(Miami, 15/4/62)
El policía llegaba tarde. Pete entretuvo el tiempo en redactar un par de informes. Dibujó pequeños corazones atravesados por flechas. Escribió algunas palabras pronunciadas por Lenny y por Barb y las subrayó para darles énfasis. Las palabras eran fuertes. El bullicio de la central de taxis lo envolvió como si fuera un completo silencio.
Las palabras de Lenny le sugerían una teoría.
La Organización quiere que Bobby K. sepa quién lo ha estado ayudando en el asunto cubano. Bobby todavía no ha sido puesto al corriente. Si lo supiera, ya habría despedido a Kemper Boyd. Si lo supiera, habría cortado todos los lazos conocidos entre la Mafia y la CIA. La Organización sabe que Bobby no quiere ningún atentado contra Fidel. Por eso Sam y los demás habían renunciado a financiar el equipo de tiradores.
Esta teoría había bullido en su cabeza durante las semanas que había dedicado a llevar armas a los campamentos de exiliados mientras Kemper se ocupaba de sus dos trabajos en Misisipí. Kemper estaba dispuesto a afeitar al Barbas y, al parecer, el hecho de no contar con el beneplácito de la Mafia no le preocupaba un ápice.
Barb estaba dispuesta a esquilar a Jack, el Mata de Pelo.
El policía llegaba tarde. Pete desvió sus pensamientos hacia Barb, la marchosa, cuyas palabras iban acumulándose tanto en cinta como por escrito. Pete retenía las mejores en la memoria.
Fred Turentine se ocupaba del puesto de escucha del Carlyle, instalado en un apartamento en la 76 con Madison. Estaba acumulando una buena biblioteca/fonoteca monográfica sobre el tema «Barb folla con Jack». El plan de Littell para hacer participar a Hoover dio resultado.
Los federales colocaron micrófonos en las suites presidenciales de El Encanto y del Ambassador.
El señor Hoover era ahora su compinche de extorsión. Los federales revisaban la suite del Carlyle una vez a la semana (mantengamos esos micrófonos de la alcoba bien ocultos).
Jack K. era un jinete de cama de seis minutos. Y era un jodido bocazas. Jack llamaba «basura» a los exiliados cubanos y calificaba a Kemper Boyd de «patético trepador social».
El policía se retrasaba. Pete dibujó más corazones y flechas. Tenía una nueva teoría: lo que Barb contaba en la cama se lo estaba diciendo a Jack Y TAMBIÉN A ÉL.
Barb decía que no quería dejar a Joey Jahelka «porque se ocupó de arreglarles las cuentas a unos hombres que le hicieron daño a mi hermana». Barb no había querido contarle a Jack toda la historia.
Pero había insinuado que esa gran intriga tuvo lugar en mayo del 48. Barb sabía que él escucharía las cintas y leería las transcripciones. Y quería que él rellenara los espacios en blanco. Jack no pondría mucho interés en la conversación; al fin y al cabo, Barb era una más entre sus tres millones de chicas habituales.
Barb sabía que él era ex policía. Sabía que él podía investigar.
Y Pete había llamado a la Policía del Estado de Wisconsin. Y había conseguido que Guy Banister abriera una investigación federal. Le llevó cuarenta y ocho horas organizarlo todo.
11/5/48: Margaret Lynn Lindscott es violada por una pandilla en Tunnel City, Wisconsin. La muchacha identifica a sus agresores: William Kreuger, Thomas McCandless, Fritz Schott y John Coates. No se presentan cargos. Los cuatro muchachos tienen coartadas irrebatibles.
14/1/52: William Kreuger es abatido a tiros en Milwaukee. El «robo con homicidio» sigue sin resolverse.
4/7/52: Thomas McCandless cae abatido en Chicago. El «presunto trabajo de profesional» sigue sin solución.
23/1/54: Fritz Schott desaparece. Se encuentra un cuerpo en descomposición cerca de Des Moines; puede ser el suyo o puede que no. En las inmediaciones se descubren tres vainas de munición. El «presunto homicidio por arma de fuego» todavía no se ha aclarado.
John Coates está vivo y coleando. Es policía en Norman, Oklahoma.
Pete abrió el cajón del escritorio y sacó una revista. Allí estaba Barb a los veinticinco: una encantadora Miss Pepita de Oro.
Barb sedujo a Joey Jahelka, que era amigo de la mafia. Barb lo convenció para dar su merecido a los hombres que habían violado a su hermana.
John Coates seguía vivo. La mafia no mataba policías sin que mediara una gran provocación.
Barb, agradecida, se casó con Joey. Agradecida, saldó su deuda.
El policía se retrasaba. Pete estudió la fotografía de Barb por diezmillonésima vez. Le habían retocado los pechos y le habían empolvado las pecas. La foto no trasmitía la viveza y el no sé qué de esa mujer.
Pete dejó a un lado la revista y garabateó unas líneas en otra hoja de informes. Llamaba a Barb una vez por semana. Le mandaba pequeños recados de amor: no es posible que Jack te guste en serio, ¿no?
Claro que no. Le atraía la fascinación del hombre… pero Jack era apenas una erección de seis minutos y cuatro comentarios graciosos.
La extorsión avanzaba. Turentine voló a Los Ángeles para hablar con Lenny. A su regreso, dijo que Lenny era de fiar. Según él, Lenny sería incapaz de delatar la operación.
Pete escuchó las cintas de Barb una y otra vez. También repasó las palabras de Lenny casi con la misma insistencia.
Tres grandes mecenas de la mafia abandonaban la causa cubana. Littell había dicho que Carlos Marcello era el único pez gordo de la Organización que aún mostraba interés.
¿Por qué? Imaginó que era cuestión de DINERO.
Pete mantuvo la discreción durante un par de meses. Su teoría fue filtrándose. Continuó haciendo emparejamientos teóricos. Continuó vinculando la causa cubana y el personal de la Organización. Y la última semana dio un gran salto teórico.
Noviembre de 1960: Wilfredo Olmos Delsol es visto mientras habla con unos agentes procastristas.
Recientemente, Wilfredo Olmos Delsol había sido visto al volante de un coche nuevo, ataviado con ropas finas y en compañía de estupendas mujeres. Pete había contratado a un policía de Miami para que siguiera a Delsol. El hombre le informó de que Delsol se había reunido con unos cubanos sospechosos seis noches seguidas. Las matrículas de los coches eran falsificadas.
El policía había seguido a los tipos hasta sus viviendas, todas ellas alquiladas bajo nombres supuestos. Los cubanos eran agentes procastristas aparentemente sin medios de subsistencia.
El policía había hablado con un informador suyo que trabajaba en la compañía telefónica. Le pagaría quinientos dólares si le conseguía los últimos recibos de teléfono de Delsol.
El policía había anunciado que su hombre había tenido éxito. Y ahora llegaba tarde con las noticias frescas.
Pete continuó escribiendo. Dibujó corazoncitos y flechas hasta la náusea.
El sargento Carl Lennertz se presentó una hora más tarde. Pete se lo llevó al aparcamiento y allí intercambiaron unos sobres. La transacción duró apenas dos segundos. Lennertz se marchó. Pete abrió el sobre y extrajo dos hojas de papel.
El hombre de la Bell Florida se había ganado la prima. Delsol llevaba cuatro meses haciendo llamadas telefónicas sospechosas.
Él llamó a Santo y a Sam G. a los números que no aparecían en la guía. También llamó a seis grupos procastristas camuflados un total de veintinueve veces.
Pete se notó el pulso acelerado, excitado, crepitante.
Se acercó en coche a la casa de Delsol. El Impala recién comprado del gilipollas estaba aparcado en el césped de la entrada.
Encajonó el coche con el suyo y le reventó los neumáticos con la navaja de bolsillo. Encajó una silla del porche bajo el picaporte de la puerta principal, arrancó un cable eléctrico que colgaba de un aparato de aire acondicionado y se envolvió el puño derecho con él.
Pete oyó correr el agua y una música en el interior de la casa. Dio la vuelta hasta la parte de atrás y vio entreabierta la puerta de la cocina.
Delsol estaba fregando platos. El tipejo hacía restallar a ritmo de mambo el trapo de secar.
Pete le saludó con la mano. Delsol hizo un gesto con las suyas, enjabonadas: adelante.
En el reborde del fregadero tenía un pequeño aparato de radio. Pérez Prado cantaba Cherry Pink and Apple Blossom White. Pete entró. Delsol abrió la boca.
—Hola, Pedro.
Pete le arreó un golpe de gancho. Delsol se dobló por la cintura. Pete dejó caer la radio en el fregadero.
El agua emitió un ruido sibilante. Pete dio una patada en el culo al cubano y le metió los brazos en el agua hasta los codos.
Delsol soltó un grito, sacó los brazos del agua y se zafó de Pete con un terrible alarido. Una humareda se extendió por la cocina y Pete contempló la pequeña nube de vapor.
Pete le metió el trapo de los platos en la boca al cubano, que agitaba unos brazos escaldados y depilados, de un rojo intenso.
—Tú has estado en contacto con Trafficante, con Giancana y con unos tipos procastristas. Te han visto en compañía de algunos cubanos izquierdistas y has gastado mucho dinero.
Delsol lo envió al carajo con un gesto. Pete se fijó en el dedo corazón extendido («¡Que te jodan!»), rojo como un petardo.
—Me parece que la mayoría de miembros de la Organización está abandonando la Causa y quiero saber por qué. O me aclaras todo esto, o te meto la cara en el agua.
Delsol escupió el trapo. Pete le ató las manos con el cable del aparato de aire acondicionado y, a pescozones, lo condujo de nuevo al fregadero y le forzó a meter los brazos nuevamente. El agua jabonosa lo salpicó.
El cubano soltó un alarido y sacó los brazos. Pete lo arrastró hasta el frigorífico y le sumergió las manos en cubitos de hielo.
—Domínate, jodido. No te desmayes —murmuró.
Pete arrojó cubitos a una palangana con agua. Delsol se liberó del cable con los dientes y metió las manos en ella.
El agua del fregadero burbujeaba y emitía un ruido sibilante. Pete encendió un cigarrillo para combatir el hedor a carne chamuscada. Delsol se dejó caer en una silla. El rubor cardíaco de su rostro empezó a remitir; aquel cabrón demostraba tener una buena resistencia.
—¿Y bien? —preguntó Pete.
Delsol sujetó la palangana entre las rodillas. Algunos cubitos de hielo saltaron del recipiente y se estrellaron contra el suelo.
—¿Y bien? —insistió Pete.
—Y bien, tú mataste a mi primo. ¿Creías que iba a mantenerme leal eternamente? —La voz de Delsol era casi un gemido. Los hispanos soportaban el dolor como el mejor.
—Ésa no es la respuesta que esperaba.
—Me ha parecido la mejor para un hombre que mató a su propio hermano por error.
Pete empuñó un cuchillo de cocina.
—Cuéntame lo que quiero oír.
Delsol le dedicó otro corte de mangas. Pete se fijó en los dedos extendidos (esta vez eran dos), cuya piel se caía a tiras.
Pete clavó el cuchillo en la silla. La hoja desgarró una costura del pantalón apenas a un dedo de los testículos del cubano. Éste desencajó el cuchillo de la madera y lo dejó caer al suelo.
—¿Y bien? —masculló Pete.
—Bien, supongo que debo contártelo.
—Hazlo, pues. No me obligues a esforzarme tanto.
Delsol sonrió. El cubano estaba haciendo una exhibición épica de jodido machismo.
—Tienes razón, Pedro. Giancana y el señor Santo han abandonado la Causa.
—¿Qué me dices de Carlos Marcello?
—No. Él, no. Marcello aún se muestra entusiasta.
—¿Y Heshie Ryskind? ¿Qué hay de él?
—Ryskind tampoco está con ellos. He oído que está bastante enfermo.
—Santo todavía respalda al grupo de elite.
Delsol le dirigió una sonrisa burlona. Los brazos empezaban a llenársele de ampollas.
—Creo que no tardará en retirar su apoyo. Estoy seguro de que así sucederá.
—¿Quién más ha traicionado al grupo? —Pete encadenaba cigarrillo tras cigarrillo.
—Yo no considero traición lo que hice. Y tú mismo, antes, tampoco lo habrías considerado tal cosa.
Pete arrojó la colilla al fregadero.
—Limítate a responder a mis preguntas. No quiero oír más comentarios inoportunos.
—Está bien —asintió Delsol—. Soy el único que está en esto.
—¿«Esto»?
Delsol se estremeció. Una gran ampolla que se le había formado en el cuello reventó y lo salpicó de sangre.
—Sí. «Esto» es lo que tú pensabas que era.
—Explícamelo, pues.
Delsol se contempló las manos.
—Lo que digo —comentó luego— es que Santo y los demás se han pasado a Fidel. Sólo fingen entusiasmo por la Causa para impresionar a Robert Kennedy y a otros funcionarios poderosos. Esperan que Kennedy sea puesto al corriente del apoyo que le prestan y que eso moderará el empeño que pone contra ellos. Raúl Castro les está vendiendo heroína a precio muy bajo. A cambio, ellos le proporcionan información sobre los movimientos de los exiliados.
La heroína era DINERO. Pete veía absolutamente confirmada su teoría.
—Continúa. Sé que hay más.
Delsol pestañeó.
—Sí, hay más. Raúl intenta convencer a Fidel de que permita a Santo y a los demás reabrir los casinos de La Habana. Santo y Sam Giancana prometieron informar a Raúl sobre los progresos en el JM/ Wave e intentar prevenirlo de cualquier intento de asesinato de Fidel.
Más confirmación. Más posibles dificultades. Santo y Sam podían forzar a Kemper Boyd a disolver su comando.
Delsol se examinó los brazos. Sus tatuajes, chamuscados, se habían convertido en extraños borrones.
—Hay más —dijo Pete.
—No. Eso es todo.
—Está tu participación —insistió Pete con un suspiro—. Te reclutaron porque esos procastristas sabían que el grupo de elite mató a tu primo e imaginaron que serías vulnerable. Tú tienes alguna participación en este asunto. Y tiene algo que ver con la heroína. Y si no me lo cuentas, empezaré a hacerte daño otra vez.
—Pedro…
Pete se puso en cuclillas ante la silla.
—La heroína —dijo—. Háblame de eso.
Delsol frunció el ceño. La palangana de los cubitos cayó al suelo y se abolló.
—Dentro de poco llegará un cargamento desde Cuba en una lancha rápida. Cien kilos de polvo sin cortar. Estarán presentes algunos castristas para proteger la operación. Yo estoy encargado de entregarle la carga a Santo.
—¿Cuándo?
—La noche del 4 de mayo.
—¿Dónde?
—En Alabama, en la costa del Golfo. Un lugar llamado Orange Beach.
Pete se estremeció. Delsol percibió su miedo instantáneamente.
—Debemos fingir que esto no ha sucedido nunca, Pedro —murmuró—. Tú mismo debes aparentar que nunca has creído de verdad en la Causa. No debemos entrometernos con unos hombres que son tantísimo más poderosos que nosotros.
Boyd se tomó la noticia con frialdad. Pete llenó de vapor la cabina telefónica con sus gritos.
—Todavía podemos hacer realidad nuestro trato sobre los casinos. Podemos enviar a nuestro grupo, matar a Fidel y crear un buen alboroto. Tal vez las cosas salgan bien y Santo haga honor a nuestro trato, o tal vez no resulten. Como mínimo, podríamos quitar de en medio a ese cabronazo de Fidel Castro.
—No —dijo Boyd—. El trato está roto y el grupo de elite está acabado. Y enviando a mis hombres en una misión precipitada sólo conseguiremos que los maten.
A patadas, Pete arrancó de sus goznes la puerta de la cabina.
—¿Qué significa, «no»?
—Significa que debemos resarcirnos de nuestras pérdidas. Tenemos que hacer dinero antes de que alguien le cuente a Bobby lo de la Organización y la Agencia.
La puerta se estrelló contra la acera de la calle. Los peatones evitaron pisarla. Sólo un chiquillo se subió a ella y se puso a dar saltos hasta romper en dos el cristal.
—¿La heroína?
—Son cien kilos, Pete —Boyd habló con voz serena—. Los dejamos reposar durante cinco años y los vendemos en el extranjero. Tú, yo y Néstor. Sacaremos tres millones por cabeza, como poco.
Pete se notó mareado. El terremoto de fuerza 9,9 que sentía era estrictamente interno.
DOCUMENTO ANEXO: 25/4/62. Conversación captada por el micrófono instalado en la alcoba del hotel Carlyle. Transcrita por Fred Turentine. Copias en cinta y por escrito a P. Bondurant y W. Littell.
BJ llamó al puesto de escucha a las 15.08. Dijo que estaba citada con el objetivo «para cenar» a las 17.00. Recibió instrucciones de abrir y cerrar dos veces la puerta del dormitorio para poner en funcionamiento el micrófono. Éste se conectó a las 17.23. Código de iniciales: BJ, Barb Jahelka; JFK, John F. Kennedy.
17.24-17.33: actividad sexual. (Ver copia de la cinta. Sonido de alta calidad. Voces reconocibles.)
17.34-17.41: conversación.
JFK: Mierda, la espalda.
BJ: Déjame que te ayude.
JFK: No, gracias. Ya está.
BJ: Deja de mirar el reloj. Ya hemos terminado.
JFK (entre risas): Realmente, debería hacer instalar ese reloj de pared.
BJ: Y dile al cocinero que se esmere. El sándwich club estaba horrible.
JFK: Es verdad. El pavo estaba muy seco y el jamón, demasiado tierno.
BJ: Te noto distraído, Jack.
JFK: Eres muy perspicaz.
BJ: ¿El peso del mundo?
JFK: No; mi hermano. No hace más que criticar mis amistades y las mujeres que frecuento y es como un colosal grano en el culo.
BJ: ¿Por ejemplo?
JFK: Está en plena caza de brujas. Frank Sinatra conoce a algunos gángsters, de modo que he tenido que apartarme de él. Las mujeres que me presenta Peter son busconas portadoras de gonorrea y tú eres demasiado refinada y consciente del efecto que produces como para ser una simple bailarina de twist, de modo que resultas sospechosa por principio.
BJ (entre risas): ¿Y qué debo esperar ahora? ¿Notar que me sigue un par de agentes del FBI?
JFK (riéndose también): No lo creo. Bobby y Hoover se odian demasiado como para colaborar en un asunto tan delicado. Bobby está sobrecargado de trabajo y por eso está irritable; y Hoover está irritable porque es un nazi maricón que detesta a cualquier hombre con apetencias normales. Bobby lleva Justicia, persigue mafiosos y me ayuda a llevar la política respecto a Cuba. Siempre anda metido en un mundo rastrero y psicópata y, además, Hoover le disputa cada centímetro con cuestiones de protocolo. Y quien carga con toda su frustración soy yo. Oye, ¿por qué no cambiamos de trabajo? Tú haces de Presidente de Estados Unidos y yo bailo el twist en…, ¿cómo se llama el local donde actúas?
BJ: Dell’s Den, en Stamford, Connecticut.
JFK: Eso es. ¿Qué me dices, Barb? ¿Cambiamos de trabajo?
BJ: Trato hecho. Y cuando haya tomado posesión, despediré a J. Edgar Hoover y ordenaré a Bobby que se tome unas vacaciones.
JFK: Ahora piensas como una Kennedy.
BJ: ¿Cómo es eso?
JFK: Voy a dejar que sea Bobby quien le dé la patada a Hoover.
BJ: Deja de mirar el reloj.
JFK: La próxima vez deberías esconderlo.
BJ: Lo haré.
JFK: Tengo que irme. Pásame los pantalones, ¿quieres?
BJ: Están arrugados.
JFK: Es culpa tuya.
Un único portazo desactiva el micrófono. Final de la transmisión, 17.42 horas, 24 de abril de 1962.
DOCUMENTOS ANEXOS: 25/4/62, 26/4/62, 1/5/62. Extractos de grabaciones efectuadas por el Programa contra la Delincuencia Organizada en Los Ángeles, Chicago y Newark. Marcados: «Confidencial. Máximo secreto. Reservado a la atención exclusiva al Director.»
Los Ángeles, 25/4/62. Origen de la llamada: teléfono público del restaurante Rick-Rack. Número marcado: MA2-4691 (teléfono público del restaurante de Mike Lyman). Llama: Steven De Santis, «el Escaqueador» (ver expediente número 814.5 del PDO, oficina de Los Ángeles). Interlocutor: varón desconocido («Billy»). Seis minutos y cuatro segundos de conversación irrelevante preceden a lo que sigue:
SDS: Y Frank abrió esa jodida bocaza que tiene y Mo lo creyó. Jack es amigo mío, bla, bla… Lenny, «el Judío», me dijo que había llenado la mitad de las jodidas urnas de votación de Cook County.
VD: Hablas de Frank como si lo conocieras personalmente.
SDS: Pues claro que lo conozco, gilipollas. Lo saludé una vez en los camerinos del hotel Dunes.
VD: Sinatra es un mamón. Anda con la Organización y habla como los muchachos, pero en realidad es un pobre imbécil de Hoboken, New Jersey.
SDS: Un imbécil que debería pagar, Billy.
VD: Debería. Cada vez que ese cabronazo de Bobby le busca las cosquillas a la Organización, Frankie debería llevarse un tiro en los huevos. Y debería pagar el doble por lo que ese cerdo de Bobby está haciéndole a Jimmy y a los camioneros. Y el triple por ese paseo que tuvo que dar tío Carlos por Guatemala.
SDS: Los que deberían pagar por todo eso son los Kennedy.
VD: En un mundo ideal, así sería.
SDS: No tienen idea de qué es la gratitud, maldita sea.
VD: No tienen idea de nada. Me refiero a que Joe Kennedy y Raymond Patriarca se conocen desde hace mucho tiempo…
SDS: No tienen ni idea.
VD: Ni la más remota idea.
El resto de la conversación es irrelevante.
Chicago, 26/4/62. Origen de la llamada: teléfono público del North Side Elks Club. Número marcado: BL4-0808 (teléfono público del restaurante Trattoria Saparito’s). Llama: Dewey Di Pasquale «el Pato» (ver expediente número 709.9 del PDO, oficina de Chicago). Interlocutor: Pietro Saparito, «Pete Sap». Cuatro minutos y veintinueve segundos de conversación irrelevante preceden a lo que sigue:
DDP: Esos Kennedy son peor que unas purgaciones. No hacen más que intentar apretar las clavijas a la Organización. Ahora, Bobby tiene repartidas por todo el país esas brigadas antiextorsiones. Y a esos mamones no se los puede comprar con amor ni con dinero.
PS: Jack Kennedy comió en mi restaurante una vez. Debería haberlo envenenado.
DDP: Cua, cua. Deberías haberlo hecho.
PS: No empieces con ese fastidio de imitar a un pato, joder.
DDP: Deberías invitar a Jack y a Bobby y a toda la brigada antiextorsiones a tu local y envenenarlos a todos.
PS: Sí, debería hacerlo. Oye, ¿conoces a mi camarera, Deeleen?
DDP: Claro. He oído que toca el clarinete de carne como los ángeles.
PS: Es verdad. Y se lo hizo con Jack Kennedy. Dijo que tenía un flautín ridículo.
DDP: Los irlandeses la tienen pequeña. Lo sabe todo el mundo.
PS: Los italianos son los que la tienen más grande.
DDP: Y mejor.
PS: He oído que la de Mo es como la de un mulo.
DDP: ¿Quién te lo ha dicho?
PS: Mo en persona.
El resto de la conversación es irrelevante.
Newark, 1/5/62. Origen de la llamada: teléfono público del bar Lou’s Lucky Lounge. Número marcado: MU6-9441 (teléfono público de la charcutería Reuben’s Delicatessen, Nueva York). Llama: Herschel Ryskind, «Heshie» (ver expediente 887.8 del PDO, oficina de Dallas). Interlocutor: Morris Milton Weinshack (ver expediente número 400.5 del PDO, oficina de Nueva York). Tres minutos y un segundo de conversación irrelevante preceden a lo que sigue:
MMW: Lamentamos mucho tu enfermedad, Hesh. Todos te apoyamos y rezamos por ti.
HR: Quiero vivir lo suficiente para ver a Sam G. dar patadas a Sinatra en su escuálido trasero de peso pluma desde aquí hasta Palermo. Sinatra y un cabronazo de la CIA convencieron a Sam y a Santo de que Jack K. era trigo limpio. Utiliza tu coco y piensa, Morris. Piensa en Ike, en Harry Truman y en F.D. Roosevelt. ¿Alguno de ellos nos causó tantas molestias?
MMW: Desde luego que no.
HR: Ya sé que el instigador es Bobby y no Jack. Pero Jack conoce las reglas. Jack sabe que no se puede azuzar los perros rabiosos contra la gente que te ha hecho favores.
MMW: Sam creía que Frank tenía influencia sobre los hermanos. Creía que podía conseguir que Jack le parase los pies a Bobby.
HR: Frank fantaseaba. La única influencia que tiene Frank es la que le dé su varita mágica. Lo único que desean Frank y ese tipo de la CIA, Boyd, es chuparle la polla al mayor de los Kennedy.
MMW: Jack y Bobby tienen una mata de pelo espléndida.
HR: En la que alguien debería marcar una raya con una dum dum de calibre cuarenta y cinco.
MMW: Qué cabellos. Ojalá los tuviera yo así.
HR: ¿Quieres cabellos? Cómprate una peluca, joder.
El resto de la conversación es irrelevante.
DOCUMENTO ANEXO: 1/5/62. Nota personal de Howard Hughes a J. Edgar Hoover.
Querido Edgar:
Duane Spurgeon, mi principal colaborador y consejero legal, padece una enfermedad terminal. Necesito alguien para reemplazarlo inmediatamente. Por supuesto, preferiría un abogado de moralidad comprobada con años de pertenencia al FBI. ¿Podrías recomendarme a alguien?
Con mis mejores deseos,
Howard
(Washington, D.C., 2/5/62)
El banco miraba hacia el Lincoln Memorial. Nodrizas con niños pequeños frecuentaban el lugar.
—La mujer es muy buena —apuntó Hoover.
—Gracias, señor.
—Atrae al Rey Jack a trampas provocadoras.
—Sí, señor —sonrió Littell—. Así es.
—El Rey Jack ha mencionado dos veces mi retiro forzoso. ¿Le dijo usted a la mujer que lo sondease en esa dirección?
—Sí, señor.
—¿Por qué?
—Quería potenciar su interés por la operación.
Hoover enderezó la raya de sus pantalones.
—Entiendo. Y no puedo criticar su razonamiento.
—Queremos convencer al hombre de que obligue a su hermano a moderar su ataque a mis clientes y a sus amigos y, si los hermanos creen que usted tiene copias de las cintas, habremos avanzado mucho para convencerlos de que lo mantengan en el cargo.
—No encuentro peros a su razonamiento.
—Preferiría no tener que publicar las cintas, señor. Preferiría resolver esto de forma discreta.
Hoover dio unas palmaditas sobre su maletín.
—¿Por eso me ha pedido que le devuelva mis copias temporalmente?
—Sí, señor.
—¿No confía en que las mantendré a buen recaudo?
—Prefiero que pueda usted negar rotundamente que las tiene si Robert Kennedy infiltra investigadores ajenos a la agencia. Quiero guardar todas las cintas en un único lugar, para poderlas destruir si resulta necesario.
—Y para, en el peor de los casos, poder señalar a Pete Bondurant y a Fred Turentine como únicos responsables de la trama, ¿no es eso? —replicó Hoover con una sonrisa.
—Sí, señor.
Hoover ahuyentó un pájaro que se había posado cerca de él.
—¿Quién financia esto, el señor Hoffa o Marcello?
—Preferiría no decirlo, señor.
—Entiendo. Y no puedo criticar su deseo de guardar el secreto.
—Gracias, señor.
—Supongamos que es preciso hacer público el asunto…
—En ese caso, lo presento a finales de octubre, justo antes de las elecciones al Congreso.
—Sí. Sería el momento óptimo.
—En efecto, señor. Pero, tal como le he dicho, preferiría no…
—No es preciso que lo repita. No estoy senil.
El sol asomó tras un banco de nubes. Littell empezó a sudar ligeramente.
—Sí, señor.
—Los odia usted, ¿verdad?
—Sí, señor.
—No es el único. El PDO ha instalado, sin decírselo a nadie, micrófonos y escuchas en catorce centros neurálgicos del crimen organizado. Hemos detectado un considerable resentimiento hacia los Kennedy. No he informado de ello a los hermanos, ni pienso hacerlo.
—No me sorprende, señor.
—He recopilado algunos comentarios deliciosamente insultantes. Tienen un tono coloquial y procaz que resulta hilarante.
—Sí, señor.
Hoover sonrió.
—Dígame qué piensa.
Littell le devolvió la sonrisa:
—Que usted confía en mí. Que se fía de mí porque los detesto tanto como usted.
—Tiene razón —reconoció Hoover—. Y, por Dios, ¿no se sentiría dolido Kemper si oyera el juicio que le merece al Rey Jack su personalidad?
—Seguramente. Gracias a Dios, Boyd no tiene idea de la existencia de esta operación.
Una niñita pasó junto al banco. Hoover sonrió y agitó la mano.
—Howard Hughes necesita un nuevo brazo derecho. Me ha pedido que le busque alguien con sus características y le he recomendado.
Littell se agarró del banco.
—Me siento honrado, señor.
—Debe estarlo. También debe saber que Howard Hughes es un hombre muy perturbado, con una comprensión de la realidad bastante difusa. Sólo se comunica por teléfono y por carta y creo bastante posible que no llegue a verlo nunca cara a cara.
El banco tembló. Littell juntó las manos sobre la rodilla.
—¿Tengo que llamarlo?
—Lo llamará él, y le aconsejo que acepte la propuesta. Ese hombre tiene un plan desquiciado, aunque explotable, para comprar los hoteles-casinos de Las Vegas dentro de unos años. Yo opino que la idea tiene posibilidades para los servicios de información. Le he mencionado a Hughes el nombre de sus otros clientes y ha quedado muy impresionado. Creo que el trabajo es suyo si lo quiere.
—Lo quiero —dijo Littell.
—Claro que lo quiere —dijo Hoover—. Ha pasado hambre toda la vida y, finalmente, ha conciliado sus deseos con su conciencia.
(Orange Beach, 4/5/62)
Tenían un encargo que llevar a cabo a las tres de la madrugada, a la luz de la luna. En parte, una maldición. La oscuridad total representaba la SORPRESA.
Pete abandonó el asfalto. Delante de él divisó las dunas de arena, muy altas.
Néstor rodeó con sus piernas a Wilfredo Delsol. Wilfredo, la Momia, estaba envuelto en cinta adhesiva de pies a cabeza y encajado entre los asientos delanteros y el trasero.
Boyd empuñaba un arma. Delsol estornudó por la nariz. Lo habían secuestrado en su casa, camino de Miami.
Pete pasó a tracción a las cuatro ruedas. La Momia dio bandazos y chocó contra las piernas de Néstor.
El jeep avanzó entre dunas dando botes. Boyd examinó el artilugio para borrar huellas, una especie de rastrillo sujeto al parachoques. Néstor carraspeó.
—La playa está a casi un kilómetro. La he recorrido dos veces.
Pete frenó y paró el motor. El ruido de las olas llegó a sus oídos con nitidez.
—Escuchad eso —dijo Boyd—. Si tenemos suerte, no nos oirán.
Dejaron el vehículo. Néstor cavó un hoyo y enterró a Delsol, cubriéndolo de arena hasta la nariz.
Pete arrojó sobre el jeep una lona de color tostado claro, que se podía confundir con la arena de las dunas.
Néstor desmontó el rastrillo. Boyd hizo inventario de las herramientas: tenían metralletas y pistolas del 45 con silenciador. También llevaban una sierra eléctrica, una bomba de relojería y un kilo de explosivo plástico.
Se camuflaron con hollín, cargaron el equipo y echaron a andar. Néstor se ocupó del rastrillo. Las huellas de neumáticos y de pisadas desaparecieron.
Cruzaron el asfalto y se encaminaron a una pista de acceso paralela, a unos quinientos metros de distancia. La franja de arena entre la pista y el agua tenía unos doscientos metros de anchura.
—La policía del Estado no patrulla nunca por aquí —apuntó Néstor.
Pete levantó su visor de infrarrojos. Divisó unos bultos a trescientos metros, en la franja de arena costera.
—Acerquémonos —indicó Boyd.
Pete se enderezó; el chaleco antibalas le iba muy apretado.
—Hay nueve o diez hombres en la arena, hacia la izquierda. Debemos avanzar junto a la orilla y esperar que el ruido de las jodidas olas nos cubra.
Néstor se santiguó. Boyd se llenó las manos y la boca… con dos hierros del 45 y un machete de campaña.
Pete notó unos temblores de terremoto. De un jodido seísmo de fuerza 9.999 coño 9.
Avanzaron por la arena mojada, se agacharon, reptaron… A Pete se le ocurrió una idea estúpida: YO SOY EL ÚNICO QUE SABE QUÉ SIGNIFICA ESTO.
Boyd caminó en silencio. Las siluetas tomaron forma. El batir de las olas les proporcionó una cobertura sonora.
Las siluetas eran hombres dormidos. Un insomne estaba sentado en la arena. La punta brillante de un cigarrillo lo delataba.
Se acercaron.
Se acercaron más.
Se acercaron muchísimo.
Pete oyó ronquidos y una voz que murmuraba algo en español. Cargaron.
Boyd abatió al hombre del cigarrillo. El destello de la boca del cañón iluminó una fila de sacos de dormir.
Pete abrió fuego. Néstor abrió fuego. Los ruidos sordos de los silenciadores se superpusieron.
De pronto dispusieron de una buena iluminación: los fogonazos de cuatro armas.
Entre estallidos de plumón de ganso, los gritos resonaron a pleno pulmón y se desvanecieron en breves barboteos.
Néstor acercó una linterna. Pete vio nueve sacos de dormir del ejército norteamericano, hechos trizas y empapados en sangre. Boyd puso cargadores nuevos y disparó a bocajarro en el rostro a cada uno de los hombres. La sangre salpicó la linterna de Néstor y la luz adquirió un tono encarnado.
Pete respiró con esfuerzo. Las plumas ensangrentadas se le colaban en la boca.
Néstor mantuvo firme la luz. Boyd se arrodilló y rajó gargantas. Su machete penetró a fondo y bastante abajo, cercenando tráqueas y quebrando columnas vertebrales.
Néstor sacó los cuerpos de los sacos de dormir y Pete dio la vuelta a éstos y los llenó de arena. Boyd le ayudó a darles forma. El efecto no era malo: los hombres de la barca verían a unos hombres dormidos.
Néstor arrastró los cuerpos hasta una charca formada por la marea. Boyd empuñó la sierra eléctrica.
Pete la puso en marcha de un tirón. Boyd colocó a los muertos para proceder al despiece.
La luna estaba baja en el cielo. Néstor les suministró la luz extra que necesitaban.
En cuclillas, Pete aserró. Los dientes alcanzaron enseguida el hueso del muslo. Néstor tiró del pie del cadáver. Con un chirrido, los dientes de la sierra cortaron entonces con facilidad.
Pete continuó con una serie de brazos. La sierra cortó hasta clavarse en la arena. Restos de carne y de cartílago le salpicaron el rostro.
Pete se ocupó de descuartizar a los hombres. Boyd les cortó la cabeza con su machete. Un golpe y un tirón de los cabellos bastó con cada una.
Nadie dijo palabra.
Pete continuó aserrando. Le dolían los brazos. Los fragmentos de hueso hacían que la correa de trasmisión patinara.
Las manos le resbalaban. La sierra se le escapó y los dientes le reventaron el vientre a uno de los cadáveres. Le llegó un hedor a bilis.
Soltó la sierra y vomitó hasta que no le quedó nada por devolver.
Boyd le sustituyó. Néstor arrojó fragmentos de cuerpo a la charca de marea. Los tiburones se debatieron por cebarse en ellos.
Pete anduvo hasta el borde de las olas. Le temblaban las manos y encender un cigarrillo le llevó una eternidad. El humo le sentó bien. El humo mataba los malos olores. ¿ES QUE NO SABEN LO QUE SIGNIFICA ESTO…?
La sierra se detuvo. El silencio acentuó el sonido de los latidos desbocados de su corazón. Pete volvió a la charca. Los tiburones se agitaban y saltaban hasta sacar medio cuerpo fuera del agua.
Néstor cargó las metralletas. Boyd se contorsionó con un manoseo nervioso; estaba muy alterado para lo que era habitual en él.
Se ocultaron tras un bajío. Nadie dijo nada. Pete tenía a Barb perversamente metida en la cabeza.
El alba rayó a las cinco y media en punto. La playa tenía un aspecto apacible. La sangre de los sacos de dormir se confundía con simples manchas antiguas de agua de mar.
Néstor levantó los prismáticos cada poco. A las seis y doce, anunció un avistamiento.
—Veo la barca. Está a unos doscientos metros.
Boyd tosió y escupió.
—Delsol dijo que habría seis hombres a bordo. Esperemos a que la mayoría haya desembarcado para empezar a disparar.
Pete captó el ronroneo del motor.
—Ya se acerca. Néstor, tú quédate ahí.
Néstor corrió a agacharse junto a los sacos de dormir. El ronroneo se convirtió en un rugido. Una lancha rápida cabalgó las olas y zigzagueó hasta la orilla.
Era una fuera borda de dos motores, destartalada y sin compartimento inferior.
Néstor agitó la mano y gritó en español.
—¡Bienvenidos! ¡Viva Fidel!
Tres hombres saltaron de la lancha. Otros tres permanecieron a bordo. Pete hizo una señal a Kemper: los de a bordo para ti, los de tierra para mí.
Boyd vomitó una ráfaga de metralleta contra la embarcación. El parabrisas estalló y envió a los ocupantes hacia atrás, contra los motores. Pete abatió a sus objetivos de una seca ráfaga de disparos.
Néstor corrió hasta los caídos en tierra, les escupió en la cara y los remató de sendos tiros en la boca.
Pete corrió hasta la lancha y saltó a ella. Boyd rodeó la embarcación hasta los motores y dio el tiro de gracia en la cabeza a cada uno de los contrabandistas.
La heroína venía en paquetes protegidos con un triple envoltorio y apretados en bolsas de lona increíblemente pesadas.
Néstor colocó el explosivo plástico junto a los motores y ajustó el temporizador de la bomba para las siete y cuarto.
Pete descargó la droga.
Néstor cargó a bordo los sacos de dormir y sus tres muertos. Boyd les cortó la cabellera.
—Esto es por Playa Girón —masculló Néstor.
Pete ató con firmeza el timón a los puntales del casco y viró la barca hasta ponerla proa al mar. La brújula marcaba un rumbo sur-sudeste. La embarcación mantendría aquel rumbo, salvo que la azotara un vendaval o que la arrastrara el mar de fondo.
Boyd puso en marcha los motores. Ambas hélices respondieron al primer tirón de arranque. Los tres hombres saltaron de la lancha y contemplaron cómo se alejaba.
Estallaría a veinte millas mar adentro.
Pete se estremeció. Boyd guardó las cabelleras en su mochila. Orange Beach quedaba absolutamente intacta.
Santo Junior no tardaría en llamar. «Delsol me ha jodido un negocio», diría. «Pete, búscame a ese mamón», añadiría.
Santo omitiría más detalles. No diría que el negocio estaba relacionado con los comunistas y que era una traición directa al grupo de elite.
Pete esperó la llamada en el local de la Tiger Kab. Tuvo que ocuparse de la centralita telefónica, pues Delsol no había aparecido más por el trabajo. Las llamadas pidiendo taxis se acumulaban y los taxistas no dejaban de preguntar dónde estaba Wilfredo.
Está escondido en un piso. Néstor lo vigila. Tiene medio kilo de heroína a su disposición.
Boyd había llevado el resto de la droga a Misisipí. Boyd estaba ligeramente alterado, como si con la matanza hubiera cruzado alguna línea importante y sutil.
Pete percibía la auténtica amenaza. ¿ES QUE NO SABES A QUIÉN HEMOS JODIDO EL NEGOCIO?
Llevaban dos semanas vigilando a Delsol. Éste no los había traicionado. En caso contrario, la operación con la droga habría sido cancelada.
Delsol seguía en su falso escondite, convertido en yonqui en un abrir y cerrar de ojos: Néstor se encargaba de pincharlo en los brazos. Delsol estaba enganchándose a la heroína… a la espera de la maldita llamada.
Eran las cuatro y media de la tarde. Habían dejado Orange Beach hacía nueve horas y media. Continuaron llegando llamadas para pedir taxis. Los teléfonos sonaban cada pocos segundos. Tenían una lista de viajes pendientes y doce coches en servicio; Pete tuvo ganas de echarse a gritar o de pegarse un tiro en la sien.
Teo Páez cubrió con la mano el micrófono del teléfono de su escritorio.
—Por la línea dos, Pete. Es el señor Santo.
Pete se puso al aparato con deliberada lentitud.
—Hola, jefe.
Santo pronunció las palabras. Santo siguió fielmente el guión:
—Wilfredo Delsol me ha jodido un negocio. Está escondido y quiero que lo encuentres.
—¿Qué ha hecho?
—No hagas preguntas. Limítate a encontrarlo. Enseguida.
Néstor le franqueó la entrada. En pocas horas, había convertido el salón en la pocilga de un yonqui.
Pete observó la jeringuilla a plena vista, los caramelos pisados en la moqueta y los restos de polvo blanco sobre todas las superficies planas y pulidas.
Observó a Wilfredo Olmos Delsol, saturado de droga en un sofá de velludillo afelpado.
Pete le pegó un tiro en la cabeza. Néstor le cortó tres dedos y los dejó en un cenicero.
Eran las cinco y veinte. Santo no se tragaría que sólo había tardado una hora en encontrar al cubano. Disponía de tiempo para reforzar la mentira.
Néstor se marchó; Boyd tenía trabajo para él en Misisipí. Pete calmó los nervios con profundas respiraciones y una docena de cigarrillos. Visualizó lo que quería. Cuando tuvo todos los detalles claros en la cabeza, se puso los guantes y procedió.
Volcó el cubo del hielo.
Rasgó a cuchilladas el sofá y lo destripó hasta los muelles. Arrancó el papel de las paredes del salón en una ficticia búsqueda frenética del alijo de heroína.
Quemó cucharas de calentar la droga.
Preparó unas líneas del polvo sobre el cristal de una mesilla auxiliar.
Encontró un lápiz de labios desechado y manchó de carmín el filtro de varias colillas.
Luego, se cebó en el cuerpo de Delsol con un cuchillo de cocina y le quemó los testículos con un brasero que encontró en el dormitorio.
Empapó las manos en la sangre de Delsol y escribió «TRAIDOR» en la pared del salón.
Eran las nueve menos veinte.
Pete salió a buscar un teléfono público. Un miedo auténticamente cerval presidió su conversación.
Delsol está muerto. Torturado. He tenido un soplo sobre su escondite. Se drogaba. Había heroína por todas partes. Alguien ha revuelto el apartamento. Creo que estaba de juerga con unas putas. Dime, Santo, ¿de qué coño va todo esto?
(Washington, D.C., 7/5/62)
Littell hizo unas llamadas de negocios. El señor Hoover le proporcionó un desmodulador telefónico para asegurarse de que sus llamadas no eran escuchadas.
Llamó a Jimmy Hoffa a un teléfono público. Jimmy sentía una profunda fobia a las intervenciones telefónicas.
Hablaron del caso del fraude de la empresa de taxis Test Fleet. Jimmy propuso sobornar a algún jurado. Littell dijo que le enviaría una lista de los miembros y recomendó a Hoffa que las propuestas de soborno las efectuaran hombres de paja.
Jimmy preguntó qué tal iba el asunto de la extorsión. Littell le aseguró que todo funcionaba como era debido. «¡Entonces, apretemos las tuercas a Jack ahora mismo!», propuso Hoffa. Littell le recomendó paciencia. Ya se las apretarían en el momento más oportuno.
Jimmy se despidió refunfuñando. Littell llamó a Carlos Marcello a Nueva Orleans.
Hablaron de la causa de deportación. Littell subrayó la necesidad de presentar aplazamientos tácticos.
—Así provocas la frustración del gobierno Federal. Agotas a la Administración y la obligas a cambiar una y otra vez el abogado que lleva el caso. Pones a prueba su paciencia y sus recursos, y de paso ganas tiempo.
Carlos comprendió el planteamiento. Como despedida, hizo una pregunta realmente estúpida.
—¿Puedo pedir una deducción de impuestos por mis donaciones a la causa cubana?
—Lamentablemente, no —respondió Littell.
Carlos colgó. Littell llamó a Miami para hablar con Pete. Éste descolgó el teléfono a la primera.
—Bondurant al habla.
—Soy yo, Pete.
—Sí, Ward. Te escucho.
—¿Sucede algo? Te noto agitado.
—No sucede nada. ¿Alguna novedad en nuestro asunto?
—No, ninguna. Pero he estado pensando en Lenny y no dejo de decirme que está demasiado cerca de Sam para mi gusto.
—¿Crees que le andará con el cuento a Sam?
—No exactamente. Lo que pienso es que…
Pete lo interrumpió.
—No me cuentes lo que piensas. Este espectáculo lo diriges tú, así que limítate a decirme qué quieres que haga.
—Llama a Turentine —dijo Littell—. Dile que vuele a Los Ángeles e intervenga el teléfono de Lenny como precaución añadida. Barb también está en la ciudad. Actúa en un club de Hollywood llamado Rabbit’s Foot. Dile a Freddy que se acerque por allí y vea qué tal le va.
—Eso me suena bien —comentó Pete—. Además, hay otras cosas que no querría que Sam obligara a hacer a Lenny.
—¿A qué te refieres?
—Asuntos cubanos. Seguro que no te interesan.
Littell consultó el calendario y comprobó que el plazo de presentación de escritos se prolongaba hasta entrado junio.
—Llama a Freddy, Pete. No nos durmamos en este asunto.
—Quizá lo vea en Los Ángeles. Me conviene un cambio de escenario.
—Hazlo. Y cuando esté intervenido ese teléfono, comunícamelo.
—Lo haré. Ya nos veremos, Ward.
Littell colgó. El parpadeo del desmodulador interrumpió sus pensamientos.
Últimamente, Hoover lo aceptaba. Pero los intercambios de cortesía entre ambos habían terminado; Hoover había adoptado de nuevo su sequedad de trato habitual.
Hoover esperaba que Ward le suplicase.
Por favor, readmita a Helen Agee en la facultad de Derecho. Por favor, saque de la cárcel a mi amigo el izquierdista.
Ward jamás le suplicó.
Pete estaba nervioso. Littell tenía el presentimiento de que Kemper Boyd obligaba a Pete a cosas que él no podía controlar.
Boyd reclutaba acólitos. Boyd se sentía cómodo entre asesinos cubanos y entre negros pobres. La capacidad de disimulo de Kemper tenía fascinado a Pete. El lío cubano los obligaba a apartarse mucho de su manera de ser habitual.
Carlos había dicho que habían cerrado un trato con Santo Trafficante. El beneficio que podían obtener hizo reír a Carlos, convencido de que Santo no les pagaría nunca tanto dinero.
Carlos se había volcado en el lío cubano. Dijo que Sam y Santo sólo pretendían reducir sus pérdidas.
Pérdidas netas. Ganancias netas. Beneficio potencial.
Littell tenía los libros del fondo. Necesitaba disponer de un periodo de tiempo y desarrollar una estrategia para explotarla.
Volvió la silla y miró por la ventana. Un cerezo en flor rozaba el cristal, tan cerca que habría podido tocar la rama.
Sonó el teléfono y pulsó el interruptor del altavoz.
—¿Sí?
—Soy Howard Hughes —dijo una voz.
A Littell casi se le escapó una risilla. Pete siempre contaba historias hilarantes sobre aquel Drácula…
—Soy Ward Littell, señor Hughes. Me alegro mucho de hablar con usted.
—Hace bien en alegrarse —dijo Hughes—. El señor Hoover me ha puesto al corriente de sus impecables credenciales y le presento una oferta de doscientos mil dólares anuales por el privilegio de entrar a mi servicio. No necesitaré que se traslade usted a Los Ángeles y sólo nos comunicaremos por carta y por teléfono. Sus obligaciones concretas serán llevar el papeleo legal de mi reclamación de exculpación en el asunto TWA, tan dolorosamente prolongada, y ayudarme a comprar los hoteles con casino de Las Vegas gracias a los beneficios que espero conseguir cuando, finalmente, me autoricen a vender. Sus conexiones italianas resultarán muy valiosas en este aspecto, y espero que se congracie usted con el Legislativo del Estado de Nevada y me ayude a diseñar una política para asegurar que mis hoteles se mantengan libres de negros y de gérmenes…
Littell escuchó.
Hughes continuó hablando.
Littell ni siquiera intentó intervenir.
(Los Ángeles, 10/5/62)
Pete sostuvo la linterna. Freddy volvió a colocar la tapa del auricular. El trabajo avanzaba lentamente y a Pete el nerviosismo casi le hacía morderse las uñas.
Freddy revolvió unos cables sueltos.
—Detesto los teléfonos de la Pacific Bell. Detesto los asuntos nocturnos y trabajar a oscuras. Detesto los teléfonos supletorios de dormitorio porque los jodidos cables se enredan detrás de la maldita cama.
—No te quejes y sigue.
—El destornillador no hace más que atascarse. ¿Estás seguro de que Littell quiere que intervengamos los dos supletorios?
—Hazlo y calla. Littell habló de poner micrófonos en los dos supletorios y colocar un aparato receptor en el exterior. Lo ocultaremos en esos arbustos, junto al camino. Si dejas de quejarte, podemos salir de aquí en menos de veinte minutos.
Freddy le hizo un gesto despectivo.
—Que te jodan. Detesto los teléfonos de la Pacific Bell. Y Lenny no tiene por qué utilizar el teléfono de su casa para delatarnos. Puede hacerlo en persona, o desde un teléfono público.
Pete agarró con más fuerza la linterna. El haz de luz saltó y dio bandazos.
—Deja ya de quejarte, joder, o te meto la maldita linterna por el culo.
Freddy retrocedió un paso y golpeó una estantería. Una carpeta con recortes de Hush-Hush salió volando.
—Está bien, está bien —dijo—. Te he notado muy irritado desde que has bajado del avión, de modo que sólo te lo diré una vez. Los teléfonos de la Pacific Bell son una mierda. La mitad de las veces, cuando intervienes la línea, el comunicante que llama oye ruidos extraños. Es inevitable. ¿Y quién va a controlar las trasmisiones?
Pete se frotó los ojos. Desde la noche que matara a Wilfredo Delsol, padecía frecuentes episodios de migraña.
—Littell dice que puede encargar a unos federales la vigilancia del aparato de grabación de escuchas. Sólo tenemos que comprobar su estado cada varios días.
Freddy enfocó la luz de una lámpara flexible sobre el teléfono.
—Ve a vigilar la puerta. No puedo trabajar si te quedas ahí mirándome.
Pete se retiró al salón. Tenía palpitaciones detrás de los ojos. Tomó un par de aspirinas y las hizo bajar con un trago del coñac de Lenny, directamente de la botella.
El alcohol le entró bien. Pete tomó otro breve trago.
El dolor de cabeza se hizo más soportable. Las venas de encima de los ojos dejaron de latir.
De momento, Santo se había tragado la historia. En ningún momento había explicado qué negocio le había jodido Delsol. Santo sólo dijo que a Sam G. también le habían jodido el negocio. No mencionó el alijo de droga ni los quince muertos. No dijo nada de que algunos peces gordos de la Organización intentaban trabar buenas relaciones con Castro.
Lo que sí dijo fue que era necesario disolver el grupo de elite.
—Sólo por ahora, Pete. He oído que se prepara una fuerte presión federal y quiero apartarme de los narcóticos durante una temporada.
El tipo acababa de importar cien kilos de heroína y, con toda desfachatez, hablaba ahora de desvincularse del negocio.
Santo le enseñó un informe policial. La policía de Miami también se había tragado la historia y consideraba que la matanza era otro terrible ajuste de cuentas por asuntos de drogas, perpetrado presuntamente por exiliados cubanos.
Boyd y Néstor volvieron a Misisipí. La droga estaba guardada en cuarenta cajas de seguridad.
Reanudaron su entrenamiento para la operación «Liquidar a Fidel». No les importaba que la Organización hubiera empezado a cortejar a Castro. Y, al parecer, no se daban cuenta de que había gente que podía obligarlos a desistir.
Boyd y Néstor no sabían lo que era el pánico cerval.
Él sí.
Ellos no sabían que con la Organización no se jugaba.
Él sí.
Él siempre daba jabón a los hombres con auténtico poder. Nunca quebrantaba las normas que establecían. Tenía que hacer lo que hacía… pero no sabía por qué.
Santo juró venganza. Dijo que encontraría a los ladrones de la droga, costara lo que costase.
Boyd pensaba que podrían vender la droga. Estaba equivocado. Boyd dijo que él se encargaría de divulgar los vínculos entre la mafia y la Agencia, y aseguró que conseguiría calmar la cólera de Bobby.
Pero no lo haría. Sería incapaz de hacerlo. Jamás se arriesgaría a perder su reputación ante los Kennedy.
Pete tomó otro trago. Con este tercero, había dado cuenta de un tercio de la botella.
Freddy recogió sus herramientas.
—Vámonos. Te llevaré al hotel.
—Ve tú solo. Yo prefiero caminar.
—¿Dónde vas?
—No lo sé.
El club Rabbit’s Foot era una caldera: cuatro paredes que atrapaban el humo y el aire viciado. En una grave infracción de la legislación sobre venta de alcohol, la pista estaba llena de menores de edad locos por el twist.
Joey y sus muchachos tocaban medio adormilados. Barb cantaba una tonada triste y gimoteante. Una única prostituta con gesto sombrío aguardaba en la barra.
Barb lo reconoció, sonrió y cantó unos versos con voz arrastrada.
El único reservado medio privado del local estaba ocupado. Dos marines y dos chicas de instituto: candidatos ideales al desalojo. Pete se acercó y les dijo que se largasen. Los marines observaron su tamaño y obedecieron. Las chicas dejaron en la mesa sus copas de zumo de frutas con ron.
Pete se sentó y tomó unos sorbos. El dolor de cabeza se le alivió un poco más. Barb cerró con una floja versión de Twilight Time. Unos cuantos bailarines aplaudieron. El conjunto se dispersó tras el escenario. Barb se encaminó directamente al reservado y se sentó. Pete se deslizó a su lado.
—Qué sorpresa —le dijo ella—. Ward me dijo que tú estabas en Miami.
—Se me ha ocurrido venir a ver cómo van las cosas.
—¿Quieres decir que se te ha ocurrido venir a controlarme?
Pete rechazó la insinuación con un gesto de la cabeza.
—Todo el mundo te considera de fiar —declaró—. Freddy Turentine y yo hemos venido para controlar a Lenny.
—Lenny está en Nueva York —dijo Barb—. Ha ido a visitar a una amiga.
—¿Una tal Laura Hughes?
—Eso creo. Una mujer rica que tiene una casa en la Quinta Avenida.
Pete se puso a jugar con el encendedor.
—Laura Hughes —le dijo por fin— es medio hermana de Jack Kennedy. Durante una temporada estuvo saliendo con Kemper Boyd, ese hombre del que te habló Jack. Boyd fue mentor de Ward Littell en el FBI. Gail Hendee, mi ex novia, se acostó con Jack en plena luna de miel de éste. Y Lenny le dio lecciones de dicción a Jack en 1946.
Barb cogió un cigarrillo del paquete de Pete.
—¿Me estás diciendo que esto es demasiado íntimo como para hablar de ello?
—Ya no sé lo que digo —respondió Pete.
Le dio fuego. Barb se echó atrás los cabellos.
—¿Gail Hendee hizo trabajos como éste para ti?
—Sí.
—¿Asuntos de divorcios?
—Exacto.
—¿Lo hacía tan bien como yo?
—No.
—¿Te ponía celoso que se acostara con Jack Kennedy?
—No, hasta que Jack me jodió personalmente.
—¿A qué te refieres?
—A que yo tenía un interés personal en juego en lo de Bahía de Cochinos.
Barb sonrió. La luz de la barra arrancó destellos de su melena rojiza.
—¿Estás celoso de mí y de Jack?
—Lo estaría si no hubiera escuchado las cintas.
—¿A qué te refieres?
—A que no le das nada de verdad.
Barb se echó a reír.
—Ese hombre del Servicio Secreto es muy agradable —comentó luego—. Siempre me lleva en su coche al lugar donde me alojo. La última vez nos paramos a tomar una pizza.
—¿Me estás diciendo que eso sí va en serio?
—Sólo si lo comparas con mi hora con Jack.
La máquina de discos empezó a sonar a todo volumen. Pete alargó la mano hasta el cable y lo desconectó.
—Tú metiste a Lenny en este asunto mediante chantaje —apuntó Barb.
—Lenny está acostumbrado a que lo chantajeen.
—Te noto nervioso. Estás dando golpecitos con la rodilla contra la mesa y ni siquiera te das cuenta de que lo haces.
Pete detuvo el movimiento. Para compensar, el pie empezó a crispársele espasmódicamente.
—¿Te asusta nuestro asunto? —preguntó Barb.
Pete juntó las rodillas con fuerza.
—Se trata de otra cosa —murmuró.
—A veces pienso que, cuando todo esto haya terminado, me matarás.
—No matamos mujeres.
—Tú mataste a una en cierta ocasión. Lenny me lo contó.
Pete frunció el entrecejo.
—Y tú convenciste a Joey para que buscara quien liquidara a los tipos que violaron a tu hermana.
Barb no pestañeó. No se movió. No mostró un maldito gramo de miedo.
—Debería haber sabido que serías tú quien se interesaría.
—¿Qué estás diciendo?
—Que quería comprobar si Jack se interesaba por el asunto hasta el punto de investigarlo como has hecho tú.
Pete se encogió de hombros.
—Jack es un hombre muy ocupado.
—Tú, también.
—¿Te fastidia que Johnny Coates aún siga vivo?
—Sólo cuando pienso en Margaret. Sólo cuando pienso que nunca volverá a dejar que un hombre la toque.
Pete notó que el suelo cedía.
—Dime qué quieres —dijo Barb.
—Te quiero a ti —fue su respuesta.
Alquilaron una habitación en el Hollywood-Roosevelt. La marquesina del Teatro Chino Grauman’s parpadeaba en el cristal de la ventana.
Pete se quitó los pantalones. Barb se despojó de su vestido de bailar el twist. Algunos falsos brillantes cayeron al suelo y Pete se cortó los pies con ellos.
De un puntapié, Barb coló la cartuchera y el arma de Pete bajo la cama. Pete abrió las sábanas. El perfume rancio adherido a ellas le hizo estornudar.
Barb levantó los brazos y abrió el pasador del collar. Él vio la sombra, empolvada de blanco, del vello de las axilas, que llevaba depiladas. Al momento, la agarró por las muñecas y le inmovilizó los brazos contra la pared, por encima de la cabeza. Ella vio lo que quería y le dejó probar.
El sabor era picante. Barb flexionó los brazos para que él pudiera apurarlo todo. Pete le tocó los pezones y aspiró el aroma del sudor que le caía de los hombros. Ella alzó los pechos hacia él. Las venas hinchadas y las grandes pecas no se parecían a nada de cuanto Pete había visto; besó aquellos pechos y los mordió y empujó a Barb contra la pared con su boca.
A Barb se le aceleró la respiración. Dio unos pasos hasta la cama y se tendió de través. Él le separó las piernas y se arrodilló en el suelo entre ellas. Le acarició el estómago y los brazos y los pies. Allí donde tocaba, notaba una palpitación. Barb tenía por todas partes grandes venas que latían entre su vello pelirrojo y sus pecas.
Pete pegó el vientre al colchón. El movimiento lo excitó tanto que le dolió. Saboreó aquel vello y tanteó con la lengua los pliegues que había debajo y, a base de pequeños mordiscos y de frotar con la nariz, hizo que a ella se le desbocara el corazón. Barb se agitó y se frotó enérgicamente contra su boca mientras emitía gemidos de delirio.
Pete se corrió sin que ella llegara a tocarlo. Se estremeció y sollozó y continuó lamiéndola.
Y ella tuvo un espasmo. Hincó los dientes en la sábana, se relajó un instante y se contrajo de nuevo, se relajó y tuvo otro espasmo, y otro más. Con la espalda arqueada, empujaba el colchón contra las barras del somier.
Pete deseó que aquello no terminara nunca. No quería dejar de disfrutar aquel sabor a ella.
(Meridian, 12/5/62)
El aparato de aire acondicionado tuvo un fallo eléctrico y dejó de funcionar. Kemper despertó sudoroso y congestionado.
Engulló cuatro dexedrinas y, de inmediato, empezó a elaborar mentiras.
No te hablado de los vínculos porque… yo mismo no los conocía, porque no quería que Jack resultara afectado, porque los he descubierto hace muy poco y me ha parecido mejor dejar que los perros siguieran dormidos.
¿La mafia y la CIA? Cuando me he enterado, me he quedado de piedra.
Las mentiras resultaban endebles. Bobby investigaría y encontraría sus vínculos a partir del año 59. Bobby había llamado la noche anterior.
—Veámonos en Miami mañana. Quiero que me enseñes JM/Wave.
Pete llamó desde Los Ángeles unos minutos después. Kemper oyó de fondo a una mujer que tarareaba un twist.
Pete dijo que acababa de hablar con Santo. Santo le encargaba cazar a los que habían dado el golpe de la droga.
—«Encuéntralos», me ha dicho. «No los mates bajo ningún concepto», me ha dicho. No parecía muy preocupado de que pudiera descubrir que el asunto estaba financiado por Castro.
Kemper le aconsejó que organizara otra charada forense. Pete dijo que volaría a Nueva Orleans y se pondría manos a la obra. Podía llamarlo al hotel Oliver House o al despacho de Guy Banister.
Kemper preparó un speedball y lo esnifó. La cocaína le disparó la dexedrina directamente a la cabeza.
Oyó un conteo cadencioso en el exterior. Laurent obligaba a los cubanos a practicar gimnasia cada mañana. Flash y Juan le llegaban a la altura del pecho. Néstor habría cabido en su mochila.
El día anterior, Néstor le había dado una paliza a un paleto de la zona. Y lo único que había hecho el tipo era rozarle el parachoques. Néstor sufría de histeria tras el golpe.
Néstor huyó. El paleto sobrevivió. Flash dijo que Néstor había robado una lancha rápida y se había dirigido a Cuba.
Había dejado una nota que decía: «Guardad mi parte del botín. Volveré cuando Castro esté muerto.»
Kemper se duchó y se afeitó. El desayuno químico que acababa de tomar hizo que la navaja le temblara en la mano.
No se le ocurrían más mentiras.
Bobby llevaba gafas oscuras y sombrero. Kemper lo había convencido para que inspeccionara JM/Wave de incógnito.
El fiscal general con gafas de sol y un sombrero de fieltro de ala ancha. El fiscal general como un triste expulsado de la Organización.
Recorrieron las instalaciones. La indumentaria de Bobby inspiró algunas miradas de extrañeza. Unos agentes de seguridad se acercaron y les dieron la bienvenida.
No se le ocurrían más mentiras.
Visitaron la instalación con tranquilidad. Bobby mantuvo su famosa voz en un susurro. Unos cuantos cubanos lo reconocieron y le siguieron el juego para mantener su anonimato.
Kemper le presentó la Sección de Propaganda. Uno de sus miembros expuso unos datos estadísticos. A nadie le se ocurrió decir que Jack Kennedy era una hermanilla llorona y vacilante.
Nadie pronunció nombres de mafiosos. Nadie efectuó la menor insinuación de conocer a Kemper Boyd antes de la invasión de Bahía de Cochinos. A Bobby le gustaron los planes de reconocimiento aéreo. La sala de comunicaciones lo impresionó.
No se le ocurrían más mentiras. Los detalles se negaban a encajar con un mínimo grado de verosimilitud.
Recorrieron la sección de Mapas. Chuck Rogers salió a su encuentro con ánimo cordial. Kemper alejó de él a Bobby.
Bobby utilizó el retrete de caballeros y salió de él refunfuñando. Alguien había garabateado comentarios contra los Kennedy encima de los urinarios.
Se acercaron a la cafetería de la Universidad de Miami. Bobby los invitó a café y bollos. Los estudiantes pasaron ante su mesa con las bandejas. Kemper se dominó para no mostrar su impaciencia. En esos momentos la dexedrina le surtió un efecto especialmente fuerte.
Bobby carraspeó y lo miró.
—Dime qué estabas pensando.
—¿Qué?
—Dime que el hostigamiento costero y la recogida de información no bastan. Repíteme por enésima vez que necesitamos asesinar a Fidel Castro. Vamos, suéltalo ya.
Kemper le dedicó una sonrisa.
—Tenemos que asesinar a Fidel Castro. Y yo tomaré buena nota de tu respuesta para que no tengas que repetírmela más.
—Ya conoces mi respuesta —dijo Bobby—. Detesto la redundancia y aborrezco este sombrero. ¿Cómo lo hace Sinatra?
—Frankie es italiano.
Bobby señaló a unas alumnas con pantalones cortos muy cortos.
—¿No existe un código de indumentaria aquí?
—Es un código lo más reducido posible.
—Debo contárselo a Jack. Podría hacer una alocución ante el alumnado.
—Me alegro de observar que te has hecho más liberal.
—Más juicioso, tal vez.
—¿Y más específico en tus censuras?
—Tocado.
—¿Con quién se ve nuestro hombre? —preguntó Kemper antes de tomar un sorbo de café.
—Con algún ligue esporádico. Y con una cantante y bailarina de twist que le presentó Lenny Sands.
—¿Y que no es un ligue esporádico?
—Digamos que la chica está más que dotada mentalmente para dedicarse en exclusiva a un tonto baile de moda.
—¿La conoces?
—Sí —dijo Bobby—. Lenny la llevó a la casa de Peter Lawford en Los Ángeles. Me produjo la impresión de que sus pensamientos van varios pasos por delante de los de la mayoría, y Jack siempre me llama desde el Carlyle para decirme lo lista que es. Un comentario bastante inusual en Jack cuando se refiere a una mujer.
Lenny, el twist, Los Ángeles: una pequeña tríada desconcertante.
—¿Cómo se llama?
—Barb Jahelka. Jack estaba al teléfono con ella esta mañana. Decía que la había llamado a las cinco de la madrugada, hora de Los Ángeles, y que la chica había conseguido, a pesar de todo, mostrarse divertida y despierta.
La noche anterior, Pete había llamado desde Los Ángeles. Y, en el fondo, se oía una voz femenina que tarareaba Let’s twist again.
—¿Qué es lo que te desagrada de esa mujer?
—Probablemente, es sólo el hecho de que no se comporte como la mayoría de los ligues de Jack.
Pete era un extorsionador. Lenny era un reptil del mundo del espectáculo angelino.
—¿Crees que es peligrosa en algún sentido?
—No exactamente. Sólo sospecho porque soy el fiscal general de Estados Unidos, y mi cargo entraña la misión de sospechar permanentemente. ¿Por qué te interesa tanto? Hemos concedido a esa mujer dos minutos más de los que merece.
Kemper estrujó el vaso del café.
—Sólo estaba desviando la conversación de Fidel.
—Estupendo —asintió Bobby con una carcajada—. Y la respuesta es no. Tú y tus amigos exiliados no podéis asesinarlo.
Kemper se puso en pie.
—¿Quieres ver algo más?
—No. Viene a recogerme un coche. ¿Quieres que te lleve al aeropuerto?
—No. Tengo que hacer unas llamadas.
Bobby se quitó las gafas de sol. Una estudiante lo reconoció y soltó un chillido.
Kemper se encerró en un despacho vacío del JM/Wave. La centralita le pasó directamente con Registros e Información del departamento de Policía de Los Ángeles. Un hombre atendió la llamada.
—Registros. Agente Graham.
—Con Dennis Payne, por favor. Dígale que soy Kemper Boyd, conferencia.
—Aguarde, por favor.
Kemper garabateó una nota. Payne se puso al teléfono enseguida.
—¿Cómo está usted, señor Boyd?
—Muy bien, sargento, ¿y usted?
—Vamos tirando. Supongo que querrá usted pedirme algo.
—Pues sí. Necesito que compruebe una ficha de una mujer blanca llamada Barbara Jahelka. Edad, entre veintidós y treinta y dos, y creo que vive en Los Ángeles. También necesito comprobar un número que no está en la guía. El nombre puede ser Lenny Sands o Leonard J. Seidelwitz y es probable que aparezca en alguna lista reservada de West Hollywood.
—Tomo nota —dijo Payne—. Espere un momento, ¿de acuerdo? Esto puede llevar algunos minutos.
Kemper esperó. El desayuno le estaba provocando unas ligeras palpitaciones. Pete no había dicho qué lo había llevado a Los Ángeles. Lenny era extorsionable y sobornable.
Payne volvió al teléfono.
—¿Señor Boyd? Hemos conseguido las dos cosas.
—Adelante. —Kemper cogió la estilográfica.
—El número de Sands es OL5-3980 y la chica tiene una condena menor por posesión de marihuana. Es la única Barbara Jahelka de nuestros archivos y la fecha de nacimiento encaja con la que me ha dado.
—¿Detalles?
—Fue detenida en julio del 57. Cumplió seis meses y estuvo dos años en libertad condicional.
Era una información poco concluyente.
—¿Querría buscar algo más reciente? Detenciones o denuncias que no llegaran a los tribunales…
—Puede ser —asintió Payne—. Además, pediré información a la oficina del comisario y a las otras policías locales de la zona metropolitana. Si la chica se ha metido en algún problema desde el 57, lo sabremos.
—Gracias, sargento. Aprecio mucho su colaboración.
—Déme una hora, señor Boyd. Para entonces ya debería tener algo, o saber que no hay nada.
Kemper colgó. La centralita le puso con el número de Lenny en Los Ángeles. Sonó tres veces. Kemper escuchó unos débiles chasquidos que delataban un teléfono intervenido y colgó.
Pete era un experto en extorsiones. Pete era un hombre de micrófonos e intervenciones telefónicas. Y el colega de Pete en aquellos asuntos era el famoso Fred Turentine.
El hermano de Freddy tenía un taller de reparación de televisores en Los Ángeles. Cuando no estaba ocupado en sus trabajos, Freddy echaba una mano.
Kemper llamó a información de Los Ángeles. Una telefonista le dio el número. Él lo facilitó a la telefonista de JM/Wave y le pidió que lo pusiera en comunicación.
La línea estaba llena de crujidos y siseos. Un hombre descolgó al primer timbrazo.
—Televisores Turentine, buenos días.
Kemper fingió un acento barriobajero.
—¿Está Freddy? Soy Ed. Soy amigo de Freddy y de Pete Bondurant.
El hermano carraspeó.
—Freddy está en Nueva York. Estuvo aquí hace unos días, pero se volvió.
—Mierda. Tengo que enviarle una cosa. ¿Ha dejado alguna dirección?
—Sí. Espere… déjeme ver… Sí, es el 94 de la calle Setenta y seis Este, Nueva York. El teléfono es MU6-0197.
—Gracias. Se lo agradezco mucho —dijo Kemper.
—Salude a Freddy de mi parte —respondió el hombre con un carraspeo—. Dígale que su hermano mayor le dice que no se meta en problemas.
Kemper colgó. El despacho osciló ante sus ojos, desenfocado. Turentine se alojaba cerca de la Setenta y seis con Madison. El hotel Carlyle quedaba en la esquina nordeste de dicho cruce.
Llamó a centralita y volvió a dar a la telefonista el número de Lenny. La chica le puso otra vez y Kemper escuchó tres timbrazos y tres débiles chasquidos del aparato de escucha.
—Residencia del señor Sands —respondió una voz femenina.
—¿Usted es del servicio del señor Sands?
—Sí, señor. Al señor Sands lo puede encontrar en Nueva York. El número es MU6-2433.
El número de Laura.
Kemper colgó y llamó de nuevo a centralita.
—¿Sí, señor Boyd? —dijo la chica.
—Póngame con Nueva York, por favor. Con el número MU6-0197.
—Cuelgue usted, haga el favor. Tengo todas las líneas ocupadas, pero le pasaré la llamada dentro de un segundo.
Kemper se apoyó sobre la horquilla del aparato. Las piezas encajaban; era un encaje circunstancial, intuitivo…
Sonó el teléfono y lo descolgó rápidamente.
—¿Sí?
—¿Qué significa, «sí»? ¡Es usted quien me ha llamado a mí!
—Sí, tiene razón. —Kemper se enjugó unas gotas de sudor de la frente—. ¿Hablo con Fred. Turentine?
—Sí.
—Soy Kemper Boyd. Trabajo con Pete Bondurant.
El silencio que siguió se prolongó un instante más de lo normal.
—¿De modo que quiere hablar con Pete?
—Eso es.
—Bueno… Pete está en Nueva Orleans.
—Es verdad. Lo había olvidado.
—¿Y cómo… por qué pensaba que lo encontraría aquí?
—Tuve un presentimiento…
—¿Un presentimiento? ¡Mierda! Pete dijo que no daría este número a nadie.
—Me lo ha dado su hermano, Fred.
—¡Vaya! ¡Joder, le había dicho que no…!
—Gracias, Fred. Llamaré a Pete a Nueva Orleans.
La comunicación se cortó. Turentine había colgado rotundamente, frustrado y cagado de miedo. Kemper observó cómo la manecilla de los segundos daba una vuelta completa en la esfera del reloj. Tenía las mangas de la camisa empapadas de sudor.
Pete lo haría. Pete no lo haría. Pete era su socio de antiguo, lo cual era demostración de…
De nada.
El negocio era el negocio. Jack se interponía entre ellos. Aquello podía titularse «El twist del triángulo»: Jack, Pete y la tal Barb.
Kemper marcó el número de centralita. La telefonista volvió a llamar al departamento de Policía de Los Ángeles.
—Registros e Información. —Era la voz de Payne.
—Soy Kemper Boyd, sargento.
—Una hora en punto. Al segundo —comentó Payne con una carcajada.
—¿Ha encontrado algo más?
—Sí, señor. El departamento de Policía de Beverly Hills detuvo a la tal Barbara Jahelka en agosto de 1960 por extorsión.
¡Dios santo…!
—¿Detalles?
—La chica y su ex marido intentaron chantajear a Rock Hudson con unas fotos de sexo.
—¿De Hudson y la chica?
—Exacto. Exigieron una cantidad de dinero, pero Hudson acudió a la policía. La chica y su ex fueron detenidos, pero Hudson retiró los cargos.
—Todo eso apesta —dijo Kemper.
—Terriblemente —asintió Payne—. Un amigo mío de la policía de Beverly Hills me ha dicho que todo el asunto fue una especie de trama para que Hudson pasara por ligón de mujeres cuando en realidad es gay. Ese amigo mío oyó el rumor de que detrás de todo el asunto estaba la revista Hush-Hush.
Kemper colgó. Las palpitaciones casi le cortaban el resuello.
LENNY…
A las dos menos cuarto, tomó un vuelo a La Guardia. Engulló cuatro dexedrinas y las acompañó de dos martinis durante el viaje. Éste duró tres horas y media, que Kemper ocupó en destrozar servilletas de papel y en consultar el reloj cada pocos minutos.
Aterrizaron con puntualidad. Kemper tomó un taxi a la salida de la terminal e indicó al conductor que pasara junto al Carlyle y le dejara en la Sesenta y cuatro con la Quinta.
Era hora punta y el tráfico estaba imposible. La carrera hasta el Carlyle le llevó una hora.
El Noventa y cuatro Este de la calle Setenta y seis quedaba a cincuenta metros del hotel. Era una ubicación ideal para un piso/centro de escucha.
El taxista tomó hacia el sur y lo dejó ante el edificio de Laura. El portero estaba ocupado con un inquilino.
Kemper entró a toda prisa en el vestíbulo. Una anciana le esperó en el ascensor. Pulsó el piso doce y vio que la anciana retrocedía. Reparó entonces en el arma que empuñaba e intentó recordar cuándo la había desenfundado.
Guardó la pistola en la cintura. La mujer se refugió tras un bolso de mano enorme. La subida se prolongó una eternidad.
Por fin, se abrió la puerta. Laura había cambiado la decoración del recibidor, que ahora ofrecía un completo ambiente provenzal. Kemper lo atravesó. A su espalda, el ascensor reanudó la marcha.
Escuchó unas risas en la terraza y apresuró sus pasos hacia donde sonaban. Unas alfombrillas se le enredaron en los pies, estorbando su marcha. Cubrió el último tramo de pasillo a la carrera, derribando dos lámparas y una mesilla auxiliar a su paso.
Los encontró de pie, con cigarrillos y copas en las manos. Daba la impresión de que ninguno de ellos respiraba apenas.
Laura, Lenny y Claire.
Tenían un aspecto curioso. Daba la impresión de que no terminaban de conocerlo.
Kemper vio el arma en su mano. Vio el gatillo a medio recorrido. Dijo algo acerca de chantajear a Jack Kennedy.
Claire intervino. Dijo, «¿Papá?» como si no estuviera muy segura. Kemper apuntó a Lenny.
—¡Papá, por favor! —exclamó Claire.
Laura dejó caer el cigarrillo. Lenny arrojó el suyo contra Boyd con una sonrisa.
La colilla le quemó el rostro. Las cenizas le ensuciaron el traje. Apuntó bien y apretó el gatillo.
El arma se encasquilló.
Lenny sonrió.
Laura empezó a chillar.
El grito de Claire le hizo dar media vuelta y huir a toda prisa.
(Nueva Orleans, 12/5/62)
El flujo de tonterías circulaba en ambos sentidos. La oficina de Banister estaba sumergida en propaganda ultraderechista.
Guy anunció que el Klan había puesto bombas en varias iglesias. Pete anunció que Heshie Ryskind tenía cáncer.
El equipo de la operación «Liquidar a Fidel», dirigida por Boyd, era una elite incomparable. Y Dougie Frank Lockhart era un comerciante de armas excepcional.
Pete dijo que Wilfredo Delsol había jodido a Santo Junior en una operación de drogas. Pero al muy jodido cubano lo habían jodido bien uno o unos jodidos desconocidos.
Banister tomó un sorbo de bourbon; Pete continuó la charada.
—¿Y bien, Guy, qué has oído tú al respecto?
Guy respondió que no había oído nada.
—No fastidies, Sherlock; todo esto son puramente ganas de hablar por no callar.
Pete se arrellanó en una silla y jugó con un Jack Daniel’s largo, del cual fue tomando pequeños sorbos medicinales para aliviar así la migraña.
En Nueva Orleans hacía calor. En el despacho, el calor era agobiante. Sentado tras su escritorio, Guy se quitaba el sudor de la frente con el filo de una navaja.
A Pete, la cabeza se le iba tras el recuerdo de Barb. Era incapaz de pensar en algo durante más de seis segundos sin evocar a la mujer.
Sonó el teléfono. Banister rebuscó entre el desorden del escritorio hasta encontrarlo y descolgó.
—¿Diga? Sí, aquí está. Espere un momento.
Pete se levantó y tomó el auricular.
—¿Quién es?
—Soy Fred. Y domina ese maldito genio tuyo cuando oigas lo que voy a decirte.
—Cálmate, pues.
—¿Cómo puede uno calmarse cuando casi le rompen la cabeza? ¿Cómo puede uno…?
Pete cogió el teléfono y se retiró del escritorio hasta donde le permitió el cable.
—Tranquilízate, Freddy. Cuéntame qué ha pasado.
Freddy recobró el aliento.
—Verás: esta mañana, Kemper Boyd ha llamado al puesto de escucha. Ha dicho que te buscaba, pero enseguida he comprendido que mentía. Pues bien, hace una hora se ha presentado allí en persona. Llamó a la puerta con el aspecto de un poseso. No le he permitido entrar y he visto cómo casi echaba al suelo de un empujón a una pobre vieja para montarse en el taxi del que se apeaba la mujer.
El cable del teléfono estuvo a punto de romperse. Pete retrocedió un paso y el cable se destensó.
—¿Y eso es todo?
—¡Joder, no!
—Freddy, ¿qué estás dicien…?
—Estoy diciendo que Lenny Sands se ha presentado unos minutos después. Lo he dejado entrar porque pensaba que sabría qué andaba tramando Boyd, pero me ha arreado en la cabeza con una silla, me ha dejado sin sentido y ha saqueado el apartamento. Se ha llevado todas las cintas y transcripciones escritas. Yo he despertado al cabo de… no sé, media hora. He pasado por delante del Carlyle y he visto todos esos coches patrulla ante la puerta. Pete, Pete, Pete… —Las rodillas le fallaron. La pared lo sostuvo erguido—. Pete, ha sido Lenny. Ha derribado a patadas la puerta de la suite de Kennedy y la ha puesto patas arriba. Ha arrancado los micrófonos y ha escapado por una maldita puerta de incendios. Pete, Pete, Pete…
»Pete, estamos jodidos…
»Pete, tenía que ser Lenny…
»Pete, he limpiado el puesto de escucha y he trasladado todo mi equipo y…
La conexión se interrumpió. Pete retorció el cable y lo arrancó de la pared de un fuerte tirón.
Boyd sabía que lo encontraría en Nueva Orleans, se dijo Pete. Seguro que tomaría el primer vuelo disponible hacia la ciudad. El plan se había ido al traste. No sabía cómo, pero Boyd y Lenny habían chocado y habían jodido las cosas.
A aquellas alturas, los federales ya estarían al corriente. Y el Servicio Secreto también. Boyd no podía acudir a Bobby con explicaciones: sus vínculos con la mafia lo comprometían.
No; Boyd se presentaría allí. Boyd sabía que se alojaba en el hotel de la acera de enfrente.
Pete tomó un trago de bourbon y puso todos los discos de twist que encontró en la máquina. Una camarera se ocupó de acercarse a cada rato para rellenarle la copa.
Un taxi se detendría. Boyd se apearía, intimidaría al encargado de la recepción y conseguiría acceder a la habitación 614.
Boyd encontraría una nota, obedecería las instrucciones y traería el magnetófono a aquel reservado del bar Ray Becker’s Tropics.
Pete permaneció pendiente de la puerta. Cada disco le evocaba con más intensidad la imagen de Barb. Hacía un par de horas, la había llamado a Los Ángeles. Le había dicho que el asunto había estallado y le había aconsejado que se marchara a Ensenada y se recluyera en el Playa Rosada.
Ella le había dicho que así lo haría.
—Pero lo nuestro no se acaba aquí, ¿verdad? —añadió ella.
—No —dijo él.
En el bar hacía calor. Nueva Orleans tenía la patente del calor. Las tormentas descargaban y se deshacían antes de que uno tuviera tiempo de parpadear siquiera.
Boyd cruzó el umbral. Pete ajustó un silenciador en la Mágnum y colocó el arma en el asiento, a su lado.
Boyd traía la grabadora en un maletín. Tenía una automática del 45 apretada contra el muslo.
Se acercó, tomó asiento frente a Pete y dejó el maletín en el suelo. Pete lo señaló.
—Saca la máquina. Funciona a pilas y ya tiene una cinta montada; lo único que tienes que hacer es ponerla en marcha.
Boyd movió la cabeza en un gesto de negativa.
—Pon sobre la mesa el arma que tienes en el asiento.
Pete obedeció.
—Ahora, descárgala —dijo Boyd.
Pete lo hizo. Boyd extrajo el cargador de su pistola y envolvió ambas armas con el mantel. Pete lo encontró sucio y demacrado. Kemper Boyd, desaseado: una verdadera novedad.
Pete deslizó sobre sus muslos un revólver del 38 de cañón corto que llevaba oculto bajo el cinturón.
—Todo esto está compartimentado, Kemper. No tiene nada que ver con nuestros demás trabajos.
—No me importa.
—Cambiarás de opinión cuando escuches la cinta.
Tenían una larga hilera de reservados para ellos solos. Si las cosas salían mal, podía matar a Kemper y escabullirse por la puerta de atrás.
—Te has pasado de la raya, Pete. Sabías que la raya existía, y te la has saltado.
Pete se encogió de hombros.
—No hemos perjudicado a Jack —contestó— y Bobby es demasiado listo como para acudir a la ley. Podemos salir de aquí y volver a nuestros negocios.
—¿Y confiar el uno en el otro?
—No veo por qué no. Lo único que se ha interpuesto alguna vez entre nosotros ha sido Jack.
—¿De veras crees que las cosas son tan sencillas?
—Creo que tú puedes hacerlas así.
Boyd manipuló los cierres del maletín y abrió la tapa. Pete colocó el aparato sobre la mesa y pulsó la tecla de puesta en marcha. La cinta empezó a girar y Pete subió el volumen apenas lo suficiente para oírla por encima de la música de la máquina de discos.
Jack Kennedy decía: «Probablemente, Kemper Boyd es lo más parecido a eso, pero su presencia me pone un poco incómodo.»
Barb Jahelka preguntaba: «¿Quién es Kemper Boyd?»
Jack: «Un abogado del Departamento de Justicia.»
Jack: «Lo único que lamenta de veras es no ser un Kennedy.»
Jack: «Simplemente, estudió en la facultad de Derecho de Yale, se pegó a mí y…»
Boyd estaba temblando. Además de descuidado, Boyd se estaba volviendo bastante desequilibrado.
Jack: «Dejó a la mujer con la que estaba comprometido para conseguir mis favores.»
Jack: «Está viviendo alguna desabrida fantasía…»
Boyd descargó un puñetazo sobre la grabadora. Las bobinas se doblaron y se resquebrajaron.
Pete dejó que continuara golpeando hasta ensangrentarse las manos.
(Meridian, 13/5/62)
El avión tomó tierra coleando y rodó por la pista hasta detenerse. Kemper se apoyó en el respaldo del asiento que tenía delante.
Le palpitaba la cabeza. Le palpitaban las manos. Llevaba treinta y tantas horas sin dormir.
El copiloto apagó los motores y abrió la puerta de pasajeros. El sol y un aire húmedo entraron con fuerza en el aeroplano.
Kemper descendió del avión y anduvo hasta su coche. Las vendas de los dedos rezumaban sangre.
Pete lo había convencido para que no tomara represalias. Pete le había asegurado que Ward Littell había organizado el asunto desde el principio.
Condujo hasta el motel. Tras treinta y pico horas a base de alcohol y dexedrinas, la carretera se hizo borrosa.
El aparcamiento estaba lleno y dejó el coche en doble fila, junto al Chevrolet de Flash Elorde.
Se diría que el sol irradiaba el doble de calor de lo que debiera. Y Claire seguía exclamando «¡Papá, por favor!».
Entró en su habitación. La puerta se entreabrió ligeramente apenas la rozó.
Un hombre lo llevó adentro de un tirón. Un hombre le hizo doblar las piernas a patadas. Un hombre lo arrojó al suelo y lo esposó allí, tumbado boca abajo.
—Aquí hemos encontrado narcóticos —anunció un hombre.
—Y armas ilegales —añadió un hombre.
—Lenny Sands se suicidó anoche en Nueva York —dijo un hombre—. Alquiló una habitación de hotel barata, se cortó las venas y escribió «Soy homosexual» con sangre en la pared de la cabecera de la cama. El retrete y el lavabo estaban llenos de fragmentos de cinta quemada, conseguida evidentemente mediante un micrófono oculto instalado en la suite de la familia Kennedy en el hotel Carlyle.
Kemper pugnó por incorporarse. Un hombre le pisó la cara y lo obligó a quedarse quieto.
—Hace unas horas han visto a Sands revolviendo en la suite —dijo otro—. El departamento de Policía de Nueva York ha localizado un puesto de escuchas a unas puertas de distancia. El lugar estaba limpio de huellas dactilares y otros indicios y, como era de esperar, había sido alquilado bajo nombre supuesto. Pero los que se ocupaban de las escuchas se han dejado una gran cantidad de cintas en blanco.
—Tú dirigías la extorsión —dijo un hombre.
—Tenemos a tus cubanos y a ese francés, Guéry. No quieren hablar, pero de todos modos van a comerse una denuncia por posesión de armas —dijo un hombre.
—Es suficiente —dijo un hombre. Kemper reconoció su voz: el Fiscal General de Estados Unidos, Robert F. Kennedy.
Un hombre lo inmovilizó en una silla. Un hombre le quitó las esposas de una mano y cerró la argolla libre en torno a una pata de la cama. La habitación estaba llena de federales de confianza de Bobby: seis o siete hombres con trajes de verano baratos.
Los hombres salieron y cerraron la puerta tras ellos. Bobby se sentó en el borde de la cama.
—¡Maldito seas, Kemper! ¡Maldito seas por lo que has intentado hacerle a mi hermano!
Kemper carraspeó. La visión se le hizo confusa. Distinguía dos camas y dos Bobbys.
—Yo no he hecho nada. Sólo he intentado poner fin a la operación.
—No te creo. No creo que esa irrupción en el apartamento de Laura fuera otra cosa que un reconocimiento de culpabilidad.
Kemper puso una mueca de dolor. Las esposas le rozaban la muñeca hasta hacerla sangrar.
—Cree lo que quieras, condenado santurrón. Y dile a tu hermano que nadie lo ha querido nunca tanto y ha recibido tan poco de él.
—Tu hija, Claire, nos ha dado información de ti. —Bobby se acercó más a él—. Ha contado que has sido agente contratado de la CIA desde hace más de tres años y que la Agencia te dio instrucciones concretas de hacer llegar la propaganda anticastrista a mi hermano. Tu hija también ha contado que, según Lenny Sands, has intervenido en el soborno de figuras destacadas del hampa para conseguir su participación en actividades encubiertas de la CIA. He tomado en consideración todo esto y he llegado a la conclusión de que ciertas sospechas mías estaban bien fundadas. Creo que el señor Hoover te envió a espiar a mi familia y voy a pedirle cuentas por ello el día que mi hermano lo obligue a dimitir.
Kemper cerró los puños. Sus huesos dislocados se astillaron. Bobby se colocó al alcance de un escupitajo.
—Voy a cortar todos los vínculos entre la CIA y la mafia —continuó Bobby—. Voy a vetar la participación de la delincuencia organizada en el proyecto cubano. Voy a expulsarte del Departamento de Justicia y de la CIA. Voy a conseguir que te prohíban el ejercicio de la abogacía y voy a llevarte a juicio con tus amigos francocubanos por posesión de armas y de narcóticos.
Kemper se humedeció los labios y, mientras juntaba saliva, replicó:
—Si molestas a mis hombres o me llevas a juicio, lo explicaré todo. Largaré todo lo que conozco de tu asquerosa familia. Ensuciaré el nombre de los Kennedy con suficiente basura comprobable como para que la mancha resulte indeleble.
Bobby lo abofeteó.
Kemper le escupió en la cara.
DOCUMENTO ANEXO: 14/5/62. Transcripción literal de una llamada por un teléfono del FBI. Marcada: «Grabación a petición del Director. Reservada en exclusiva al Director.» Hablan el director, J. Edgar Hoover, y Ward J. Littell.
WJL: Buenos días, señor.
JEH: Buenos días. Y no es preciso que me pregunte si me he enterado, porque diría que sé más que usted de la historia.
WJL: Sí, señor.
JEH: Espero que Kemper tenga dinero ahorrado. Perder la licencia de abogado le tocará el bolsillo, y dudo de que un hombre de sus gustos pueda vivir holgadamente con una pensión del FBI.
WJL: Seguro que el Hermano Pequeño no presentará cargos criminales contra él.
JEH: Desde luego que no.
WJL: Kemper asumió la caída.
JEH: No haré comentarios sobre la ironía que eso implica.
WJL: Bien, señor.
JEH: ¿Ha hablado con él?
WJL: No, señor.
JEH: Tengo curiosidad por saber qué andará haciendo. Imaginar a Kemper C. Boyd actuando sin la cobertura de una agencia policial resulta casi impensable.
WJL: Creo que el señor Marcello le encontrará trabajo.
JEH: ¿Qué? ¿Como rascaespaldas de la Mafia?
WJL: Como provocador cubano, señor. Marcello ha mantenido su compromiso con la causa.
JEH: En ese caso, es un estúpido. Fidel Castro se mantendrá en el poder. Mis fuentes me han informado de que, muy probablemente, el Rey de las Tinieblas intentará normalizar las relaciones con él.
WJL: El Rey de las Tinieblas será un flojo si intenta entenderse con él a base de concesiones políticas. En eso opino como usted.
JEH: No trate de darme jabón. Quizá sea cierto que ha apostatado por los hermanos, pero sus convicciones políticas siguen siendo muy dudosas, Littell.
WJL: Aunque sea así, señor, no me doy por vencido. Voy a pensar otra cosa. Aún no me doy por vencido con el Rey.
JEH: ¡Bravo por usted! Pero haga el favor de tomar buena nota de que no deseo ser informado de sus planes.
WJL: Sí, señor.
JEH: ¿La señorita Jahelka ha reanudado su vida normal?
WJL: Lo hará dentro de poco, señor. De momento está de vacaciones en México con cierto amigo nuestro francocanadiense.
JEH: Espero que no procreen. Traerían al mundo una descendencia moralmente deficiente.
WJL: Sí, señor.
JEH: Buenos días, señor Littell.
WJL: Buenos días, señor.
DOCUMENTOS ANEXOS: Extractos de conversaciones intervenidas por el FBI en las fechas indicadas. Marcados: «Máximo secreto. Confidencial. A la atención exclusiva del Director» y «No revelar a personal del Departamento de Justicia ajeno al FBI».
Chicago, 10/6/62. Llamada desde el BL4-8869 (sastrería Celano’s) al AX-89600 (residencia de John Rosselli) (expediente del PDO número 902.5, oficina de Chicago). Hablan: John Rosselli y Sam Giancana, alias «Mo», «Momo» y «Mooney» (expediente número 480.2). Los interlocutores ya llevan cinco minutos conversando.
SG:… así que ese jodido Bobby lo ha descubierto por su cuenta.
JR: Lo cual, para ser sincero, no me sorprende.
SG: ¡Y nosotros le estábamos prestando ayuda, Johnny! Es cierto que era, sobre todo, una pura maniobra cosmética, pero lo fundamental, la jodida verdad del asunto, es que los estábamos ayudando a él y a su hermano.
JR: Sí, Mo. Nos portábamos bien con ellos. Los tratábamos bien. ¡Y ellos no hacían más que jodernos y jodernos y jodernos!
SG: Un jodido intento de extorsión ha pro…, pro… ¿Cómo es esa palabra que significa favorecer?
JR: Propiciar, Mo. Ésa es la palabra que buscas.
SG: Exacto. Un jodido intento de extorsión ha propiciado que Bobby lo descubriera. Se dice que en ese asunto estaban metidos Jimmy y Pete, el Francés. Alguien cometió un descuido y Lenny, el Judío, se suicidó.
JR: No se puede recriminar a Jimmy y a Pete que intentaran joder a los Kennedy.
SG: No, claro que no.
JR: Y resulta que Lenny era marica, ¿qué te parece?
SG: ¡Quién lo habría dicho!
JR: Lenny era judío, Mo. La raza judía tiene un porcentaje de homosexuales mayor que el de la raza blanca.
SG: Eso es verdad. Pero Heshie Ryskind no tiene nada de marica. A Heshie le habrán hecho sesenta mil mamadas…
JR: Heshie está enfermo, Mo. Enfermo de verdad.
SG: ¡Pues ojalá contagiara a los Kennedy! ¡A ellos y a Sinatra!
JR: Sinatra nos vendió una burra coja. Nos aseguró que tenía influencia con los hermanos.
SG: Frankie no nos ayudará en nada. El «Mata de pelo» le ha dado la patada y lo ha tachado de la lista de invitados de la Casa Blanca. Es inútil pedirle a Frank que abogue por nuestro caso ante los hermanos.
El resto de la conversación es irrelevante.
Cleveland, 4/8/62. Llamada desde el BR1-8771 (Sal’s River Lounge) al BR4-0811 (teléfono público del restaurante Bartolo’s). Hablan: John Michael (expediente número 180.4, oficina de Cleveland) y Daniel Versace, alias «Dan, el asno» (expediente número 206.9, oficina de Chicago). Los interlocutores ya llevan dieciséis minutos conversando.
DV: Los rumores no son más que rumores. Uno debe tomar en cuenta la fuente y sacar sus propias conclusiones.
JMD: ¿Te gustan los rumores, Danny?
DV: Ya sabes que sí. Ya sabes que disfruto de un buen rumor como el que más. Y que no me importa demasiado si es cierto o no.
JMD: Bien, Danny, tengo uno calentito.
DV: Pues déjate ya de tonterías y suéltalo de una vez.
JMD: El rumor dice que J. Edgar Hoover y Bobby Kennedy se detestan.
DV: ¿A eso llamas rumor?
JMD: Hay más.
CD: Eso espero. La disputa entre Hoover y Bobby ya es pan rancio.
JMD: Pues ahora se comenta que los hombres de la brigada de Bobby contra el hampa están delatando soplones. Y que Bobby no permitirá que Hoover se acerque a sus jodidos candidatos a testigos. Además, he oído que el maldito comité McClellan se dispone a iniciar de nuevo sus sesiones. El comité se dispone a lanzarse de nuevo sobre la Organización. Bobby está pensando en presentar a cierto informador principal. Se supone que, cuando empiecen las sesiones del comité, ese jodido será presentado como la atracción principal.
DV: He oído mejores rumores, Johnny.
JMD: Que te jodan.
DV: Yo prefiero los de tipo sexual. ¿No has oído ninguna buena historia de tipo sexual?
JMD: Que te jodan.
El resto de la conversación es irrelevante.
Nueva Orleans, 10/10/62. Llamada desde el KLA-0909 (teléfono público del bar Habana) al CR-88107 (teléfono público del motel Town & Country). Nota: el propietario de este motel es Carlos Marcello (sin expediente abierto en el PDO). Hablan: Leon Broussard (expediente número 88.6 del PDO, oficina de Nueva Orleans) y un hombre sin identificar (presumiblemente cubano). Los interlocutores ya llevan veintiún minutos de conversación.
LB: No deberías perder las esperanzas. No se ha perdido todo, amigo mío.
HSI: Pues yo diría que sí.
LB: No. Eso, simplemente, no es cierto. Sé positivamente que Tío Carlos sigue teniendo mucha fe.
HSI: Entonces es el único. Hace unos pocos años, muchos compatriotas suyos eran tan generosos como él ha seguido siéndolo. Es preocupante ver cómo tantos amigos generosos abandonan la causa.
LB: ¿Como el cabronazo de Jack Kennedy?
HSI: Sí. Su traición es el peor ejemplo. Sigue prohibiendo una segunda invasión.
LB: Así que el cabronazo no quiere saber nada, ¿eh? Te aseguro una cosa, amigo mío: Tío Carlos sí que está interesado.
HSI: Espero que tengas razón.
LB: Estoy seguro de tenerla. Sé de muy buena tinta que Tío Carlos está financiando una operación que podría hacer que salte en pedazos todo el plan cubano.
HSI: Ojalá eso sea cierto.
LB: Tío Carlos está financiando a unos hombres que se proponen matar a Castro. Tres tipos cubanos y un ex paracaidista francés. El jefe de ese grupo es un hombre que estuvo en la CIA y en el FBI. Según Tío Carlos, ese hombre estaría dispuesto a morir con tal de cumplir su objetivo.
HSI: Ojalá lo diga en serio. Verás, la Causa ha quedado muy dispersada. Ahora hay cientos de grupos de exiliados, unos financiados por la CIA y otros no. Me disgusta decirlo pero muchos de esos grupos están llenos de chiflados e indeseables. Creo necesaria la acción directa y, con tantas facciones dedicadas a objetivos contrapuestos, será difícil conseguirla.
LB: Lo primero que debería hacerse es cortarles las pelotas a los hermanos Kennedy. La Organización fue muy generosa con la Causa hasta que Bobby Kennedy se volvió loco y cortó todas las relaciones con nosotros.
HSI: Resulta difícil ser optimista en estos tiempos. Cuesta mucho no sentirse impotente.
El resto de la conversación es irrelevante.
Tampa, 16/10/62. Llamada desde el OL4-9777 (la casa de Robert Paolucci, «Bob el Gordo») (expediente del PDO número 19.3, oficina de Miami), al GL1-8041 (la casa de Thomas Richard Scavone) (expediente número 80, oficina de Miami). Hablan Paolucci y Scavone. Los interlocutores ya llevan treinta y ocho minutos de conversación.
RP: Sé que estás al corriente de la mayor parte de la historia.
TS: Bueno, ya sabes cómo son las cosas. Uno recoge un comentario aquí, una palabra allá. Lo que sé en concreto es que Mo y Santo no han hablado con sus contactos castristas desde el golpe.
RP: Y vaya golpe. Una quincena de muertos, joder. Según Santo, los tipos que lo hicieron debieron de llevar la lancha mar adentro y la hicieron estallar. Cien kilos, Tommy. ¿Imaginas cuánto se puede sacar vendiéndolos?
TS: Una pasta incalculable, Bobby. Incalculable, maldita sea.
RP: Y sigue por ahí, en alguna parte.
TS: Eso estaba pensando, precisamente.
RP: Cien kilos. Y los tiene alguien.
TS: He oído que Santo no se dará por vencido.
RP: Es verdad. Pete el Francés se cargó a ese Delsol, pero el cubano sólo era la punta del iceberg. He oído que Santo tiene a Pete husmeando por ahí; en plan informal, ya sabes. Los dos imaginan que detrás del golpe está algún grupo de exiliados hispanos chiflados y Pete el Franchute anda buscándolos.
TS: Yo he conocido a algunos de esos exiliados.
RP: Yo también. Están todos locos como cabras.
TS: ¿Sabes lo que no soporto de ellos?
RP: ¿Qué?
TS: Que se creen tan blancos como nosotros, los italianos.
El resto de la conversación es irrelevante.
Nueva Orleans, 19/10/62. Llamada desde el BR8-3408 (la casa de Leon Broussard (expediente número 88.6 del PDO, oficina de Nueva Orleans) a la suite 1411 del hotel Adolphus de Dallas, Tejas. (El registro del hotel indica que la suite estaba alquilada por Herschel Meyer Ryskind.) (Expediente número 887.8, oficina de Dallas.) Los interlocutores ya llevan tres minutos de conversación.
LB: Siempre has tenido auténtica pasión por las suites de hotel. Una suite y una buena mamada ha sido siempre tu idea del paraíso.
HR: No menciones el paraíso, Leon. Me produce dolor de próstata.
LB: Ya lo capto. Estás enfermo y no quieres pensar en el más allá.
HR: Exacto, Leon. Y te he llamado para charlar porque tú siempre has metido las narices en los asuntos de los demás y se me ha ocurrido que podrías contarme algún chisme de alguno de los muchachos que esté en peor trance que yo, para levantarme el ánimo.
LB: Lo intentaré, Hesh. Y, por cierto, Carlos te manda saludos.
HR: Empecemos por él. ¿En qué problemas se ha metido esta vez ese italiano chiflado?
LB: No se trata de nada reciente. Y también debo decir que el asunto de la deportación que pende sobre su cabeza lo está desquiciando.
HR: Que dé gracias a Dios por tener ese abogado.
LB: Sí, Littell. También trabaja para Jimmy Hoffa. Tío Carlos dice que odia tanto a los Kennedy que, probablemente, incluso se ofrecería a trabajar gratis.
HR: He oído que es una especie de maestro del papeleo. No hace más que retrasar la vista. Retrasarla y retrasarla y retrasarla…
LB: Tienes toda la razón. Tío Carlos dijo que su caso contra el servicio de Inmigración no se verá, probablemente, hasta finales del año que viene. Ese jodido Littell tiene agotados a los abogados del Departamento de Justicia.
HR: Entonces, ¿Carlos es optimista?
LB: Absolutamente. Y por lo que he oído, Jimmy también. Lo malo de los problemas de Jimmy es que tiene ochenta y seis mil jodidos grandes jurados persiguiéndolo. Y tengo la sensación de que, tarde o temprano, alguien conseguirá una condena, por muy buen abogado que sea ese Littell.
HR: Eso me hace feliz. Jimmy Hoffa es un tipo con problemas que se aproximan a los míos. ¿Imaginas que te mandan a Leavenworth y allí te da por el culo uno de esos negros?
LB: No es una perspectiva agradable.
HR: El cáncer tampoco lo es, cabronazo.
LB: Todos te apoyamos, Hesh. Estás en nuestras oraciones.
HR: ¡Al carajo vuestras oraciones! Y cuéntame algún chisme más. Ya sabes que te he llamado para eso.
LB: Bien.
HR: Bien, ¿qué? Leon, me debes dinero y sabes que voy a morir antes de cobrarlo. Dale a un viejo agonizante el consuelo de algún rumor que lo satisfaga.
LB: Está bien. He oído rumores…
HR: ¿Por ejemplo?
LB: Por ejemplo, que ese abogado, Littell, trabaja para Howard Hughes. Se dice que Hughes quiere comprar todos los casinos de Las Vegas y he oído —confidencialmente, Hesh, y lo digo en serio— que Sam G. se muere por encontrar el modo de participar en el asunto.
HR: ¿De lo cual Littell no sabe nada?
LB: Exacto.
HR: Me encanta esta jodida vida nuestra. Uno no se aburre nunca.
LB: Tienes absolutamente toda la razón. Piensa en los chismecitos que le llegan a uno en este mundillo nuestro.
HR: No quiero morirme, Leon. Toda esta mierda es demasiado buena como para renunciar a ella.
El resto de la conversación es irrelevante.
Chicago, 19/11/62. Llamada desde el BL4-8869 (sastrería Celano’s) al AX8-9600 (residencia de John Rosselli) (expediente del PDO número 902.5, oficina de Chicago). Hablan: John Rosselli y Sam Giancana, alias «Mo», «Momo» y «Mooney» (expediente número 480.2). Los interlocutores ya llevan dos minutos conversando.
JR: Sinatra no nos sirve de nada.
SG: De nada en absoluto.
JR: Los Kennedy ni siquiera responden a sus llamadas.
SG: Nadie odia más que yo a esos mamones irlandeses.
JR: Salvo Carlos y su abogado. Es como si Carlos supiera que tarde o temprano será deportado otra vez. Como si se viera de nuevo en El Salvador, quitándose espinas de cactus del culo.
SG: Carlos tiene sus problemas y yo, los míos. Los tipos de la brigada contra el hampa de Bobby están tocándome las pelotas como no han hecho nunca los federales de costumbre. Me gustaría coger un martillo y hundírselo en la cabeza a ese cabrón de Bobby.
JR: Y a su hermano.
SG: Sobre todo, a su hermano. Ese tipo no es más que un traidor disfrazado de héroe. No es más que un apaciguador de comunistas con piel de lobo. Su política consiste en hacer concesiones.
JR: Pero hizo retroceder a Kruschev, Mo. Eso debo reconocérselo. Kruschev retiró los malditos misiles.
SG: Eso es pura filfa. Es una maniobra de apaciguamiento bajo una cobertura edulcorada. Un tipo de la CIA me confió que Kennedy había cerrado un pacto colateral con Kruschev. El ruso retiró los misiles, es cierto. Pero mi amigo de la CIA me dijo que Kennedy tuvo que prometer que no habría más intentos de invadir Cuba. Piénsalo, Johnny. Recuerda nuestros casinos y diles adiós.
JR: Está previsto que Kennedy hable con unos supervivientes de Bahía de Cochinos en la Orange Bowl, en diciembre. Imagina las mentiras que les contará.
SG: Algún patriota cubano debería cargárselo. Algún patriota cubano a quien no le importara morir.
JR: He oído que Kemper Boyd está entrenando a algunos tipos así para matar a Castro.
SG: Kemper Boyd es un marica. Tiene la mirada en el objetivo equivocado. Castro no es más que un comedor de tacos con una buena verborrea. Kennedy es peor para el negocio de lo que ha sido nunca.
El resto de la conversación es irrelevante.
DOCUMENTO ANEXO: 20/11/62. Subtitular del Des Moines Register:
HOFFA RECHAZA LAS ACUSACIONES DE SOBORNO
DOCUMENTO ANEXO: 17/12/62. Titular del Cleveland Plain Dealer:
HOFFA, ABSUELTO EN EL CASO TEST FLEET
DOCUMENTO ANEXO: 12/1/63. Subtitular del Los Angeles Times:
HOFFA, BAJO INVESTIGACIÓN POR SOBORNO DEL JURADO EN EL CASO TEST FLEET
DOCUMENTO ANEXO: 10/5/63. Titular y subtitular del Dallas Morning News:
HOFFA, PROCESADO
EL DIRIGENTE SINDICAL, ACUSADO DE INTENTO DE SOBORNO DEL JURADO
DOCUMENTO ANEXO: 25/6/63. Titular y subtitular del Chicago Sun-Times:
HOFFA, ASEDIADO
EL JEFE SINDICAL, PROCESADO EN CHICAGO POR DIVERSAS ACUSACIONES DE FRAUDE
DOCUMENTO ANEXO: 29/7/63. Grabación de una intervención telefónica del FBI. Marcada: «Máximo secreto. Confidencial. A la atención exclusiva del Director» y «No revelar a personal del Departamento de Justicia ajeno al FBI».
Chicago, 28/7/63. Llamada desde el BL4-8869 (sastrería Celano’s) al AX8-9600 (residencia de John Rosselli) (expediente del PDL número 902.5, oficina de Chicago). Hablan: John Rosselli y Sam Giancana, alias «Mo», «Momo» y «Mooney» (expediente número 480.2). Los interlocutores ya llevan diecisiete minutos conversando.
SG: Estoy absolutamente harto de todo esto.
JR: Ya te oigo, Sammy.
SG: El FBI me ha puesto bajo vigilancia permanente. Bobby pasó por encima de Hoover para dar la orden. ¡Estoy en el maldito campo de golf y no dejo de ver a esos jodidos agentes especiales entre hoyo y hoyo! ¡Si casi aseguraría que han puesto micrófonos en las jodidas trampas de arena!
JR: Te escucho, Mo.
SG: ¡Absolutamente harto! Igual que Jimmy. Y que Carlos. Y que todo el mundo con quien hablo.
JR: Jimmy está a punto de caer, lo presiento. También he oído que Bobby ha encontrado un soplón importante. No conozco más detalles, pero…
SG: Yo, sí. Se llama Joe Valachi y era un hombre de Vito Genovese. Estaba en Atlanta, cumpliendo entre diez años y perpetua por narcóticos.
JR: Creo que lo vi en una ocasión.
SG: Todos los que están en el mundo han visto a todos los demás alguna vez por lo menos.
JR: Es cierto.
SG: Como decía antes de que me interrumpieras, Valachi estaba en Atlanta. Allí se salió de sus casillas y mató a otro preso porque pensó que don Vito lo había enviado a liquidarlo. Estaba equivocado pero, después de eso, Genovese sí que extendió un contrato contra él, porque el tipo al que había matado Valachi era un buen amigo suyo.
JR: Ese Valachi es un estúpido integral.
SG: También es un estúpido asustado. Suplicó acogerse a la custodia federal y Bobby se lo quitó de las manos a Hoover. Han cerrado un trato: Valachi consigue protección de por vida a cambio de delatar a la Organización en masa. Se dice que Bobby lo presentará ante el maldito comité McClellan, recién resucitado, más o menos en septiembre.
JR: ¡Oh, mierda! Eso es jodido, Mo…
SG: Peor que jodido. Probablemente, es lo peor que le ha sucedido nunca a la Organización. Valachi ha sido uno de los nuestros durante cuarenta años. ¿Sabes lo que llega a saber?
JR: ¡Oh, mierda!
SG: Deja de decir, «oh, mierda», imbécil.
El resto de la conversación es irrelevante.
DOCUMENTO ANEXO: 10/9/63. Nota personal de Ward J. Littell a Howard Hughes.
Apreciado señor Hughes:
Tenga la bondad de considerar la presente una petición profesional oficial, planteada sólo como último recurso. Espero que mis cinco meses a su servicio lo habrán convencido de que jamás me saltaría los cauces establecidos para formular esta solicitud si no lo considerara absolutamente vital para sus intereses.
Necesito 250.000 dólares. Este dinero será destinado a circunvenir procedimientos oficiales y a garantizar la continuidad del señor J. Edgar Hoover en el cargo de director del FBI.
Considero que la continuidad del director Hoover es fundamental para nuestros proyectos en Las Vegas. Haga el favor de comunicarme su decisión lo antes posible. Y le ruego guarde la más estricta reserva sobre esta comunicación.
Respetuosamente,
Ward J. Littell
DOCUMENTO ANEXO: 12/9/63. Nota personal de Howard Hughes a Ward J. Littell.
Apreciado Ward:
Su plan, aunque expuesto de forma ambigua, me ha impresionado por su sensatez. Recibirá la suma que ha solicitado. Por favor, justifique el gasto con resultados a la mayor brevedad posible.
Suyo,
Howard