mercado de Lapet. El rabino Baruka le preguntó: «¿Hay alguien entre toda la gente de este mercado cuyo destino sea compartir el mundo venidero?». Entonces dos hombres se acercaron a ellos, y Elías dijo: «Esos dos compartirán el mundo venidero». Y el rabino Baruka les preguntó: «¿Cuál es vuestro oficio?». Y ellos dijeron: «Divertimos a la gente. Cuando vemos a un hombre que está triste, le animamos. Cuando vemos a dos personas que discuten, nos las arreglamos para que vuelvan a hacer las paces».
—Has conseguido que me sienta un poco menos triste —dijo Emmanuel—. Y menos cansado. Siempre lo haces. Como dicen de ti las Escrituras:
Y estuve a su lado día tras día,
su amada y su deleite,
continuamente en su presencia,
jugando sobre la tierra en cuanto la hubo terminado,
y deleitándome en la humanidad.
»Y las Escrituras dicen:
Amé la sabiduría; la busqué cuando era joven y anhelé hacer de ella mi novia, y me enamoré de su belleza.
»Pero quien dijo eso era Salomón, no yo.
Así que decidí llevarla a mi casa para que viviera conmigo, sabiendo que sería mi consejera en la prosperidad y mi consuelo en la tristeza y la pena.
»Salomón debió ser un hombre muy sabio para amarte tanto.
La niña que estaba sentada junto a él sonrió. No dijo nada, pero sus oscuros ojos se iluminaron.
—¿Por qué sonríes? —le preguntó Emmanuel.
—Porque has mostrado la verdad de las Escrituras cuando dicen:
Haré que estés unida a Mí para siempre, te uniré a Mí en la verdad y en la justicia, en el amor y en la misericordia. Te uniré a Mí en la fidelidad, y amarás al Señor.
»Recuerda que hiciste la Alianza con el hombre. Y creaste al hombre a tu propia imagen. No puedes romper la promesa de la Alianza; le prometiste al hombre que jamás la romperías.
—Cierto —dijo Emmanuel—. Tus consejos son buenos. —Y alegras mi corazón, pensó. Tú, por encima de todo lo demás, tú que llegaste antes de la creación… Como aquellos dos hombres de quienes Elías dijo que se salvarían porque divertían a la gente. Tus danzas, tus cánticos y el sonido de las campanas—. Sé cuál es el significado de tu nombre —señaló.
—¿Zina? —dijo ella—. No es más que un nombre.
—Es la palabra rumana para… —Y se calló; la niña se había estremecido perceptiblemente, y ahora sus ojos estaban muy abiertos y clavados en él.
—¿Cuánto tiempo hace que lo sabes? —preguntó.
—Años. Escucha:
Conozco una orilla donde florece el tomillo,
donde crecen las dulces violetas que mecen sus cabezas,
cubiertas por el dosel de la yedra,
y donde se siente el suave aroma de las rosas:
allí duerme Titania durante la noche,
mecida por los bailes y el deleite de esas flores,
y allí se desliza la serpiente,
moviendo su piel de esmalte por entre los tallos.
»Voy a terminarlo; escucha:
Para atrapar a un hada en sus anillos.
»Y lo he sabido durante todo este tiempo —concluyó.
—Sí —dijo Zina, mirándole—. Sí, Zina significa hada.
—No eres el Espíritu Santo —dijo él—, eres Diana, la reina de las hadas.
Un viento frío agitó las ramas del árbol, haciéndolas susurrar, y unas hojas secas bailaron sobre el arroyo helado.
—Ya veo —dijo Zina.
Y el viento susurró a su alrededor, igual que si hablara. Emmanuel podía oír el viento como si fueran palabras. Y el viento decía:
¡CUIDADO!
Se preguntó si también ella lo habría oído.
Pero siguieron siendo amigos. Zina le habló a Emmanuel de una identidad anterior suya. Le dijo que, miles de años antes, había sido Ma’at, la diosa egipcia que representaba la justicia y el orden cósmico. Cuando alguien moría, su corazón era pesado en una balanza en cuyo otro platillo había el abanico de Ma’at, hecho con plumas de avestruz, y gracias a ello se determinaba cuántos pecados tenía.
Lo que determinaba si una persona sería considerada pecadora o no era la sinceridad. Mientras fuera sincera, el juicio le sería favorable. Este juicio era presidido por Osiris, pero, dado que Ma’at era la diosa de la sinceridad y la verdad, la decisión final era siempre la suya.
—Después de eso, la idea del juicio de las almas humanas pasó a Persia —le dijo Zina. En la vieja religión persa, el zoroastrismo, había un puente oscilante que debía ser cruzado por quien acababa de morir. Si el muerto era malvado, el puente se iba haciendo cada vez más y más angosto, hasta que finalmente el pecador era precipitado a los pozos llameantes del infierno. Tanto el judaísmo de las últimas etapas como el cristianismo sacaron sus ideas sobre los Últimos Días de ese concepto.
El justo, que había logrado cruzar el puente, era recibido por el espíritu de su religión: una hermosa joven con unos pechos soberbios. Pero si la persona era malvada, el espíritu de su religión consistía en una vieja marchita con los senos caídos y arrugados. Por lo tanto, bastaba una sola mirada para darse cuenta de en qué categoría estabas incluido.
—¿Y tú eras el espíritu de la religión para los justos? —le preguntó Emmanuel.
Zina no respondió a la pregunta y pasó a hablar de otro asunto que deseaba explicarle.
En aquellos juicios de los muertos, nacidos de Egipto y Persia, el escrutinio era implacable y el alma del pecador estaba condenada de antemano. Después de tu muerte el libro que contenía tus buenas acciones y tus actos malvados quedaba cerrado, y nadie podía alterar la tabulación final, ni tan siquiera los dioses. En cierto sentido, el procedimiento del juicio era algo mecánico. Podría decirse que durante toda tu vida se te había compilado un expediente, y que ahora ese expediente era introducido en un mecanismo de retribución. En cuanto el mecanismo recibía la lista, todo había terminado para ti. El mecanismo te hacía pedazos, y los dioses se limitaban a contemplarlo con expresión impasible.
Pero un día (dijo Zina), una nueva figura apareció en el sendero que llevaba al puente. Era una figura enigmática que parecía consistir en una sucesión siempre variable de aspectos o papeles. Algunas veces se le llamaba El que Consuela, otras veces era llamado El Consejero o El que da Apoyo. Nadie sabía de dónde había venido. Durante miles de años el sendero estuvo vacío, y un día, de repente, la figura apareció en él. Se mantenía inmóvil a un lado del camino, que siempre estaba muy concurrido, y cuando las almas iban avanzando hacia el puente esa complicada figura —que algunas veces, muy pocas, parecía ser una mujer—, le iba haciendo señas a las personas, una a una, para atraer su atención. Era esencial que lograra atraer su atención antes de que entraran en el puente, pues después de que lo hicieran ya sería demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde para qué? —le preguntó Emmanuel.
—Cuando hacía pararse a una persona que iba hacia el puente, la figura le preguntaba si quería tener un representante en la prueba que se celebraría a continuación —explicó Zina.
—¿Y ese representante era El que Ayuda?
Zina le explicó que la figura asumía entonces su papel de Abogado; se ofrecía a hablar en nombre de la persona. Pero El que Ayuda ofrecía algo más. Se ofrecía a presentarle su propio expediente al mecanismo retributorio, en lugar del expediente de esa persona. Si el muerto era inocente el resultado final sería el mismo, pero para el culpable haría que la sentencia fuera exculpatoria y que no se le condenara.
—Eso no es justo —dijo Emmanuel—. Los culpables deben ser castigados.
—¿Por qué? —dijo Zina.
—Porque ésa es la ley —dijo Emmanuel.
—Entonces, para los culpables no hay esperanza, ¿verdad?
—No merecen tener esperanza —dijo Emmanuel.
—¿Y si todo el mundo es culpable?
Emmanuel no había pensado en eso.
—¿Y qué hay escrito en la lista de El que Ayuda? —preguntó.
—Está en blanco —dijo Zina—. Es un pedazo de papel en el que no hay nada escrito. Un documento sin rellenar.
—La maquinaria de la retribución no puede procesar ese documento.
—Pues lo hacía —dijo Zina—. Se imaginaba que había recibido la compilación final de una persona totalmente intachable.
—Pero no podía funcionar. No había ninguna entrada de datos en que basarse.
—Precisamente.
—Entonces, la maquinaria de la justicia era estafada.
—Cierto. Se le estafaba una víctima —dijo Zina—. ¿Y no te parece que eso es algo deseable y bueno? ¿Crees que las víctimas son necesarias? ¿Qué se gana teniendo una interminable procesión de víctimas? ¿Crees que eso remedia las consecuencias de las malas acciones que han cometido?
—No —dijo él.
—La idea es introducir algo de misericordia en los circuitos —dijo ella—. El que Ayuda es un «amicus curiae», un amigo del tribunal. El tribunal le da permiso para que le aconseje y le haga ver que el caso presentado ante él es una excepción a la regla. La regla general del castigo no es aplicable.
—¿Y hace eso por todas las personas? ¿Por todos los que son culpables?
—Lo hace por todos los culpables que aceptan su ofrecimiento de ayuda y consejo.
—Pero entonces acabarás teniendo una interminable procesión de inocentes, porque ningún culpable rechazará semejante oferta a no ser que estuviera loco; todos los culpables desearán ser juzgados como una excepción, como un caso en el que hubiera circunstancias atenuantes…
—Pero la persona debe aceptar el hecho de que es culpable —dijo Zina—. Y, naturalmente, siempre puede apostar a que de todas formas acabará siendo declarado inocente, en cuyo caso no necesita ser representado por El que Ayuda.
—Sería una elección muy estúpida —dijo Emmanuel, tras haberlo meditado durante unos momentos—. Podría equivocarse. Y si acepta la oferta de El que Ayuda no pierde nada…
—Pues, en la práctica, la mayor parte de las almas que iban a ser juzgadas rechazaban la oferta de ser representadas por El que Ayuda —dijo Zina.
—¿Y en qué se basaban para decidir eso? —Emmanuel no lograba entender sus razonamientos.
—Se basaban en su seguridad de que eran inocentes —dijo Zina—. Para recibir esa clase de ayuda la persona debe partir de una presuposición pesimista, la de que es culpable por mucho que se considere a sí misma inocente. Quienes son realmente inocentes no necesitan la ayuda, igual que quien está físicamente sano no necesita un médico. Y, en una situación de esta clase, ser optimista es peligroso. Es el teorema de la puerta trasera que utilizan todos los animalitos que construyen madrigueras. Si son sabios construyen una segunda salida para su madriguera, pues funcionan siguiendo la idea pesimista de que algún predador acabará encontrando la primera salida. Todas las criaturas que no utilizaron ese teorema han dejado de estar con nosotros.
—Pero el que un hombre deba tenerse a sí mismo por pecador le degrada —dijo Emmanuel.
—Y también resulta degradante para la ardilla verse obligada a admitir que su nido puede estar mal construido y que un predador puede acabar descubriendo dónde está la salida.
—Estás hablando de una situación en la que hay un adversario. ¿Crees que la justicia divina es una situación de esa clase? ¿Acaso hay un fiscal?
—Sí, en el tribunal divino hay un fiscal para acusar al hombre, y ese fiscal es Satanás. Está el abogado que defiende a los seres humanos y también está Satanás, que le pone objeciones y hace protestas. El Abogado está de pie junto al hombre, le defiende y habla por él; Satanás está delante de él y le acusa. ¿Acaso deseas que un hombre tenga un acusador pero no un defensor? ¿Crees que eso sería justo?
—Pero, de entrada, hay que suponer que el hombre es inocente.
Los ojos de la niña llamearon.
—Eso es justamente lo que intenta dejar claro el Abogado en cada uno de los juicios que se celebran, y ésa es la razón de que sustituya el expediente de su cliente por el suyo, que está en blanco, con lo cual justifica al hombre por subrogación.
—Esa figura, El que Ayuda…, ¿eres tú? —preguntó Emmanuel.
—No —dijo ella—. Es una figura mucho más compleja y sorprendente que yo. Si mi presencia te resulta difícil de entender, si te cuesta decidir…
—Sí, me cuesta —dijo Emmanuel.
—Es un recién llegado a este mundo —dijo Zina—. En los eones anteriores no estaba aquí. Representa una evolución de la estrategia divina, una evolución gracias a la cual se repara el daño primordial, uno de los muchos daños existentes, pero el más importante de todos.
—¿Me encontraré alguna vez con él?
—Tú no serás juzgado —dijo Zina—, así que quizá no llegues a verle nunca. Pero todos los humanos le verán, inmóvil junto al camino, ofreciendo su ayuda. Ofreciéndola a tiempo…, antes de que la persona empiece a cruzar el puente y sea juzgada. La intervención de El que Ayuda siempre llega a tiempo. Estar allí con la antelación suficiente es parte de su naturaleza.
—Me gustaría conocerle —dijo Emmanuel.
—Sigue el trayecto vital de cualquier ser humano —dijo Zina—, y llegarás al punto en que ese humano se encuentra con él. Así es como supe de su existencia. Yo tampoco seré juzgada. —Señaló la pizarra que le había dado—. Pídele más información sobre El que Ayuda.
En la pizarra se leía:
LLAMAR
—¿No puedes decirme más que eso? —le preguntó Emmanuel.
Y en la pizarra se formó una nueva palabra, una palabra griega:
PARAKALEIN
Y Emmanuel pensó en aquella nueva entidad que había aparecido en el mundo, y se hizo preguntas sobre ella, sobre aquel ser al que podían apelar quienes se encontraran necesitados de ayuda, quienes corrían peligro de ser declarados culpables en el juicio. Era uno más de los misterios con que le obsequiaba Zina. Le había hecho enfrentarse a tantos… Y le gustaba descifrarlos, pero éste le tenía perplejo.
Llamar para conseguir ayuda: parakalein. Qué extraño, pensó. El mundo evoluciona incluso ahora, cuando cae a su perdición. Hay dos movimientos diferenciados: la caída y, al mismo tiempo, la obra de reparación, que va hacia lo alto. Movimientos antitéticos bajo la forma de una dialéctica de toda la creación y de los poderes que luchan detrás de ella.
¿Y suponiendo que hubiera sido Zina quien les hacía señas a los que caían? Incitándoles, seduciéndoles para que cayeran aún más abajo… Pero eso era algo que aún le resultaba imposible ver con claridad.