La comida olía bien y estaba deliciosa, pero cuando hacía poco que habían empezado Rybys Rommey le pidió que la disculpara y fue con paso inseguro desde la matriz central de la cúpula —la cúpula de Asher—, hasta el cuarto de baño. Asher intentó no enterarse de los ruidos que hacía; llegó a un acuerdo con su sistema perceptivo para que no oyera, y a otro acuerdo con su inteligencia para que no comprendiera. La chica, que estaba vomitando en el cuarto de baño, lanzó un grito ahogado, y Asher rechinó los dientes, apartó su plato y se levantó rápidamente para poner en marcha su sistema de audio interior; escogió uno de los primeros álbumes de la Fox.
¡Vuelve!
El dulce amor me invita
a gozar de tus gracias, que se niegan
a darme el deleite necesario…
—¿No tendrás un poco de leche? —dijo Rybys desde el umbral del cuarto de baño, bastante pálida.
Sin decir palabra, Asher le dio un vaso de leche, o de lo que en aquel planeta pasaba por serlo.
—Tengo antieméticos —dijo Rybys mientras cogía el vaso de leche—, pero no me he acordado de coger ningún comprimido. Están en mi cúpula.
—Podría ir a buscarlos —dijo él.
—¿Sabes lo que me dijo MED? —le preguntó ella, con la voz cargada de indignación—. Dijo que esta quimioterapia no me haría caer el pelo, pero ya estoy empezando a perderlo…
—Está bien —la interrumpió Asher.
—¿Cómo que está bien?
—Lo siento —dijo él.
—Te estoy poniendo nervioso —murmuró ella—. La velada se ha estropeado, y tú estás…, no sé cómo decirlo. Si me hubiera acordado de traer mis antieméticos habría podido… —Se calló—. La próxima vez los traeré. Lo prometo. Éste es uno de los pocos álbumes de la Fox que me gustan. Entonces era realmente buena, ¿no te parece?
—Sí —dijo él con voz tensa.
—Linda Box —dijo Rybys.
—¿Qué? —dijo él.
—Linda Box, Linda la Caja. Así es como solíamos llamarla mi hermana y yo. —Intentó sonreír.
—Por favor, vuelve a tu cúpula —dijo Asher.
—Oh —murmuró ella—. Bueno… —Se alisó el cabello con una mano algo temblorosa—. ¿Te importaría acompañarme? Creo que en estos momentos sería incapaz de llegar yo sola. Estoy bastante débil. La verdad es que me encuentro fatal.
Me estás obligando a ir contigo, pensó Asher. Así son las cosas. Es lo que está pasando. No te irás sola, piensas llevarte mi alma contigo. Y lo sabes. Eres tan consciente de ello como del nombre de la medicación que tomas, y me odias igual que odias la medicación, igual que odias a MED y a tu enfermedad; todo es odio, odio hacia todas y cada una de las cosas que hay bajo estos dos soles. Sé quién eres. Te comprendo. Sé lo que va a suceder. De hecho, ya ha empezado a suceder.
Y no te culpo, pensó. Pero no pienso perder a la Fox; la Fox va a durar más que tú. Y yo también. No vas a cargarte el éter luminoso que anima nuestras almas.
Me agarraré a la Fox, y la Fox me sostendrá en sus brazos y se agarrará a mí. Nosotros dos…, no hay nada que pueda separarnos. Tengo docenas de horas de la Fox en cintas de video y de audio y las cintas no son tan sólo para mí, sino para todo el mundo. ¿Crees que puedes acabar con eso?, se dijo. Ya lo han intentado antes. El poder de los débiles es un poder imperfecto, pensó; al final acaba siendo derrotado. De ahí viene su nombre. Por eso los llamamos débiles, y con razón.
—Sensiblería —dijo Rybys.
—Cierto —dijo él sarcásticamente.
—Y, además, sensiblería reciclada.
—Y con las metáforas equivocadas.
—¿En sus canciones?
—En lo que estoy pensando. Cuando me enfado de veras tiendo a confundirme…
—Deja que te diga una cosa —le interrumpió Rybys—. Sólo una cosa… Si quiero sobrevivir, no puedo permitirme el lujo de ponerme sentimental. Tengo que ser muy dura. Si te he hecho enfadar lo siento, pero así son las cosas. Es mi vida. Algún día quizá te encuentres en mi situación actual, y entonces lo comprenderás. Espera a que llegue ese día, y entonces podrás juzgarme. Si es que llega alguna vez… Mientras tanto, todo eso que haces sonar en el sistema audio de tu cúpula es basura. Para mí tiene que ser basura, ¿lo comprendes? Puedes olvidarme; puedes mandarme de regreso a mi cúpula, y probablemente ése es el sitio donde debo estar; pero, si quieres tener algún tipo de relación conmigo, por pequeña que sea…
—De acuerdo —dijo él—. Lo entiendo.
—Gracias. ¿Puedo tomar un poco más de leche? Apaga el audio y terminaremos de comer. ¿Te parece bien?
—¿Piensas seguir intentando…? —dijo él, asombrado.
—Todas las criaturas y especies que se rindieron y dejaron de comer ya no están con nosotros. —Rybys volvió a tomar asiento con cierta dificultad, agarrándose al canto de la mesa.
—Te admiro.
—No —dijo ella—. Soy yo quien te admira. Para ti es más difícil. Lo sé.
—La muerte… —empezó a decir él.
—Esto no es la muerte. ¿Sabes qué es? ¿Sabes qué es comparado con lo que sale de tus altavoces? Esto es la vida. La leche, por favor; realmente la necesito.
—Supongo que no puedes acabar con el éter —dijo él mientras le servía más leche—. Ni con el luminoso ni con ningún otro.
—No —dijo ella—, ya que no existe.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Asher.
—Veintisiete.
—¿Emigraste voluntariamente?
—¿Quién puede saberlo? —se encogió de hombros Rybys—. En este momento de mi vida soy incapaz de reconstruir lo que pensaba antes. En el fondo, tengo la sensación de que emigrar poseía un componente espiritual. Era emigrar o entrar en el sacerdocio. Me educaron dentro del Legado Científico pero…
—El Partido —dijo Herb Asher. Seguía pensando en él con su viejo nombre, el Partido Comunista.
—Pero, cuando estaba en la universidad, empecé a trabajar en cosas de la iglesia. Tomé una decisión. Escogí a Dios por encima del universo material.
—Así que eres católica.
—Iglesia Cristiana Integrada, sí. Ya sabrás que ese término que has usado se encuentra prohibido, ¿no?
—No me importa —dijo Herb Asher—. No tengo ninguna relación con la Iglesia.
—Quizá te gustara leer algunos libros de C. S. Lewis. Podría prestártelos.
—No, gracias.
—Esta enfermedad que sufro… —dijo Rybys—. Bueno, es algo que me ha hecho preguntarme si… —Hizo una pausa—. Tienes que experimentarlo todo en términos de una imagen final. La enfermedad que sufro puede parecer maligna en sí misma, pero sirve a un propósito más alto que somos incapaces de ver. O que, al menos, todavía no podemos ver.
—Ésa es la razón de que no lea a C. S. Lewis —dijo Herb Asher.
Rybys le miró con frialdad, desapasionadamente.
—¿Es cierto que los clems tenían la costumbre de adorar a una deidad pagana sobre esta colina?
—Eso parece —dijo él—. La llamaban Yah.
—Aleluya —dijo Rybys.
—¿Cómo? —dijo él, sorprendido.
—Significa: «Te alabamos, Yah». En hebreo es halleluyah.
—Yavé, entonces.
—No debes pronunciar nunca su nombre. Es el Tetragrammatón sagrado. Elohim, que no es plural sino singular, quiere decir Dios, y en otra parte de la Biblia el Nombre Divino aparece junto con Adonai, con lo que se tiene «Señor Dios». Puedes escoger entre Elohim o Adonai, o utilizarlos juntos, pero nunca puedes decir Yavé.
—Acabas de hacerlo.
Rybys sonrió.
—Bueno, nadie es perfecto. Mátame.
—¿Crees en todo eso?
—No hago más que explicarte los hechos. —Agitó su mano—. Hechos históricos.
—Pero tú crees en ellos. Quiero decir que crees en Dios.
—Sí.
—Y tu esclerosis múltiple, ¿es voluntad de Dios?
—Él permitió que sucediera —dijo Rybys, hablando muy despacio y con voz insegura—. Pero creo que me está curando. Tengo que aprender algo, y ésta es la forma de que lo aprenda.
—¿Y no podría enseñártelo de alguna forma menos dura?
—Al parecer no.
—Yah ha estado comunicándose conmigo —dijo Asher.
—No, no; eso es un error. En el comienzo, los hebreos creían que los dioses paganos existían, pero que eran malignos; después, se dieron cuenta de que los dioses paganos no existían.
—Las señales que recibo y las cintas… —dijo Asher.
—¿Hablas en serio?
—Naturalmente que sí.
—Entonces, ¿aquí hay una forma de vida aparte de los clems?
—Donde se encuentra mi cúpula, sí. Pertenece a la misma categoría que las interferencias de onda corta, pero es inteligente. Es selectiva.
—Pon una de las cintas —dijo Rybys.
—Claro. —Herb Asher fue hacia su terminal de ordenador y empezó a teclear en él. Un instante después, la cinta que había pedido empezó a sonar.
Pobres desgraciados, dejad que me burle
de este ciego viaje.
Las santas esperanzas exigen
vuestro trasero.
Rybys se rió.
—Lo siento —dijo, luchando con la risa—. ¿Y ha sido Yah quien hizo eso? ¿No se trata de ningún listillo de la nave madre o de Fomalhaut? Quiero decir que suena exactamente igual que la Fox. Me refiero al tono; no a las palabras. La forma de cantar… Herb, alguien te está gastando una broma. Eso no es una deidad. Puede que sean los clems.
—Hice que uno de ellos entrara aquí —explicó Asher con amargura—. Creo que, cuando llegamos aquí para colonizar el planeta, tendríamos que haber utilizado el gas nervioso con ellos. Yo pensaba que sólo te encontrabas a Dios después de haber muerto.
—Dios es el Dios de la historia y de las naciones. Y de la naturaleza. Originalmente, lo más probable es que Yavé fuera una deidad volcánica. Pero interviene en la historia periódicamente, y el mejor ejemplo es cuando actuó para sacar a los hebreos de Egipto, haciendo que dejaran de ser esclavos y llevándolos a la Tierra Prometida. Los hebreos eran pastores y estaban acostumbrados a la libertad; pasarse la vida haciendo ladrillos era algo terrible para ellos. Y, además, el faraón les hacía recoger paja y, pese a ello, les obligaba a seguir cumpliendo cada día con su cuota de ladrillos. Es una situación arquetípica, algo que puede encontrarse en todos los tiempos: Dios salvando a los hombres de la esclavitud y llevándolos a la libertad. El faraón representa a todos los tiranos de todas las épocas. —Su voz era tranquila y racional; Asher estaba bastante impresionado.
—Así que puedes encontrar a Dios estando con vida… —dijo.
—En circunstancias excepcionales, sí. Originalmente, Dios y Moisés hablaban igual que un hombre cuando conversa con su amigo.
—¿Y qué es lo que se estropeó?
—¿Qué quieres decir?
—Ahora ya nadie oye la voz de Dios.
—Tú sí —dijo Rybys.
—Quienes la oyen son mis sistemas de audio y video.
—Eso es mejor que nada. —Rybys le miró en silencio durante unos momentos—. No parece que te guste mucho.
—Está interfiriendo con mi vida.
—Yo también —dijo ella.
Asher no logró dar con ninguna respuesta a sus palabras; era cierto.
—¿Qué es lo que haces normalmente? —preguntó Rybys—. ¿Te quedas tumbado en tu catre escuchando a la Fox? El suministrador me dijo que eso es lo que haces; ¿es cierto? No me parece gran cosa como vida.
Asher sintió nuevamente algo de ira, una ira cansada y triste. Estaba harto de verse obligado a defender su forma de vida, así que no dijo nada.
—Creo que el primer libro que voy a prestarte será El problema del dolor, de C. S. Lewis —dijo Rybys—. En ese libro, Lewis…
—He leído Fuera del planeta silencioso —dijo Asher.
—¿Te gustó?
—No estaba mal.
—Y tendrías que leer las Cartas del diablo a su sobrino —dijo Rybys—. Tengo dos ejemplares de ese libro.
Oye, pensó Asher, ¿no basta con que te vea morir y descubra a Dios mediante esa experiencia?
—Mira —dijo—, yo pertenezco al Legado Científico. El Partido. ¿Entiendes? Fue decisión mía; es el bando que he escogido. El dolor y la enfermedad son algo que debe ser erradicado, no comprendido. No hay otra vida y Dios no existe, salvo quizá bajo la forma de una extraña perturbación de la ionosfera que está jodiendo mi equipo en esta montañita de mierda. Si cuando muera descubro que me he equivocado, alegaré como circunstancias atenuantes mi ignorancia y el hecho que me educaron mal. Mientras tanto, me interesa mucho más proteger mis cables y eliminar la interferencia que no mantener largas conversaciones con ese tal Yah. No tengo cabras que sacrificarle, y, además, hay otras cosas que debo hacer. Me molesta mucho que mis cintas de la Fox queden destrozadas; para mí son todo un tesoro, y hay algunas de ellas de las que no puedo obtener otro ejemplar. Y, de todas formas, Dios no anda metiendo frases como «tu trasero» en mitad de canciones preciosas. Al menos, no ninguno de los dioses que soy capaz de concebir…
—Está intentando atraer tu atención —dijo Rybys.
—Pues haría mejor diciendo: «Hey, hablemos un rato».
—Al parecer, se trata de una forma de vida más bien furtiva. No tiene ningún rasgo isomórfico que la una a nosotros. No piensa igual.
—Es una molestia, eso es lo que es.
—Quizás esté modificando sus manifestaciones para protegerte —dijo Rybys, con cara pensativa.
—¿Protegerme de qué?
—De él mismo. —De repente todo su cuerpo se estremeció de manera incontrolable, presa de un evidente dolor—. ¡Oh, maldita sea! ¡Mi pelo se está cayendo! —Se levantó de la mesa—. Tengo que volver a mi cúpula para ponerme esa peluca que me dieron. Esto es horrible. ¿Quieres acompañarme? Por favor.
No entiendo cómo una persona que está perdiendo el cabello puede creer en Dios, pensó Asher.
—No puedo —dijo—. No puedo ir contigo, es imposible. Lo siento. No tengo ningún suministro de aire portátil, y, además, tengo que ocuparme de mis aparatos. Es la verdad.
Rybys asintió, mirándole con cara de abatimiento. Al parecer, le creía. Asher sintió una leve punzada de culpabilidad pero, por encima de eso, experimentó un alivio abrumador al ver que se marchaba. Ahora, aunque sólo fuera durante un tiempo, se libraría de la carga que suponía tratar con ella. Y, si tenía suerte, quizá consiguiera librarse de ella para siempre. La única plegaria de que se creía capaz era: Espero no volver a verla nunca más entrando en esta cúpula. Mientras viva.
La observó ponerse el traje para el trayecto de vuelta a su cúpula, sintiendo una mezcla de placer y tranquilidad. Y se preguntó qué cinta de entre su tesoro con canciones de la Fox iba a poner cuando Rybys y sus crueles aguijones verbales se hubieran marchado, dejándole libre una vez más: libre de ser lo que realmente era, el sibarita y experto en belleza inmortal. La belleza y la perfección hacia la cual se movían todas las cosas: Linda Fox.
Esa noche, mientras dormía, oyó una voz suave que se dirigía a él.
—Herbert, Herbert.
Abrió los ojos.
—No estoy de turno —dijo, pensando que era la nave madre—. La Cúpula Nueve sí está activa. Déjame dormir.
—Mira —dijo la voz.
Miró…, y vio que su tablero de control, que gobernaba todo su equipo de comunicaciones, estaba ardiendo.
—Cristo —dijo, y alargó la mano hacia el interruptor mural que conectaría los extintores de emergencia. Pero entonces se dio cuenta de algo muy raro. Algo que le dejó perplejo. Aunque el tablero de control ardía, no estaba consumiéndose.
El fuego le deslumbraba y hacía que le dolieran los ojos. Los cerró y puso el brazo delante de la cara.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Soy Ehyeh —dijo la voz.
—Bueno… —murmuró Herb Asher, asombrado. Era la deidad de la montaña, hablándole directamente, sin ninguna interfaz electrónica. Herb Asher se sintió abrumado por una sensación muy extraña, la idea de que él no era digno de tal comunicación, y siguió tapándose la cara con el brazo—. ¿Qué quieres? —preguntó—. Quiero decir que…, bueno, es tarde. Ahora estoy en mi ciclo de sueño.
—Deja de dormir —dijo Yah.
—He tenido un día muy duro. —Herb estaba asustado.
—Te ordeno que cuides de la chica enferma —dijo Yah—. Está sola. Si no te apresuras a ir junto a ella, quemaré tu cúpula y cuantos aparatos hay dentro de ella, aparte de a ti mismo. Te azotaré con las llamas hasta que te despiertes. No estás despierto, Herbert, todavía no, pero haré que te despiertes; haré que te levantes de tu catre para ir en su ayuda. Después os diré por qué, pero ahora no eres digno de saberlo.
—Creo que no has entrado en contacto con la persona adecuada —dijo Asher—. Creo que deberías hablar con MED. Esto es responsabilidad suya.
En ese mismo instante un olor acre y penetrante invadió sus fosas nasales. Y, horrorizado, vio cómo su tablero de control se consumía y caía al suelo convertido en un montoncito de metal fundido.
Mierda, pensó.
—Si vuelves a mentirle en cuanto a tu suministro portátil de aire —dijo Yah—, te afligiré con terribles calamidades, calamidades para las que no habrá solución posible, igual que ya no la hay para tu equipo. Ahora destruiré tus cintas de Linda Fox. —E, inmediatamente, el armarito donde Herb Asher guardaba sus cintas empezó a arder.
—Por favor —gimió Asher.
Las llamas desaparecieron. Las cintas estaban intactas. Herb Asher se levantó de su catre y fue hacia el armarito; alargó la mano, lo tocó…, y la apartó enseguida; el armarito estaba terriblemente caliente.
—Vuelve a tocarlo —dijo Yah.
—No lo haré —dijo Asher.
—Debes confiar en el Señor tu Dios.
Asher alargó la mano, y esta vez descubrió que el armarito estaba frío, así que pasó los dedos por encima de las cajas de plástico que contenían las cintas. También las cajas estaban frías.
—Cielo santo… —dijo, no ocurriéndosele nada más apropiado.
—Pon una de las cintas —dijo Yah.
—¿Cuál?
—Cualquiera.
Escogió una cinta al azar, y la colocó en el aparato. Después conectó su sistema de audio.
La cinta estaba en blanco.
—Has borrado mis cintas de la Fox —dijo.
—Eso es lo que he hecho —admitió Yah.
—¿Para siempre?
—Hasta que corras en ayuda de la chica enferma y cuides de ella.
—¿Ahora? Probablemente estará dormida.
—Está despierta. Llorando —dijo Yah.
Herb Asher sintió con más fuerza aún que antes su propia indignidad; no valía nada. Avergonzado, cerró los ojos.
—Lo siento —dijo.
—Aún no es demasiado tarde. Si te das prisa, puedes llegar ahí a tiempo.
—¿Qué quieres decir con eso de «a tiempo»?
Yah no le respondió, pero en la mente de Herb Asher se formó una imagen parecida a un holograma; la imagen tenía color y profundidad de campo. Rybys Rommey estaba sentada ante la mesa de su cocina, vestida con una bata azul; sobre la mesa había un frasco de medicinas y un vaso de agua. Estaba medio encorvada, con el mentón apoyado en el puño; entre sus dedos apretaba un pañuelo hecho una bola.
—Voy a ponerme el traje —dijo Asher; abrió el compartimiento donde lo guardaba, y su traje, usado muy pocas veces y abandonado allí dentro desde hacía mucho tiempo, cayó al suelo.
Diez minutos después Asher estaba fuera de su cúpula vestido con el grueso e incómodo traje, barriendo con su linterna el metano helado que se extendía ante él. Se estremeció, sintiendo el frío incluso a través del traje…, lo cual, como comprendió enseguida, era una ilusión, ya que el traje le proporcionaba un aislamiento perfecto. Vaya experiencia, se dijo mientras empezaba a bajar por la cuesta. Despertado en mitad de la noche, con mi equipo quemado, mis cintas borradas…, con todo borrado.
Los cristales de metano crujían bajo sus botas mientras iba descendiendo por la cuesta, captando la señal automática emitida por la cúpula de Rybys Rommey; la señal le guiaría. Imágenes dentro de mi cabeza, pensó. Imágenes de una chica a punto de quitarse la vida. Menos mal que Yah me ha despertado. Probablemente habría sido capaz de hacerlo.
Seguía asustado y, mientras bajaba por la cuesta, empezó a entonar para sí mismo una vieja canción de marcha del Partido Comunista.
Porque luchaba por la libertad
tuvo que abandonar su hogar.
Cerca del Manzanares de sangre manchado,
donde dirigía los combates para defender Madrid,
allí murió Hans, el comisario.
Con el corazón y con la mano te juro,
mientras vuelvo a cargar mi fusil,
que nunca serás olvidado,
y que el enemigo jamás será perdonado,
Hans Beimler, nuestro comisario,
Hans Beimler, nuestro comisario.