2

Bueno, se dijo Herb Asher, si entran por el techo, ya puedes imaginar que vienen a por ti. El hombre de la comida, el más importante de todos los suministradores, había desatornillado la escotilla superior de la cúpula y ahora mismo estaba bajando por la escalera.

—Un comtrix con raciones de comida —le anunció el transductor auditivo de su radio—. Inicie el procedimiento de cierre de los remaches.

—Procedimiento iniciado —dijo Asher.

—Póngase el casco —dijo el altavoz.

—No es necesario —dijo Asher. No hizo movimiento alguno para coger su casco; su flujo de renovación atmosférica compensaría cualquier pérdida sufrida durante la entrada del suministrador: había alterado las especificaciones para asegurarse de ello.

Los circuitos autónomos de la cúpula hicieron que empezara a sonar un timbre de alarma.

—¡Póngase el casco! —dijo el suministrador con voz irritada.

El timbre de alarma dejó de quejarse; la presión había vuelto a quedar estabilizada. En cuanto se dio cuenta de ello, el suministrador puso cara de satisfacción. Se quitó el casco y empezó a sacar paquetes de su comtrix.

—Somos una raza muy resistente —dijo Asher, ayudándole.

—Veo que le ha cambiado los amperajes a todo el equipo —observó el suministrador; como todos los encargados de aprovisionar a las cúpulas, era de constitución robusta y se movía con rapidez. Manejar una lanzadera comtrix que iba y venía de las naves madre a las cúpulas de CY30II no era un trabajo demasiado seguro. El suministrador lo sabía, y Asher también. Cualquier idiota era capaz de quedarse sentado dentro de una cúpula; las personas capaces de funcionar en el exterior no abundaban.

—¿Puedo descansar un momento? —dijo el suministrador, en cuanto hubo terminado con su trabajo.

—No puedo ofrecerle nada más que una taza de Kaff —dijo Asher.

—Con eso basta. No he tomado un solo café auténtico desde que llegué aquí. Y llegué aquí mucho antes que usted. —El suministrador tomó asiento junto a la zona del módulo de comidas.

Los dos hombres se quedaron callados, uno a cada lado de la mesa, mirándose y tomando Kaff. En el exterior de la cúpula el metano podía seguir haciendo de las suyas, pero aquí dentro ninguno de los dos lo notaba. El suministrador estaba sudando; al parecer, el nivel de temperatura de Asher resultaba demasiado alto para él.

—¿Sabe una cosa, Asher? —dijo el suministrador—. Tengo la impresión de que usted se limita a quedarse tumbado en el catre con todo el equipo funcionando en automático. ¿Acierto?

—No me aburro.

—Algunas veces pienso que ustedes, los tipos de las cúpulas… —El suministrador guardó silencio unos instantes—. Asher, ¿conoce a la mujer que vive en la cúpula de al lado?

—Un poco —dijo Asher—. Mi equipo le pasa datos a sus circuitos tres o cuatro veces a la semana. Los almacena, aumenta la potencia y los transmite. Bueno, eso creo… La verdad es que yo…

—Está enferma —dijo el suministrador.

—La última vez que hablé con ella parecía encontrarse bien —murmuró Asher, algo sorprendido—. Usamos el video. Dijo algo acerca de que tenía problemas para leer la pantalla de su terminal.

—Se está muriendo —dijo el suministrador, y tomó un sorbo de su Kaff.

Al oír aquella palabra, Asher tuvo miedo. Sintió un escalofrío. Intentó ver mentalmente a esa mujer, pero una extraña serie de escenas invadió su cabeza, escenas mezcladas con una melosa música de cuerdas. Qué brebaje tan raro, pensó; video y fragmentos auditivos, como pedazos de ropa vieja que pertenecieron a los muertos. La mujer era bajita y morena. Y, ¿cuál era su nombre?

—No consigo pensar con claridad —dijo, y se apretó las sienes con las palmas de las manos. Como si quisiera tranquilizarse a sí mismo. Después se levantó y fue al tablero principal, donde accionó un par de teclas; la pantalla mostró el nombre de la mujer, recuperado por el código que utilizaban en sus comunicaciones. Rybys Rommey—. ¿De qué se está muriendo? —preguntó—. ¿Qué diablos quiere decirme?

—Esclerosis múltiple.

—No te puedes morir de eso. Hoy en día no.

—Aquí sí.

—¿Cómo…? Mierda. —Volvió a sentarse; le temblaban las manos. Que me cuelguen, pensó—. ¿Y está muy avanzada?

—Oh, muy poco —dijo el suministrador—. ¿Qué le pasa? —Clavó los ojos en Asher con cierto interés.

—No lo sé. Nervios. Será cosa del Kaff.

—Hace un par de meses me dijo que, cuando estaba a punto de cumplir los veinte años, sufrió un…, ¿cómo se llama? Un aneurisma. En el ojo izquierdo. La dejó sin visión central en ese ojo. En aquel momento sospecharon que podía ser resultado de una esclerosis múltiple. Y hoy, cuando hablé con ella, me dijo que estaba sufriendo una neuritis óptica, lo cual…

—¿Ha informado de esos síntomas al MED? —le preguntó Asher.

—La correlación de un aneurisma y un período de remisión al que sigue el ver doble, manchas borrosas… Oiga, tiene usted muy mala cara.

—Durante un segundo he sentido algo muy raro, algo inexplicable —dijo Asher—. Ya se me ha pasado. Como si todo esto me hubiera ocurrido antes.

—Tendría que llamarla y hablar con ella —dijo el suministrador—. Creo que también a usted le iría bien. Al menos, haría que se levantara de su catre.

—No hace falta que intente mejorar mi vida —gruñó Asher—. Me marché del Sistema Solar justamente por eso. ¿Le he contado alguna vez qué me obligaba a hacer mi segunda esposa cada mañana? Tenía que servirle el desayuno en la cama; luego tenía que…

—Cuando le entregué las provisiones, la mujer estaba llorando.

Asher se volvió hacia su teclado, pulsó unos cuantos controles y leyó lo aparecido en la pantalla.

—La esclerosis múltiple tiene un índice de curación del treinta al cuarenta por ciento.

—Aquí no —dijo el suministrador con voz cargada de paciencia—. MED no puede atenderla. Le dije que hiciera una petición para que la devolvieran a casa. Si yo estuviera en su lugar, eso es lo que haría… Pero ella no quiere.

—Está loca —dijo Asher.

—Tiene razón. Se ha vuelto loca. Aquí todo el mundo está loco.

—Hace poco que me han dicho eso mismo.

—¿Quiere una prueba? Ella es la prueba. Oiga, si supiera que estaba muy enfermo, ¿no volvería usted a casa inmediatamente?

—Se supone que no debemos abandonar nuestras cúpulas bajo ningún concepto. Además, en cuanto has emigrado, volver va en contra de la ley. No, no va en contra de la ley —dijo, corrigiéndose a sí mismo—. No si estás enfermo. Pero el trabajo que hacemos aquí…

—Oh, sí, claro… Tienen que dedicarse a observar cosas muy importantes. Cosas como Linda Fox. Oiga, ¿quién le dijo eso?

—Un clem —respondió Asher—. Un clem entró en esta cúpula y me dijo que estaba loco. Y ahora usted baja por mi escalera y me dice lo mismo. Tanto los clems como los suministradores de provisiones se dedican a diagnosticar mi estado de salud. ¿Oye esa maldita música dulzona o no? Suena por toda mi cúpula; no consigo localizar su fuente, y estoy harto de ella. De acuerdo, me encuentro mal y estoy loco; ¿en qué puedo ayudar a la señorita Rommey? Usted mismo lo ha dicho. Estoy encerrado en esta cúpula y he perdido la cabeza; no puedo ayudar a nadie.

El suministrador dejó su taza sobre la mesa.

—Tengo que irme.

—Estupendo —dijo Asher—. Lo siento; el que me hablara de la señorita Romney me ha puesto nervioso.

—Llámela y hable con ella. Necesita a alguien con quien conversar, y la suya es la cúpula más próxima. Me sorprende que no le haya dicho nada de lo que le pasa.

No se lo pregunté, pensó Herb Asher.

—Es la ley. Ya lo sabe, ¿no? —dijo el suministrador.

—¿Qué ley?

—Si una de las cúpulas tiene problemas, el vecino más próximo…

—Oh. —Asintió con la cabeza—. Bueno, nunca me había pasado nada semejante. Quiero decir que… De acuerdo, es la ley. Se me había olvidado. Oiga, ¿ha sido ella quien le dijo que me hablara de la ley?

—No —dijo el suministrador.

Después de que se hubiera marchado, Herb Asher buscó el código de la cúpula de Rybys Rommey. Empezó a pasarlo por su transmisor, pero cuando estaba a la mitad se detuvo, inseguro. Según su reloj mural eran las 18:30. Se suponía que en ese mismo punto de su ciclo de cuarenta y dos horas debía aceptar una secuencia de diversiones a gran velocidad, señales de audio y video grabadas en cinta que emanaban de un satélite cautivo de CY30 III; después de haberlas almacenado, tenía que pasarlas a velocidad normal y seleccionar el material adecuado para el conjunto de cúpulas que había en su planeta.

Decidió echarle una ojeada al horario. Linda Fox estaba dando un concierto que duraba dos horas. Linda Fox, pensó. Tú y tu síntesis del viejo rock, el streng moderno y la música para laúd de John Dowland. Jesús, pensó; si no transcribo la emisión de tu concierto en vivo, todos los habitantes de las cúpulas que hay en este planeta vendrán hasta aquí hechos una furia y me matarán. Dejando aparte las emergencias —y, realmente, nunca hay emergencias—, me pagan precisamente para esto; para que controle el tráfico de información entre los planetas, la información que nos mantiene conectados con el hogar haciendo que sigamos siendo seres humanos. Las cintas tienen que seguir girando.

Colocó el transportador de cinta a velocidad máxima, dispuso los controles del módulo para la recepción, lo ajustó todo para que captara la frecuencia operativa del satélite, comprobó la silueta ondulatoria en el sensor visual para estar seguro de que la onda de transporte llegaba sin perturbaciones, y después pidió una transcripción auditiva de lo que estaba recibiendo.

La voz de Linda Fox brotó de la hilera de altavoces colocada encima de él. Tal y como mostraba el sensor, no había distorsiones. Ningún ruido, ni un solo corte. De hecho, todos los canales se hallaban equilibrados; eso era lo que indicaban sus medidores.

Cuando la oigo, hay veces en que podría echarme a llorar, pensó. Y hablando de llorar:

Vagabundeando por esta tierra,

mi banda.

Mi amor,

en los mundos que pasan sobre nosotros.

Tocad para mí, espíritus ingrávidos.

Creo que voy a brindar por vuestra grandeza.

Mi banda.

Y, acompañando a la voz de Linda Fox, los vibrolaúdes que eran su marca de fábrica. Antes de ella, a nadie se le había ocurrido utilizar aquel instrumento del siglo XVI para el que Dowland había escrito canciones tan hermosas y tan capaces de llegar al corazón.

¿Tengo que demandaros? ¿Debo pedir compasión?

¿Debo rezar? ¿He de intentarlo otra vez?

¿Tengo que luchar para alcanzar la alegría divina

con un amor de este mundo?

¿Acaso hay palabras? ¿Existe alguna luna

donde quienes se han ido sigan viviendo?

¿Encontraré algún día un corazón puro?

Ah, se dijo, estas nuevas mezclas de las viejas canciones para laúd… Qué fuerza tienen. Algo nuevo, algo hecho para gente que ha perdido su hogar y que se ha visto dispersada igual que si una mano les hubiera arrojado a lo lejos: aquí y allá, en desorden, dentro de sus cúpulas, tirados sobre mundos miserables, en satélites y arcas… Víctimas del poder de una migración opresiva que no ven el final de sus desgracias.

Ahora, la Fox estaba cantando uno de sus temas favoritos:

Pobres desgraciados, dejad que me burle

de este ciego viaje.

Las santas esperanzas exigen

Un zumbido de estática. Herb Asher torció el gesto y lanzó una maldición; la frase que venía después había quedado borrada. Mierda, pensó.

La Fox volvió a repetir la estrofa.

Pobres desgraciados, dejad que me burle

de este ciego viaje.

Las santas esperanzas exigen

La estática de nuevo. Sabía cuál era la frase que faltaba. Decía:

un descubrimiento mayor que éste.

Irritado, le mandó un mensaje a la fuente de emisión para que volviera a enviarle los diez últimos segundos del mensaje; la cinta se rebobinó obedientemente, le mandó el indicativo de la señal y repitió los cuatro versos. Esta vez logró oír la última línea pese a aquella extraña estática.

Pobres desgraciados, dejad que me burle

de este ciego viaje.

Las santas esperanzas exigen

vuestro trasero.

—¡Cristo! —dijo Asher, y desconectó la cinta. ¿Era posible que hubiese oído aquello? ¿«Vuestro trasero»?

Era Yah. Estaba distorsionando su recepción. Y no era la primera vez.

Los clems que vivían por allí se lo habían explicado cuando la interferencia se produjo por primera vez, hacía ya unos cuantos meses. En los viejos tiempos, antes de que los humanos emigraran al sistema estelar CY30-CY30B, la población autóctona había adorado a una divinidad llamada Yah, que vivía dentro de una montaña. Los nativos le habían explicado que aquella divinidad moraba en la colina sobre la cual había sido erigida la cúpula de Herb Asher.

Las señales psicotrónicas y los haces de microondas que recibía habían sido distorsionados ocasionalmente por Yah, lo cual le había molestado bastante. Y, cuando no había señales que recibir, Yah hacía iluminarse sus pantallas con fragmentos de información no muy largos pero obviamente dotados de inteligencia. Herb Asher había pasado mucho tiempo revisando su equipo e intentando eliminar aquella interferencia, pero no lo había conseguido. Había estudiado sus manuales y había levantado pantallas contra ella, pero no sirvieron de nada.

Pese a todo, ésta era la primera vez que Yah estropeaba una canción de Linda Fox. Y, para Asher, eso hacía que el asunto dejara de ser una mera molestia para pasar a ser algo realmente grave.

Porque, tanto si eso era bueno como si no, el hecho es que Asher dependía totalmente de Linda Fox.

Asher llevaba mucho tiempo elaborando una compleja serie de fantasías en donde aparecía la Fox. Él y Linda Fox vivían en la Tierra, en California, en uno de los pueblos costeros que había al sur (los detalles geográficos terminaban ahí). Herb Asher practicaba el surf, y ella pensaba que eso era algo maravilloso. Era igual que un anuncio de cerveza. Acampaban en la playa con sus amistades; las chicas se paseaban desnudas de la cintura para arriba, y la radio portátil estaba sintonizada continuamente a una emisora que se pasaba las veinticuatro horas del día tocando rock sin ninguna interrupción publicitaria.

De todas formas, lo más importante era lo espiritual: las chicas que se paseaban por la playa con el pecho al aire eran, sencillamente…, bueno, no es que fueran vitales, pero sí agradables. El meollo del asunto era altamente espiritual. Las cimas de espiritualidad a que podía llegar un buen anuncio de cerveza eran realmente sorprendentes.

Y, como guinda final, las canciones de Dowland. La belleza del universo no estaba centrada en las estrellas que contenía, sino en la música generada por las mentes, las voces y las manos humanas. Los vibrolaúdes se mezclaban con los complejos teclados tocados por auténticos expertos, y el resultado final se unía a la voz de Linda Fox. Sé lo que necesito para seguir adelante, pensó. Mi trabajo es mi placer: transcribo esto, lo emito, y me pagan por hacerlo.

—Aquí la Fox —dijo Linda Fox.

Herb Asher pasó del video al holograma, y en el aire apareció un cubo dentro del que se formó la silueta de Linda Fox, sonriéndole. Mientras tanto, los tambores de cinta iban girando a toda velocidad, grabando hora tras hora de ella, horas que pasarían a ser suyas para siempre.

—Estás con la Fox —afirmó ella—, y la Fox está contigo. —Le atravesó con su mirada, con aquellos ojos duros y brillantes. El rostro de diamante, feroz y sabio, feroz y auténtico; aquí está la Fox/Hablando contigo. Asher le devolvió la sonrisa.

—Hola, Fox —dijo.

—Tu trasero —dijo la Fox.

Bueno, eso explicaba aquella melosa música de cuerdas, aquel interminable oír El violinista en el tejado. Yah era el responsable. La cúpula de Herb Asher había sido penetrada por la vieja deidad local que, obviamente, no apreciaba demasiado la actividad electrónica que los colonizadores humanos habían traído consigo. Tengo interferencias hasta en la sopa, pensó Herb Asher, y mis canales de recepción están saturados de divinidad. Tendría que marcharme de esta montaña. De todas formas, la montaña no es gran cosa…, la verdad es que apenas si llega a la categoría de colina. Yah puede quedarse con ella, y así los nativos podrán volver a servirle carne de cabra a su deidad. El único problema era que todas las cabras nativas habían muerto hacía mucho tiempo, y el ritual había muerto con ellas.

Fuera cual fuese la causa, su transmisión había quedado destrozada. Ahora ya no hacía falta que volviera a pasarla. Yah se había cargado la señal antes de que llegara a las cabezas grabadoras; no era la primera vez, y la contaminación de la señal siempre acababa pasando a la cinta.

Así que, en el fondo, puedo mandarlo todo a la mierda. Y llamar a la pobre enferma que vive en la cúpula de al lado.

Marcó su código, sin sentir ningún entusiasmo.

Rybys Rommey necesitó un tiempo asombrosamente largo para responder a su señal. ¿Se habrá muerto?, pensó Asher mientras permanecía sentado, contemplando el indicador luminoso que aparecía en su tablero. Puede que la hayan evacuado a la fuerza…

Su micropantalla mostraba un borroso torbellino de colores. Estática visual, nada más. Y, un instante después, la imagen de Rybys Rommey apareció en la pantalla.

—¿Te he despertado? —preguntó Herb. Sus movimientos parecían tan lentos, tan torpes… Pensó que quizá se hubiera tomado un sedante.

—No. Me estaba pinchando el culo.

—¿Qué? —dijo él, sorprendido. ¿Sería otra vez cosa de Yah, perturbando su señal? No, estaba seguro de haberla oído decir eso.

—Quimioterapia —dijo ella—. No me encuentro demasiado bien.

Qué coincidencia tan increíble, pensó Asher. Tu trasero y pinchándome el culo. Estoy metido en un mundo muy extraño, pensó. Están pasando cosas muy raras.

—Acabo de grabar un concierto de Linda Fox increíble —dijo—. Lo emitiré en los próximos días. Seguro que te anima.

El rostro de ella, ligeramente hinchado, no mostró ninguna reacción.

—Es una lástima que no podamos movernos de estas cúpulas. Ojalá pudiéramos hacernos visitas… El suministrador estuvo aquí hace unos momentos. De hecho, me ha traído las medicinas. Son bastante efectivas, pero me hacen vomitar.

Ojalá no hubiera llamado, pensó Herb Asher.

—¿No hay ninguna forma de que puedas hacerme una visita? —dijo Rybys.

—No tengo ningún suministro de aire que pueda llevar conmigo…, nada. —Naturalmente, era mentira.

—Yo sí lo tengo —dijo Rybys.

—Pero, estando enferma… —se apresuró a decir Asher, lleno de pánico.

—Puedo llegar hasta tu cúpula.

—¿Y tu tablero? ¿Y si llegan datos que…?

—Tengo un sensor de aviso. Puedo traérmelo.

—De acuerdo —acabó diciendo él.

—Si pudiera estar con alguien, tenerle sentado junto a mí… Significaría mucho. El suministrador se queda media hora, pero no puede estar más tiempo. ¿Sabes qué me contó? Parece que se ha producido una epidemia de esclerosis lateral amiotrófica en CY30 VI. Debe de ser un virus. Toda esta enfermedad es cosa de un virus… Jesús, cómo odio tener esclerosis lateral amiotrófica. Se parece a la variedad Mariana.

—¿Es contagioso? —preguntó Herb Asher.

—Lo que tengo puede curarse —dijo ella, en vez de responder directamente a su pregunta. Estaba claro que deseaba tranquilizarle—. Si el virus anda suelto por aquí… No te preocupes; no vendré. —Agitó la cabeza y alargó la mano para apagar su transmisor—. Voy a acostarme un rato y dormiré —dijo—. Si tomas esta clase de medicación tienes que dormir todo lo que puedas. Ya hablaremos mañana. Adiós.

—Ven a verme —dijo él.

—Gracias —dijo ella, y todo su rostro se iluminó.

—Pero asegúrate de traer tu sensor. Tengo la corazonada de que va a haber un montón de confirmaciones por telemetría…

—¡Oh, que se jodan las confirmaciones por telemetría! —dijo Rybys, con voz cargada de veneno—. ¡Estoy harta de esta condenada cúpula! Oye, ¿no te estás volviendo loco de tanto estar sentado ahí viendo girar los tambores de la cinta, vigilando los diales, los medidores y toda esa mierda?

—Creo que deberías volver a casa —dijo él—. Al Sistema Solar.

—No —replicó ella, algo más tranquila—. Voy a seguir al pie de la letra las instrucciones que me ha dado MED para la quimioterapia, y acabaré venciendo a esta jodida esclerosis múltiple. Soy buena cocinera. Mi madre era italiana y mi padre es chicano, así que le echo especias a todo lo que cocino, pero aquí no hay forma de conseguir especias. Aunque creo que he dado con una forma de resolver el problema utilizando algunos productos sintéticos. He estado haciendo experimentos.

—Oye, en el concierto que voy a emitir, la Fox hace una versión del «Tengo que demandaros» de Dowland —dijo Herb Asher.

—¿De qué va la canción? ¿Es de juicios?

—No. Es «demandaros» en el sentido arcaico, de pedir algo o cuando cortejas. En asuntos de amor… —Y entonces se dio cuenta de que ella le estaba tomando el pelo.

—¿Quieres saber lo que pienso de la Fox? —dijo Rybys—. Es pura sensiblería reciclada, y no hay una clase de sensiblería peor que ésa; ni tan siquiera es original. Y da la impresión de que tiene la cara puesta del revés. Tiene boca de mal bicho.

—A mí me gusta —dijo él, algo ofendido; podía notar cómo empezaba a enfadarse, a enfadarse de veras. ¿Se supone que he de ayudarte?, se preguntó a sí mismo. ¿He de correr el riesgo de pillar lo que tienes para que puedas insultar a la Fox?

—Te prepararé buey a la Stroganoff con tallarines y perejil —dijo Rybys.

—Oh, me las arreglo muy bien con la comida —respondió él.

—Entonces, ¿no quieres que venga? —dijo ella, en voz baja y vacilante.

—Yo… —murmuró Asher.

—Señor Asher, estoy muy asustada —dijo ella—. Dentro de quince minutos empezaré a vomitar por culpa de la neurotoxita intravenosa. Pero no quiero estar sola. No quiero abandonar mi cúpula y no quiero estar sola. Lamento haberte ofendido. Es sólo que… Bueno, no puedo tomarme en serio a la Fox. Es una personalidad falsa inventada por los medios de comunicación. Es pura fachada, nada más. Prometo no decir nada más de ella.

—¿Tendrás fuerzas para…? —Y, antes de terminar, cambió la frase—. ¿Estás segura de que no será demasiado esfuerzo preparar la comida?

—Oh, ahora estoy bastante bien. Luego me pondré peor —dijo ella—. Estaré débil durante mucho tiempo.

—¿Durante cuánto tiempo?

—No hay forma de saberlo.

Vas a morirte, pensó él. Lo sabía, y ella también lo sabía. No hacía falta que hablaran de eso. La complicidad del silencio y el acuerdo estaban ahí mismo. Una chica que se muere quiere hacerme la cena, pensó. Una cena que no tengo ganas de comerme. Tengo que decirle que no. Tengo que mantenerla fuera de mi cúpula. La insistencia de los débiles, pensó; su horrible poder. ¡Es mucho más sencillo levantar la mano contra la fuerza!

—Gracias —dijo—. Me gustaría mucho que cenáramos juntos. Pero asegúrate de mantener el contacto por radio conmigo mientras vienes hacia aquí… Así sabré que estás bien. ¿Lo prometes?

—Bueno, claro que sí —dijo ella—. De lo contrario… —Sonrió—. Me encontrarían dentro de un siglo, congelada junto a mis sartenes, cazuelas y provisiones, por no hablar de las especias sintéticas. Tienes un poco de aire portátil, ¿verdad?

—No, te aseguro que no —dijo él.

Y ella vio claramente que mentía, y Asher se dio cuenta de ello.