DOCUMENTO ANEXO: 13/9/63. Memorándum del departamento de Justicia. Del fiscal general, Robert F. Kennedy, al director del FBI, J. Edgar Hoover.
Apreciado señor Hoover:
El presidente Kennedy intenta establecer un plan de normalización de relaciones con la Cuba comunista y está alarmado ante la extensión de las acciones de sabotaje y hostigamiento de las costas cubanas perpetradas por grupos de exiliados y, en concreto, de las acciones violentas llevadas a cabo por grupos de exiliados no patrocinados por la CIA situados en Florida y a lo largo de la costa del Golfo.
Estas acciones no aprobadas deben ser cortadas de raíz. El Presidente quiere que la orden se cumpla de inmediato, y ha declarado el asunto máxima prioridad del Departamento de Justicia y del FBI. Los agentes con base en Florida y en la costa del Golfo empezarán a cerrar las instalaciones y a incautarse del armamento de todos los campos de exiliados que no estén financiados directamente por la CIA o amparados en tratados de política exterior preestablecidos.
Las intervenciones deben iniciarse inmediatamente. Haga el favor de pasar por mi despacho esta tarde, a las tres, para tratar ciertos detalles y revisar mi lista de objetivos iniciales.
Suyo,
Robert F. Kennedy.
(Miami, 15/9/63)
El despacho de la centralita estaba cerrado con tablones. El papel pintado de la pared, anaranjado y negro, estaba arrancado en tiras de recuerdo.
Adiós, Tiger Kab.
La CIA había retirado su inversión en la sociedad. Jimmy Hoffa se había deshecho de su parte como recurso para evadir impuestos. Le dijo a Pete que vendiera los coches y le pasara una parte del dinero.
Pete dirigió la venta por liquidación en el mismo aparcamiento de la compañía. Encima de cada capó pintado con las franjas atigradas colocó un aparato de televisión como incentivo para los compradores. Conectó los aparatos a un generador portátil y dos docenas de pantallas proclamaron la noticia: una iglesia de negros de Birmingham había sido incendiada una hora antes.
Cuatro morenitos habían quedado achicharrados. Toma nota, Kemper Boyd.
El aparcamiento se llenó de mirones. Pete se embolsó dinero en metálico y firmó volantes de entrega.
Adiós, Tiger Kab. Gracias por los recuerdos.
Los recortes de gasto y de personal obligaban a la venta. JM/Wave trabajaba con eficacia y con mucho menos personal.
El grupo de elite estaba disuelto. Santo aseguró que se retiraba de los narcóticos. Una de las mentiras más épicas de todos los tiempos.
La orden formal llegó en diciembre: Felices Pascuas, el escuadrón de la droga está kaput.
Teo Páez controlaba a unas prostitutas en Pensacola. Fulo Machado estaría borracho en alguna parte. Ramón Gutiérrez predicaba contra Castro en las afueras de Nueva Orleans.
Chuck Rogers había perdido su condición de agente contratado. Néstor Chasco estaba en Cuba, vivo o muerto.
Kemper Boyd seguía teniendo su escuadra de «Liquidar a Fidel». Misisipí se hizo demasiado peligroso para él.
Las reivindicaciones de derechos civiles iban en aumento y polarizaban a los locales.
Boyd trasladó su escuadra a Sun Valley, Florida, y se instalaron en algunas casas prefabricadas. Por fin, el viejo lugar de descanso de los transportistas tenía ocupantes.
Prepararon un buen campo de tiro y un circuito de reconocimiento. Se mantuvieron concentrados en el problema de MATAR A FIDEL. Se infiltraron en Cuba nueve veces, incluidos los dos no hispanos, Boyd y Guéry.
Consiguieron un centenar de cabelleras comunistas. En ninguna ocasión vieron a Néstor. Y nunca se acercaron a Castro.
La droga seguía guardada en Misisipí. La «búsqueda» de los hombres que habían dado el golpe seguía avanzando esporádicamente.
Pete continuó persiguiendo pistas falsas. A veces, sentía un miedo cerval. Tenía a Santo y a Sam medio convencidos de que los autores del golpe se habían marchado a Cuba.
Santo y Sam abrigaban persistentes sospechas. No dejaban de preguntar dónde estaba el tal Chasco, que había abandonado tan deprisa el escenario del exilio.
Continuó persiguiendo pistas falsas. Y sincronizó la persecución con los puntos de la gira de Barb.
De Langley lo enviaron a traficar con armas. Sus círculos le suministraron un buen pretexto para la búsqueda de pistas.
A veces, el miedo se hacía terrible. Volvían a asaltarlo los dolores de cabeza y siempre tenía a mano unas píldoras para asegurarse de que caería dormido al instante, de que descansaría sin pesadillas.
En marzo se había dejado llevar un momento por el pánico. Estaba inmovilizado en Tuscaloosa, Alabama, donde se había cancelado sin previo aviso la actuación de Barb. Unas tormentas torrenciales habían inundado las carreteras y el aeropuerto estaba cerrado. Pete encontró un bar que acogía de buen grado a exiliados y aplacó la jaqueca con bourbon.
Un par de hispanos de aspecto descuidado, medio borrachos, hablaban de heroína en voz demasiado alta. Sin duda, eran dos yonquis con una clientela compuesta por pedigüeños.
Pete los siguió hasta un piso. El lugar era un auténtico centro de encuentro de adictos: hispanos tirados sobre colchones, hispanos pinchándose, hispanos que recogían agujas sucias del suelo.
Los mató a todos. Quemó el ánima del silenciador disparando a sangre fría sobre los yonquis. Luego, dispuso el escenario para que la masacre pareciese un ajuste de cuentas entre hispanos por asuntos de drogas.
Después, llamó a Santa con la boca seca de miedo.
Le dijo que se había encontrado con aquella carnicería y que uno de los hispanos, moribundo, le había confesado su participación en el golpe de la playa.
—Lee lo de Tuscaloosa —le dijo a Santo—. Mañana va a aparecer en los periódicos con grandes titulares.
Pete voló a la ciudad donde Barb tenía su siguiente actuación. Ni los periódicos ni la televisión se hicieron eco de la masacre.
—Continúa buscando —le dijo Santo.
Los yonquis habían muerto bajo la influencia de las drogas. Chuck le contó que Heshie Ryskind estaba muriéndose y que la heroína le ayudaba a apagarse en una pequeña nube indolora.
Bobby Kennedy había limpiado su casa el año anterior. Había iniciado un montón de recortes nada indoloros.
Los agentes contratados fueron despedidos al por mayor. Bobby echó a todos los hombres sospechosos de tener vinculaciones con el hampa.
Pero descuidó despedir a Pete Bondurant.
Nota a Bobby K:
Por favor, despídeme. Por favor, apártame de los círculos de los exiliados. Por favor, retírame de esta horrible misión de búsqueda y localización.
Podía suceder. Quizá Santo le dijera: «Tómate un descanso. Sin tus lazos con la CIA, no tienes valor alguno.»
Quizá Santo le propusiera trabajar para él. Quizá le dijera: «Fíjate en Boyd; Carlos le ha dado un empleo a su lado.»
Pete podía excusarse. Podía decirle que ya no detestaba a Castro como antes, que no lo odiaba como Kemper… porque él no había sufrido el mismo quebranto que Boyd.
A mí no me ha traicionado mi propia hija, se dijo. Ni me ha ridiculizado en una cinta el hombre al que veneraba. Ni he transferido mi odio por ese hombre a la figura de un hispano barbudo y bocazas.
Boyd está metido en esto hasta el cuello. Y yo me alegro mucho. Así somos como Bobby y Jack.
Bobby insiste: «Adelante, exiliados, adelante.» Lo dice en serio. Pero Jack se niega a dar luz verde a una segunda invasión.
Jack cerró un pacto secreto con Kruschev y se propone desactivar la guerra contra Castro de una manera que no levante ampollas.
Jack quiere ser reelegido y en Langley piensan que descartará la guerra a principios de su segundo mandato. Jack considera invencible a Fidel. Y no es el único: incluso Santo y Sam G. intentaron congraciarse con ese cabronazo durante una temporada.
Carlos decía que el golpe de la playa había echado a perder su romance con los comunistas. Desde el suceso, Sam y Santo habían roto cualquier contacto con los hermanos Castro.
Nadie encontró la droga. Todo el mundo se quedó con las ganas.
Los mirones deambulaban por el aparcamiento. Un viejo daba puntapiés a unos neumáticos. Unos adolescentes admiraban las rayas atigradas, magistralmente pintadas en las carrocerías. Pete se instaló en una silla a la sombra. Unos payasos del sindicato de Transportistas repartieron refrescos y cervezas gratis.
Vendieron cuatro coches en cinco horas; ni fu ni fa.
Pete intentó echar una siesta. Empezaba a asaltarlo el dolor de cabeza.
Dos agentes de paisano cruzaron el aparcamiento y se encaminaron hacia él. La mitad de los presentes se olió posibles problemas y se escabulló rápidamente por la calle Flagler.
Los televisores eran robados. Probablemente, la propia venta era ilegal. Pete se puso en pie. Los agentes lo encajonaron en un rincón y exhibieron unas placas del FBI.
—Está detenido —dijo uno de ellos, el más alto—. Éste es un punto de reunión de exiliados cubanos no controlado y usted es un conocido habitual.
—El negocio ha cerrado —respondió Pete con una sonrisa—. Y yo estoy en situación de contratado por la CIA…
El más bajo de los federales sacó las esposas.
—No crea que hacemos esto a gusto. A nosotros, los comunistas nos gustan tan poco como a usted.
—Esto no ha sido idea del señor Hoover —añadió el agente más alto—. Digamos que ha tenido que acatarlo. Es una orden general, que debe aplicarse a rajatabla. Y no creo que quede usted mucho tiempo bajo custodia.
Pete les tendió las muñecas. Las esposas no cerraban en torno a ellas. Los demás mirones desaparecieron también. Un muchachito agarró un televisor y escapó con él.
—Los acompañaré pacíficamente —anunció Pete.
El calabozo estaba ocupado al triple de su capacidad. Pete compartía el estrecho espacio con un centenar de cubanos indignados.
Estaban apelotonados en una pocilga de diez metros por diez, sin sillas ni bancos: sólo cuatro paredes de cemento y un canal para orinar en el suelo.
Los cubanos parloteaban en inglés y en español. A Pete le resultó chocante aquel guirigay bilingüe: Jack, el «Mata de Pelo», había azuzado a los federales contra la Causa.
El día anterior se habían allanado seis campamentos. Se incautó el armamento y los pistoleros cubanos habían sido detenidos en masa. Y aquello era una especie de primera andanada. Jack estaba dispuesto a embestir contra todos los grupos de exiliados que no estuvieran bajo el control de la CIA.
Pero él era de la CIA y, a pesar de ello, lo habían encerrado como a los demás. Los federales habían trazado un plan apresurado y actuaban precipitadamente.
Pete se apoyó en la pared y cerró los ojos. Barb bailó el twist tras sus párpados. Todo el tiempo que pasaba con ella estaba bien. Cada vez era diferente. Cada lugar era distinto. Eran dos personas en perpetuo movimiento que se encontraban en localidades extrañas.
Bobby no la molestó en ningún momento. Barb imaginaba que había algún arreglo al respecto. Según ella, en absoluto echaba de menos a Jack Dos Minutos.
Barb entregó a su hermana lo que cobró por la extorsión. Ahora, Margaret Lynn Lindscott poseía una franquicia de Bob el Gordo.
Se vieron en Seattle, en Pittsburgh y en Tampa. Se encontraron en Los Ángeles, en San Francisco y en Portland.
Él traficaba en armas. Ella era el número principal de un barato espectáculo de baile. Él perseguía a unos ladrones de droga y asesinos inexistentes.
Barb dijo que el twist estaba de capa caída. Pete dijo que su interés por Cuba, también. «Tu miedo me afecta», dijo ella. «Intentaré dominarlo», respondió Pete. «No; eso te hace menos aterrador.»
Él le confesó que había cometido una gran estupidez. Y que no sabía por qué lo había hecho. «Querías distanciarte de ese mundo», apuntó ella.
Pete no tuvo ánimos para discutir.
A Barb se le presentaba una temporada de otoño bastante ocupada. Tenía contratos largos en sendos clubes de Des Moines y Sioux City, y una gran gira por Tejas hasta el día de Acción de Gracias.
Añadió pases de mediodía a su horario de funciones. El twist agonizaba lentamente, pero Joey quería exprimirlo hasta la última gota.
Conoció a Margaret en Milwaukee. Era una chica reservada, que tenía miedo de casi todo.
Se ofreció a matar al policía violador. Barb dijo que no. Pete quiso saber por qué.
«Porque en realidad no quieres hacerlo.»
A eso no pudo replicar nada.
Él tenía a Barb. Kemper Boyd tenía el odio —odio a Jack K. y odio al Barbas— como un impulso penetrante y enfermizo. Littell tenía amigos poderosos.
Igual que Hoover. Igual que Hughes. Igual que Hoffa y Marcello.
Ward detestaba a Jack tanto como Kemper. Bobby les había jodido a los dos, pero tanto Ward como Boyd dejaban de lado al Hermano Pequeño para concentrar su odio en el Hermano Mayor.
Littell era el nuevo mariscal de campo de Drácula. El Conde contaba con él para comprar Las Vegas y limpiarla de gérmenes.
Esto se podía leer en los ojos de Littell: tengo amigos, tengo planes, tengo memorizados los libros del fondo.
El calabozo apestaba. El calabozo rezumaba odio contra John F. Kennedy.
Un guardia abrió la puerta con un chirrido y llamó a algunos tipos para que hicieran su llamada telefónica. Citó los apellidos a voz en cuello.
—¡Acosta! ¡Aguilar! ¡Arredondo!…
Pete se preparó. Una moneda lo pondría en comunicación con Littell, en el Distrito Federal.
Littell podía falsificar una orden federal de puesta en libertad.
—¡Bondurant! —gritó el guardia.
Pete se acercó a la puerta. El guardia lo acompañó por el pasillo hasta unas cabinas telefónicas.
Allí lo esperaba Guy Banister con un bolígrafo y un impreso de renuncia a formular cargos por detención ilegal.
El guardia volvió al depósito de detenidos. Pete firmó por triplicado.
—¿Puedo marcharme libremente?
Banister pareció regocijado.
—Ajá. El jefe de Agentes Especiales no sabía que estabas con la Agencia, de modo que le he informado.
—¿Quién te ha dicho dónde estaba?
—Estaba en Sun Valley. Kemper me había dado una nota para ti y me acerqué por la central de los taxis para entregártela. Encontré allí a unos chicos robando tapacubos y ellos me contaron que al gringo grandullón lo habían detenido.
Pete se frotó los ojos. Empezaba a latirle la cabeza con una jaqueca de cuatro aspirinas. Banister extrajo del bolsillo el sobre con la nota.
—No lo he abierto —continuó diciendo—. Y a Kemper, desde luego, lo noté impaciente; no veía el momento de que esto llegara a tus manos.
—Me alegro de que seas ex agente del FBI, Guy —Pete tomó el sobre que le tendía Banister—. Quizá debería haberme quedado aquí una temporada.
—No te preocupes, grandullón. Tengo el presentimiento de que todo este pulso con los Kennedy terminará muy pronto.
Pete tomó un taxi de vuelta a la central de Tiger Kab. Unos vándalos habían destrozado los taxis atigrados hasta reducirlos a piezas sueltas.
Leyó la nota. Boyd iba directamente al grano.
Néstor está aquí. Me han dado el soplo de que lo han visto mendigando dinero para armas en Coral Gables. Mi fuente dice que está oculto en la Cuarenta y seis y Collins. (El apartamento del garaje rosa en la esquina sudoeste.)
En la nota se sobreentendía: MÁTALO. No dejes que Santo se te adelante y lo encuentre.
Tomó un bourbon y una aspirina para el dolor de cabeza. Cogió la Mágnum y el silenciador para el trabajo.
Se llevó algunos panfletos procastristas para dejarlos cerca del cuerpo.
Sacó el coche y condujo hasta la Cuarenta y seis y Collins, llevando consigo una extraña revelación: podrías dejar que Néstor te convenciera para olvidar el asunto.
Aparcó el coche.
Le entraron náuseas.
Adelante, hazlo; ya has matado a trescientos hombres, por lo menos.
Anduvo hasta la puerta y llamó.
No hubo respuesta.
Volvió a llamar y aguzó el oído para captar posibles pasos o cuchicheos.
No se oía nada. Hizo saltar el pestillo con el cortauñas y entró.
¡CACHUK! ¡CACHUK!
Era el sonido de carga de unas escopetas de grueso calibre. Una mano invisible pulsó el interruptor de la luz.
Allí estaba Néstor, atado a una silla. Y dos tipos gruesos con pinta de matones que sostenían sendos rifles de empuñadura corredera. Y allí estaba Santo Trafficante, con un picahielos en la mano.
(Nueva Orleans, 15/9/63)
Littell abrió el maletín y cayeron de él unos fajos de billetes.
—¿Cuánto? —preguntó Marcello.
—Un cuarto de millón de dólares —respondió Littell.
—¿De dónde lo has sacado?
—De un cliente.
Carlos despejó una parte de la mesa. Tenía el despacho rebosante de baratijas pseudoitalianas.
—¿Estás diciendo que esto es para mí?
—Lo que digo es que tú lo iguales.
—¿Y qué más me dices con eso?
Littell volcó el dinero sobre el escritorio.
—Lo que digo es que, como abogado, no puedo hacer más. Con Jack Kennedy en el poder, Bobby te atrapará tarde o temprano. También digo que eliminar a Bobby sería inútil, porque Jack intuiría claramente quién ha sido, y tomaría cumplida venganza.
El dinero apestaba. Hughes había escogido billetes usados.
—Pero a Lyndon Johnson Bobby no le cae nada bien. Al tejano le encantaría ponerle la zancadilla para darle una buena lección al jodido muchacho.
—Es verdad. Johnson detesta a Bobby casi más que el señor Hoover y, como éste, no siente ninguna malquerencia hacia ti o hacia nuestros demás amigos.
Marcello soltó una carcajada.
—LBJ pidió un préstamo al sindicato de Transportes en cierta ocasión. Y tiene fama de ser un hombre razonable.
—Igual que el señor Hoover. Y éste también está muy inquieto con los planes de Bobby de llevar a Joe Valachi a televisión. El señor Hoover teme seriamente que las revelaciones de Valachi causen grave daño a su prestigio y destrocen prácticamente todo lo que tú y nuestros amigos habéis construido.
Carlos erigió un pequeño rascacielos de dinero. Los fajos de billetes se alzaron desde el secante del escritorio.
Littell derribó la construcción.
—Creo que el señor Hoover quiere que suceda. Creo que presiente lo que se avecina.
—Todos le hemos dado vueltas al tema. No hay reunión de los muchachos en la que no se plantee la cuestión.
—Y se puede conseguir que suceda. Y se puede hacer que parezca como si no hubiera sido cosa nuestra.
—Así pues, estás diciendo…
—Estoy diciendo que es un plan tan grande y tan audaz que, muy probablemente, nadie sospechará de nosotros. Estoy diciendo que, incluso si sospecharan, los que mandan se darán cuenta de que nunca habrá pruebas concluyentes. Estoy diciendo que se construirá en torno al tipo un consenso de negaciones. Estoy diciendo que la gente querrá recordarlo como quien no era. Estoy diciendo que les ofreceremos una explicación y que los mandamases preferirán eso a la verdad, aunque ellos la conozcan.
—Hazlo. Haz que suceda —murmuró Marcello.
(Sun Valley, 18/9/63)
El grupo compartía el terreno con caimanes y pulgas de playa. Kemper llamaba al lugar el Paraíso Perdido de Hoffa.
Flash preparaba dianas. Laurent prensaba en el torno bloques de hormigón ligero para consolidar los cimientos. Juan Canestel estaba desaparecido y no había realizado las prácticas de fusil de las ocho de la mañana.
Nadie le había oído marcharse. Últimamente, Juan tenía cierta tendencia a aquellas extrañas desapariciones.
Kemper observó a Laurent Guéry en pleno trabajo. El tipo era capaz de prensar ciento cincuenta kilos sin una gota de sudor.
En el camino principal se levantó una nube de polvo. El bulevard de los Transportistas se había convertido en un campo de tiro de armas cortas.
Flash puso en funcionamiento el transistor y escucharon las malas noticias. No había detenciones en el caso del incendio de la iglesia de Birmingham. El renacido comité McClellan estaba decidido a celebrar sesiones televisadas.
Cerca de Lake Weir se había descubierto a una mujer estrangulada con una cadena de contrapeso para ventana. La policía decía no tener pistas y llamaba a colaborar a los ciudadanos.
Juan llevaba una hora desaparecido. Pete faltaba desde hacía tres días. Había recibido el soplo sobre Néstor cuatro días antes. El informador, un pistolero exiliado que trabajaba por cuenta propia, le había dado a Guy Banister una nota para entregarla a Pete.
Guy llamó y afirmó habérsela dado. Dijo que había encontrado a Pete en el calabozo de los federales e insinuó que se preparaban más actuaciones del FBI.
Pero dos días antes una tormenta había destrozado su equipo telefónico. Pete no podía ponerse en comunicación con Sun Valley.
La noche anterior, Kemper había cogido el coche y había conducido hasta la cabina pública de la Interestatal. Desde allí llamó al apartamento de Pete media docena de veces sin que nadie respondiera.
La muerte de Néstor Chasco no apareció en los periódicos, y Pete habría dejado el cuerpo en algún escenario de interés periodístico.
Pete también habría dado un tufillo procastrista al asesinato. Se habría asegurado de que la noticia llegara a Trafficante.
Notó el efecto de la dexedrina matinal. Había desarrollado una gran tolerancia al fármaco y ya necesitaba diez pastillas para empezar el día.
Juan y Pete no estaban. Últimamente, Juan rondaba siempre con Guy Banister; día sí, día no, los dos hacían sus pequeñas escapadas a Lake Weir para tomar unos tragos.
A Kemper, lo de Pete no le gustaba. Y lo de Juan le despertaba ligeros recelos.
La subida de la anfetamina le impulsaba a hacer algo.
Juan conducía un Thunderbird de color rojo manzana azucarada. Flash lo llamaba «el violamóvil».
Kemper recorrió Lake Weir. El pueblo, pequeño, se extendía en calles que se cruzaban en cuadrículas. No sería difícil distinguir el violamóvil.
Buscó en las calles secundarias y en los bares próximos a la carretera. Miró en el taller mecánico Karl’s Kustom Kar y en todos los aparcamientos de la calle principal.
No vio a Juan por ninguna parte. Tampoco vio el Thunderbird trucado del cubano.
Juan podía esperar. Era más urgente lo de Pete.
Kemper condujo hasta Miami. Las pastillas empezaban a resultar contraproducentes; Boyd no dejaba de bostezar y de adormilarse al volante.
Se detuvo en el cruce de las calles Cuarenta y seis y Collins. El apartamento del garaje rosa estaba exactamente donde el informador había dicho.
Un agente de tráfico se acercó al coche. Kemper observó una señal de no aparcar en la esquina y bajó el cristal de la ventanilla. El policía le cubrió la cara con un trapo de extraño olor.
Kemper notó una especie de guerra química en su interior.
El olor pugnó con las píldoras para despertarse. El olor podía ser de cloroformo o de líquido de embalsamar. El olor significaba que quizás estaba muerto.
El pulso le dijo que no, que estaba vivo.
Le ardían los labios. Le ardía la nariz. Notó un sabor a sangre con cloroformo.
Intentó escupir, pero los labios no obedecieron la orden de abrirse. Expulsó la sangre por la nariz.
Estiró la boca y notó unos tirones en las mejillas, como de cinta adhesiva que se aflojara.
Tomó aire con dificultad e intentó mover brazos y piernas. Trató de ponerse en pie pero un pesado lastre le impidió moverse. Se agitó a un lado y a otro y las patas de la silla chirriaron sobre el suelo de madera. Movió los brazos y unas cuerdas le quemaron la piel.
Abrió los ojos.
Un hombre soltó una risotada. Una mano le colocó delante unas fotografías Polaroid pegadas a un cartón.
Kemper vio a Teo Páez, abierto en canal y descuartizado. Vio a Fulo Machado, con los ojos atravesados a navajazos. Vio a Ramón Gutiérrez, chamuscado de pólvora de los balazos de grueso calibre que le habían reventado la cabeza.
Las fotos desaparecieron. La mano lo obligó a volver el cuello. Kemper contempló lentamente una panorámica de ciento ochenta grados.
Vio una habitación andrajosa y a dos tipos gruesos junto a una puerta. Y vio a Néstor Chasco, clavado en la pared del fondo con unos picahielos atravesándole la palma de las manos y los tobillos.
Kemper cerró los ojos. Una mano lo abofeteó. Un anillo grande y pesado le cortó los labios.
Abrió los ojos. Unas manos volvieron la silla para que viera el resto de la habitación.
Tenían a Pete encadenado, asegurado con dobles esposas y sujeto con grilletes a la silla, cuyas patas habían clavado directamente al suelo.
Un trapo le abofeteó en el rostro. Kemper aspiró los vapores voluntariamente.
Oyó historias que se filtraban a través de una larga cámara de ecos. Reconoció tres voces que las contaban.
Néstor había llegado cerca de Castro en dos ocasiones. Había que reconocerle sus méritos. Un chico tan duro… Qué lástima que se le fundieran los plomos.
Néstor contó que había comprado a un ayudante de Castro. Ese ayudante dijo que Castro estaba estudiando la posibilidad de un atentado contra Kennedy. ¿Qué le pasa a ese Kennedy?, decía el ayudante de Fidel. Primero nos invade, luego se echa atrás… es como una puta que no se decide.
La puta es Fidel. El ayudante le dijo a Chasco que el Barbas no volvería a trabajar con la Organización; estaba convencido de que Santo lo había traicionado en el asunto de la heroína y no tenía la menor sospecha de que habían sido Néstor y los chicos.
Bondurant se había meado en los pantalones. Se veía claramente la mancha.
Santo y Mo no se andaban con chiquitas. Y había que reconocer que Néstor se mantuvo valiente hasta el final.
Kemper ya estaba harto. Debía reconocer que la espera lo estaba sacando de sus casillas. Pronto volverían. Pronto tendrían ganas de castigar un poco a los otros dos.
Alivió la vejiga. Llenó los pulmones de aire y se obligó a perder la conciencia.
Soñó que se movía. Soñó que alguien lo limpiaba y lo cambiaba de ropa. Soñó que oía sollozar al feroz Pete Bondurant.
Soñó que respiraba. Soñó que podía hablar. No dejó de maldecir a Jack y a Claire por haberlo repudiado.
Despertó en una cama. Reconoció su antigua suite del Fontainebleau, o una réplica exacta de ésta.
Llevaba ropas limpias. Alguien le había quitado sus calzones de boxeador sucios de tierra. Notó las quemaduras de las sogas en las muñecas. Notó fragmentos de cinta adhesiva en el rostro.
Escuchó voces en la habitación contigua. Pete y Ward Littell.
Intentó levantarse, pero las piernas no le obedecían. Se sentó en la cama y tosió como si fuera a expulsar los pulmones.
Littell entró en la habitación. Tenía un aire imperioso; el traje de gabardina le daba cierta prestancia.
—Hay un precio —murmuró Kemper.
—Exacto —asintió Littell—. Es algo que he proyectado con Carlos y con Sam.
—Ward…
—Santo también está de acuerdo. Y tú y Pete podréis quedaros lo que robasteis.
Kemper se puso en pie. Ward se mantuvo ante él, firme y resuelto.
—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó Boyd.
—Matar a John Kennedy.
(Miami, 23/9/63)
De 1933 a 1963. Treinta años y situaciones paralelas.
Miami, 1933: Giuseppe Zangara intenta disparar contra el presidente electo, Franklin D. Roosevelt. Falla… y mata al alcalde de Chicago, Anton Cermak.
Miami, 1963: para el 18 de noviembre hay programado un desfile de John Kennedy con escolta motorizada.
Littell recorrió despacio Biscayne Boulevard. Cada palmo de terreno le dijo algo.
La semana anterior, Carlos le había contado la historia de Zangara.
—Giuseppe estaba completamente chiflado. Unos muchachos de Chicago le pagaron por cargarse a Cermak y largarse al otro barrio. El muy jodido tenía ganas de morir y vio cumplido su deseo. Frank Nitti se ocupó de su familia después de su ejecución.
Littell se reunió con Carlos, Sam y Santo. Negoció en nombre de Pete y Kemper. Discutieron extensamente el tema del cabeza de turco. Carlos quería un izquierdista. Consideraba que un asesino izquierdista inflamaría los sentimientos contra Castro. Sin embargo, Trafficante y Giancana impusieron su opinión.
Igualaron la contribución de Howard Hughes, pero añadieron una cláusula: querían un cabeza de turco derechista.
Sam y Santo todavía aspiraban a un entendimiento con Fidel. Querían reponer las existencias de droga de Raúl Castro y efectuar una reconciliación perdurable. Querían estar en situación de decirle: «Bien, nosotros financiamos el golpe; ahora, ¿quieres hacer el favor de devolvernos nuestros casinos?»
Su apuesta era demasiado retorcida. Y políticamente ingenua. Su apuesta era miope y minúscula.
Pero el golpe se podía llevar a cabo. Los planificadores y los tiradores podían escapar. Y la cruzada de Bobby contra la mafia podía cortarse de raíz. Más allá de esto, todos los resultados eran imprevisibles y muy probablemente se resolverían de una forma profundamente ambigua.
Littell condujo por el centro de Miami y tomó nota de posibles rutas de la caravana motorizada: calles anchas con buena visibilidad.
Vio edificios altos y aparcamientos traseros. Vio rótulos de «despacho en alquiler».
Vio bloques residenciales desvencijados. Vio rótulos de «piso en alquiler» y una armería.
Imaginó el paso del desfile. Casi vio estallar la cabeza del objetivo.
Se reunieron en el Fontainebleau. Pete realizó una búsqueda completa de aparatos de escucha antes de que nadie dijera una palabra. Kemper preparó unas bebidas. Se sentaron en torno a una mesa junto al mueble bar.
Littell expuso el plan.
—Traemos al cabeza de turco a Miami antes del primero de octubre. Hacemos que alquile una casa barata en las afueras del centro urbano, cerca de la ruta del desfile anunciada o que se supone que se anunciará, y una oficina sobre la misma ruta, una vez ésta quede determinada. Esta mañana he recorrido todas las arterias principales entre el aeropuerto y el centro. Después de hacerlo, estoy seguro de que podremos escoger entre muchas casas y despachos.
Pete y Kemper guardaron silencio. Todavía parecían afectados de neurosis de guerra.
—Uno de nosotros vigila de cerca al cabeza de turco entre el momento en que lo traemos aquí y la mañana del desfile. Hay una armería cerca del despacho y de la casa; uno de vosotros entra en la tienda y roba varios fusiles y pistolas. En la casa se coloca literatura racista y demás parafernalia comprometedora, y nuestro hombre lo manosea todo para asegurarnos unas buenas huellas latentes.
—Ve a lo del golpe —dijo Pete. Littell congeló el momento: tres hombres en torno a una mesa y un silencio en el que se podía oír la caída de un alfiler.
—Es el día del desfile —expuso—. Tenemos a nuestro hombre retenido en el despacho de la ruta de la caravana. Con él hay un fusil del robo a la armería con sus huellas por todas partes. Pasa el coche de Kennedy. Nuestros dos tiradores auténticos disparan desde distintas posiciones en el tejado, por detrás, y lo matan. El hombre que retiene a nuestro cabeza de turco dispara al coche de Kennedy y falla, deja caer el fusil y mata al primo con una pistola robada. Huye y arroja la pistola por una alcantarilla. La policía encuentra las armas y las compara con la denuncia del robo. Tomarán nota del indicio e imaginarán que están ante una conspiración que tuvo éxito casi por casualidad y que se desarrolló sobre la marcha. Investigarán al muerto e intentarán construir una acusación de conspiración contra sus amigos conocidos.
Pete encendió un cigarrillo y tosió.
—Has dicho «huye» como si pensaras que escapar de allí será un paseo.
Littell continuó con parsimonia.
—Todas las avenidas principales por las que es probable que pase la comitiva tienen calles secundarias perpendiculares. Desde todas ellas se llega a las autovías en un par de minutos. Nuestros tiradores auténticos dispararán desde la parte de atrás del tejado. Harán dos disparos en total y, al principio, parecerá el ruido de un tubo de escape o de unos petardos. El contingente del Servicio Secreto no sabrá con precisión de dónde proceden los tiros. Todavía no habrán reaccionado cuando resonarán múltiples disparos, éstos de nuestro falso tirador y del hombre que lo custodia. Los agentes irrumpirán en el edificio y encontrarán un cadáver. Eso los distraerá y perderán otro minuto más o menos. Todos nuestros hombres tendrán tiempo de llegar a los coches y alejarse.
—Es maravilloso —dijo Kemper.
Pete se frotó los ojos.
—No me gusta el detalle de la parodia derechista —apuntó—. Llegar hasta aquí y no poder dar al asunto un enfoque que favorezca a la Causa…
Littell descargó una palmada sobre la mesa.
—¡No! Trafficante y Giancana quieren un derechista. Creen que pueden negociar un trato con Castro y, si eso es lo que quieren, tendremos que aceptarlo. Recordad que os han perdonado la vida.
Kemper enfrió su copa. Tenía los ojos inyectados en sangre por efecto del contacto con el cloroformo.
—Quiero que se encarguen de disparar mis hombres. Sienten el odio necesario y son expertos tiradores.
—De acuerdo —asintió Pete.
Littell estuvo de acuerdo.
—Les pagaremos veinticinco mil dólares a cada uno; usad el resto del dinero para gastos y dividid la diferencia en tres partes.
—Mis hombres están muy a la derecha —comentó Kemper con una sonrisa—. Debemos silenciar el hecho de que enviamos al matadero a un colega de ideología.
Pete preparó un cóctel: dos aspirinas con Wild Turkey.
—Necesitamos un colaborador en la ruta del desfile.
—Eso es asunto vuestro —dijo Littell—. Tenéis los mejores contactos en el departamento de Policía de Miami.
—Me pondré a ello. Y si descubro algo que merezca la pena, empezaré a planificar la logística en serio.
Kemper carraspeó.
—La clave es el cabeza de turco. Una vez resuelto eso, estamos a salvo.
—No —dijo Littell y acompañó la respuesta con un gesto de cabeza—. La clave es eludir una investigación a gran escala del FBI.
Pete y Kemper pusieron cara de sorpresa. Ni se les había ocurrido pensar en el asunto a aquel nivel.
Littell habló de nuevo, muy despacio.
—Creo que el señor Hoover sabe lo que se prepara. Tiene micrófonos privados instalados en Dios sabe cuántos lugares de reunión de la mafia, y me ha comentado que se respira un sentimiento general de profundo odio a los Kennedy. No ha informado de ello al Servicio Secreto, o no andarían preparando desfiles motorizados para todo lo que queda de otoño.
—Sí, Hoover quiere que suceda —declaró Kemper—. Sucede, él se alegra… y es nombrado para investigar lo sucedido. Lo que necesitamos entonces es un contacto influyente que pueda bloquear o acortar el plazo de la investigación.
Pete asintió.
—Necesitamos un cabeza de turco relacionado con el FBI.
—Dougie Frank Lockhart —propuso Kemper.
(Miami, 27/9/63)
Le gustaba pasar tiempo a solas con ello. Boyd dijo que él hacía lo mismo.
Pete engulló la aspirina y el trago de bourbon. Conectó el aparato y enfrió el salón hasta que estuvo cómodo. Controló su dolor de cabeza y calculó nuevas probabilidades.
Las probabilidades de que pudieran matar a Jack, el «Mata de Pelo». Las probabilidades de que Santo los matara, a él y a Kemper, tanto si había trato como si no.
Todas las probabilidades resultaban poco concluyentes. El salón adquirió un resplandor mortecino y medicinal bastante fastidioso.
A Littell le encantó el pedigrí de Dougie Frank. El cabronazo era ultraderechista y estaba comprometido hasta el cuello con el FBI.
—Es perfecto —dijo Littell—. Si el señor Hoover se ve obligado a investigar, correrá inmediatamente un tupido velo sobre Lockhart y sus amigos conocidos. Si no lo hace, se arriesgará a que se descubra toda la política racista del FBI.
Lockhart estaba oculto en Puckett, Misisipí, informó Littell. Kemper y Pete debían ir allí a reclutarlo.
La noche anterior había paseado por la sala principal del departamento de Policía de Miami y vio las tres rutas previstas para el desfile. Estaban colocadas en un jodido tablón, a plena vista de todo el mundo.
Las guardó en su memoria. Las tres rutas pasaban por la armería y por las casas con rótulos de alquiler.
Más que miedo, dijo Boyd, sentía admiración.
Pete asintió y dijo que sabía a qué se refería.
Pero se calló otras cosas: «Amo a esa mujer. Si muero, habré llegado hasta aquí y la habré perdido a cambio de nada.»
(Miami, 27/9/63)
Alguien colocó una grabadora sobre la mesa auxiliar. Alguien colocó un sobre cerrado junto al aparato.
Littell cerró la puerta y reflexionó.
Pete y Kemper sabían que se alojaba allí. Jimmy y Carlos sabían que siempre se alojaba en el Fontainebleau. Había bajado a la cafetería para desayunar y había estado ausente menos de media hora.
Abrió el sobre y extrajo una hoja de papel. La caligrafía del señor Hoover explicaba la entrada furtiva en la habitación.
Jules Schiffrin murió en coincidencia con una temporada en la que usted estuvo ausente de su trabajo, en otoño de 1961. Hubo un robo en su propiedad y desaparecieron ciertos libros contables.
Joseph Valachi se ha ocupado en múltiples ocasiones del transporte de dinero del fondo de pensiones. En la actualidad está siendo interrogado por un colega mío de toda confianza. Robert Kennedy no sabe que está efectuándose tal interrogatorio.
La cinta adjunta contiene información que el señor Valachi se abstendrá de revelar al señor Kennedy, al comité McClellan o, de hecho, a cualquiera. Confío en que el señor Valachi mantenga su silencio, después de que se le haya hecho comprender que la cualidad y la duración de su reubicación por parte de los federales depende de ello.
Haga el favor de destruir esta nota. Escuche la cinta y guárdela en lugar seguro.
Entiendo que esa cinta tiene un potencial estratégico ilimitado. Su contenido sólo debería ser revelado a Robert Kennedy como un añadido a ciertas medidas de gran atrevimiento.
Littell conectó la grabadora a la corriente y preparó la cinta. Tenía las manos de mantequilla y no acertaba a colocarla en el eje de arrastre. Por fin, pulsó la tecla de arranque. La cinta se puso en marcha con ruidos y chirridos.
Vuelve a contárnoslo todo, Joe. Y, como ya te he dicho, hazlo despacio y con calma.
Está bien, despacio y con calma, pues. Despacio y con calma, por decimosexta vez, joder.
Adelante, Joe.
Está bien. Despacio y con calma, para que lo entiendan los estúpidos de las gradas del gallinero. Joseph P. Kennedy, Sr., era el financiador en la sombra del fondo de pensiones del sindicato de Transportistas de los Estados del Medio Oeste, que presta dinero a toda clase de malhechores y a algunas buenas personas, a unos intereses altísimos. Yo me ocupé de efectuar muchas de las entregas. A veces ingresé partidas en metálico en las cajas de seguridad de ciertas personas.
¿Te refieres a que esa gente te autorizó a abrir sus cajas?
Exacto. Y también visitaba el banco de Joe Kennedy con regularidad. Es la oficina principal del Security-First National de Boston. La cuenta es la 811512404. Allí tiene noventa o cien cajas de seguridad llenas de dinero en metálico. Raymond Patriarca calcula que habrá cerca de cien millones de dólares y no debe de decirlo sin fundamento, porque Raymond y Joe el Irlandés se conocen desde hace mucho tiempo. Tengo que añadir que la idea de que Bob Kennedy se dedique a perseguir al hampa me hace reír. Supongo que esa manzana ha caído muy lejos del árbol, porque el dinero de Joe Kennedy ha financiado un montón de actividades de la Organización. También debo decir que el viejo Joe es el único Kennedy que conoce la existencia de ese dinero. Nadie va por ahí diciendo que tiene guardados cien millones de los que sus hijos, el Presidente y el Fiscal General, no saben nada. Y ahora Joe ha sufrido ese ataque, así que quizá no ande muy lúcido. A cualquiera le gustaría ver ese dinero en alguna actividad productiva y no muerto de asco en esas cajas, como podría suceder si el viejo Joe estira la pata o si se vuelve senil y olvida su existencia.
También debo mencionar que todos los peces gordos de la Organización saben lo sucio que está Joe, pero no pueden chantajear a Bobby con lo que saben sin poner en riesgo sus propias orejas.
La cinta terminó de pasar. Littell pulsó la tecla de stop y se quedó absolutamente quieto.
Reflexionó sobre lo que acababa de oír. Se colocó en la posición de Hoover y expresó sus pensamientos en voz alta y en primera persona.
Tengo buenas relaciones con Howard Hughes. Le he proporcionado a Ward Littell. Littell ha pedido a Hughes dinero para contribuir a asegurar mi permanencia en el cargo.
Jack Kennedy proyecta despedirme. Tengo establecidas escuchas clandestinas privadas en locales de la mafia y he captado una profunda hostilidad contra los Kennedy.
Littell volvió a situarse en su propia perspectiva.
Hoover carecía de suficientes datos. Los que tenía no lo conducían a extrapolar un golpe en concreto.
Ya se lo había dicho a Pete y a Kemper: el señor Hoover sabía lo que se avecinaba. Pero Littell lo había dicho en sentido metafórico, y la nota y la cinta indicaban algo mucho más concreto. Hoover denominaba la cinta «un añadido a medidas de gran atrevimiento».
Con ello, Hoover estaba diciendo LO SÉ TODO.
La cinta era un instrumento para humillar a Bobby. Para asegurarse el silencio de Bobby.
La cinta debía ser revelada a Bobby antes de la muerte de Jack. La muerte de éste explicaría el propósito de la humillación. Así, Bobby no intentaría reunir pruebas de una conspiración para el asesinato. Bobby comprendería que con ello sólo conseguiría enlodar el nombre de los Kennedy para siempre.
Bobby daría por sentado que el hombre que había organizado la humillación conocía por anticipado el atentado contra su hermano. Pero se encontraría impotente para actuar según tal suposición.
Littell se colocó de nuevo en la posición de Hoover.
Bobby Kennedy le rompió el corazón a Littell. Ahora, nos une el odio a los Kennedy. Littell no podrá resistir el impulso de machacar a Bobby y querrá que éste sepa que ha participado en el plan para asesinar a su hermano.
Así de complicado, vengativo y psicológicamente espeso era el pensamiento de Hoover. Sólo faltaba un único hilo lógico.
Todavía no has enseñado tus cartas. Presumiblemente, tus financiadores tampoco.
Lo mismo cabe decir de Kemper y Pete. Kemper todavía no ha planteado la operación a sus tiradores.
Hoover presiente que estás preparando un golpe. La cinta es tu «añadido»… si eres el primero en actuar.
Hay un segundo complot en marcha. Y el señor Hoover tiene conocimiento concreto de éste.
Littell permaneció sentado, completamente inmóvil. Los pequeños ruidos del hotel se hicieron más audibles. No conseguía sacar ninguna conclusión clara. Como máximo, podía hablar de presentimientos.
El señor Hoover lo conocía bien, mejor de lo que lo había conocido nadie y de lo que nadie lo conocería. Una repulsiva oleada de afecto hacia aquel hombre recorrió a Ward de la cabeza a los pies.
(Puckett, 28/9/63)
El payaso llevaba una sábana con el monograma del Klan. Pete lo atiborró de bourbon añejo y de mentiras.
—Este trabajo es para ti, Dougie. Lleva tu nombre escrito por todas partes.
Lockhart soltó un eructo.
—Estaba seguro de que no te habías presentado aquí a la una de la madrugada para compartir esa botella conmigo.
La cabaña apestaba como una caja de gato. Dougie apestaba a Wildroot Cream Oil. Pete no se movió del umbral; era el mejor lugar para evitar el hedor.
—Son trescientos por semana. Y es un trabajo oficial para la Agencia, de modo que no tendrás que preocuparte por esas redadas de los federales.
Lockhart se balanceó hacia atrás en su sillón de orejeras.
—Esas redadas —comentó— han sido bastante indiscriminadas. He oído que bastantes muchachos de la Agencia se han visto enredados en ellas.
—Te necesitamos para hacer de capataz con algunos hombres del Klan. La Agencia quiere construir una serie de bases de embarque en el sur de Florida, y necesitamos un hombre blanco que dirija los trabajos.
Lockhart se hurgó la nariz.
—Todo esto me suena a una repetición de lo de Blessington. También me huelo que podría ser otro gran despliegue publicitario que termine en otra gran frustración, como cierta invasión que los dos recordamos.
Pete dio un tiento a la botella.
—No se puede hacer historia continuamente, Dougie. A veces, lo mejor que uno puede hacer es dinero.
Dougie se dio unos golpecitos en el pecho.
—Pues yo he hecho historia hace poco.
—¿De veras?
—Sí. He sido yo quien ha incendiado la iglesia Baptista de la calle Dieciséis, en Birmingham, Alabama. ¿Has oído todo ese alboroto que se ha organizado, inspirado por los comunistas? Pues bien, debo decir que he sido yo quien lo ha provocado.
La cabaña estaba forrada de hojalata. Pete se fijó en un cartel clavado a la pared del fondo: una imagen de «Martin Luther Esclavo».
—Que sean cuatrocientos más gastos, hasta mediados de noviembre —dijo Pete—. Tendrás casa y despacho en Miami. Si vienes conmigo ahora, habrá un extra.
—Acepto —dijo Lockhart.
—Aséate —indicó Pete—. Pareces un negro.
El viaje de vuelta se alargó. Las tormentas habían convertido la autopista en un lodazal por el que se avanzaba a paso de tortuga.
Dougie Frank pasó el diluvio roncando. Pete escuchó las noticias y un programa de twist por la radio.
Un comentarista ensalzó la sesión de cante y baile de Joe Valachi, quien llamaba a la mafia «La Cosa Nostra». Valachi tuvo un gran éxito en televisión. Un reportero calificaba de «magníficos» los índices de audiencia. Valachi estaba soplando nombres de hampones de la Costa Este a troche y moche.
Un periodista habló con Heshie Ryskind, que estaba acogido en algún pabellón de cancerosos de Phoenix. Hesh calificó lo de la Cosa Nostra como «una fantasía de gentiles».
El programa de twist se captaba con interferencias. Barb cantó en la cabeza de Pete y su voz se impuso al gorjeo de Chubby Checker.
Había hablado con ella por teléfono poco antes de dejar Miami.
—¿Qué sucede? Te noto asustado otra vez —le había dicho Barb.
—No puedo decírtelo. Cuando oigas hablar del asunto, lo sabrás.
—¿Afectará a lo nuestro?
—No.
—Mientes —le había dicho ella. Pete no había sido capaz de responder.
Barb volaría a Tejas unos días después. Joey había contratado una gira de ocho semanas por todo el estado.
Él iría a verla los fines de semana. Haría de pretendiente a la puerta de la salida de artistas hasta que llegara el 18 de noviembre.
Llegaron a Miami a mediodía. Lockhart rebajó la resaca a base de bollos azucarados y café.
Recorrieron en coche los barrios céntricos. Dougie señaló varios rótulos de pisos y despachos en alquiler. Pete condujo en círculos. La búsqueda de casas y despachos hizo bostezar a Dougie.
Pete redujo las opciones a tres despachos y otros tantos pisos. Luego, ofreció a Dougie que tomara la decisión final.
Dougie escogió deprisa. No veía el momento de terminar el papeleo para poder acostarse un rato.
Se decidió por una casa estucada cerca de Biscayne. En cuanto al despacho, lo alquiló en el propio Biscayne Boulevard, en el centro mismo de las tres rutas del desfile.
Los dos propietarios exigieron un depósito. Dougie sacó billetes de su fajo para gastos y les pagó tres meses de alquiler por adelantado.
Pete no se dejó ver. Los propietarios ignoraban por completo su existencia.
Observó a Dougie, que arrastraba su equipo al interior de la casa. Aquel estúpido de cabellos color zanahoria estaba a punto de hacerse famoso en todo el mundo.
(Miami, 29/9/63 - 20/10/63)
Se aprendió de memoria la nota de Hoover y ocultó la cinta. Recorrió las tres rutas una decena de veces al día durante tres semanas seguidas. No comentó en absoluto con Pete y con Kemper que pudiera estar cociéndose otro golpe.
La prensa anunció el programa de viajes del Presidente para el otoño y subrayó los desfiles con escolta motorizada en Nueva York, Miami y Tejas.
Littell envió a Bobby una nota en la que reconocía su amistad con James R. Hoffa y le pedía diez minutos de su tiempo.
Consideró las ramificaciones durante casi un mes antes de actuar. Su camino hasta el buzón fue como su robo en casa de Jules Schiffrin… multiplicado por mil.
Littell recorrió Biscayne Boulevard con el coche y cronometró cada señal de tráfico.
Kemper había entrado en la armería una semana antes. Había robado tres rifles con mira telescópica y dos revólveres. Durante el robo, Kemper llevaba puestos unos guantes en los que, sin que él se percatara, había recogido las características huellas dactilares cuarteadas de Dougie Frank Lockhart.
El día siguiente al robo, Kemper había vigilado la armería. Los detectives habían inspeccionado la zona y los técnicos habían buscado huellas. Los guantes con las huellas cuarteadas de Dougie eran ya cuestión de registro forense.
Con ellos, Kemper sembró huellas por todas las superficies de la casa y del despacho de Dougie. Pete dejó que Dougie Frank acariciara los rifles. Sus huellas quedaron impresas en cañones y gatillos.
Kemper robó tres coches en Carolina del Sur, los hizo repintar y los proveyó de matrículas falsas. Dos fueron asignados a los tiradores. El tercero era para el hombre que había de matar a Dougie.
Pete trajo a un cuarto hombre. Chuck Rogers se ocuparía de hacerse pasar por el que sería su cabeza de turco. Rogers y Lockhart tenían parecida complexión física y rasgos similares. El atributo más característico de Dougie era su cabellera pelirroja y llameante.
Chuck se tiñó de pelirrojo y se dedicó a escupir odio contra Kennedy por todo Miami.
Abrió la boca en tabernas y salones de billar. Profirió insultos y amenazas en una pista de patinaje sobre hielo, en un salón de tiro al blanco y en numerosas licorerías. Le pagaron para que continuara haciéndolo sin parar hasta el 15 de noviembre.
Littell pasó en el coche junto al despacho de Dougie. Cada vuelta que daba le inspiraba un nuevo y brillante refinamiento.
Seguro que en la ruta de la comitiva motorizada encontraba a un grupo de jóvenes revoltosos. Podía repartirles unos petardos y decirles que los encendieran.
Eso rompería los nervios a la escolta del Servicio Secreto. Y haría que no prestase atención a cualquier ruido parecido a un petardo.
Kemper estaba preparando algunos de los recuerdos que dejaría Dougie Frank. La psicopatología de Lockhart quedaría resumida en cuatro detalles.
Kemper dejó sin rostro varias fotografías de JKF y grabó cruces gamadas en muñecos de Jack y de Jackie. También esparció materia fecal sobre una decena de fotos de revista de los Kennedy.
Los investigadores lo encontrarían todo en el armario del dormitorio de Dougie.
En los últimos días, Kemper se estaba dedicando a redactar el diario político de Dougie Frank Lockhart.
Estaba escrito a máquina dificultosamente, letra a letra, con correcciones a tinta. El racismo que destilaba el texto era verdaderamente terrorífico.
Lo del diario era idea de Pete. Dougie había declarado que había prendido fuego a la iglesia Baptista de la calle Dieciséis, un caso célebre todavía por resolver.
Pete vio la oportunidad de vincular la muerte de Kennedy con la de los cuatro chiquillos negros.
Dougie contó a Pete todos los detalles del incendio. Pete recogió los más cruciales en el diario.
Ninguno de los dos le comentó a Kemper lo de relacionar el atentado con el incendio de la iglesia. Kemper sentía un singular afecto por los negros.
Pete mantuvo a Dougie secuestrado en su casa. Lo alimentó de pizzas de reparto a domicilio, marihuana y alcohol. Al parecer, Dougie estaba satisfecho con el arreglo.
Pete le contó que el trabajo para la Agencia se había retrasado y lo convenció de la necesidad de mantenerse oculto.
Kemper trasladó a sus hombres a Blessington. El FBI estaba allanando todos los campamentos que no estaban dirigidos por la CIA, y mantener a su equipo alojado en Sun Valley empezaba a resultar arriesgado.
Los hombres se trasladaron al motel Breakers. Cada día, durante toda la jornada, se dedicaban a hacer prácticas de tiro. Sus rifles eran idénticos a los que había robado Kemper.
Los tiradores ignoraban en qué consistía el trabajo. Kemper les informaría seis días antes, con tiempo para realizar un ensayo general en Miami.
Littell pasó ante la casa de Dougie. Pete decía que él siempre entraba por el callejón y nunca dejaba que los vecinos lo vieran.
Tenían que colocar una buena cantidad de narcóticos en la casa. Tenían que ampliar el pedigrí de Dougie a la categoría de asesino, incendiario de iglesias y vendedor de droga.
El día anterior, Kemper había tomado una copa con el jefe de Agentes Especiales de Miami. Eran antiguos compañeros del FBI; la reunión no tenía nada de anómalo. El hombre calificó de «verdadero fastidio» el desfile y dijo que Kennedy resultaba «difícil de proteger». También comentó que el Servicio Secreto permitía que la gente se acercara demasiado al Presidente.
Kemper le preguntó si se había recibido alguna amenaza, si algún chiflado iba a montar un alboroto.
Su interlocutor le aseguró que no.
El único montaje arriesgado del plan se mantenía sin novedad. Nadie había denunciado al pseudo Dougie lenguaraz.
Littell regresó al Fontainebleau. Se preguntó cuánto tiempo sobrevivirían Pete y Kemper a JFK.
(Blessington, 21/10/63)
Los oficiales instructores formaron un cordón inmediatamente detrás de la verja delantera. Llevaban máscaras y escopetas con cargas de sal.
Los buscadores de refugio agitaban la valla. El camino de acceso estaba abarrotado de coches desvencijados y de cubanos desposeídos.
Kemper observó que la agitación iba en aumento. John Stanton había llamado para advertirle que las intervenciones del FBI iban de mal en peor. El FBI había irrumpido en catorce campos de exiliados el día anterior. La mitad de los cubanos de la costa del Golfo andaba en busca del asilo de la CIA.
La valla se tambaleó. Los instructores apuntaron sus armas.
Eran veinte hombres dentro y sesenta fuera. Entre ambos grupos sólo estaban las débiles cadenas de la verja y unos rollos de alambre de espino.
Un cubano escaló la valla y se enganchó en las púas del alambre que la coronaba. Un instructor lo echó abajo: la descarga del cartucho de sal lo desenganchó y le laceró el pecho.
Los cubanos cogieron piedras y blandieron maderos. Los instructores adoptaron posiciones defensivas. Se armó un gran griterío en dos lenguas.
Littell llegaba tarde. Pete también. Probablemente, la migración había causado un atasco.
Kemper bajó al embarcadero. Desde allí, sus hombres disparaban contra boyas flotantes situadas a treinta metros de la costa. Los tiradores llevaban tapones en los oídos para silenciar el alboroto de la verja. Tenían el aspecto de mercenarios pulcros y experimentados. Kemper los había llevado allí en el último momento y podían utilizar libremente el campamento; John Stanton había movido los hilos en recuerdo de los viejos tiempos.
Los casquillos expulsados caían sobre el embarcadero. Laurent y Flash hicieron plenos en sus disparos. Juan erró algunos, que fueron a las olas.
Kemper les había hablado del objetivo la noche anterior. La pura audacia del golpe los había excitado sobremanera. Kemper no había podido resistirlo. Había querido ver cómo se les iluminaba el rostro.
Laurent y Flash habían puesto cara de felicidad; Juan, de preocupación.
Juan se había mostrado huidizo últimamente. Y acababa de pasar tres noches en paradero desconocido.
La radio informó del hallazgo de otra mujer asesinada. La habían golpeado hasta dejarla sin sentido y la habían estrangulado con una cadena para contrapeso de ventana. La Policía local estaba desconcertada.
La primera víctima había aparecido cerca de Sun Valley. La segunda, cerca de Blessington.
El alboroto en la entrada del campamento se duplicó y se triplicó. Resonaron los disparos de cartuchos de sal.
Kemper se colocó tapones en los oídos y observó la sesión de tiro de sus hombres. Juan Canestel lo observó a él.
Flash hizo saltar una boya. Laurent acertó en el rebote. Juan falló tres disparos seguidos.
Algo andaba mal.
La policía del Estado despejó el lugar de cubanos. Los coches patrulla los escoltaron hasta la autopista.
Kemper avanzó tras el convoy. La comitiva estaba formada por una cincuentena de coches. Las andanadas de perdigones de sal habían destrozado los parabrisas y rasgado los techos de los descapotables.
Era una solución bastante corta de vista. John Stanton profetizó un caos de exiliados… e insinuó algo mucho peor.
Pete y Ward llamaron para decir que llegarían con retraso. «Bien —dijo—, yo tengo que hacer un recado.» Cambiaron la hora de la cita para las dos y media, en el Breakers.
Allí les contaría las novedades de Stanton. E insistiría en que eran meras especulaciones.
El rebaño de coches avanzó lentamente; ambos carriles de salida estaban ocupados por una fila apretada de vehículos. Sendos coches patrulla abrían y cerraban la marcha para mantener encajonados a los cubanos.
Kemper se desvió en un cruce. Era el único atajo practicable hasta Blessington: caminos de tierra que se internaban en las tierras bajas.
Se levantó una nube de polvo, que una ligera llovizna convirtió en una rociada de fango. El violamóvil lo adelantó a toda velocidad en una curva sin visibilidad.
Kemper conectó los limpiaparabrisas. El fango dejó una capa traslúcida en el cristal, a través de la cual alcanzó a ver a lo lejos el humo del tubo de escape, pero ya no distinguió el violamóvil.
Juan anda distraído. No ha reconocido mi coche.
Kemper llegó al centro de Blessington y pasó ante Breakers, Al’s Dixie Diner y todos los demás locales de exiliados de ambos lados de la avenida.
No vio el violamóvil por ninguna parte.
Recorrió metódicamente las calles transversales. Efectuó circuitos sistemáticos: tres bocacalles a la izquierda, tres a la derecha. ¿Dónde estaba el Thunderbird rojo caramelo de manzana?
Allí…
El violamóvil estaba aparcado delante del motel Larkhaven. Kemper reconoció los dos coches aparcados junto a él.
El Buick de Guy Banister. El Lincoln de Carlos Marcello.
El motel Breakers daba a la autopista. La ventana de Kemper daba a un puesto de control recién instalado por la policía del Estado.
Vio que unos policías desviaban algunos coches hacia una salida. También vio a unos agentes sacar de los vehículos, a punta de pistola, a los varones latinos.
Los policías efectuaron comprobaciones de identidad y de documentación de Inmigración, embargaron vehículos y detuvieron varones latinos a manos llenas.
Kemper contempló el trajín durante una hora entera. Los agentes se llevaron a treinta y nueve varones latinos.
Los condujeron a unos furgones y apilaron las armas confiscadas en un gran montón.
Una hora antes, Kemper había registrado la habitación de Juan.
No había encontrado cadenas de contrapeso de ventana, ni objetos de pervertido. No había visto absolutamente nada que resultara incriminatorio.
Alguien llamó al timbre. Kemper abrió enseguida para que cesara el ruido. Era Pete.
—¿Has visto la que se ha organizado ahí fuera?
—Hace unas horas intentaban irrumpir en el campamento —explicó Kemper—. El jefe de instructores llamó a la policía.
—Esos cubanos están realmente furiosos —comentó Pete tras echar una mirada por la ventana.
Kemper corrió las cortinas.
—¿Dónde está Ward? —preguntó.
—Ya viene. Y espero que no nos hayas hecho venir hasta aquí para enseñarnos un jodido control de carreteras…
Kemper se dirigió al mueble bar y sirvió a Pete un bourbon corto.
—John Stanton me ha llamado. Dice que Jack Kennedy ha ordenado a Hoover que aumente la presión. En las últimas cuarenta y ocho horas, el FBI ha irrumpido en veintinueve campamentos no controlados por la CIA. Todos los exiliados detenidos que no pertenecen a la Agencia andan a la busca del amparo de ésta.
Pete apuró el trago. Kemper le sirvió otro.
—Stanton ha dicho que Carlos ha establecido un fondo para fianzas. Guy Banister también ha intentado sacar bajo fianza a algunos de sus exiliados predilectos, pero Inmigración ha emitido una orden de deportación contra todos los cubanos detenidos.
Pete arrojó el vaso contra la pared. Kemper tapó la botella.
—Stanton también ha dicho —continuó Kemper— que toda la comunidad en el exilio se está volviendo loca. Y que se habla mucho de un atentado contra Kennedy. Ha dicho que se habla mucho, en concreto, de un atentado durante un desfile motorizado en Miami.
Pete descargó un puñetazo contra la pared. El puño se hundió en ella hasta el tabique original. Kemper se retiró unos pasos y habló de forma pausada y relajada.
—Ninguno de nuestro equipo se ha ido de la lengua, de modo que los rumores no pueden haber salido de ahí. Además, Stanton ha dicho que no había informado al Servicio Secreto, lo cual significa que no le importaría ver a Jack muerto.
Pete apretó de nuevo los puños y lanzó un gancho de izquierda contra la pared, de la que salieron despedidos fragmentos de enlucido. Kemper se mantuvo a considerable distancia.
—Según Ward, Hoover presentía que se avecinaba algo así. Y Ward no se equivocaba, porque Hoover habría puesto trabas a las redadas y habría mandado aviso a su red de colaboradores de confianza sólo por joder a Bobby… a menos que prefiriese avivar el odio contra Jack.
Pete agarró la botella, se lavó las manos y las secó en las cortinas. La tela beis quedó empapada de rojo. La pared había quedado medio demolida.
—Escucha, Pete. Podríamos salir de… —murmuró Kemper.
—No. —Pete lo empujó hacia la ventana—. De ésta no podemos salir de ninguna manera. O lo matamos o no lo hacemos. Y probablemente ellos nos matarán aunque lo hagamos.
Kemper se desasió. Pete descorrió las cortinas. Los exiliados saltaban del arcén de la autopista perseguidos por policías que blandían aguijadas eléctricas de conducir ganado.
—Mira eso, Kemper. Observa y dime si podemos controlar este jodido alboroto.
Littell pasó ante la ventana. Pete corrió a la puerta, abrió y lo hizo entrar por la fuerza.
Littell no reaccionó. Los miró con aire gélido y dolido. Kemper cerró la puerta.
—¿Qué es todo eso, Ward?
Littell se abrazó a su maletín y contempló los destrozos de la habitación sin el menor parpadeo.
—He hablado con Sam. Me ha dicho que el golpe de Miami queda anulado porque su contacto con Castro le ha dicho que el Barbas no volverá a hablar con nadie de la Organización bajo ninguna circunstancia. Sam y los demás han abandonado la idea de un acercamiento. Yo siempre lo había considerado muy improbable y ahora, según parece, Sam y Santo me dan la razón.
—Todo esto es de locos —dijo Pete. Kemper leyó una advertencia en la expresión de Littell: QUE NO ME QUEDE SIN ESTO.
—¿Pero nosotros seguimos adelante con el plan?
—Creo que sí —dijo Littell—. Y he hablado con Guy Banister y se me ha ocurrido una cosa.
—Pues cuéntanosla, Ward. —Pete parecía a punto de estallar—. Ya sabemos que ahora eres el más listo y el más fuerte, así que limítate a decirnos lo que piensas.
Littell se ajustó la corbata antes de responder.
—Banister vio una copia de una nota presidencial. Esta nota pasó de Jack a Bobby y al señor Hoover; de éste llegó al jefe de Agentes Especiales de Nueva Orleans, quien se la filtró a Guy. Esa nota decía que el Presidente enviará a un emisario personal para hablar con Castro el próximo mes de noviembre, y que se producirán nuevos recortes en el presupuesto de JM/Wave.
Pete se enjugó la sangre de los nudillos.
—No alcanzo a ver la conexión de Banister.
—Fue una coincidencia. —Littell arrojó el maletín sobre la cama—. Guy y Carlos tienen una relación muy estrecha y Guy es un abogado frustrado. De vez en cuando, él y yo nos sentamos a charlar, y en esa ocasión se le ocurrió mencionar la nota. En resumen, todo viene a confirmar mi sensación de que el señor Hoover se huele que hay un proyecto de atentado en marcha. Y como ninguno de nosotros se ha ido de la lengua, se me ocurre que quizás existe un segundo golpe en preparación. También creo que Banister podría tener conocimiento de ello… y por eso Hoover filtró la nota de modo que llegara a su conocimiento.
—¿Has visto ese control? —preguntó Kemper, vuelto hacia la ventana.
—Sí, claro —respondió Littell.
—Eso también es cosa de Hoover. Deja que se produzcan esas redadas para mantener en ebullición el odio contra Jack. Me llamó John Stanton, Ward. Quizás haya media docena, o seis docenas, o quién sabe cuántos jodidos complots como el nuestro en plena preparación. Como si la jodida metafísica del asesinato estuviese ahí fuera sin más, como si fuera demasiado innegable…
Pete le cruzó el rostro con un bofetón.
Kemper desenfundó su pistola.
Pete sacó la suya.
—¡No! —intervino Littell, en voz muy baja.
Pete dejó caer el arma sobre la cama.
Kemper también soltó la suya.
—Ya basta —añadió Littell en el mismo tono de voz.
De la habitación salían chispas y zumbidos. Littell quitó la munición de las armas y guardó éstas en su maletín. Pete abrió la boca para hablar casi en susurros.
—El mes pasado, Banister me pagó la fianza para salir del calabozo. «Toda esta mierda de los Kennedy está a punto de acabarse», me dijo entonces, como si estuviera al tanto de algún jodido secreto.
Kemper le respondió en el mismo tono.
—Juan Canestel últimamente ha estado portándose de manera extraña. Hace unas horas lo he seguido y he encontrado su coche aparcado junto a los de Banister y Carlos Marcello. Ha sido aquí mismo, delante de otro motel.
—¿El Larkhaven? —preguntó Littell.
—Exacto.
Pete se lamió la sangre de los nudillos y se volvió hacia Ward.
—¿Cómo has sabido eso? Y si Carlos está metido en un segundo golpe, ¿es que Santo y Sam piensan cancelar el nuestro?
—No. —Littell movió la cabeza—. Me parece que lo nuestro sigue adelante.
—¿Y qué es todo ese lío de Banister?
—Lo que me ha contado es nuevo para mí, pero encaja. Lo único que sé con seguridad, en este momento, es que tengo una cita con Carlos en el Larkhaven a las cinco. Carlos me ha dicho que Santo y Mo han dejado todo el asunto en sus manos, con dos nuevas cláusulas.
Kemper se frotó la barbilla. El golpe de Pete le había dejado la cara enrojecida.
—¿Cuáles son?
—Que cambiemos de localidad y lo hagamos fuera de Miami y que busquemos un cabeza de turco izquierdista. No hay ninguna posibilidad de entendimiento con Castro, de modo que Santo y Sam quieren que la acción sea atribuida a un partidario de Fidel.
Pete descargó una patada contra la pared. Un cuadro de un paisaje cayó al suelo.
Kemper se tragó un diente suelto. Pete señaló la autopista.
Los policías estaban empleando el material antidisturbios al completo. Y efectuaban cacheos desnudando a los detenidos a plena luz del día.
—Mira eso —comentó Kemper—. Todo forma parte de la partida de ajedrez de Hoover.
—Estás loco —replicó Pete—. El muy jodido no puede ser tan hábil.
Littell se le rió en la cara.
(Blessington, 21/10/63)
Carlos preparó una bandeja de licores. El conjunto era incongruente: coñac Hennessy XO y vasos del motel envueltos en papel.
Littell ocupó la silla dura. Carlos, la blanda. La bandeja quedó en la mesilla auxiliar entre ambos.
—Tu equipo queda fuera, Ward. Utilizaremos a otro hombre. Lleva planificando el asunto todo el verano, lo que le da cierta ventaja.
—¿Guy Banister? —aventuró Littell.
—¿Cómo lo has sabido? ¿Te lo ha dicho un pajarito?
—He visto su coche fuera. Y hay cosas que uno tiende a adivinar.
—Te lo estás tomando muy bien.
—No me queda otro remedio.
—Acabo de enterarme —le aseguró Carlos mientras jugueteaba con un humidificador de puros—. Pero el asunto lleva bastante tiempo en preparación, lo cual aumenta las probabilidades de éxito, en mi opinión.
—¿Dónde será?
—En Dallas, el mes que viene. Guy tiene el respaldo de ciertos derechistas ricos. Cuenta con un cabeza de turco, un tirador profesional y un cubano.
—¿Juan Canestel?
—Tienes una «tendencia a adivinar» muy desarrollada, salta a la vista —comentó Carlos con una sonrisa.
Littell cruzó las piernas.
—Eso lo ha deducido Kemper —dijo—. Y, en mi opinión, no deberías confiar en un psicópata que conduce un coche deportivo rojo brillante.
Carlos cortó con los dientes el extremo del habano y lo escupió.
—Guy es un tipo competente. Ha encontrado un cabeza de turco filocomunista que trabaja en una de las rutas del desfile con escolta motorizada, dos tiradores auténticos y unos policías que se encarguen de matar al pobre primo. Mira, Ward: no puedes echarle en cara que se le ocurriese el mismo plan que a ti sin saber en absoluto lo que tú organizabas.
Conservó la calma. Carlos no podía desanimarlo. Aún tenía la posibilidad de joder a Bobby.
—Ojalá te hubiese tocado a ti, Ward. Sé que tienes un interés personal en ver muerto a ese hombre.
Carlos se sentía seguro, muy al contrario que Pete y Kemper.
—A mí no me gustaba nada que Mo y Santo intentaran congraciarse con Castro. ¡Deberías haberme visto cuando me enteré, Ward!
Littell sacó el encendedor. Una pieza de oro macizo, regalo de Jimmy Hoffa.
—Algo te ronda por la cabeza, Carlos. Estás a punto de decirme «Ward, eres demasiado valioso como para que corras el riesgo», y de ofrecerme una copa, aunque llevo más de dos años sin tocar el alcohol.
Marcello se inclinó hacia delante. Littell le dio fuego.
—No eres demasiado valioso como para que corras el riesgo, pero sí para castigarte. Todo el mundo está de acuerdo conmigo en esto y también en que otra cosa muy distinta son los casos de Boyd y de Bondurant.
—Sigo sin querer esa copa.
—¿Por qué habrías de pagar por lo sucedido? Tú no robaste los cien kilos de heroína ni te cagaste en tus socios. Participaste en una extorsión de la que deberías habernos informado, pero eso no es más que una jodida falta menor.
—Sigo sin querer esa copa —insistió Littell—. Y te agradecería que me dijeras qué quieres que haga, exactamente, entre hoy y Dallas.
Carlos se limpió de ceniza el chaleco.
—Quiero que tú, Pete y Kemper no os entrometáis en el plan de Guy ni intentéis interferir en él. Quiero que soltéis a ese Lockhart y lo enviéis de vuelta a Misisipí. Y quiero que Pete y Kemper devuelvan lo que robaron.
Littell apretó entre sus dedos el mechero de oro.
—¿Y qué les pasará?
—No lo sé. La decisión no es cosa mía.
El habano apestaba. El aire acondicionado le arrojaba el humo a la cara.
—Habría funcionado, Carlos. Estoy seguro de que lo habríamos conseguido.
—Tú siempre sabes tomarte las cosas como es debido —comentó Marcello con un guiño—. Cuando algo no se hace a tu manera, no montas un número de quejas y recriminaciones.
—No podré matarlo. Eso sí que lo lamento.
—Sobrevivirás a ello. Y tu plan ha ayudado a Guy como elemento de distracción.
—¿Cómo es eso?
Carlos se colocó un cenicero sobre el vientre.
—Banister le habló a un tal Milteen del trabajo de Miami, sin citar nombres ni detalles. Guy sabe que ese Milteen es un bocazas y que tiene a un soplón de la policía de Miami revoloteando a su alrededor. Guy espera que Milteen se vaya de la lengua con el soplón y éste le vaya con el cuento a su contacto en la policía; si resulta, es probable que el desfile por las calles de Miami sea cancelado, y que el suceso desvíe de Dallas la atención de todo el mundo.
—Es muy rebuscado —apuntó Littell con una sonrisa—. Parece sacado de «Terry y los piratas».
—Igual que tu historia sobre los libros del sindicato —replicó Carlos con una sonrisa—. Igual que toda esa fantasía tuya de pensar que no sabía desde el primer momento lo que había sucedido en realidad.
Un hombre salió del baño. Empuñaba un revólver amartillado.
Littell cerró los ojos.
—Lo sabe todo el mundo, menos Jimmy —continuó Carlos—. Pusimos detectives tras tus pasos desde el mismo instante en que pasaste la frontera conmigo. Saben lo de tus libros en clave y lo de tu investigación en la biblioteca del Congreso. Sé que tenías planes para esos libros y ahora, muchacho, también tienes socios.
Littell abrió los párpados. El hombre había envuelto el arma en una almohada. Carlos sirvió dos copas.
—Vas a ponernos en contacto con Howard Hughes. Le vamos a vender Las Vegas y lo vamos a desplumar de casi todo lo que tiene. Y vas a ayudarnos a convertir los libros del fondo en dinero más legal de lo que nunca soñó Jules Schiffrin.
Littell se sintió ingrávido. Quiso musitar un Avemaría pero no logró recordar las palabras.
Carlos alzó su vaso.
—Por Las Vegas y los nuevos acuerdos.
Littell se obligó a tragar. El ardor exquisito le hizo sollozar.
(Meridian, 4/11/63)
El peso de los paquetes de heroína del portaequipajes se dejó notar e hizo patinar ligeramente las ruedas traseras. Un simple incidente de tráfico, se dijo, podía costarle treinta años en la cárcel de Parchman.
Había retirado su botín de las cajas de seguridad. Un poco de polvo se había derramado por el suelo; suficiente como para sedar todo el Misisipí rural durante semanas.
Santo quería recuperar su droga. Santo se había echado atrás del trato establecido. Santo había insinuado ciertas implicaciones.
Santo podía hacer que lo mataran. O dejarlo vivir. O tenerlo sobre ascuas con algún aplazamiento de la ejecución.
Kemper se detuvo ante un semáforo en rojo. Un hombre de color lo saludó.
Kemper le devolvió el saludo. El negro era un diácono de la Iglesia Baptista de Pentecostés, un hombre muy escéptico respecto a John F. Kennedy. «No confío en ese muchacho» era su frase favorita.
El semáforo cambió. Kemper apretó el acelerador. Ten paciencia, diácono. Al muchacho sólo le quedan dieciocho días.
Su equipo estaba disuelto. El de Banister seguía en acción. Juan Canestel y Chuck Rogers pasaron a formar parte del equipo de Guy.
Se trasladó la fecha del golpe al 22 de noviembre, en Dallas. Juan y un profesional corso dispararían desde posiciones separadas. Chuck y dos policías de Dallas se encargarían de matar al cabeza de turco.
Era el mismo plan básico de Littell, pero con algunos retoques. Aquello ilustraba la ubicuidad metafísica del «Liquidemos a Jack».
Littell había desmontado el grupo. Lockhart volvió a sus actividades con el Klan. Pete voló directamente a Tejas para estar con su chica. La Swingin’ Twist Revue tenía previsto actuar en Dallas el día del golpe.
Littell lo había dejado marcharse y un instinto atávico lo había atraído a Meridian. Allí, bastantes vecinos se acordaban de él. Algunos negros lo saludaron efusivamente. Varios blancos palurdos le dedicaron miradas de desprecio y comentarios provocadores.
Alquiló una habitación en un motel. Casi esperaba que llamaran a su puerta los matones de la mafia. Hizo las tres comidas en el restaurante y salió con el coche a dar una vuelta por el campo.
Anochecía cuando cruzó los límites del pueblo de Puckett. Distinguió un rótulo ridículo enmarcado por los faros: Martin Luther King en una escuela de adiestramiento comunista.
La fotografía del reverendo estaba retocada. Alguien le había dibujado cuernos de diablo.
Kemper se dirigió hacia el este y tomó el desvío que conducía al viejo campo de tiro de Dougie Lockhart. El camino de tierra le condujo hasta el mismo límite del campo. Los casquillos usados crepitaron bajo las ruedas.
Apagó las luces y se apeó del coche. Todo estaba en bendito silencio: ni disparos ni gritos de rebeldes.
Kemper sacó el arma. El cielo estaba negro como la brea. No alcanzaba a ver las siluetas de las dianas.
Los casquillos del suelo crujieron y rechinaron. Kemper escuchó unos pasos.
—¿Quién anda ahí? ¿Quién invade mi propiedad?
Kemper encendió los faros. Las luces iluminaron a Dougie Lockhart directamente delante del coche.
—Soy Kemper Boyd, muchacho.
Lockhart se apartó de los haces de luz.
—¡Kemper Boyd! Ese acento tuyo se hace más almibarado cuanto más al sur te encuentro. Tienes algo de camaleón, Kemper. ¿Te lo han dicho alguna vez?
Kemper encendió las luces largas. Todo el campo de tiro quedó iluminado.
Dougie, lava esa sábana. Tienes un aspecto horrible.
Lockhart prorrumpió en exclamaciones.
—¡Vaya, jefe, ahora me tienes bajo los focos! ¡Sí, jefe, tengo que confesarlo! ¡Fui yo quien prendió fuego a esa iglesia de negros en Birmingham!
Dougie Frank Lockhart tenía mala dentadura y granos en la cara. Su aliento a aguardiente casero apestaba a diez pasos de distancia.
—¿De veras lo hiciste? —preguntó Kemper.
—Tan cierto como que estoy aquí, bajo la luz de esos faros, jefe. Tan cierto como que los negros…
Kemper le disparó en la boca. Vació todo un cargador, que le destrozó la cabeza.
(Washington, D.C., 19/11/63)
Bobby le hizo esperar.
Littell aguardó sentado en el antedespacho. La nota de Bobby insistía en la puntualidad y terminaba con estilo: «Siempre dispongo de diez minutos para cualquier abogado de Hoffa.»
Él llegó puntual. Bobby estaba ocupado. Los separaba una puerta. Littell esperó. Sentía una tranquilidad suprema.
Marcello no había podido con él. Bobby, a su lado, era un crío. Marcello había cedido cuando él había tomado sólo una copa.
El antedespacho, de paredes forradas en madera, era espacioso y estaba muy próximo al despacho del señor Hoover.
La recepcionista no le prestó atención y Littell desgranó la cuenta atrás hasta el momento del encuentro.
6/11/63: Kemper devuelve la droga. Trafficante rechaza la extorsión.
6/11/63: llama Carlos Marcello. «Santo tiene un trabajo para ti», dice, pero no da más precisiones.
7/11/63: llama Sam Giancana. «Creo que hemos encontrado un empleo para Pete —dice—. El señor Hughes detesta a los negros y Pete es un buen tratante en narcóticos.»
7/11/63: transmite el mensaje a Pete. Bondurant comprende que le están perdonando la vida: si trabajas para nosotros, si te trasladas a Las Vegas, si vendes heroína a los negros de la ciudad…
8/11/63: llama Jimmy Hoffa, regocijado. No parece que le importe estar metido en gravísimos problemas legales.
Sam le ha contado lo del golpe que se prepara. Jimmy se lo cuenta a Heshie Ryskind y éste se instala en el mejor hotel de Dallas para disfrutar del acontecimiento en primera fila.
Heshie lleva consigo a su séquito: Dick Contino, enfermeras y fulanas. Pete lo llena de droga dos veces al día.
El séquito de Heshie está desconcertado. ¿Por qué trasladarse a Dallas cuando está tan cerca de pasar al otro barrio?
8/11/63: Carlos le envía un recorte de prensa. En él se lee: «Líder del Klan asesinado. Enigma desconcertante en el Profundo Sur.»
La policía sospecha que la muerte es obra de algunos miembros del Klan pertenecientes a otros capítulos. Él intuye en aquello la mano de Kemper Boyd.
Carlos adjunta una nota en la que dice que la vista de deportación va muy bien.
8/11/63: el señor Hughes le envía una nota. Howard desea Las Vegas igual que muchos niños quieren juguetes nuevos.
Él responde a la nota. Promete visitar Nevada y recopilar notas de investigación antes de Navidades.
9/11/63: llama el señor Hoover. Dice que sus escuchas privadas han recogido una irritación desaforada: el espectáculo de Joe Valachi tiene aterrorizados a los hampones de costa a costa.
La fuente interna de Hoover afirma que Bobby está interrogando en privado a Valachi. Valachi se niega a hablar de los libros del fondo. Bobby está furioso.
10/11/63: llama Kemper. Dice que la maniobra «traída por los pelos» de Guy Banister ha dado resultado: el desfile por las calles de Miami ha sido cancelado.
12/11/63: llama Pete. Informa de más redadas en campamentos y de más rumores sobre complots y atentados.
15/11/63: Jack desfila por las calles de Nueva York. Adolescentes y amas de casa de mediana edad se arremolinan en torno al coche.
16/11/63: los periódicos de Dallas anuncian el recorrido de la comitiva motorizada. Barb Jahelka tiene asiento de primera fila: está actuando en un club de Commerce Street y tiene un pase a mediodía.
Un intercomunicador emitió un zumbido y Ward oyó la voz de Bobby entre crepitaciones: «Dígale al señor Littell que pase.»
La recepcionista le abrió la puerta. Littell entró con la grabadora.
Bobby estaba de pie tras el escritorio, con las manos en los bolsillos. No hizo ningún gesto de bienvenida; los abogados de la mafia recibían un trato civilizado, pero seco.
El despacho estaba amueblado con gusto. Bobby vestía un traje de caída impecable.
—Su apellido me resulta familiar, señor Littell. ¿Nos hemos visto antes?
YO ERA TU FANTASMA. Y ANSIABA FORMAR PARTE DE TU PROYECTO.
—No, señor Kennedy. Es la primera vez.
—Veo que trae un magnetófono.
—Sí, señor. —Littell dejó el aparato en el suelo.
—¿Qué me trae ahí? ¿Alguna especie de confesión? ¿Acaso Jimmy ha cantado de plano sus turbios manejos?
—En cierto modo. ¿Tendría la bondad de escuchar la cinta?
Bobby consultó el reloj.
—Soy suyo durante los próximos nueve minutos —dijo.
Littell conectó el aparato a un enchufe de la pared. Bobby jugó con unas monedas que llevaba en los bolsillos.
Littell pulsó la tecla de puesta en marcha. Hablaba Joe Valachi. Bobby se apoyó en la pared de detrás del escritorio. Littell permaneció de pie al otro lado de la mesa. Bobby lo miró fijamente. Los dos sostuvieron la mirada, absolutamente inmóviles, sin pestañear y sin mover siquiera las pupilas.
Joe Valachi formuló su acusación. Bobby escuchó la evidencia. Pero no cerró los ojos ni tuvo la menor reacción perceptible.
Littell rompió a sudar. El estúpido duelo de miradas continuó.
La cinta llegó al final y rodó libremente en el carrete. Bobby levantó el auricular del teléfono del escritorio.
—Comunique con el agente especial Conroy, en Boston. Dígale que acuda a la oficina principal del banco Security-First National y averigüe a quién pertenece la cuenta número 811512404. Dígale que examine las cajas de seguridad de esa cuenta y que me llame inmediatamente, cuando lo haya hecho. Dígale que le dé a este asunto la máxima prioridad y no me pase más llamadas hasta que reciba la de Conroy.
En su voz no hubo asomo de vacilación. Habló con tono firme, acerado, sin la menor insinuación de debilidad.
Bobby colgó. La confrontación de miradas prosiguió. El primero en parpadear era un cobarde.
Littell estuvo a punto de echarse a reír con una reflexión: los hombres poderosos eran como niños.
Transcurrió un rato. Littell contó los minutos al ritmo de sus latidos. Las gafas empezaban a deslizársele por la nariz.
Sonó el teléfono. Bobby descolgó y escuchó.
Littell permaneció absolutamente quieto y contó cuarenta y un segundos según sus pulsaciones. De pronto, Bobby arrojó el teléfono contra la pared.
Y parpadeó.
Y movió los músculos del rostro.
Y reprimió unas lágrimas.
Entonces, Littell profirió una frase.
—Maldito seas por el dolor que me causaste.
(Dallas, 20/11/63)
Ella lo sabrá. Oirá la noticia y te mirará a la cara y sabrá que has tenido que ver en el asunto. Lo relacionará con el intento de extorsión. No pudiste comprometerlo; por lo tanto, lo has matado.
Ella sabrá que ha sido cosa de la mafia. Y conoce cómo deshace esa gente los vínculos peligrosos. Te echará la culpa por haberla llevado tan cerca de algo tan grande.
Pete contempló a Barb, dormida en la cama que olía a aceite bronceador y a sudor. Pete iba camino de Las Vegas. Volvía con Drácula Howard Hughes. Ward Littell era su nuevo intermediario.
Era un trabajo de guardaespaldas y proveedor de droga. En cierto modo, era como si le hubieran conmutado la sentencia: la pena de muerte por la cadena perpetua.
Barb había apartado la sábana con las piernas y Pete advirtió varias pecas nuevas en sus pantorrillas. Barb se sentiría cómoda en Las Vegas. Él expulsaría a Joey de su vida y montaría un local donde ella pudiera actuar permanentemente.
Barb se quedaría con él. Se quedaría cerca de su trabajo. Y se forjaría una reputación de mujer recta y firme, capaz de guardar un secreto.
La vio dar vueltas entre las almohadas. Las venas de sus pechos sobresalieron de un modo sorprendente.
Pete la despertó. Ella abrió los párpados y lo miró con los ojos brillantes, como siempre.
—¿Quieres casarte conmigo?
—Claro —respondió Barb.
Una propina de cincuenta dólares les evitó el análisis de sangre. Un billete de cien liquidó el problema de la ausencia de certificados de nacimiento.
Pete alquiló un traje de tres piezas, talla 52, con mangas extralargas. Barb pasó por el Kascade Klub y cogió su único vestido blanco de bailar twist.
Encontraron un predicador en la guía de teléfonos. Pete consiguió dos testigos: Jack Ruby y Dick Contino.
Dick dijo que tío Hesh necesitaba un pinchazo. ¿Y qué es lo que lo tiene tan excitado? Para estar agonizando, se lo veía muy inquieto.
Pete pasó un momento por el hotel Adolphus. Llenó de heroína a Heshie y le pasó unas golosinas para que las disfrutara. A Heshie, su aspecto con el terno le pareció lo más gracioso que había visto en su vida. Se rió con tal fuerza que estuvo a punto de arrancarse la tráquea.
Dick se ocupó del regalo de bodas: la suite nupcial del Adolphus durante el fin de semana. Pete y Barb trasladaron sus cosas allí una hora antes de la ceremonia.
A Pete se le cayó la pistola de la maleta. El botones casi se caga encima. Barb le aflojó cincuenta dólares y el chico salió de la suite haciendo genuflexiones.
Una limusina los dejó ante la capilla. El celebrante era un borrachín. Ruby llegó con sus ruidosos perros salchicha. Dick interpretó algunas típicas tonadas de boda con el acordeón.
Hicieron las promesas en un local junto a la avenida Stemmons Freeway. Barb lloró. Pete la tomó de la mano con tal fuerza que ella se encogió con una mueca.
El predicador les suministró unos anillos dorados de bisutería. A Pete no le entró el suyo en el dedo anular. El celebrante dijo que le pediría otro de tamaño extragrande; el material se lo mandaba una empresa de venta por correo desde Des Moines.
Pete guardó el anillo excesivamente pequeño en un bolsillo. La fórmula de «hasta que la muerte nos separe» hizo que casi le fallaran las rodillas.
Se instalaron en el hotel. Barb no dejó de repetir una jaculatoria: Barbara Jane Lindscott Jahelka Bondurant.
Heshie les mandó champán y una cesta de regalos gigantesca. El chico del servicio de habitaciones temblaba de agitación: ¡el Presidente pasaría por allí el viernes!
Hicieron el amor. La cama era rosa, enorme y recargada de volantes.
Barb se durmió. Pete dejó aviso de que los llamaran a las ocho. Su recién desposada tenía una actuación a las nueve en punto.
No podía conciliar el sueño, pero no tocó el champán. La bebida empezaba a parecerle una debilidad.
Sonó el teléfono. Se levantó de la cama y descolgó el supletorio del salón.
—¿Sí?
—Soy yo, Pete.
—¡Ward! ¿Dios santo, cómo has conseguido este…?
Littell lo interrumpió:
—Acaba de llamarme Banister. Dice que Juan Canestel ha desaparecido de Dallas. Kemper va para allá a reunirse contigo y quiero que entre los dos lo encontréis y hagáis lo que sea preciso para que lo del viernes salga bien.
(Dallas, 20/11/63)
El avión recorrió la pista hasta una terminal de carga. El piloto había llevado el aparato con el viento de cola todo el trayecto desde Meridian y había cubierto la distancia en menos de dos horas.
Littell había dispuesto el vuelo privado y le había dicho al piloto que exigiera el máximo al aparato. El pequeño biplaza traqueteaba y se estremecía; Kemper no podía creerlo.
Eran las 23.48. Estaban a treinta y seis horas del momento clave. Vio encenderse brevemente los faros de un coche. Era la señal de Pete.
Kemper se desabrochó el cinturón de seguridad. El piloto redujo la marcha y le abrió la portezuela. Kemper saltó y el reflujo de la hélice estuvo a punto de enviarlo al suelo.
Un reactor pasó sobre su cabeza con estruendo. El aeródromo de Love Field parecía de otro mundo.
—¿Qué te contó Ward? —preguntó Bondurant.
—Que Juan no aparece. Y que Guy teme que Carlos y los demás piensen que ha fastidiado el plan.
—Sí, es lo que me contó a mí. Y yo le dije que no me gusta correr esos riesgos a menos que alguien le diga a Carlos que hemos sido nosotros quienes lo hemos ayudado y quienes hemos salvado a Banister de estropearlo todo.
Kemper abrió ligeramente la ventanilla. Aún tenía tapados los jodidos oídos.
—¿Y qué respondió Ward?
—Dijo que se lo contaría a Carlos después del golpe. Eso, si encontramos a ese condenado Canestel y nos sale bien el día.
Una radio emisora-receptora cobró vida en el coche. Pete bajó el volumen.
—Éste es el coche particular de J.D. Tippit. Él y Rogers están buscando a Juan; si lo localizan, nosotros entramos en acción. Tippit no puede abandonar su sector de patrulla y Chuck no debe meterse en nada que pudiera impedirle estar en su puesto para el golpe.
Esquivaron unos carritos de transporte de equipaje. Kemper sacó la cabeza por la ventanilla y engulló tres dexedrinas a palo seco.
—¿Dónde está Banister?
—Llegará de Nueva Orleans en avión, pero más tarde. Él considera que Juan es de fiar y, si sucede algo y lo pierden, colocará a Rogers en su lugar y actuará con él y con el tirador profesional.
Kemper y Pete sabían que Juan era voluble. No lo tenían marcado como posible asesino sexual. Todo el trabajo estaba hecho una mierda y lleno de agujeros y apestaba a preparación de aficionado, apresurada y sobre la marcha.
—¿Dónde vamos?
—Al local de Jack Ruby. Rogers dijo que a Juan le gusta frecuentar a las putas de ese tipo. Entrarás tú; Ruby no te conoce.
Kemper se rió.
—Ward le dijo a Carlos que no se fiara de un psicópata que conduce coches deportivos rojo subido.
—Tú te fiabas de él —replicó Pete.
—Desde entonces he tenido ciertas revelaciones.
—¿Te refieres a que hay algo que debo saber de Juan?
—Lo que digo es que he dejado de odiar a Jack. Y que, en realidad, no me importa en absoluto que lo maten o que no.
A mitad de semana, el Carousel Club estaba poco animado.
Una bailarina hacía su striptease en la pasarela. Dos policías de paisano y un grupito de fulanas ocupaban las mesas de primera fila.
Kemper tomó asiento junto a la salida trasera. Desenroscó la bombilla de la lámpara de la mesa y las sombras lo cubrieron de cintura para arriba. Desde allí podía ver la puerta delantera y la posterior, así como la pasarela y el escenario. A él, las sombras lo hacían casi invisible.
Pete estaba en el coche, a cierta distancia. No quería que Jack Ruby lo viera.
La bailarina se desnudó al ritmo de la música de André Kostelanetz. El tocadiscos no giraba a las revoluciones debidas. Ruby se sentó con los policías y reforzó sus bebidas con licor de su petaca.
Kemper tomó un sorbo de su whisky. El alcohol potenció el efecto de las dexedrinas y profundizó en una nueva revelación: tenía la oportunidad de enredar en el golpe.
Un perro cruzó corriendo la pasarela. La bailarina lo ahuyentó. Juan Canestel entró por la puerta de delante.
Venía solo. Llevaba una chaqueta deportiva y pantalones vaqueros. Se encaminó directamente a la mesa de las putas y una camarera tomó nota de la consumición.
Juan había agrandado su bulto protésico. Kemper se fijó en la navaja que se adivinaba en el bolsillo trasero izquierdo.
En torno a la cintura llevaba ceñida una cadenilla de ventana.
Juan invitó a copas a las chicas. Ruby se mostró servil y obsequioso con él. La bailarina soltó unos cuantos golpes de cadera en dirección a él. Los policías lo observaron. Tenían un aspecto amenazador y lleno de odio hacia los no anglos.
Juan siempre iba armado. Y los policías podían acercarse a registrarlo por mera rutina. Podían detenerlo por posesión de armas. Podían darle jarabe de palo.
Y Juan podía traicionar a Banister.
El Servicio Secreto cancelaría el desfile callejero.
A Juan le gustaba beber. Podía presentarse con resaca el día del golpe. Podía tocar el gatillo y fallar el disparo por un kilómetro.
A Juan le gustaba hablar. Podía despertar sospechas desde aquel momento hasta el mediodía del viernes.
Y la cadena colgada de la cintura…
Juan era el asesino sexual. Juan mataba con sus pelotas postizas. Juan continuó charlando con las chicas. Los policías continuaron midiéndolo con la mirada.
La bailarina saludó y desapareció entre bambalinas. Ruby anunció la última ronda. Juan se concentró en una morena de buenas carnes.
Saldrían por la puerta delantera y Pete no los vería. Su combustión podía afectar al rendimiento de Juan en el momento supremo.
Kemper sacó el cargador de su arma y lo dejó caer al suelo. Dejó una bala en la recámara y se animó a enredar un poco más en el golpe.
La morena se puso en pie. Juan hizo lo mismo. Los policías los miraron, discutieron entre ellos y uno de los dos movió la cabeza en gesto de negativa.
La chica se encaminó hacia la puerta del aparcamiento. Juan la siguió. El aparcamiento daba a un callejón en el que se sucedían las puertas de pensiones y hoteles de mala muerte.
Pete estaba en la bocacalle.
Juan y la chica desaparecieron. Kemper contó hasta veinte. Un empleado empezó a limpiar las mesas con un trapo.
Kemper salió al aparcamiento. Una bruma luminosa le escoció en los ojos.
Pete estaba meando tras unos cubos de basura. Juan y la puta avanzaban por el callejón. Se dirigían hacia la segunda puerta de la acera izquierda.
Pete lo vio y carraspeó.
—¿Kemper, qué estás…? —Se interrumpió sin terminar y exclamó—: ¡Coño! ¡Ése es Juan…!
Pete echó a correr por el callejón. La segunda puerta de la izquierda se abrió y se cerró.
Kemper corrió. Llegaron juntos a la puerta y cargaron contra ella con todo el impulso.
Un pasillo central se extendía hasta el fondo del local. A ambos lados, todas las puertas estaban cerradas. No había ascensor; el hotel sólo tenía una planta.
Kemper contó diez puertas. Oyó un chirrido apagado.
Pete empezó a reventar puertas a patadas. Aplicó su peso a izquierda, primero, después a derecha… Unos giros precisos y unas patadas enérgicas con el tacón plano del zapato arrancaron las puertas de sus goznes.
El suelo tembló. Se encendieron unas luces. Unos pobres vagabundos soñolientos se encogieron acobardados.
Seis puertas cayeron. Kemper abrió la séptima con una carga de hombro. Una luz brillante en el techo iluminaba la escena.
Juan tenía una navaja. La puta, otra. Juan llevaba un consolador atado a la entrepierna, sobre los pantalones vaqueros.
Kemper le apuntó a la cabeza. La única bala del arma salió desviada.
Pete lo apartó de en medio. Pete apuntó abajo y disparó. Dos balas de Mágnum le volaron las rótulas al cubano.
Juan rodó sobre la barandilla del pie de la cama. La pierna izquierda se le desprendió por debajo de la rodilla.
La puta soltó una risilla y miró a Pete. Algo sucedió entre los dos.
Pete retuvo a Kemper.
Pete dejó que la puta le rajara el gaznate al cubano.
Tomaron el coche hasta un puesto de bollos y tomaron un café. Kemper percibió de pronto que Dallas se le escapaba lentamente entre los dedos.
Habían dejado allí a Juan. Habían vuelto al coche caminando muy tranquilamente. Se habían alejado despacio, respetuosos con las normas.
No cruzaron palabra. Pete no dijo nada del numerito de jugar con el destino.
La desconcertante adrenalina hacía que todo sucediese a cámara lenta. Pete se levantó de la mesa y se acercó al teléfono público. Kemper le vio meter monedas en las ranuras.
Está llamando a Carlos a Nueva Orleans. Está suplicando por tu vida.
Pete se volvió de espaldas y se encorvó sobre el teléfono.
Le está contando que Banister la ha jodido. Le está diciendo que Boyd ha matado al tirador en el que, desde el principio, no debería haber confiado.
Está suplicando cosas concretas. Está diciendo: dale a Boyd una participación en el golpe; ya sabes que es un tipo competente. Está suplicándole piedad.
Kemper tomó un sorbo de café. Pete colgó y volvió a la mesa.
—¿A quién llamabas?
—A mi mujer. Sólo quería decirle que llegaré tarde.
—Para llamar a tu hotel no necesitas tantas monedas —comentó Kemper con una sonrisa.
—Dallas es bastante caro —aseguró Pete—. Y las cosas últimamente cuestan cada vez más.
—Desde luego que sí. —Kemper lo dijo con cierta ironía.
Pete estrujó su vaso de papel.
—¿Te dejo en alguna parte?
—Tomaré un taxi hasta el aeropuerto. Littell dijo que ese piloto estaría esperándome.
—¿De vuelta a Misisipí?
—El hogar es el hogar, muchacho.
Pete le guiñó un ojo.
—Cuídate, Kemper. Y gracias por el paseo.
La terraza daba a unas suaves colinas. La vista era espléndida para tratarse de un motel barato.
Pidió una habitación que mirara al sur y el empleado le alquiló una cabaña separada del edificio principal.
El vuelo de regreso había sido espléndido. El cielo al amanecer estaba realmente radiante.
Se quedó dormido y despertó a mediodía. Por la radio dijeron que Jack había llegado a Tejas.
Llamó a la Casa Blanca y al Departamento de Justicia. Le atendieron colaboradores de segunda fila que se negaron a escucharle. Su nombre debía de constar en alguna lista. Todos lo cortaban sin darle tiempo a terminar de presentarse.
Llamó al jefe de Agentes Especiales de Dallas. El hombre se negó a hablar con él.
Llamó al Servicio Secreto. El agente de guardia colgó.
Dejó de intentarlo. Se sentó en la terraza y repasó el golpe punto por punto.
Las sombras dieron un tono verde oscuro a las colinas. El repaso continuó desarrollándose a cámara lenta.
Oyó unos pasos. Apareció Ward Littell. Llevaba colgada del brazo una gabardina Burberry recién estrenada.
—Pensaba que estarías en Dallas —dijo Kemper.
Littell meneó la cabeza.
—No. No necesito verlo. Y hay algo en Los Ángeles que sí preciso ver.
—Me gusta esa ropa, muchacho. Me encanta verte tan bien vestido.
Littell dejó caer la gabardina. Kemper vio el arma y sus labios se abrieron en una gran sonrisa estúpida.
Littell disparó. El impacto lo derribó de la silla.
El segundo tiro fue una especie de A CALLAR. Kemper murió pensando en Jack.
(Beverly Hills, 22/11/63)
El botones le entregó la llave maestra y le indicó el bungaló. Littell le dio los mil dólares. El botones estaba perplejo.
—¿Y sólo quiere verlo? —repetía sin cesar.
QUIERO VER EL PREMIO.
Se detuvieron junto al cobertizo del servicio. Su acompañante no dejaba de comprobar su lado ciego e insistió.
—Hágalo deprisa. Tiene que salir antes de que esos mormones vuelvan con el desayuno.
Littell se alejo de él. Su pensamiento llevaba dos horas de adelanto y estaba fijo en el horario de Tejas.
El bungaló estaba pintado de rosa salmón y verde. La llave abría tres cerraduras.
Littell entró. La habitación delantera estaba llena de neveras médicas y soportes para suero intravenoso. El aire apestaba a agua de hamamelis e insecticida.
Oyó unos chillidos infantiles e identificó el sonido: procedía de un programa infantil de televisión.
Siguió los chillidos por un pasillo. Un reloj de pared marcaba las 8.09. Las 10.09, hora de Dallas.
Los chillidos dieron paso a un anuncio de comida para perros. Littell se apretó contra la pared y observó por la rendija de la puerta entreabierta.
Una bolsa intravenosa alimentaba la sangre del hombre. No; el hombre se alimentaba a sí mismo con una aguja hipodérmica. Yacía desnudo, absolutamente cadavérico, en una cama hospitalaria con el cabezal algo levantado.
No se encontró la vena de la cadera. Se agarró el pene y hundió la aguja.
Los cabellos le llegaban a la espalda. Las uñas de sus manos se curvaban hacia dentro y ya casi alcanzaban la palma.
La habitación apestaba a algo parecido a la orina. En una vasija llena de pis flotaban unos insectos.
Howard Hughes extrajo la aguja. La cama se hundió bajo el peso de una decena de máquinas tragaperras desmontadas.
(Dallas, 23/11/63)
La droga produjo su efecto. Heshie desencajó las mandíbulas y ensayó una sonrisa.
Pete retiró la aguja.
—Será a unas seis calles de aquí. Acércate a la ventana hacia las doce y cuarto. Verás pasar los coches.
Heshie tosió en un pañuelo de papel. Un hilillo de sangre se deslizó por su barbilla.
Pete le dejó el mando del televisor sobre los muslos.
—Conéctalo a esa hora. Interrumpirán lo que estén dando para emitir un boletín de noticias.
Heshie intentó decir algo. Pete le dio a beber un poco de agua.
—No te quedes dormido, Hesh. No se ve un espectáculo así todos los días.
La muchedumbre llenaba Commerce Street desde el bordillo hasta la puerta de las tiendas. Las pancartas de confección casera se alzaban hasta los tres metros.
Pete se dirigió al club. A cada paso, tenía que abrirse camino entre los espectadores apretujados. Los partidarios de Jack se mantenían firmes. La policía no hacía más que apartar de la calle a los más exaltados y devolverlos a las aceras. Los niños pequeños esperaban a hombros de sus padres. Un millón de banderitas se agitaban en sus palitroques.
Llegó al local. Barb le había reservado una mesa cerca del estrado de la orquesta. Un público poco entusiasta presenciaba el espectáculo; una decena, si acaso, de bebedores de mediodía.
El combo maltrató una pieza a ritmo acelerado. Barb le lanzó un beso. Pete se sentó y le dirigió su sonrisa de «cántame una lenta».
Un griterío invadió el local: YA VIENE YA VIENE YA VIENE…
El combo se arrancó con un crescendo desafinado. Joey y los muchachos parecían medio zumbados.
Barb pasó directamente a Melodía desencadenada. Todos —clientes, camareros y personal de cocina— corrieron a la puerta.
El griterío aumentó. Entre las voces se abrió paso el ruido de los motores de las limusinas y de las Harley-Davidson de gran gala.
Dejaron la puerta abierta. Tenía a Barb para él solo y no oía una palabra de lo que estaba cantando.
La contempló. Inventó su propia letra. Ella lo abrazó con sus ojos y con su boca.
El griterío se apagó lentamente. Pete se preparó para el jodido gran alarido.