6

—Tengo algo para ti —dijo Zina.

—¿Un regalo? —Emmanuel alargó confiadamente la mano.

Sólo un juguete infantil. Una pizarra de información, como las que tenían todos los niños. Emmanuel sintió una aguda decepción.

—La hicimos para ti —dijo Zina.

—¿Quiénes? —Examinó la pizarra. Fábricas automatizadas producían centenares de miles de esas pizarras. Cada una contenía unos microcircuitos de lo más común—. El señor Plaudet ya me ha dado una de ésas —dijo—. Están conectadas a la escuela.

—La nuestra es diferente —dijo Zina—. Quédatela. Dile al señor Plaudet que es la que te dio. No podrá distinguirla de la otra. ¿Ves? Incluso le hemos puesto el nombre de la fábrica. —Y trazó con el dedo las letras IBM.

—Pero en realidad esta pizarra no está hecha por la IBM, ¿verdad? —dijo él.

—Desde luego que no. Conéctala.

Emmanuel apretó el botón de la pizarra, y una palabra apareció en letras rojas sobre la superficie de un gris claro.

SIVAINVI

—Bueno, ésa es la pregunta que debes estudiar por ahora —dijo Zina—. Debes averiguar qué significa «Sivainvi». La pizarra te plantea el problema a un nivel uno…, lo cual quiere decir que, si lo deseas, te dará más pistas.

—Mamá Ganso —dijo Emmanuel.

Y la palabra SIVAINVI desapareció de la pizarra. Ahora decía:

HEPHAISTOS

—Kyklopes —dijo Emmanuel al instante.

Zina se rió.

—Eres tan rápido como ella.

—¿A qué está conectada? No puede estar conectada a Gran Fideo, ¿verdad? —Emmanuel no apreciaba a Gran Fideo.

—Quizás ella misma te lo diga —contestó Zina.

Ahora en la pizarra se veía:

SIVA

—Kyklopes —repitió Emmanuel—. Es un truco. Esto ha sido construido por los súbditos de Diana.

La sonrisa de Zina se desvaneció.

—Lo siento —dijo Emmanuel—. No volveré a pronunciar ese nombre en voz alta ni una sola vez.

—Devuélveme la pizarra. —Zina alargó la mano hacia él.

—Te la devolveré si ella me dice que te la devuelva —dijo Emmanuel. Apretó el botón.

NO

—De acuerdo —dijo Zina—. Dejaré que te la quedes. Pero no sabes qué es; no la comprendes. No fue construida por los súbditos. Aprieta el botón.

Emmanuel apretó nuevamente el botón.

MUCHO ANTES DE LA CREACIÓN

—Yo… —dijo Emmanuel, y se calló, sin saber cómo seguir.

—Ya lo recordarás —dijo Zina—. Gracias a la pizarra. Úsala. Creo que no deberías contarle nada de todo esto a Elijah. Quizá no lo entendiera.

Emmanuel no dijo nada. Éste era un asunto en el que la decisión recaía sobre él. No debía permitir que los demás se encargaran de tomar las decisiones en lugar suyo: eso era muy importante. Y, en el fondo, confiaba mucho en Elijah. ¿Confiaba también en Zina? No estaba seguro. Notaba la multitud de naturalezas que había dentro de ella, la profusión de identidades. Con el tiempo, acabaría buscando la verdadera; sabía que estaba ahí, pero los trucos la oscurecían. ¿Quién es ella, cómo puede hacer trucos semejantes?, se preguntó. ¿Qué criatura es la que gasta tantas bromas? Apretó el botón.

LA DANZA

Emmanuel asintió con la cabeza. Sí, desde luego: ésa era la respuesta adecuada; podía verla bailando en su mente, con todos los súbditos, quemando la hierba bajo sus pies, dejándola calcinada, con las mentes de los hombres sumidas en la confusión. Pero a mí no puedes confundirme, se dijo. Ni tan siquiera aunque controles el tiempo. Porque yo también controlo el tiempo. Quizás incluso más que tú.

Esa noche, durante la cena, habló de Sivainvi con Elijah Tate.

—Quiero verla —dijo Emmanuel.

—Es una película muy vieja —dijo Elijah.

—Pero al menos podríamos alquilar una cinta, ¿no? De la biblioteca. ¿Qué quiere decir «Sivainvi»?

—Sistema de Vasta Inteligencia Viva —dijo Elijah—. La película es básicamente ficción. La hizo un cantante de rock a finales del siglo XX. Su nombre era Eric Lampton, pero se hacía llamar Mamá Ganso. La película contenía Música de Mini Sincronicidad, y ha tenido un considerable impacto sobre la música moderna hasta el día de hoy. Gran parte de la información que hay en la película es transmitida subliminalmente por la música. Está ambientada en unos Estados Unidos alternativos, donde el presidente es un hombre llamado Ferris F. Fremont.

—Pero, ¿qué es Sivainvi? —preguntó Emmanuel.

—Un satélite artificial que proyecta un holograma que ellos toman por la realidad.

—Entonces, es un generador de realidad.

—Sí —dijo Emmanuel.

—¿Y la realidad es auténtica?

—No; ya te he dicho que es un holograma. Puede hacerles ver lo que desee. De eso trata precisamente la película: es un estudio sobre el poder de la ilusión.

Emmanuel fue a su habitación, cogió la pizarra que Zina le había dado y apretó el botón.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Elijah, que le había seguido.

La pizarra mostraba una palabra:

NO

—Eso está conectado al gobierno —dijo Elijah—. Usarlo no sirve de nada. Ya sabía que Plaudet te entregaría una. —Alargó la mano hacia él—. Dámela.

—Quiero quedármela —dijo Emmanuel.

—¡Cielo santo; pero si tiene escrito encima IBM! ¿Qué esperas que te diga? ¿La verdad? ¿Cuándo le ha dicho el gobierno la verdad a nadie? Mataron a tu madre y pusieron a tu padre en suspensión criónica. Dámela, maldita sea.

—Si me la quitas me darán otra —dijo Emmanuel.

—Sí, supongo que sí. —Elijah retiró la mano—. Pero no creas lo que te diga.

—Dice que estás equivocado en cuanto a Sivainvi —replicó Emmanuel.

—¿En qué aspecto?

—Se ha limitado a decir «no» —le explicó Emmanuel—. No ha dicho nada más. —Apretó nuevamente el botón.

—¿Qué infiernos quiere decir eso? —preguntó Elijah, perplejo.

—No lo sé —dijo Emmanuel, y era sincero. Seguiré utilizándola, pensó.

Y después pensó: me está engañando. Danza a lo largo del sendero igual que una luz subiendo y bajando, llevándome cada vez más y más lejos, guiándome hacia la oscuridad. Y, cuando la oscuridad esté por todas partes, la luz se apagará con un último guiño. Te conozco, le dijo mentalmente a la pizarra. Sé cómo actúas. No te seguiré; eres tú quien debe venir a .

Apretó el botón.

SÍGUEME

—Al sitio de donde nadie regresa —dijo Emmanuel.

Después de cenar pasó un rato con el holoscopio, estudiando la posesión más preciada de Elijah: la Biblia expresada en capas situadas a diferentes profundidades del holograma, cada capa colocada según su era correspondiente. De esa forma, la estructura total de las Escrituras formaba un cosmos tridimensional que podía ser contemplado desde cualquier ángulo, haciendo posible leer su contenido. Según la inclinación dada al eje de observación, se podían sacar de ellas mensajes distintos. Gracias a eso las Escrituras proporcionaban una infinita cantidad de conocimientos que cambiaban sin cesar y se convertían en una maravillosa obra de arte, un objeto que deleitaba la vista con sus increíbles latidos luminosos. El rojo y el oro aparecían por todo el objeto junto a hebras de azul.

El simbolismo de los colores no era algo arbitrario y retrocedía en el tiempo hasta las primeras pinturas románicas medievales. El rojo siempre representaba al Padre. El azul era el color del Hijo. Y el oro, por supuesto, el del Espíritu Santo. El verde simbolizaba la nueva vida del elegido; el violeta era el color del luto; el marrón el de la resistencia y el sufrimiento; el blanco el color de la luz y, finalmente, el negro el de los Poderes de la Oscuridad, la muerte y el pecado.

Todos aquellos colores podían encontrarse dentro del holograma formado por la Biblia a lo largo del eje temporal. En conjunción con secciones del texto, formaban mensajes muy complicados que se permutaban y volvían a formarse. Emmanuel jamás se cansaba de contemplar el holograma; tanto para él como para Elijah era el holograma supremo, el que dominaba todos los demás. La Iglesia Cristiano-Islámica no aprobaba que la Biblia fuera transmutada en un holograma de colores codificados y había prohibido su manufactura y su venta, por lo que Elijah había construido aquel holograma él mismo, sin la aprobación de la Iglesia.

Era un holograma abierto, dentro del que se podía introducir nueva información. Emmanuel se preguntaba por qué, pero nunca había llegado a formular esa pregunta en voz alta. Sentía que ocultaba un secreto. Elijah no le respondería, así que no se lo preguntaba.

Lo que sí podía hacer era escribir en el teclado unido al holograma unas cuantas palabras clave de las Escrituras, con lo que el holograma se reordenaría a lo largo de todos sus ejes espaciales siguiendo el punto de la cita. Con ello, todo el texto de la Biblia tomaría como foco la relación con los datos que él hubiera escrito.

—¿Y si introduzco algo nuevo en él? —le había preguntado un día a Elijah.

—No lo hagas nunca —le había dicho Elijah con gran severidad.

—Pero técnicamente es posible.

—Es algo que no debe hacerse.

El niño solía preguntarse muy a menudo por qué.

Naturalmente, sabía por qué la Iglesia Cristiano-Islámica no permitía transmutar la Biblia en un holograma codificado por colores. Si aprendías cómo hacerlo, podrías inclinar gradualmente el eje temporal, el eje de la auténtica verdad, hasta acabar superponiendo en él capas sucesivas que harían posible leer un mensaje vertical…, un nuevo mensaje. De esa forma entrabas en un diálogo con las Escrituras, y éstas cobraban vida. Se convertían en un organismo consciente que nunca era dos veces igual a sí mismo. Naturalmente, la Iglesia Cristiano-Islámica quería que tanto la Biblia como el Corán quedaran congelados para siempre. Si la Iglesia dejaba escapar las Escrituras, perdía su monopolio.

La superposición era el factor decisivo. Y aquella sofisticada superposición sólo podía conseguirse dentro de un holograma, pero aun así Emmanuel sabía que hacía mucho tiempo, en una ocasión, las Escrituras fueron descifradas de aquella forma. Cada vez que intentó interrogar a Elijah sobre aquel asunto, el anciano se mostró muy reticente, por lo que el niño acabó dejando de hacerle preguntas al respecto.

El año anterior se produjo un incidente muy embarazoso cuando estaban en la iglesia. Elijah había llevado al niño a la misa del jueves por la mañana. Dado que no había sido confirmado, Emmanuel no podía recibir la hostia, y mientras todos los demás miembros de la congregación iban desfilando hacia el altar, Emmanuel se quedó arrodillado, rezando. Y, cuando el sacerdote empezó a ir de una persona a otra con el cáliz en la mano, mojando las hostias en el vino consagrado y diciendo: «La Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, que fue derramada por nosotros…», Emmanuel se puso en pie y, con voz límpida y tranquila, dijo:

—La sangre no está ahí y el cuerpo tampoco.

El sacerdote se quedó callado e intentó ver quién había dicho aquello.

—No tienes la autoridad —dijo Emmanuel. Y, después de aquellas palabras, se dio la vuelta y salió de la iglesia. Elijah le encontró en su coche, escuchando la radio.

—No puedes hacer ese tipo de cosas —le había dicho Elijah mientras volvían a casa—. No puedes decirles eso. Abrirán un archivo a tu nombre, y eso es precisamente lo que no queremos. —Estaba furioso.

—Lo vi —dijo Emmanuel—. No era más que pan y vino.

—Te refieres a los accidentes. La forma externa. Pero la esencia era…

—No había ninguna otra esencia más que la apariencia visible —respondió Emmanuel—. El milagro no sucedió porque el sacerdote no era un sacerdote.

Después de que dijera eso, hicieron el resto del trayecto en silencio.

—¿Niegas el milagro de la transubstanciación? —le preguntó aquella noche Elijah mientras le acostaba.

—Niego que tuviera lugar en el día de hoy —dijo Emmanuel—, en ese sitio. No volveré ahí.

—Lo que deseo es que seas tan astuto como una serpiente y tan inocente como una paloma —dijo Elijah.

Emmanuel le miró.

—Mataron a…

—No tienen poder alguno sobre mí —dijo Emmanuel.

—Pueden destruirte. Pueden preparar otro accidente. El año próximo me obligarán a matricularte en una escuela. Por suerte, y debido al daño sufrido por tu cerebro, no tendrás que ir a una escuela normal. Cuento con que ellos… —Elijah vaciló.

Emmanuel terminó la frase por él:

—Atribuyan cuanto haya de raro en mí a las consecuencias de ese daño cerebral.

—Así es.

—Y el que sufriera ese daño cerebral, ¿fue algo preparado?

—Yo… Quizá.

—Bueno, pues parece que ha servido de algo, ¿no? —Pero si al menos pudiera saber cuál es mi auténtico nombre, pensó—. ¿Por qué no puedes revelarme mi nombre? —preguntó.

—Tu madre ya te lo reveló —dijo Elijah, esquivando la pregunta.

—Mi madre está muerta.

—Tú mismo acabarás pronunciándolo.

—Me estoy impacientando. —Y entonces se le ocurrió una extraña idea—. ¿Murió por haber pronunciado mi nombre?

—Quizá —dijo Elijah.

—¿Y ésa es la razón de que tú no quieras pronunciarlo? ¿Porque te mataría? Y a mí no.

—No es un nombre en el sentido habitual de la palabra. Es una orden.

Emmanuel siguió pensando en todo aquello después de la conversación. Un nombre que no era un nombre sino una orden… Eso le hizo acordarse de Adán, que les dio nombre a los animales. Empezó a pensar en ello. Las Escrituras decían:

… y se los trajo al hombre para que viese cómo los llamaría…

—Entonces, ¿Dios no sabía qué nombres les daría? —le preguntó a Elijah un día.

—Sólo el hombre posee el lenguaje —le explicó Elijah—. Sólo el hombre puede hacer que nazca el lenguaje. Además… —Miró al niño—. Cuando el ser humano les dio nombres a los animales, dejó establecido su dominio sobre ellos.

Oh, todo lo que tu nombre podría llegar a controlar, comprendió Emmanuel. Ésa es la razón de que nadie deba pronunciar mi nombre porque nadie debe —o puede—, controlarme.

—Entonces, Dios estuvo jugando con Adán —dijo—. Quería ver si el hombre conocía los nombres correctos. Estaba poniéndolo a prueba. A Dios le gusta jugar, ¿verdad?

—No estoy seguro de conocer la respuesta a esa pregunta —dijo Elijah.

—En realidad no era una pregunta. Era una afirmación.

—No es algo que normalmente se asocie a Dios.

—Entonces, la naturaleza de Dios es algo conocida.

—Su naturaleza no es conocida.

—Le gustan los juegos y jugar a ellos —dijo Emmanuel—. En las Escrituras dice que descansó, pero yo digo que jugó.

Quería introducir aquello en el holograma de la Biblia en forma de apéndice, pero sabía que no debía hacerlo. ¿Cómo alteraría eso el holograma total?, se preguntó. Añadirle a la Torá que a Dios le gusta jugar y divertirse… Es extraño que no pueda añadir eso, pensó. Alguien debe añadirlo; tiene que estar ahí, en las Escrituras. Algún día…

Aprendió lo que eran el dolor y la muerte gracias a un perro que agonizaba. Había sido atropellado y ahora yacía tendido en la cuneta, con el pecho aplastado y una espuma sanguinolenta burbujeando en su boca. Cuando se inclinó sobre él, el perro le contempló con los ojos vidriosos, unos ojos que ya estaban viendo la otra vida.

Emmanuel puso la mano sobre su rabo, corto y grueso, para comprender lo que decía.

—¿Quién ha ordenado que mueras de esta forma? —le preguntó al perro—. ¿Qué habías hecho?

—No hice nada —replicó el perro.

—Pero esta muerte es horrible.

—Pues pese a ello soy inocente —le dijo el perro.

—¿Has matado alguna vez?

—Oh, sí. Mis mandíbulas están concebidas para matar. Fui construido para matar a las criaturas más pequeñas que yo.

—¿Y matas por alimentarte o por placer?

—Mato porque me alegra matar —le dijo el perro—. Es un juego; es el juego a que me dedico.

—No sabía que hubiera juegos como ése —dijo Emmanuel—. ¿Cuál es la razón de que los perros maten y mueran? ¿Por qué existen esos juegos?

—Esas sutilezas no significan nada para mí —le dijo el perro—. Mato por matar y muero porque he de morir. Es algo necesario, es la regla que gobierna a todas las demás, la última regla. ¿Acaso tú no vives, matas y mueres obedeciendo a esa regla? Estoy seguro de que sí. Tú también eres una criatura.

—Hago lo que deseo.

—Te mientes a ti mismo —dijo el perro—. Sólo Dios puede hacer lo que desee.

—Entonces, debo de ser Dios.

—Si eres Dios, cúrame.

—Pero tú estás sometido a la ley.

—No eres Dios.

—La ley es voluntad de Dios, perro.

—Entonces, tú mismo lo has dicho; tú mismo has respondido a tu propia pregunta. Y ahora, déjame morir.

Cuando le habló a Elijah del perro que había muerto, Elijah dijo:

Ve, extranjero, y cuéntale a los lacedemonios que aquí caímos, obedeciendo sus deseos.

—Eso es lo que dijeron de los espartanos que cayeron en las Termópilas —le explicó Elijah.

—¿Por qué me cuentas eso? —preguntó Emmanuel.

Y Elijah dijo:

Tú que pasas por aquí, ve y dile a los espartanos que aquí yacemos, en obediencia a sus leyes.

—Te refieres al perro, ¿no? —dijo Emmanuel.

—Sí, me refiero al perro.

—No hay ninguna diferencia entre un perro muerto en la cuneta y los espartanos que murieron en las Termópilas. —Ahora lo comprendía—. Ninguna diferencia —dijo—. Ya veo.

—Si puedes comprender por qué murieron los espartanos, entonces puedes comprenderlo todo —dijo Elijah.

Tú que pasas por aquí, deténte un momento; estamos obedeciendo las leyes espartanas.

—¿Y para el perro no hay ningún pareado? —preguntó Emmanuel.

Y Elijah dijo:

Viajero, que te entre esto en la mollera: como hicieron los espartanos, así hizo el perro en la carretera.

—Gracias —dijo Emmanuel.

—¿Qué fue lo último que dijo el perro? —le preguntó Elijah.

—El perro dijo: «Y ahora, déjame morir».

Y Elijah dijo:

Lasciatemi morire!

E chi volete voi che mi conforte

in cosi dura sorte,

in cosi gran martire?

—¿Qué es eso? —preguntó Emmanuel.

—La pieza musical más hermosa escrita antes de Bach —dijo Elijah—. El madrigal de Monteverdi llamado «Lamento d’Arianna». Esto es lo que significa:

¡Dejadme morir!

¿Y qué creéis que puede consolarme

En mi gran infortunio,

En tan gran tormento?

—Entonces la muerte del perro es una obra de arte —dijo Emmanuel—. El arte más elevado del mundo… O, al menos, es algo celebrado y recordado por el arte. ¿Tengo que ver nobleza en un perro viejo y feo que agoniza con el pecho aplastado?

—Si crees a Monteverdi, sí —dijo Elijah—. Y a quienes reverencian a Monteverdi, claro.

—¿Y el lamento continúa?

—Sí, pero no es aplicable a todo esto. Ariadna ha sido abandonada por Teseo; se trata del amor no correspondido.

—¿Y qué es peor? —preguntó Emmanuel—. ¿Un perro que agoniza en la cuneta o Ariadna rechazada?

—Ariadna imagina su tormento, pero el del perro es real —dijo Elijah.

—Entonces el tormento del perro es peor —dijo Emmanuel—. Es la más grande de las dos tragedias. —Lo comprendía. Y, extrañamente, se sintió satisfecho. El universo en el que un perro viejo y feo que agonizaba valía más que una figura clásica de la antigua Grecia era un buen universo. Sintió cómo el equilibrio perdido volvía a su posición correcta, y percibió el sistema de pesas que lo dirigía todo. Percibió la honestidad del universo y dejó de estar confuso. Pero, y eso era todavía más importante, el perro comprendía su propia muerte. Después de todo, el perro jamás había oído la música de Monteverdi ni había leído los dos versos grabados sobre la columna de piedra de las Termópilas. El arte era para aquellos que contemplaban la muerte, no para los que la vivían. Para la criatura que agonizaba, un vaso de agua era más importante.

—Tu madre detestaba ciertas formas de arte —dijo Elijah—. En particular, aborrecía a Linda Fox.

—Déjame oír algo de Linda Fox —dijo Emmanuel.

Elijah puso una cinta en el cassette, y tanto el niño como él escucharon en silencio.

No fluyáis tan deprisa, manantiales, que…

—Basta —dijo Emmanuel—. Quítala. —Se tapó los oídos con las manos—. Es horrible. —Estaba temblando.

—¿Qué ocurre? —Elijah rodeó al niño con sus brazos y lo levantó para abrazarlo—. Jamás te había visto tan trastornado.

—¡Él estaba escuchando eso mientras mi madre se estaba muriendo! —Emmanuel clavó los ojos en el barbudo rostro de Elijah.

Recuerdo, se dijo Emmanuel. Estoy empezando a recordar quién soy.

—¿Qué pasa? —le preguntó Elijah. Seguía abrazando fuertemente al niño.

Está ocurriendo, comprendió Emmanuel. Por fin. Ésa era la primera de las señales que yo mismo preparé, sabiendo que tarde o temprano se pondría en funcionamiento.

El niño y el hombre se miraron a los ojos. Ninguno de los dos habló. Emmanuel se agarró al barbudo anciano, temblando; usando todas sus fuerzas para no caer.

—No temas —dijo Elijah.

—Elías —dijo Emmanuel—. Tú eres Elías, el que precede. El que llega antes del gran día terrible.

—Ese día no debe inspirarte ningún miedo —dijo Elijah, abrazando al niño y acunándolo con delicadeza.

—Pero él sí —dijo Emmanuel—. El Adversario al que odiamos… Su hora ha llegado. Temo por él, pues ahora sé lo que ha de venir.

—Escucha —le dijo Elijah en voz baja.

¡Cómo has caído del cielo, brillante estrella matutina,

precipitándote a la tierra, indefenso entre las naciones!

Pensaste:

escalaré los cielos;

pondré mi trono por encima de las estrellas de Dios,

me sentaré en la montaña donde se reúnen los dioses,

allá en el lejano norte.

Me alzaré sobre las nubes

y seré igual que el Altísimo.

Pero has sido precipitado al Sheol,

a lo más profundo de los abismos.

Quienes te vean te contemplarán

y en silencio, pensativos…

—¿Ves? —dijo Elijah—. Está aquí. Este pequeño planeta es el sitio donde vive. Lo convirtió en su fortaleza hace dos mil años y creó una prisión para la gente, igual que hizo en Egipto. Durante dos mil años la gente ha llorado y no hubo ninguna respuesta, ninguna ayuda. Son todos suyos, de su propiedad. Y cree que está a salvo.

Emmanuel, agarrado todavía al anciano, empezó a llorar.

—¿Sigues teniendo miedo? —preguntó Elijah.

—Lloro con ellos —dijo Emmanuel—. Lloro con mi madre. Lloro con el perro agonizante que no lloraba. Lloro por ellos. Y por Belial, la brillante estrella matutina que cayó del cielo y que dio origen a todo esto…

Y lloro por mí mismo, pensó. Soy mi madre; soy el perro agonizante y la gente que sufre, y también soy esa brillante estrella matutina… Sí, soy incluso Belial, él y aquello en que se ha convertido.

El anciano lo abrazó con más fuerza.