Había llegado el momento de meter a Manny en una escuela. El gobierno tenía una escuela especial. La ley estipulaba que Manny no podía ir a una escuela normal debido a su estado; eso era algo sobre lo que Elijah Tate nada podía hacer. No podía escapar a las reglas del gobierno porque estaba en la Tierra y la zona de mal lo dominaba todo. Elijah podía sentirla y era muy probable que también el niño pudiera hacerlo.
Elijah comprendía cuál era el significado de la zona pero, naturalmente, el niño no lo entendía. A sus seis años de edad Manny era guapo y fuerte, pero daba la impresión de estar siempre medio dormido, como si (o eso pensaba Elijah) aún no hubiera nacido del todo.
—¿Sabes qué día es hoy? —preguntó Elijah.
El niño sonrió.
—De acuerdo —dijo Elijah—. Bueno, el profesor tiene mucha importancia. ¿Qué es lo que recuerdas, Manny? ¿Te acuerdas de Rybys? —Sacó el holograma de Rybys, la madre del niño, y lo acercó a la luz—. Mira a Rybys —dijo Elijah—. Mírala un momento.
Algún día el niño recobraría sus recuerdos. Algo, un estímulo desinhibidor dirigido hacia él gracias a sus propios prearreglos, se encargaría de activar la anamnesis, la pérdida de la amnesia, y entonces todos los recuerdos volverían en una oleada: su concepción en CY30-CY30B, el período que había pasado dentro del útero de Rybys mientras ella luchaba con su horrible enfermedad, el viaje a la Tierra, quizás incluso su interrogatorio… Cuando estaba en el útero de su madre, Manny les había dado consejos a los tres: a Herb Asher, a Elijah Tate y a la misma Rybys. Pero después ocurrió el accidente, si es que realmente fue algo accidental. Y el accidente causó ciertos daños.
Y aquellos daños causaron el olvido.
Viajaron hasta la escuela en el monorraíl. Una vez allí, fueron recibidos por un hombrecillo de aspecto nervioso, el señor Plaudet; parecía muy entusiasmado y quiso darle la mano a Manny. A Elijah Tate le resultó obvio que estaba en presencia del gobierno. Primero te dan la mano, pensó, y luego te matan.
—Bueno, aquí tenemos a Emmanuel —dijo Plaudet, con una radiante sonrisa.
En el patio de la escuela había unos cuantos niños jugando. El pequeño se pegó tímidamente a Elijah Tate, dejando muy claro que tenía ganas de jugar pero que le daba miedo hacerlo.
—Qué nombre tan bonito —dijo Plaudet—. ¿Sabes decir tu nombre, Emmanuel? —le preguntó al niño, agachándose—. ¿Puedes decir «Emmanuel»?
—Dios con nosotros —dijo el niño.
—¿Cómo has dicho? —preguntó Plaudet.
—Es lo que significa «Emmanuel» —explicó Elijah Tate—. Por eso lo escogió su madre. Murió en un accidente aéreo antes de que Manny naciera.
—Estuve dentro de un útero sintético —dijo Manny.
—¿Y el trastorno se originó debido a…? —empezó a preguntar Plaudet, pero Elijah Tate le hizo una seña para que callara.
Plaudet, algo ruborizado, consultó la tablilla con hojas mecanografiadas que llevaba en la mano.
—Veamos… Usted no es su padre. Es su tío, ¿no?
—Su padre está en suspensión criónica.
—¿El mismo accidente aéreo?
—Sí —dijo Elijah—. Está esperando a que le pongan un bazo.
—Es sorprendente que en seis años no hayan podido conseguir un…
—No pienso hablar de la muerte de Herb Asher delante del niño —dijo Elijah.
—Pero, ¿sabe él que su padre volverá a la vida? —dijo Plaudet.
—Por supuesto. Voy a pasar unos cuantos días en la escuela viendo de qué forma tratan a los niños. Si no apruebo sus métodos o si utilizan demasiado la fuerza física, me llevaré a Manny, con ley o sin ella. Supongo que pensarán enseñarle el tipo de estupideces que suelen impartir en estas escuelas. No es algo que me guste demasiado, pero tampoco es algo que me preocupe. Una vez haya quedado satisfecho de la escuela, le pagaré un año por adelantado. No deseaba traerle aquí, pero es la ley. No siento ninguna hostilidad personal hacia usted. —Elijah Tate sonrió.
El viento hizo moverse los bambúes que crecían junto a la zona de recreo. Manny ladeó la cabeza y frunció el ceño, escuchando el silbido del viento. Elijah le dio una palmadita en el hombro y se preguntó qué le estaría diciendo el viento al niño. ¿Te cuenta quién eres?, se preguntó. ¿Te ha dicho cuál es tu nombre?
El nombre que nadie debe pronunciar, pensó.
Una niña vestida con un traje de color blanco se acercó a Manny con la mano extendida.
—Hola —dijo—. Eres nuevo.
El viento silbó con un susurro por entre los bambúes.
Aunque muerto y en suspensión criónica, Herb Asher también tenía sus problemas. El año anterior, la Cri-Labs, Inc. había colocado un transmisor de frecuencia modulada de cincuenta mil vatios de potencia muy cerca del depósito utilizado. Por razones desconocidas de todo el mundo, el equipo criónico había empezado a recibir la potente señal del transmisor de frecuencia modulada cercano. Ésa era la razón de que tanto Herb Asher como todas las demás personas que se hallaban bajo suspensión criónica en los Cri-Labs tuvieran que pasarse el día y la noche oyendo la música dulzona que suele sonar en los ascensores, ya que la emisora se dedicaba a lo que gustaba de calificar como programas de «sonidos agradables».
En ese mismo instante, los muertos de Cri-Labs se veían importunados por una versión de El violinista en el tejado interpretada por toda una orquesta de cuerda. A Herb Asher esa música le resultaba especialmente desagradable, porque se encontraba en aquella parte de su ciclo en la que tenía la impresión de seguir con vida. Dentro de su cerebro congelado se extendía un mundo de naturaleza bastante arcaica; Herb Asher creía estar otra vez en el pequeño planeta del Sistema CY30-CY30B donde había mantenido su cúpula durante todos aquellos años cruciales…, cruciales porque en ese tiempo había conocido a Rybys Rommey; había emigrado a la Tierra con ella tras haber contraído matrimonio formal, y había acabado teniendo que sufrir el interrogatorio de las autoridades terrestres y, como si no bastara con eso, había conseguido que le mataran en un choque aéreo sin tener la más mínima culpa. Peor aún, su mujer había muerto, y había muerto de tal forma que ningún trasplante de órganos podría revivirla; su linda cabecita, tal y como le había explicado a Herb el médico robot, había quedado hendida siguiendo una línea exactamente paralela. Sí, la elección de palabras resultaba típica de un robot…
Sin embargo, por mucho que imaginara estar de nuevo en su cúpula del sistema estelar CY30-CY30B, Herb Asher no era consciente de que Rybys había muerto. De hecho, aún no la conocía. Ahora se encontraba en el tiempo anterior a la llegada del suministrador que le había revelado la existencia de Rybys, que vivía en su propia cúpula.
Herb Asher estaba tendido en su catre, escuchando su cinta favorita de Linda Fox. Estaba intentando encontrar una razón que explicara el vago ruido de fondo que oía, una melosa sección de cuerda que interpretaba canciones de alguna conocida opereta de Broadway o algún otro condenado espectáculo de finales del siglo XX. Al parecer, su equipo receptor-grabador necesitaba un buen repaso. Quizá la señal original de la que había grabado la cinta con canciones de Linda Fox había sufrido alguna interferencia. Maldita sea, pensó con abatimiento. Tendré que hacer unas cuantas reparaciones. Eso quería decir levantarse de su catre, encontrar su caja de herramientas, desconectar su equipo de grabación-recepción…, en pocas palabras, quería decir trabajo.
Mientras tanto, siguió con los ojos cerrados, escuchando a la Fox.
No lloréis más, tristes manantiales;
¿por qué habéis de fluir tan rápido?
Mirad cómo las montañas nevadas
van siendo amablemente desgastadas por el sol.
Pero los ojos celestiales de mi sol
no os ven llorar
porque ahora están dormidos…
Era la mejor de todas las canciones que jamás hubiera entonado la Fox: pertenecía al Tercer y Último Libro de canciones para laúd de John Dowland, que había vivido en los tiempos de Shakespeare y cuya música había sido alterada por la Fox para adaptarla a la época actual.
Irritado por la interferencia, desconectó la cinta usando su control a distancia. Pero, mirabile dictu, la melosa música de cuerda siguió sonando, aunque la Fox se había quedado callada. Resignado, Asher desconectó todo el sistema.
Pero, aun así, los ochenta y siete instrumentos de cuerda siguieron interpretando El violinista en el tejado. El sonido de la música llenaba su pequeña cúpula, claramente audible por encima del gjurk-gjurk del compresor de aire. Y, un instante después, se dio cuenta de que ya llevaba bastante tiempo oyendo El violinista en el tejado. De hecho… ¡Santo Dios, ahora ya debía hacer tres días que lo estaba oyendo!
Herb Asher se dio cuenta de que algo andaba espantosamente mal. Aquí estoy, a miles de millones de kilómetros de la Tierra, en pleno espacio, escuchando ochenta y siete instrumentos de cuerda que no paran de tocar. Algo anda mal.
Lo cierto es que durante el último año un montón de cosas habían empezado a ir mal. Al emigrar del Sistema Solar había cometido un terrible error. No había caído en la cuenta de que volver al Sistema Solar se convertía automáticamente en ilegal durante los siguientes diez años. De esa forma, el estado dual que gobernaba el Sistema Solar garantizaba la existencia de un flujo continuo de gente que se marchaba, pero conseguía no tener ningún flujo de regreso. Su alternativa había sido servir en el Ejército, lo cual significaba una muerte segura. EL CIELO O EL SUELO, ése era el anuncio que aparecía en los espacios de televisión pagados por el gobierno. O emigrabas, o te quemaban el trasero en alguna guerra inútil. Ahora el gobierno ya ni se tomaba la molestia de justificar la guerra. Se limitaban a enviarte al combate, conseguían que te matasen, y reclutaban un sustituto. Todo venía de la unificación del Partido Comunista y la Iglesia Católica en un solo megaaparato con dos jefes de estado, igual que en la antigua Esparta.
Al menos, aquí estaba a salvo: el gobierno no iba a matarle. Naturalmente, siempre podía matarle alguno de los nativos del planeta, parecidos a ratas, pero eso no era demasiado probable. Los pocos nativos que aún seguían con vida jamás habían asesinado a ninguno de los seres humanos que habían aparecido para erigir sus cúpulas con sus transmisores de microondas y sus impulsores psicotrónicos, su comida de imitación (al menos, a Herb Asher se lo parecía; el sabor era espantoso), y los parcos consuelos de sofisticada naturaleza que habían traído consigo; todo eso había logrado dejar bastante perplejos a los nativos, pero no había despertado su curiosidad.
Apuesto a que la nave madre está justo encima mío, se dijo Herb Asher. Me está enviando El violinista en el tejado con su cañón psicotrónico. Una broma.
Se levantó de su catre, caminó con paso inseguro hasta su tablero y examinó su pantalla de radar número tres. Según la pantalla, la nave madre no andaba por ahí. Así que no era eso.
Qué extraño, pensó. Podía ver con sus propios ojos que el sistema de audio estaba desconectado, y, sin embargo, la atmósfera de la cúpula seguía saturada de aquel sonido. Y no parecía emanar de ningún sitio en particular; daba la impresión de manifestarse igual por todas partes.
Tomó asiento ante su tablero y entró en contacto con la nave madre.
—¿Estáis transmitiendo El violinista en el tejado? —le preguntó al operador de circuitos de la nave.
Una pausa. Después:
—Sí, tenemos una cinta de video de El violinista en el tejado, con Topol, Norma Crane, Molly Picon, Paul…
—No, no —le interrumpió Asher—. ¿Qué estáis recibiendo de Fomalhaut ahora mismo? ¿Algo donde sólo haya instrumentos de cuerda?
—Oh, eres la Estación Cinco. El fanático de Linda Fox.
—¿Es así como se me conoce? —preguntó Asher.
—De acuerdo, nos portaremos bien. Prepárate para recibir dos nuevas cintas de Linda Fox a velocidad máxima. ¿Estás listo para grabar?
—Pero yo te llamaba por otra cosa —dijo Asher.
—Estamos transmitiendo a máxima velocidad. Gracias. —El operador de circuitos de la nave madre cortó la conexión; Herb Asher se encontró escuchando unos sonidos enormemente acelerados mientras la nave madre satisfacía una petición que no le había hecho.
Cuando la transmisión de la nave madre hubo cesado, volvió a entrar en contacto con el operador de circuitos.
—Hace diez horas que no paro de recibir «Casamentero, casamentero» —dijo—. Estoy harto, no lo aguanto más. ¿Qué pasa, estáis haciendo rebotar una señal del campo de algún otro?
—Oye, mi trabajo consiste en hacer que las señales de quien sea estén rebotando continuamente de… —dijo el operador de circuitos de la nave madre.
—Corto y cierro —dijo Herb Asher, y desconectó el circuito de la nave madre.
Miró hacia la ventanilla de su cúpula y distinguió una silueta encorvada que avanzaba lentamente por el páramo helado. Un nativo llevando un pequeño fardo; al parecer, tenía algo que hacer.
—Clem, entra un momento —dijo Asher, apretando el control de su altavoz externo. Clems era el nombre que los colonos humanos les habían dado a los nativos; a todos, ya que todos tenían el mismo aspecto—. Necesito una segunda opinión.
El nativo fue hacia la escotilla de la cúpula, con el ceño fruncido, y le hizo una seña para que le dejase entrar. Herb Asher activó el mecanismo de la escotilla, y la membrana intermedia quedó en posición. El nativo desapareció dentro de ella. Un instante después el disgustado nativo estaba en el interior de la cúpula, limpiándose los cristales de metano y contemplando con expresión irritada a Herb Asher.
Asher cogió su ordenador de traducción.
—Sólo será un momento —le dijo al nativo. El análogo de su voz brotó del instrumento convertido en una serie de chasquidos y crujidos—. Estoy recibiendo una interferencia en el audio y no consigo librarme de ella. ¿Es algo vuestro? Escucha.
El nativo escuchó, con su rostro oscuro parecido a una raíz retorcido en una mueca. Cuando habló, su voz, traducida por el ordenador, cobró una aspereza bastante fuera de lo normal.
—Yo no oigo nada.
—Estás mintiendo —dijo Herb Asher.
—No estoy mintiendo —dijo el nativo—. Quizás has perdido la cabeza debido al aislamiento.
—El aislamiento me sienta de maravilla. Y, de todas formas, no estoy aislado. —Después de todo, tenía a la Fox para que le hiciese compañía.
—Ya he visto esto mismo otras veces —dijo el nativo—. Los que viven en las cúpulas empiezan a imaginar voces y siluetas, igual que tú.
Herb Asher cogió sus micrófonos estéreo, conectó su grabadora y observó los medidores. No mostraban nada. Puso el nivel de entrada al máximo, pero los indicadores de volumen siguieron sin mostrar nada; las agujas no se movían. Asher tosió, e inmediatamente las dos agujas oscilaron salvajemente y los diodos de sobrecarga se encendieron con un destello rojizo. Bueno, estaba claro que, fuera por la razón que fuese, la grabadora no captaba aquella melosa música de cuerdas. Asher estaba más perplejo que nunca. El nativo, dándose cuenta de ello, sonrió.
Asher se puso delante de los micrófonos y, hablando lenta y claramente, dijo:
—¡Oh, cuéntamelo todo sobre Anna Livia! Quiero enterarme de todo lo que sepas sobre Anna Livia. Bueno, ¿la conoces, no? Sí, claro que sí, todos conocemos a Anna Livia. Cuéntamelo todo. Cuéntamelo ahora mismo. Morirás cuando te enteres. Bueno, ya sabes, cuando el viejo cheb hizo futt y después pasó lo que ya te puedes imaginar. Sí, ya lo sé, continúa. Suéltalo todo y no te andes con rodeos. Súbete las mangas y aflójate las cintas habladas. Y no me des con el trasero cuando te agaches. O con lo que sea…
—¿Qué es todo eso? —preguntó el nativo, escuchando la traducción a su propia lengua.
—Un libro terrestre muy famoso —dijo Herb Asher, sonriendo—. Mira, mira, ya oscurece. Mis altivas ramas echan raíces. Y mi frío amor se ha vuelto ceniciento. ¿Fieluhr? ¡Filou! ¿En qué era estamos? Pronto será tarde. Y ahora el interminable…
—Este humano se ha vuelto loco —dijo el nativo, y se dirigió hacia la escotilla, disponiéndose a salir.
—Es El despertar de Finnegan —dijo Herb Asher—. Espero que el ordenador haya sido capaz de traducírtelo bien. «Las aguas no me dejan oír. Las parloteantes aguas. Murciélagos que revolotean, ratones de campo que no paran de cotorrear. ¡Eh! ¿No has partido aún hacia casa? ¿Qué, Thom Malone? No consigo oír nada…».
El nativo se había ido, convencido de que Herb Asher estaba loco. Asher le vio por la mirilla; el nativo se alejó de la cúpula terriblemente indignado.
Herb Asher volvió a apretar el interruptor del altavoz externo y, dirigiéndose hacia la figura que se iba haciendo cada vez más pequeña, gritó:
—Entonces, ¿piensas que James Joyce estaba loco? De acuerdo; ¿pues explícame cómo es que menciona las «cintas habladas», lo cual quiere decir cintas grabadas, en un libro que empezó a escribir en 1922 y que terminó en 1939, antes de que hubiera ninguna clase de grabadoras? ¿A eso le llamas tú locura? Y, además, hace que sus personajes se sienten a mirar la televisión…, en un libro empezado cuatro años después de la Primera Guerra Mundial. Yo creo que Joyce era…
El nativo había desaparecido detrás de un risco. Asher dejó de apretar el botón del altavoz.
Es imposible que James Joyce pudiera mencionar las «cintas habladas» en sus escritos, pensó Asher. Algún día conseguiré que publiquen mi artículo; voy a demostrar que El despertar de Finnegan es todo un conjunto de información basado en la memoria de unos sistemas de ordenadores que no existieron hasta un siglo después de la época de Joyce; que Joyce estaba conectado a una conciencia cósmica de la cual sacó la inspiración para escribir toda su obra. Seré famoso para siempre.
¿Qué debía sentirse oyendo cómo Cathy Berberian leía en voz alta el Ulises?, se preguntó. Si al menos hubiera grabado el libro entero… Pero, claro, siempre tenemos a Linda Fox.
Su grabadora seguía encendida, registrándolo todo.
—Voy a pronunciar la palabra trueno de cien letras —dijo en voz alta. Las agujas de los indicadores de volumen se balancearon obedientemente—. Ahí voy —dijo Asher, y aspiró una honda bocanada de aire—. Ésta es la palabra trueno de cien letras de El despertar de Finnegan. Se me ha olvidado. —Fue al estante y cogió la cinta de El despertar de Finnegan—. No voy a recitarla de memoria —dijo, metiendo la cinta en el aparato y haciéndola retroceder hasta la primera página del texto—. Es la palabra más larga de todo el idioma inglés —dijo—. Es el sonido que se oyó cuando el cosmos sufrió su cisma primordial, cuando parte del cosmos dañado cayó en el mal y la oscuridad. En el origen teníamos el Jardín del Edén, como indica Joyce. Joyce…
Su radio emitió un crepitar. El hombre de la comida estaba entrando en contacto con él para indicarle que se preparase a recibir un envío.
—¿… despierto? —dijo la radio. Con voz esperanzada.
Un contacto con otro ser humano. Herb Asher se encogió involuntariamente. Oh, Cristo, pensó. Estaba temblando. No, pensó.
No, por favor.