9

—Destruiremos su nave —dijo el procurator—. No es problema. Habrá un accidente y los tres morirán en él…, los cuatro, si se incluye al feto. —Le parecía que el asunto no tenía ninguna complicación.

—Lograrán salvarse —dijo el cardenal Harms al otro extremo de la línea—. No me preguntes cómo. —Seguía estando muy preocupado.

—Tú tienes jurisdicción sobre Washington —dijo el procurator—. Ordena que destruyan su nave; ordénalo ahora mismo.

«Ahora» era ocho horas después. Ocho preciosas horas durante las que el procurator había dormido apaciblemente. El cardenal Harms, irritado, miró fijamente a su compañero de gobierno. Aunque quizá Bulkowsky haya estado luchando para dar con una solución, pensó de repente. Quizá no ha pegado ojo. Y aquella solución parecía muy típica de Galina. Seguramente los dos habrían estado discutiendo el asunto; siempre funcionaban en equipo.

—Qué solución tan poco imaginativa —dijo—. Tu respuesta de costumbre, mandar una cabeza nuclear.

—A la señora Bulkowsky le gusta —dijo el procurator.

—Ya me lo pensaba. ¿Y los dos os habéis pasado toda la noche en vela para dar con esa solución?

—No nos hemos pasado la noche en vela. Yo dormí muy bien, aunque Galina tuvo unos sueños algo extraños. Me contó uno que… Bueno, creo que vale la pena que te lo cuente. ¿Quieres oír el sueño de Galina? Me gustaría tener tu opinión sobre él, ya que parece tener ciertos matices religiosos.

—Dispara —dijo Harms.

—Un enorme pez blanco está inmóvil en el océano. Cerca de la superficie, como hacen las ballenas. Es un pez pacífico. Viene nadando hacia nosotros; quiero decir, hacia Galina… Hay una serie de canales con esclusas. El gran pez blanco logra meterse por el sistema de canales con mucha dificultad. Finalmente queda atrapado, lejos del océano, cerca de quienes le están observando. Lo ha hecho a propósito; quiere ofrecerse a esas personas como alimento. Entonces alguien saca una sierra metálica, una de esas grandes sierras para dos hombres que utilizan los leñadores cuando cortan los árboles. Galina dijo que la sierra tenía unos dientes horribles. La gente empieza a cortar rebanadas de carne de aquel gran pez, que todavía sigue con vida. Cortan una rebanada tras otra de la carne viva de aquel gran pez blanco que tan amistoso se muestra. Y, en el sueño, Galina piensa: «Esto no está bien. Le estamos haciendo demasiado daño al pez». —Bulkowsky se quedó callado unos segundos—. Bien, ¿qué opinas?

—El pez es Cristo —dijo el cardenal Harms—, que le ofrece su carne al hombre para que así pueda conseguir la vida eterna.

—Todo eso está muy bien, pero me parece muy injusto para el pez. Galina dijo que hacerle eso estaba muy mal, aunque el pez se ofreciera como alimento. Le dolía demasiado… Oh, sí; en el sueño, pensó: «Debemos encontrar otra clase de comida que no le cause tanto sufrimiento al gran pez». Y, después, hubo algunos episodios bastante confusos en los que hurgaba dentro de una nevera; vio una jarra de agua, una jarra envuelta en algo que parecía paja, hierbas, no sé…, y también vio un cubo de un alimento rosa, como un cubo de mantequilla. En su envoltura había escritas palabras, pero no pudo leerlas. La nevera era propiedad común de una especie de pequeña colonia de gente que vivía en una zona remota. Verás, aquella jarra de agua y el cubo rosado pertenecían a toda la colonia, y sólo comías el alimento y bebías el agua cuando te dabas cuenta de que se aproximaba el momento de tu muerte.

—Y beber el agua, ¿qué efecto…?

—Volvías a la vida. Renacías.

—Eso es la hostia en sus dos especies —dijo Harms—, el vino consagrado y el pan. La sangre y el cuerpo de Nuestro Señor. El alimento de la vida eterna. «Éste es mi cuerpo. Tomadlo…».

—La colonia parecía pertenecer a otra época. Hace mucho tiempo. Como si fuera algo arqueológico.

—Interesante —dijo Harms—, pero seguimos teniendo que enfrentarnos a nuestro problema, qué hacer con el bebé monstruo.

—Prepararemos un accidente, tal y como te he dicho —contestó el procurator—. Su nave no llegará a Washington. ¿A qué hora exacta tienen que llegar? ¿Cuánto tiempo nos queda?

—Un momento… —Harms utilizó el teclado de un pequeño terminal de ordenador—. ¡Cristo! —dijo.

—¿Qué pasa? Se les puede mandar un minicohete en unos cuantos segundos, y en esa zona tienes varios.

—Su nave ha aterrizado —dijo Harms—. Mientras dormías. Ya están pasando por el departamento de Inmigración de Washington.

—Dormir es algo normal —dijo el procurator.

—El monstruo hizo que te durmieras.

—¡He dormido toda mi vida! —Y, con voz irritada, añadió—: Estoy en este balneario para reposar; ando mal de salud.

—No estoy muy seguro —dijo Harms.

—Avisa inmediatamente a Inmigración para que los retengan. Hazlo ahora mismo.

Harms cortó la conexión y se puso en contacto con Inmigración. Cogeré a esa mujer, a esa Rybys Rommey-Asher, y le romperé el cuello personalmente, se dijo. La cortaré en pedacitos y cortaré en pedacitos a su feto junto con ella. Los haré picadillo, y se lo daré de comer a las fieras del zoológico.

¿He pensado eso?, se preguntó, sorprendido. La ferocidad de sus ideas le dejó asombrado. Realmente les odio mucho, comprendió. Estoy furioso. Estoy furioso con Bulkowsky por haber dormido ocho horas seguidas durante esta crisis; si tuviera el poder para ello, también lo cortaría en pedacitos.

Cuando tuvo en la línea al director de Inmigración de Washington, lo primero que le preguntó fue si Rybys Rommey-Asher, su esposo y Elijah Tate seguían allí.

—Voy a comprobarlo, Su Eminencia —dijo el director del departamento. Una pausa, una pausa muy larga. Harms fue contando los segundos, maldiciendo y rezando por turnos. El director acabó poniéndose de nuevo al aparato—. Aún no hemos terminado con ellos.

—Reténgalos. No permita que se vayan de ahí por ninguna razón. La mujer está embarazada…, ¿sabe de quién estoy hablando? De Rybys Rommey-Asher. Infórmela de que se va a expedir una orden para abortar al feto. Haga que su gente se invente la excusa que más les convenga.

—Pero, ¿realmente quiere que le hagan un aborto? ¿O no es más que un pretexto para…?

—Quiero que el aborto se efectúe en el plazo de una hora —dijo Harms—. Un aborto salino. Quiero que el feto muera. Voy a hacerle una confidencia, director: he estado hablando con el procurator máximus, y se trata de un asunto de política planetaria. El feto es un fenómeno, un capricho de la radiación. Posiblemente incluso se trate de un monstruo creado por alguna simbiosis entre especies. ¿Me entiende?

—Oh —dijo el director de Inmigración—. Simbiosis entre especies. Sí. Lo mataremos con una descarga de calor localizado. Le inyectaremos una tintura radiactiva directamente a través de la pared abdominal. Le diré a uno de nuestros médicos que…

—Dígale que le provoque un aborto o que lo mate dentro de ella —replicó Harms—, pero que lo mate, y que lo haga ahora mismo.

—Necesitaré una firma —dijo el director de Inmigración—. No puedo hacer esto sin una autorización.

—Transmítame los documentos. —Suspiró.

Las páginas empezaron a brotar de su terminal; las cogió, buscó las líneas donde hacía falta su firma, la puso, y volvió a introducir las páginas en el terminal del aparato.

Mientras estaba sentado en la sala de espera de Inmigración con Rybys, Herb Asher se preguntó adónde habría ido Elijah Tate. Elijah había pedido permiso para ir al lavabo, pero no había regresado.

—¿Cuándo podré acostarme? —preguntó Rybys.

—Pronto —dijo él—. Enseguida nos dejarán pasar. —Y no le dio más explicaciones, porque estaba seguro de que en la sala de espera había micrófonos ocultos.

—¿Dónde está Elijah? —preguntó Rybys.

—Pronto volverá.

Un funcionario de Inmigración que no iba de uniforme pero llevaba una insignia vino hacia ellos.

—¿Dónde está el tercer miembro de su grupo? —Consultó su tablilla—. Elijah Tate.

—En el lavabo de caballeros —dijo Herb Asher—. Por favor, ¿podrían dejarla pasar? Ya ve lo enferma que está…

—Queremos hacerle un examen médico —dijo el funcionario de Inmigración con voz impasible—. Necesitamos tener un dictamen médico antes de permitirles la entrada.

—¡Pero si ya se lo han hecho! Su médico la examinó antes de venir, y después…

—Es el procedimiento habitual —dijo el funcionario.

—No me importa lo que sea —dijo Herb Asher—. Es una crueldad, y es totalmente inútil.

—El doctor vendrá enseguida —dijo el funcionario—, y mientras la examinan le haremos el interrogatorio a usted. Para ahorrar tiempo. A ella no la interrogaremos, al menos no durante mucho rato. Ya me doy cuenta de que está muy grave.

—Dios mío —dijo Herb—, ¡así qué puede verlo!

El funcionario se marchó, pero volvió cuando apenas habían pasado unos segundos, con el rostro muy serio.

—Tate no está en el lavabo de caballeros.

—Pues entonces no sé dónde puede estar.

—Quizá ya hayan terminado con él. Puede que le hayan dejado pasar. —El funcionario se fue a toda prisa, hablando por su intercomunicador de bolsillo.

Bueno, supongo que Elijah ha logrado huir, pensó Herb Asher.

—Venga aquí —dijo una voz. Era una doctora vestida con una bata blanca. Llevaba gafas, era joven, y su pelo estaba recogido en un moño: escoltó a Herb Asher y a su mujer con paso vivo por un breve corredor de aspecto superesterilizado y que olía a desinfectantes hasta llegar a una sala de exámenes—. Tiéndase, señora Asher —dijo la doctora, ayudando a Rybys a que subiera a la camilla.

—Rommey-Asher —dijo Rybys mientras se esforzaba por instalarse en la camilla—. Por favor, ¿no podría darme una inyección intravenosa de antiemético? ¿Y pronto? Quiero decir realmente pronto… Ahora.

—Teniendo en cuenta la enfermedad de su esposa, ¿cómo es que le permitieron seguir adelante con el embarazo? —le preguntó la doctora a Herb Asher, tomando asiento detrás de su escritorio.

—Ya nos han hecho todas esas preguntas —dijo él, enfurecido.

—Puede que la hagamos abortar. No deseamos que nazca un niño deforme; va contra nuestra política.

—¡Pero si está embarazada de seis meses! —dijo Herb, mirando con miedo a la doctora.

—Según nosotros, está de cinco meses —dijo la doctora—, lo cual se encuentra dentro del período legal.

—No pueden hacerlo sin su consentimiento —dijo Herb; su miedo estaba empezando a hacerle perder el control.

Herb Asher tenía muy claro que les obligarían a abortar. Sabía cuál iba a ser la decisión de la junta en ese caso…, no, cuál había sido su decisión.

En una esquina del cuarto, un altavoz emitía una odiosa música de cuerdas que servía como meloso telón de fondo sonoro. Asher se dio cuenta de que era la misma música que había estado oyendo en su cúpula. Pero, un instante después, la música cambió, y se dio cuenta de que era una de las canciones más populares de la Fox. Mientras la doctora iba rellenando impresos, la voz de la Fox empezó a sonar débilmente, como desde muy lejos, consolándole.

¡Vuelve!

El dulce amor me invita

a gozar de tus encantos

que se niegan a darme el deleite debido.

Los labios de la doctora se movían distraídamente al mismo ritmo que la familiar canción de Dowland interpretada por la Fox.

Y, de repente, Herb Asher se dio cuenta de que la voz que brotaba de la rejilla metálica sólo tenía cierto parecido con la de la Fox. Ahora la voz ya no cantaba; estaba hablando.

Y la voz dijo, suavemente pero con toda claridad:

No habrá aborto. El nacimiento tendrá lugar.

La doctora seguía sentada detrás de su escritorio y parecía no darse cuenta de nada. Herb Asher comprendió que Yah había alterado la señal de audio. Y, con los ojos clavados en ella, vio cómo la doctora se quedaba quieta, con la pluma suspendida sobre la página que tenía delante.

Subliminales, se dijo mientras veía vacilar a la doctora. Esta mujer sigue imaginándose que oye una canción muy familiar. Una letra familiar. Está como en una especie de trance. Como si estuviera hipnotizada.

La canción volvió a brotar del altavoz.

—Bueno, si está de seis meses, legalmente no podemos hacerla abortar —dijo la doctora con voz insegura—. Señor Asher, tiene que haber un error… Según nuestros datos está de cinco meses. Cinco meses de embarazo… Pero, si usted dice que son seis, entonces…

—Examínela si quiere —dijo Herb Asher—. Por lo menos está de seis meses. Véalo usted misma y decida.

—Yo… —La doctora se frotó las sienes y frunció el ceño; después cerró los ojos e hizo una mueca, como si le doliera algo—. No veo ninguna razón para… —Y no terminó la frase, como si fuera incapaz de recordar lo que pretendía decir—. No veo ninguna razón para poner en duda sus afirmaciones —dijo pasados unos instantes, y apretó uno de los botones de su interfono.

La puerta se abrió, y en el umbral apareció un agente de Inmigración uniformado. Un instante después se le unió un agente de Aduanas, también de uniforme.

—Todo arreglado —le dijo la doctora al agente de Inmigración—. No podemos obligarla a abortar; su embarazo se encuentra demasiado avanzado.

El agente de Inmigración la miró fijamente.

—Es la ley —dijo la doctora.

—Señor Asher —dijo el agente de Aduanas—, permítame que le haga una pregunta. Según la declaración de aduanas redactada por su esposa, lleva consigo dos filacterios. ¿Qué es un filacterio?

—No lo sé —dijo Herb Asher.

—Pero, ¿no es usted judío? —le preguntó el agente de Aduanas—. Todos los judíos saben qué es un filacterio. Bueno, entonces, ¿su esposa es judía y usted no?

—Bueno —dijo Herb Asher—, ella pertenece a la ICI, pero… —Se calló. Tuvo la misma sensación que si estuviera avanzando muy cautelosamente, dando un paso detrás de otro. Estaba muy claro que un esposo no podía ignorar cuál era la religión de su mujer. Están metiéndose en una zona sobre la que no tengo ningunas ganas de hablar, se dijo—. Yo soy cristiano —dijo, y añadió—: Aunque me educaron dentro del Legado Científico. Pertenecí al Cuerpo Juvenil del Partido. Claro que ahora…

—Pero la señora Asher es judía, y de ahí vienen los filacterios. ¿Nunca la ha visto ponérselos? Uno va en la cabeza; el otro en el brazo izquierdo. Son unas cajitas cuadradas hechas de cuero que contienen partes de las Escrituras hebreas. Me parece extraño que no sepa nada de todo eso. ¿Cuánto tiempo hace que se conocen?

—Mucho tiempo —dijo Herb Asher.

—Oiga, ¿realmente es su esposa? —dijo el agente de Inmigración—. Si está embarazada de seis meses… —Consultó algunos de los documentos que había sobre el escritorio de la doctora—. Estaba embarazada cuando se casó con ella. ¿Es usted el padre del niño?

—Por supuesto —dijo él.

—¿Cuál es su tipo sanguíneo? Bueno, tanto da, debo tenerlo por aquí. —El agente de Inmigración empezó a examinar los impresos que habían llenado—. Tiene que estar por alguna parte…

El teléfono que había sobre el escritorio empezó a sonar; la doctora cogió el auricular y se identificó.

—Es para usted —dijo, alargándole el auricular al agente de Inmigración.

El agente de Inmigración escuchó lo que se le decía en un silencio cargado de una atención casi extática; después, poniendo la mano sobre el auricular, se volvió hacia Herb Asher.

—El tipo sanguíneo encaja —dijo con irritación—. Pueden pasar. Pero queremos hablar con Tate, el viejo que… —No terminó la frase y volvió a escuchar lo que le decían por el auricular.

—Puede llamar un taxi desde el teléfono publico de la sala —dijo el agente de Aduanas.

—¿Podemos marcharnos? —preguntó Herb Asher.

El agente de Aduanas asintió.

—Algo no va bien —observó la doctora; había vuelto a quitarse las gafas y estaba frotándose los ojos.

—Hay otro problema —le dijo el agente de Aduanas a la doctora, y le entregó un fajo de documentos.

—¿Sabe dónde se encuentra Tate? —preguntó el agente de Inmigración cuando Herb Asher y Rybys salían de la sala de exámenes.

—No, no lo sé —dijo Herb, y se encontró en el pasillo; sosteniendo a Rybys, volvió lentamente a la sala de espera—. Siéntate —le dijo, depositándola sobre un diván, donde Rybys se quedó hecha un ovilló. En la sala había unas cuantas personas que se les quedaron mirando sin demasiado interés—. Voy a telefonear. Vuelvo enseguida. ¿Tienes algo de moneda suelta? Necesito una moneda de cinco dólares.

—Cristo —murmuró Rybys—. No, no tengo.

—Lo hemos conseguido —le dijo en voz baja.

—¡Está bien! —le respondió ella, irritada.

—Voy a llamar pidiendo un taxi. —Y, mientras empezaba a hurgar en sus bolsillos buscando una moneda de cinco dólares, sintió algo parecido al júbilo. Yah había intervenido, desde lejos y de forma muy débil, pero con eso había sido suficiente.

Diez minutos después, ellos y su equipaje se hallaban a bordo de un aerotaxi, despegando del espaciopuerto de Washington en dirección a Chevy Chase y el hospital de Bethesda.

—¿Dónde diablos está Elijah? —logró preguntarle Rybys.

—Lo hizo para atraer su atención —dijo Herb—. Para despistarles y hacer que nos dejaran en paz.

—Soberbio —dijo ella—. Así que ahora puede estar en cualquier parte…

Y, de repente, un gran aerovehículo comercial se lanzó hacia ellos a una velocidad totalmente temeraria.

El robot que conducía el aerotaxi lanzó una exclamación de sorpresa. Y, un instante después, el inmenso aerovehículo pasó junto a ellos, rozándoles; todo sucedió en un segundo. La sacudida del choque hizo que el taxi empezara a caer en espiral; Herb Asher agarró a su mujer, atrayéndola hacia él: los edificios empezaron a crecer vertiginosamente, y Herb supo con la más absoluta de las certezas lo que había ocurrido. Bastardos, pensó, luchando con el dolor; sentía un agudo dolor físico y, además, le dolía comprender lo que había ocurrido. Los timbres de alarma del taxi habían empezado a sonar…

La protección de Yah no ha sido suficiente, comprendió, mientras que el taxi caía dando vueltas y vueltas igual que una hoja marchita.

Es demasiado débil. Aquí su poder es demasiado débil.

El taxi chocó contra un rascacielos.

Entonces llegó la oscuridad, y Herb Asher perdió el conocimiento.

Estaba tendido en una cama de hospital, unido por cables y tubos a tal cantidad de aparatos que tuvo la impresión de haberse convertido en un cyborg.

—¿Señor Asher? —estaba diciendo una voz, una voz masculina—. Señor Asher, ¿puede oírme?

Intentó asentir con la cabeza, pero no lo consiguió.

—Ha sufrido lesiones internas de bastante gravedad —dijo la voz masculina—. Soy el doctor Pope. Lleva cinco días inconsciente. Le operamos, pero tenía el bazo perforado y hubo que extirpárselo. Pero eso es sólo una parte del problema. Tendremos que ponerle en suspensión criónica hasta que haya órganos con que reemplazar… ¿Puede oírme?

—Sí —dijo Asher.

—… hasta que se puedan conseguir órganos de donantes con que sustituir los que han sido dañados. La lista de espera no es muy larga; creo que no estará en suspensión criónica más de unas semanas. En cuanto al tiempo exacto, claro…

—Mi esposa.

—Su esposa ha muerto. Sus funciones cerebrales permanecieron suspendidas durante demasiado tiempo. En su caso tuvimos que descartar la suspensión criónica. No habría servido de nada.

—El bebé.

—El feto está vivo —dijo el doctor Pope—. El tío de su esposa, el señor Tate, ha llegado hace poco y se ha encargado de asumir la responsabilidad legal. Hemos sacado el feto de su cuerpo y lo hemos puesto dentro de un útero sintético. Según nuestras pruebas no sufrió ningún daño debido al accidente, lo cual es casi un milagro.

Exactamente, pensó Herb Asher sin demasiada alegría.

—Su mujer pidió que se le llamara Emmanuel —dijo el doctor Pope.

—Lo sé.

Los planes de Yah aún pueden cumplirse, se dijo Herb Asher mientras perdía el conocimiento. Yah aún no ha sido derrotado por completo. Aún hay esperanzas.

Pero no muchas.

—Belial —murmuró.

—¿Cómo dice? —El doctor Pope se inclinó sobre él para oír mejor—. ¿Belial? ¿Es alguien con quien quiere que nos pongamos en contacto? ¿Alguien que deba enterarse de lo ocurrido?

—Ya lo sabe —dijo Herb Asher.

—Algo ha ido mal —le dijo el prelado jefe de la Iglesia Cristiano-Islámica al procurator máximus del Legado Científico—. Lograron pasar por Inmigración.

—¿Adónde han ido? Tienen que haber ido a alguna parte.

—Elijah Tate desapareció incluso antes de pasar por la inspección de Aduanas. No tenemos ni la menor idea de donde está. En cuanto a los Asher… —El cardenal vaciló—. La última vez que les vieron se marchaban en un taxi. Lo siento.

—Les encontraremos —dijo Bulkowsky.

—Con la ayuda de Dios —dijo el cardenal, y se persignó. Bulkowsky, al verlo, hizo lo mismo.

—El poder del mal —dijo Bulkowsky.

—Sí —dijo el cardenal—. A eso nos enfrentamos.

—Pero al final siempre es derrotado.

—Sí, naturalmente. Tengo que ir a la capilla. Para rezar. Te aconsejo que hagas lo mismo.

Bulkowsky enarcó una ceja y le miró. Su expresión resultaba imposible de interpretar.