72

(Miami, 20/12/61)

Los tipos de la Agencia llamaban al lugar «la universidad del bronceado». Chicas con pantalones cortos y el ombligo al aire, a sólo cinco días de Navidad. Increíble.

Pete el Grandullón busca una mujer. Preferiblemente, con experiencia en extorsiones, aunque no es imprescin…

—¿Me estás escuchando? —dijo Boyd.

—Te escucho y observo —asintió Pete—. Es una visita interesante, pero me impresionan más esas chicas que el complejo JM/Wave.

Atajaron entre edificios. La estación de operaciones estaba contigua al gimnasio femenino.

—Pete, ¿estás…?

Bondurant no le dejó terminar.

—Decías que Fulo y Néstor podrían llevar el negocio por sí solos. Decías que Lockhart había renunciado a la condición de contratado para fundar su propia agrupación del Klan en Misisipí y convertirse en confidente de los federales. Chuck ocupa su puesto en Blessington y mi nuevo trabajo consiste en hacer llegar armas a Guy Banister, en Nueva Orleans. Lockhart tiene algunos contactos que puedo sondear, y Guy está tanteando a un tipo llamado Joe Milteer, que está relacionado con miembros de grupos extremistas como la Sociedad John Birch y los Minutemen. Esos tipos tienen mucho dinero para armas y Milteer dejará una parte en la central de taxis.

Llegaron a un paseo umbrío y tomaron asiento en un banco a resguardo del sol. Pete estiró las piernas y contempló el gimnasio.

—Para ser un oyente aburrido, tienes buena retentiva.

—JM/Wave y el plan Mangosta son un tostón —dijo Pete tras un bostezo—. El hostigamiento costero, el tráfico de armas y el control de grupos de exiliados son una sosería.

Boyd se sentó a horcajadas en el banco. Dos bancos más allá, unas universitarias confraternizaban con unos cubanos excitados.

—Dime, pues, cuál sería tu plan de acción ideal.

—Tenemos que liquidar a Fidel —respondió Pete y encendió un cigarrillo—. Yo estoy a favor de hacerlo, tú también lo estás y los únicos que no apoyan esa solución son tus amigos, Jack y Bobby.

—Empiezo a pensar que deberíamos hacerlo a pesar de todo —dijo Boyd con una sonrisa—. Si podemos encontrar un primo que se lleve las tortas, es probable que no haya modo de relacionarnos, a nosotros o a la Agencia, con el golpe.

—Jack y Bobby imaginarían, simplemente, que habían tenido suerte.

Boyd asintió.

—Yo comentaría el tema con Santo.

—Ya lo he hecho.

—¿Y le ha gustado la idea?

—Sí. Y él la ha comentado con Johnny Rosselli y con Sam G. y los dos han dicho que querían participar.

Boyd se frotó la clavícula.

—¿Y sólo con eso has conseguido su colaboración? —preguntó.

—No, exactamente. A todos les gusta la idea, pero me parece que necesitarán algo más convincente.

—Quizá deberíamos contratar a Ward Littell para que argumente nuestra propuesta. Desde luego, Ward es el tipo más convincente del momento.

—¿Cómo dices eso? ¿Acaso aprecias cómo se ha burlado de Carlos y de Jimmy?

—¿Tú no?

Pete exhaló unos aros de humo.

—Aprecio una buena reaparición como el que más —dijo—, pero lo de Littell me parece demasiado. Y tú sonríes porque, por fin, tu hermanito tierno ha empezado, por fin, a actuar con cierta competencia.

Unas universitarias pasaron cerca de ellos. Pete el Grandullón busca una…

—Ahora está de nuestra parte, ¿recuerdas? —apuntó Boyd.

—Sí. Y recuerdo que tu amigo Jack también lo estaba.

—Todavía lo está. Y sigue prestando oído, sobre todo a los consejos de Bobby. Y el Hermano Pequeño es más favorable a la Causa cada día que pasa.

Pete continuó formando bonitos aros de humo concéntricos.

—Es una noticia estupenda. Eso quizá signifique que no empezaremos a tocar nuestro porcentaje de los casinos hasta que el jodido Bobby en persona sea elegido presidente.

Boyd parecía distraído. Podía ser un efecto secundario del tiroteo; a veces, los traumas le sobrevenían a uno tiempo después de la experiencia.

—Kemper, ¿oyes lo que te…?

—Estás expresando un sentimiento general contra los Kennedy —le interrumpió Boyd—. Estabas a punto de despacharte contra el Presidente, aunque éste sigue siendo nuestra mejor baza para conseguir el dinero del casino, aunque la causa principal del desastre de Bahía de Cochinos fue la falta de preparación general de la CIA, y no la cobardía de Kennedy.

Pete dio una palmada sobre el banco y subió el tono de voz.

—Debería haber sabido que no debía meterme con tus chicos.

—Es «el chico». En singular.

—Está bien, joder, lo siento. Aunque sigo sin ver qué tiene de emocionante dar tanto jabón al Presidente de Estados Unidos.

—Pues, por ejemplo, las misiones que le encomienda a uno —dijo Boyd con una sonrisa.

—¿Como eso de proteger negros en Meridian, Misisipí?

—Ahora tengo sangre negra. La transfusión que me pusieron en el Saint Augustine’s era de un tipo de color.

—¡Lo que tienes es complejo de gran bwana blanco! —replicó Pete con una carcajada—. Tienes a tus morenos y a tus hispanos y se te ha metido en la cabeza esa loca idea de que eres su aristócrata sureño salvador.

—¿Has terminado? —preguntó Boyd.

—Sí, he terminado. —Pete apartó la mirada de una morena alta.

—¿Te apetece comentar racionalmente un plan para liquidar a Fidel?

Pete apagó el cigarrillo contra un árbol.

—Mi único comentario racional es éste: encarguémoslo a Néstor.

—Sí, pensaba en Néstor y dos tiradores de apoyo disponibles.

—¿Dónde los buscamos?

—Miremos por ahí. Tú recluta dos equipos de dos hombres; yo reclutaré uno. Que Néstor vaya con los finalistas, sean los que sean.

—Pongámonos en marcha —asintió Pete.

Dougie Frank Lockhart tenía sobre aviso a la extrema derecha sureña. Quienes buscaran armas ya sabían a quién llamar: a Dougie, el pelirrojo de Puckett, Misisipí.

Santo y Carlos aflojaron cincuenta de los grandes cada uno. Pete cogió la bolsa y salió de compras.

Dougie Frank hizo de intermediario por una comisión del cinco por ciento. Consiguió rifles A-1 de segunda mano sacados de los círculos racistas. Lockhart conocía su trabajo y sabía que la derecha de los estados del Sur estaba reconsiderando sus necesidades armamentísticas.

La «Amenaza Comunista» había obligado a hacer acopio de armamento semipesado. Ametralladoras, morteros y granadas formaban parte de la lista. Pero últimamente los negros buscalíos eclipsaban aquella Amenaza Roja… y con ellos eran más eficaces las armas de pequeño calibre.

El Sur Profundo era un gran mercado de ocasión totalmente desquiciado.

Pete cambió bazookas sin estrenar por pistolas viejas. Compró metralletas Thompson en buen estado a cincuenta pavos la pieza. Y suministró medio millón de piezas de munición a seis campamentos.

Sus proveedores fueron múltiples grupos de extrema derecha: los Minutemen, el Partido Nacional de los Derechos de los Estados, el Partido del Renacimiento Nacional, los Caballeros Exaltados del Ku Klux Klan, los Caballeros Reales del Ku Klux Klan, los Caballeros Imperiales del Ku Klux Klan y la Klarion Klan Koalition for the New Konfederacy. Él, a su vez, aprovisionó a seis campamentos de exiliados, llenos de tiradores de apoyo disponibles.

Pete pasó tres semanas comprando armas. En ese plazo realizó cinco viajes entre Miami y Nueva Orleans.

Los cincuenta mil se evaporaron. Heshie Ryskind puso veinte mil más. Heshie estaba asustado: los médicos le habían diagnosticado un cáncer de pulmón.

Heshie organizó una gira de espectáculos por los campamentos para quitarse de la cabeza la obsesión por la enfermedad. Incorporó al espectáculo a Jack Ruby y sus bailarinas y a Dick Contino y su acordeón.

Las bailarinas hicieron su strip-tease y se dedicaron a retozar con los reclutas del exilio. Heshie pagó mamadas a campamentos enteros. Dick Contino, entretanto, tocó Lady of Spain unas seis mil veces.

Durante la velada en el campamento del lago Pontchartrain hizo acto de presencia Jimmy Hoffa. Jimmy se dedicó a despotricar, insultar y vilipendiar a los Kennedy.

Joe Milteer se sumó al grupo cerca de Mobile. Sin que nadie se lo pidiera, Milteer donó diez de los grandes al fondo para armas.

Guy Banister calificó de «inofensivo» al viejo Joe. Lockhart dijo que a Joe le encantaba pegar fuego a las iglesias de negros.

Pete entrevistó a los candidatos a tirador de apoyo para el atentado contra Fidel y estableció su criterio mediante dos simples preguntas:

¿Eres un tirador experto?

¿Estarías dispuesto a dar la vida por proporcionar a Néstor Chasco la ocasión de disparar contra Fidel?

Entrevistó a un centenar de cubanos, por lo menos. Cuatro de ellos pasaron la selección.

CHINO CROMAJOR:

Superviviente de Bahía de Cochinos. Dispuesto a hacer volar a Castro con una bomba que escondería en el culo, a salvo de cacheos.

RAFAEL HERNÁNDEZ-BROWN:

Fabricante de habanos y pistolero. Dispuesto a ofrecerle al Barbas una panatela envenenada y a morir ahumado con el hombre que le arrebató sus campos de tabaco.

CÉSAR RAMOS:

Ex cocinero del ejército cubano. Dispuesto a preparar un cochinillo explosivo y a morir en la Última Cena de Castro.

WALTER «JUANITA» CHACÓN:

Reinona sádica. Dispuesta a dar por el culo a Fidel y a correrse en mitad del fuego cruzado de los exiliados.

Pete envió una nota a Kemper Boyd:

Supera a mis tiradores… si es que puedes.

73

(Meridian, 11/1/62)

Kemper aspiró la mezcla de heroína y cocaína. Llevaba la cuenta con precisión: era la decimosexta vez que probaba la droga. La toma número doce desde que el doctor le había retirado la medicación, lo cual representaba un promedio de 1,3 «pelotazos» al mes. En absoluto podía considerarse una adicción.

La cabeza le daba vueltas y el cerebro trabajaba a toda prisa. Hasta la zarrapastrosa habitación del motel Seminole resultaba casi armoniosa y bonita.

Programa: ir a ver a ese predicador negro que estaba reuniendo un grupo de denunciantes de violaciones del derecho a voto.

Programa: encuentro con Dougie Frank Lockhart, que tiene a dos candidatos preparados para entrevistarlos.

La droga surtió todo su efecto.

La clavícula dejó de dolerle. Los clavos que la mantenían junta encajaron con limpieza.

Kemper se sonó la nariz y el retrato colocado sobre el escritorio reflejó un resplandor mortecino.

Era de Jack Kennedy, fotografiado antes de Cochinos. La dedicatoria, post Cochinos, decía: «A Kemper Boyd. Creo que los dos hemos recibido algún balazo últimamente.»

La dosis número dieciséis era de alto octanaje. La sonrisa de Jack era también de alta volatilidad; el doctor le había inyectado antes de la sesión fotográfica.

Jack tenía un aire joven e invencible. Los nueve meses transcurridos le habían borrado gran parte de esa estampa. La culpa era del fiasco de Bahía de Cochinos. Jack maduró en el cargo tras una marejada de protestas. Jack se echó la culpa a sí mismo… y a la Agencia. Despidió a Allen Dulles y a Dick Bissell y declaró que «rompería la CIA en mil pedazos».

Jack odiaba a la CIA, pero su hermano no. Bobby últimamente detestaba a Fidel Castro tanto como a Hoffa o a la Mafia.

La etapa postmortem de Bahía de Cochinos se prolongó dolorosamente y Kemper actuó como doble agente, presentando a Bobby a un montón de exiliados limpios de antecedentes, la clase de gente sin vinculaciones delictivas que en Langley querían que viera Kennedy.

El Grupo de Estudio calificó la invasión de «quijotesca», «infra-dotada» y «basada en datos de espionaje engañosos».

Kemper estuvo de acuerdo. Los de Langley, no.

En Langley lo consideraron un apologista de los Kennedy. Lo consideraron de poco fiar en el terreno político.

John Stanton se lo contó y Kemper, en silencio, estuvo de acuerdo con la valoración.

De palabra, asintió: así es, el JM/Wave resultará efectivo.

En silencio, discrepó. Urgió a Bobby a asesinar a Fidel Castro, pero Bobby rechazó la idea. Dijo que sería una conducta demasiado gangsteril y demasiado contraria a la política Kennedy.

Bobby era un intimidador con profundas convicciones morales.

Sus principios y sus normas de conducta resultaban a menudo difíciles de valorar.

Bobby el intimidador estableció brigadas antiextorsión en diez grandes ciudades. Su único objetivo era reclutar informadores sobre el crimen organizado. El gesto enfureció al señor Hoover. Los luchadores independientes contra la mafia podían robarle la escena al Programa contra la Delincuencia Organizada.

Bobby el intimidador no soporta a J. Edgar el intimidador. Y J. Edgar le corresponde con idéntica aversión.

Era una rivalidad sin precedentes; el Departamento de Justicia estaba en ebullición como consecuencia de su mutua inquina.

Hoover ordenó una serie de retrasos protocolarios. Bobby zarandeó la autonomía del FBI. Guy Banister dijo que Hoover seguía efectuando escuchas secretas ilegales en locales de la mafia de costa a costa.

Bobby no tenía la menor sospecha. El señor Hoover sabía guardar los secretos.

Igual que Ward Littell. El mejor secreto de Ward era el de los tejemanejes de Joe Kennedy con el fondo de pensiones del sindicato de Transportistas.

Joe había sufrido una apoplejía casi fatal a finales del año anterior. Claire dijo que el ataque había causado «desolación» a Laura, quien había intentado ponerse en contacto con su padre. Bobby lo había impedido. El trato de los tres millones de dólares era vinculante y permanente.

Claire se graduó en Tulane con la máxima calificación. La facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York admitió su ingreso. Claire se trasladó a Nueva York y alquiló un apartamento cerca de Laura.

Laura apenas mencionaba a Kemper. Cuando Claire le contó que su padre había resultado herido en Miami por una bala perdida, Laura comentó: «¿Kemper? ¿Una bala perdida? Imposible.»

Claire, en cambio, había dado crédito a su chirriante versión del tiroteo y había salido disparada hacia el Saint Augustine’s en el mismo instante en que el médico la llamó.

Claire le contó a Kemper que Laura tenía un nuevo novio. Un tipo agradable, según ella.

Claire le contó que había conocido al «novio agradable» de Laura. Se llamaba Lenny Sands.

Lenny había desoído su orden y había reanudado el contacto con Laura. Lenny siempre hacía las cosas de forma indirecta: el artículo de Hush-Hush sobre Bahía de Cochinos estaba lleno de insinuaciones y dobles sentidos.

A Kemper no le importaba lo que hiciera. Lenny era extorsionable y hacía mucho tiempo que había desaparecido de su vida.

Lenny desenterró basura para Howard Hughes. Divulgó ciertos secretos y silenció otros. Lenny poseía pruebas circunstanciales de hasta qué punto la había cagado Kemper Boyd en abril de 1961.

Kemper esnifó otro speedball.

El corazón se le aceleró. La clavícula quedó insensible. Recordó que el último mes de mayo había compensado el abril anterior.

Bobby le ordenó seguir una columna de la Marcha de la Libertad.

—Limítate a observar —le dijo—, y si la gente del Klan o quien sea se pone violento, pide ayuda. Recuerda que todavía estás convaleciente.

Kemper los observó desde más cerca que los reporteros y que los equipos de cámaras.

Vio a los activistas de los derechos civiles abordar autobuses y los siguió. Por las ventanillas abiertas surgían himnos religiosos a voz en cuello.

Tras los autobuses venían los reventadores, con música «dixie» a tope en la radio de los coches. Ahuyentó a algunos lanzadores de piedras con el brazo del arma todavía en cabestrillo.

Hizo un alto en Anniston. Unos palurdos agresivos le pincharon los neumáticos. Una manifestación de blancos irrumpió en la estación y expulsó del pueblo uno de los Autobuses de la Libertad.

Kemper alquiló un viejo Chevrolet y salió tras los expulsados. Tomó la Autovía 78 y observó unos disturbios. El autobús había sido incendiado y los policías, los defensores de las libertades y los reventadores estaban enzarzados en una pelea junto a la carretera.

Vio a una chica negra que apagaba a palmadas las llamas de sus trenzas. Vio al artista de la antorcha sacar el envoltorio de una goma. Kemper lo sacó de la carretera y lo golpeó con la pistola hasta dejarlo medio muerto.

De vez en cuando tomo unas dosis. Sólo para ayudarme a tener las cosas claras.

—… y lo mejor de mi propuesta es que no tendrán que testificar en una vista pública. Los jueces federales leerán sus declaraciones y mis manifestaciones adjuntas y procederán a partir de ahí. Si alguno de ustedes es llamado a testificar será en sesión cerrada, sin la presencia de periodistas, del abogado de la parte contraria, ni de funcionarios de la Policía local.

En la iglesia, pequeña y bonita, sólo quedaba sitio de pie. El predicador había reunido a sesenta y tantas personas.

—¿Preguntas? —dijo Kemper.

—¿De dónde viene usted? —preguntó un hombre.

—¿Qué protección tendremos? —dijo una mujer con voz aguda.

Kemper se inclinó sobre la barandilla del púlpito.

—Soy de Nashville, Tennessee. Quizá recuerden que allí tuvimos algunos boicots y sentadas en 1960 y que hemos dado grandes pasos hacia la integración con un mínimo derramamiento de sangre. Me doy cuenta de que Misisipí está mucho menos civilizado que mi estado natal y, en lo que se refiere a protección, sólo puedo decirles que cuando vayan a registrarse para votar, tendrán de su parte el número. Cuanta más gente presente declaraciones, mejor. Cuanta más gente se registre y vote, mejor. No digo que ciertos elementos encajen por las buenas su presencia en las urnas, pero cuanto mayor sea el número de ustedes que vote, más posibilidades tendrán de elegir funcionarios locales que mantengan a raya a tales elementos.

—Ahí fuera tenemos un bonito cementerio —indicó un hombre—. Lo que pasa es que nadie quiere trasladarse allí antes de tiempo.

—No se puede esperar que, de repente, la ley de por aquí se ponga de nuestra parte —añadió una mujer.

Kemper sonrió. Dos tomas de la mezcla de polvos y un almuerzo a base de dos martinis hacían que la iglesia refulgiera.

—Por lo que hace a cementerios, ése de ustedes está entre los más bonitos que he visto nunca, pero ninguno de nosotros quiere visitarlo hasta el año 2000, si puede ser. ¡Y por lo que se refiere a la protección, sólo puedo decir que el presidente Kennedy protegió debidamente a los Marchadores de la Libertad el año pasado y que si esa basura blanca, esos palurdos racistas, se presentan para privarles por la fuerza de los derechos civiles que Dios les ha otorgado, el Gobierno federal afrontará el desafío con una fuerza superior, porque vuestra voluntad de libertad no será derrotada, porque es bueno y justo y verdadero, porque ustedes tienen de su parte la fuerza de la bondad, del honor y de la rectitud inquebrantable!

Los feligreses se pusieron en pie y aplaudieron.

—… es lo que se llama un trato amistoso. Tengo mi propio capítulo de los Caballeros Reales del Klan, que es básicamente una franquicia del FBI, y lo único que tengo que hacer es aguzar el oído y delatar a los Caballeros Exaltados y a los Caballeros Imperiales por fraude postal, que es el único asunto del Klan que le importa realmente al señor Hoover. Tengo mis propios informadores subcontratados en ambos grupos y les pago de mi estipendio del FBI, lo cual ayuda a consolidar el poder de mi propio grupo.

La cabaña apestaba a calcetines usados y a humo rancio de marihuana. Dougie Frank llevaba una camiseta del Klan y unos Levi’s. Kemper aplastó una mosca posada en su silla.

—¿Qué hay de los tiradores que mencionaste?

—Ya están aquí. Han parado en mi casa porque los moteles de por aquí no hacen distingos entre cubanos y negros. Pero tú, naturalmente, estás intentando cambiar todo eso.

—¿Dónde están ahora?

—Tengo una galería de tiro al final de la calle. Están allí con algunos de mis Reales. ¿Quieres una cerveza?

—¿Qué me dices de un dry martini?

—Por aquí no hay de eso. Y el hombre que pide uno queda retratado como un agitador federal.

—Tengo a un camarero del Skyline Lounge de mi parte.

—Debe de ser judío. O gay.

Kemper cargó un poco el acento y masculló.

—Hijo, estás agotando mi paciencia.

Lockhart pestañeó.

—Bien… Mierda, entonces debes saber que he tenido noticia de que Pete encontró a sus cuatro muchachos. Guy Banister dice que a ti te faltan dos, lo cual no me sorprende, dado el trabajo de integración que has estado desarrollando.

—Háblame de los tiradores. Limita tus comentarios marginales y ve al grano.

Lockhart echó la silla hacia atrás. Kemper deslizó la suya más cerca de él.

—Bien, esto…, ha sido Banister quien me los ha enviado. Robaron una lancha rápida en Cuba y encallaron frente a la costa de Alabama. Allí atracaron algunas gasolineras y licorerías y renovaron una vieja amistad con ese tipo medio francés, Laurent Guéry, quien les dijo que llamaran a Guy para participar en algún trabajo contra Fidel.

—¿Y?

—Verás, incluso Guy los encontró demasiado chiflados para su gusto, y eso que los gustos de Guy resultan demasiado alocados para casi todo el mundo. Decidió enviarme a esos tipos, pero yo los necesitaba tanto como un perro las pulgas.

Kemper se acercó más. Lockhart echó la silla hacia atrás hasta tocar la pared.

—Boyd, me estás achuchando más de lo que estoy acostumbrado.

—Háblame de los cubanos.

—Joder, pensaba que éramos amigos.

—Lo somos. Pero háblame de los cubanos.

Lockhart deslizó la silla a lo largo de la pared.

—Se llaman Flash Elorde y Juan Canestel. «Flash» no es el nombre auténtico de ese Elorde. Lo adoptó porque existe un famoso boxeador hispano con mismo apellido que utiliza ese apodo.

—¿Y?

—Los dos están más locos que las cabras, y son feroces enemigos de Fidel. Flash se ocupaba de un negocio de trata de blancas en La Habana y Juan es ese violador que fue castrado por la policía secreta de Castro por haber violado a unas trescientas mujeres entre los años 1959 y 1961.

—¿Y están dispuestos a morir por una Cuba libre?

—Mierda, sí. Flash dice que, con la vida que ha llevado, cada día que despierta vivo es un milagro.

—Tú también deberías adoptar esa filosofía, Dougie —comentó Kemper con una sonrisa.

—¿Qué significa eso?

—Significa que en las afueras de Meridian hay una bonita iglesia de negros. Se llama la Primera Baptista de Pentecostés y tiene al lado un hermoso cementerio cubierto de musgo.

Lockhart se tapó uno de los orificios nasales y se sonó el otro apuntando al suelo.

—¿Y qué? ¿Qué eres ahora, un jodido entusiasta de las iglesias de negros?

Kemper recurrió a su pausado deje sureño para expresar una advertencia.

—Di a tus muchachos que no toquen esa iglesia.

—Joder, Boyd, ¿qué esperas que responda a una cosa así un hombre blanco que se respete a sí mismo?

—Responde, «Sí, señor, señor Boyd».

Lockhart farfulló algo entre dientes. Kemper empezó a tararear We Shall Overcome.

Lockhart abrió la boca.

—Sí, señor, señor Boyd.

Flash lucía un corte de pelo a lo indio mohicano. Juan, un gran paquete testicular: pañuelos o retales de tela enrollados llenaban el espacio que antes ocupaban sus pelotas.

La galería de tiro era un solar desocupado, contiguo a un aparcamiento de camiones.

Unos hombres del Klan en uniforme de gala disparaban contra latas y tomaban tragos de cerveza y Jack Daniel’s.

Sólo acertaban una lata cada cuatro disparos a treinta metros. Bajo la luz de la tarde ya avanzada y empleando viejos M-1, Flash y Juan hicieron diana en todos sus disparos, al doble de distancia. Unos fusiles mejores y unas miras telescópicas los harían infalibles.

Dougie Frank se dedicó a sus cosas. Kemper observó la sesión de tiro de los cubanos. Flash y Juan se desnudaron de cintura para arriba y emplearon las camisas para ahuyentar a los mosquitos. Los dos hombres mostraban cicatrices de torturas en todo el cuerpo.

Kemper lanzó un silbido e hizo una señal a Lockhart: envíamelos ahora mismo. Dougie Frank fue a buscarlos. Kemper se apoyó contra una vieja Ford de media tonelada, cuya caja estaba cargada hasta los topes de botellas y armas.

Los hombres se acercaron y Kemper se mostró agradable y cordial. Todos se cruzaron sonrisas e inclinaciones de cabeza, seguidas de apretones de manos. Flash y Juan se pusieron la camisa en una muestra de respeto al gran bwana blanco. Kemper puso fin a las muestras de cortesía.

—Me llamo Boyd. Vengo a ofrecerles una misión.

Sí, trabajo —dijo Flash en español—. ¿Quién es…?

Juan le indicó que callara.

—¿Qué clase de misión? —preguntó.

Kemper probó a chapurrear un poco de español.

Trabajo muy importante. Para matar gran puto Fidel Castro.

Flash empezó a dar brincos. Juan lo agarró y lo forzó a dominarse.

—Esto no será una broma, ¿verdad, señor Boyd?

—¿Cuánto hará falta para convenceros?

Kemper sacó un fajo de billetes. De inmediato, los dos cubanos se acercaron más a él y Kemper enseñó un abanico de billetes de cien.

—Detesto a Fidel como el primero de los patriotas cubanos —aseguró—. Pregunten por mí al señor Banister y a ese amigo de ustedes, Laurent Guéry. Les pagaré de mi propio bolsillo hasta que lleguen los fondos de nuestros financiadores y, si tenemos éxito y eliminamos a Castro, les garantizo una prima suculenta.

El dinero los tenía hipnotizados. Kemper avivó aún más su interés. Cogió los billetes de cien dólares y entregó uno a Flash y otro a Juan. Uno a Flash y otro a Juan, uno a Flash…

Canestel cerró el puño en torno a los billetes.

—Creemos en su palabra —murmuró.

Kemper cogió una botella de la furgoneta. Flash marcó un ritmo de mambo dando unos golpes en el parachoques trasero.

—¡Guardad unos tragos para nosotros los blancos! —gritó uno de los tipos del Klan.

Kemper apuró un trago. Flash, otro. Juan engulló media botella sin respirar.

La hora del cóctel dio paso a la hora de conocerse.

Kemper compró ropa a los dos cubanos y éstos sacaron sus cosas de casa de Lockhart.

Kemper llamó a su agente en Nueva York y le ordenó que vendiera unas acciones y le enviara cinco mil dólares. El hombre preguntó por qué y Kemper le dijo que había contratado a unos ayudantes.

Flash y Juan necesitaban un alojamiento. Kemper habló con el tipo de recepción que se había mostrado amistoso con él y le pidió que revisara su política de SÓLO BLANCOS.

El tipo accedió y los dos cubanos se instalaron en el motel Seminole. Kemper llamó a Pete a Nueva Orleans para proponerle una demostración de los candidatos a cargarse a Fidel.

Discutieron el plan de acción.

Kemper estableció el presupuesto en cincuenta de los grandes por tirador y doscientos para cubrir los gastos generales. Pete sugirió una indemnización de diez de los grandes para cada tirador rechazado. Kemper accedió.

Pete propuso celebrar la reunión en Blessington. Santo podía alojar a Sam G. y a Johnny en el motel Breakers. Kemper asintió.

—Necesitamos un hispano que sea cabeza de turco —dijo Pete—. Un hombre que no tenga relación con la CIA ni con nuestro grupo de elite.

—Lo buscaremos —aseguró Kemper.

—Mis muchachos son más valientes que los tuyos —dijo Pete.

—Seguro que no —replicó Boyd.

A Flash y a Juan les apetecía una copa. Kemper los llevó al Skyline Lounge. El camarero dijo: «No son blancos.» Kemper le pasó veinte dólares. «Ya lo son», dijo el camarero.

Kemper tomó varios Martini. Juan, I.W. Harper. Flash tomó ron Myers’s con Coca-Cola.

Flash hablaba en español. Juan traducía. Kemper aprendió los rudimentos de la trata de blancas.

Flash raptaba a las chicas. Laurent Guéry las enganchaba a la heroína argelina. Juan estrenaba a las vírgenes e intentaba pervertirlas para que les gustase el sexo por el sexo.

Kemper prestó atención. Los detalles desagradables se borraron de su recuerdo, compartimentados y no aplicables.

Juan dijo que echaba de menos sus pelotas. Todavía se le ponía dura y podía follar, pero echaba de menos la experiencia total de correrse.

Flash bramó contra Fidel. Kemper pensó para sí: «yo no odio al tipo en absoluto».

Los seis llevaban uniforme de campaña almidonado y camuflaje de hollín. Había sido idea de Pete: que nuestros candidatos causen una impresión alarmante.

Néstor preparó un campo de tiro detrás del aparcamiento del Breakers. Kemper lo calificó de obra maestra de la improvisación. Constaba de blancos montados en poleas y sillas rescatadas de una coctelería demolida. El armamento para la demostración era de primera calidad, proporcionado por la CIA: fusiles M-1, un surtido de pistolas y rifles con mira telescópica.

Teo Páez fabricó blancos con monigotes rellenos de paja que representaban a Castro. Las figuras eran de tamaño natural, realistas, llenas de barbas y de grandes habanos.

Laurent Guéry se presentó en la fiesta. Teo comentó que el tipo había escapado de Francia por piernas. Según Néstor, había intentado matar a Charles de Gaulle.

Los jueces se instalaron bajo un toldo. S. Trafficante, J. Rosselli y S. Giancana ocuparon sus asientos, provistos de bebida y de prismáticos.

Pete actuó de armero. Kemper, de maestro de ceremonias.

—Caballeros, tenemos aquí a seis hombres entre los que escoger —anunció—. Ustedes financian la operación y sé que querrán tener la última palabra respecto a quién participa. Pete y yo proponemos equipos de tres hombres con Néstor Chasco, a quien ya conocen, como tercero en todos los casos. Antes de empezar, quiero subrayar que todos estos hombres son leales, intrépidos y plenamente conscientes de los riesgos que corren. Si son capturados, se darán muerte antes que revelar quién ha organizado esta operación.

Giancana dio unos golpecitos en la esfera de su reloj.

—Se me hace tarde. ¿Podemos ver el espectáculo?

Trafficante imitó su gesto.

—Vamos al grano, ¿eh, Kemper? Me esperan en Tampa.

Kemper asintió. Pete colocó al Fidel número uno a quince metros. Los hombres cargaron los revólveres y se colocaron en posición de combate con ambas manos en el arma.

—¡Fuego! —dijo Pete.

Chino Cromajor le voló el sombrero a Fidel. Rafael Hernández-Brown le arrancó el habano de los labios. César Ramos le cortó ambas orejas.

El eco de los estampidos se apagó. Kemper estudió las reacciones. Santo ponía cara de aburrimiento. Sam, de impaciencia. A Johnny se lo veía ligeramente perplejo.

Juanita Chacón apuntó a la entrepierna y abrió fuego. Fidel número uno perdió su virilidad.

Flash y Juan dispararon dos veces. Fidel perdió brazos y piernas. Laurent Guéry aplaudió. Giancana consultó el reloj.

Pete situó el Fidel número dos a cien metros. Los tiradores levantaron sus obsoletos M-1. Los jueces cogieron los prismáticos.

—¡Fuego! —ordenó Pete.

Cromajor le voló los ojos al muñeco. Hernández-Brown le segó los pulgares.

Ramos le aplastó el cigarro. Juanita lo castró.

Flash le rompió las piernas por las rodillas. Juan hizo un certero disparo en pleno corazón.

—¡Alto el fuego! —gritó Pete. Los tiradores bajaron las armas y se alinearon en posición de descanso.

—Impresionante —comentó Giancana—, pero no podemos actuar con precipitación en un asunto tan grande.

—Debo darle la razón a Mo —intervino Trafficante.

—Necesitamos un poco de tiempo para pensarlo —dijo Rosselli.

Kemper notó unas náuseas. La mezcla de drogas le estaba sentando mal.

Pete temblaba.

74

(Washington, D.C., 24/1/62)

Littell guardó el dinero en el cajón de seguridad del escritorio. La minuta de un mes: seis mil dólares en metálico.

—No lo has contado —dijo Hoffa.

—Confío en ti.

—Podría haberme equivocado.

Littell inclinó la silla hacia atrás y levantó la vista hasta él.

—No lo creo. Sobre todo, cuando lo has traído tú mismo.

—¿Habrías preferido acercarte tú por mi taller con este frío?

—Habría podido esperar hasta el día uno.

Hoffa se apoyó en el borde del escritorio con el abrigo empapado de nieve medio derretida. Littell revolvió unos expedientes y Hoffa levantó el pisapapeles de cristal.

—¿Has venido a contarme algo, Jimmy?

—No, pero si tú tienes algo para mí, soy todo oídos.

—Aquí tienes esto: tú vas a ganar el caso y Bobby va a perder. Será una batalla larga y dolorosa, pero saldrás vencedor por puro desgaste.

Jimmy apretó el pisapapeles entre sus dedos.

—He pensado que Kemper Boyd debería hacerte llegar una copia de mi expediente del Departamento de Justicia.

Littell movió la cabeza en gesto de negativa.

—No querría hacerlo, y yo no se lo pediría. Kemper tiene a los Kennedy y lo de Cuba y Dios sabe qué más envuelto en pulcros paquetitos cuya lógica sólo él conoce. Hay límites que no quiere traspasar, y tú y Bobby Kennedy sois uno de ellos.

—Los límites cambian —replicó Hoffa—. Y, por lo que hace a Cuba, creo que Carlos es el único de la organización a quien todavía le importa. Para mí que Santo, Mo y los demás están cansados y aburridos de todo lo que se refiere a esa jodida isla del demonio.

Littell se arregló el nudo de la corbata. Bien, porque yo estoy aburrido de todo, excepto de manteneros a ti y a Carlos un paso por delante de Bobby Kennedy.

—Antes, Bobby te caía bien —dijo Hoffa con una sonrisa—. Me han dicho que lo admirabas de verdad.

—Los límites cambian, Jimmy. Tú mismo acabas de decirlo.

—Y es verdad. —Hoffa dejó el pisapapeles—. Y también es verdad que necesito algo contra Bobby, maldita sea. ¡Y tú, jodido, destapaste esas escuchas clandestinas a los Kennedy que Pete Bondurant realizó para mí en el 58!

Con esfuerzo, Littell transformó un gesto ceñudo en una sonrisa.

—Ignoraba que supieras eso.

—Es evidente. Y también debería serlo que te perdoné.

—Y es evidente que quieres intentarlo de nuevo.

—Sí.

—Llama a Pete, Jimmy. A mí no me sirve de mucho, pero es el mejor del mundo en extorsiones.

Hoffa se inclinó sobre el escritorio. Las perneras de sus pantalones dejaron al descubierto unos calcetines de deporte blancos, baratos.

—Quiero que tú participes también en el asunto.

75

(Los Ángeles, 4/2/62)

Pete se frotó el cuello. Lo tenía dolorido y rígido, pues había volado en un asiento pensado para enanitos.

—Mira, Jimmy, cuando me dices «salta», yo salto. Pero hacerme viajar de costa a costa para tomar un café con pastas es excesivo.

—Creo que Los Ángeles es el mejor lugar para planificar este asunto.

—¿Qué asunto?

Hoffa se limpió un poco de merengue que tenía en la corbata y respondió:

—Lo verás muy pronto.

Pete oyó ruidos en la cocina.

—¿Quién anda por ahí?

—Es Ward Littell. Siéntate, Pete. Me pones nervioso.

Pete dejó en el suelo la bolsa del equipaje. La casa apestaba a habanos, pues Hoffa permitía que los sindicalistas de visita la utilizaran para sus reuniones nocturnas sólo para hombres.

—¿Littell? ¡Mierda! ¡No tengo que pasar ese mal trago!

—¡Oh, vamos, las historias antiguas son agua pasada!

«¿Quieres una historia reciente? —pensó Pete—. Tu abogado fue el ladrón de los libros de tu fondo…»

Littell hizo su entrada. Hoffa levantó las manos en un gesto conciliador.

—Portaos bien, muchachos. No os pondría juntos en la misma habitación si no fuera por algo bueno.

Pete se frotó los ojos.

—Soy un hombre ocupado y he volado toda la noche para llegar a este desayuno de trabajo. Dame una buena razón por la que podría interesarme aceptar otro jodido encargo, o me vuelvo al aeropuerto ahora mismo.

—Díselo, Ward —indicó Hoffa.

Littell se calentó las manos con una taza de café.

—Bobby Kennedy está empleando una dureza intolerable contra Jimmy. Queremos organizar una grabación que deje en posición delicada a Jack y utilizarla como arma para que llame al orden a Bobby. Si yo no hubiera intervenido, la operación Shoftel quizás habría dado resultado. Creo que deberíamos hacerlo otra vez y opino que deberíamos reclutar a una mujer que Jack encontrase lo bastante interesante como para mantener un romance con ella.

—¿Pretendes hacer chantaje al Presidente de Estados Unidos?

Pete entornó los párpados.

—Sí.

—¿Tú, yo y Jimmy?

—Tú, yo, Fred Turentine y la mujer que reclutemos.

—Y vas a meterte en esto como si pensaras que podemos fiarnos el uno del otro.

—Los dos odiamos a Jack Kennedy —respondió Littell con una sonrisa—. Y creo que tenemos suficiente basura sobre ambos como para establecer un pacto de no agresión.

Pete notó que se le ponía la piel de gallina.

—No podemos hablar con Kemper de este asunto. Nos delataría al momento.

—Lo mismo pienso yo. Kemper tiene que quedar al margen en esto.

Hoffa soltó un eructo.

—Estoy observando cómo os miráis y yo también empiezo a sentirme al margen del jodido asunto, aunque soy el jodido pagano que lo financia.

—Lenny Sands —dijo Littell.

Hoffa se sacudió migajas de pastelillo.

—¿Qué tiene que ver el jodido Judío con todo esto?

Pete miró a Littell. Littell miró a Pete. Sus ondas cerebrales coincidieron más o menos encima de la bandeja de los pasteles.

Hoffa puso cara de absoluto despiste. Su mirada desenfocada miraba más allá del planeta Marte. Pete condujo a Littell a la cocina y cerró la puerta.

—Estás pensando en que Lenny es un gran conocedor de las interioridades de Hollywood. Estás pensando que quizá conozca alguna mujer que podríamos utilizar como cebo.

—Exacto. Y si Lenny no nos sirve, por lo menos estaremos en Los Ángeles.

—Que es el mejor lugar de la Tierra para encontrar mujeres adecuadas para una extorsión.

—Exacto. —Littell tomó un sorbo de café—. Y Lenny fue informador mío en cierta ocasión. Tengo algo contra él y, si no colabora, lo apretaré con eso.

Pete hizo crujir los nudillos.

—Es gay. Se cargó a un tipo duro en un callejón, tras un club de maricas.

—¿Eso te lo contó Lenny?

—No pongas esa cara de resentimiento. La gente tiene cierta tendencia a contarme cosas que no querría contar a nadie más.

Littell dejó la taza en el fregadero. Hoffa deambulaba al otro lado de la puerta.

—Podemos contar con Lenny. En último caso, podemos presionarlo con el asunto de Tony Iannone.

Pete se frotó el cuello.

—¿Quién más sabe que estamos planeando esto?

—Nadie. ¿Por qué?

—Yo me preguntaba si sería de conocimiento común entre los miembros de la Organización.

Littell rechazó la insinuación con un gesto de la cabeza.

—Tú, yo y Jimmy —aseguró—. El círculo termina ahí.

—Mantengamos así las cosas —dijo Pete—. Lenny tiene amistad con Sam G. y Sam tiene fama de ponerse furioso cuando la gente se porta mal con él.

Littell se inclinó sobre la cocina.

—Es cierto. Yo no se lo contaré a Carlos y tú no se lo dices a Trafficante y a esos otros tipos de la Organización con los que tratáis Kemper y tú. Mantengamos la reserva.

—De acuerdo. Algunos muchachos de ésos nos buscaron las cosquillas por alguna razón a Kemper y a mí hace un par de semanas, de modo que no tengo muchas ganas de contarles nada.

—Al final lo descubrirán —dijo Littell con un encogimiento de hombros—, y les complacerán los resultados que obtengamos. Además, los encabeza Bobby y creo que podemos estar seguros de que Giancana encontrará muy justificado lo que habremos tenido que hacer con Lenny.

—Lenny me cae bien —dijo Pete.

—A mí también, pero los negocios son los negocios —apuntó Littell.

Pete dibujó signos del dólar sobre la cocina.

—¿De qué cantidad estamos hablando?

—Veinticinco mil al mes, con tus gastos y el pago a Freddy Turentine por tu cuenta. Sé que tendrás que viajar por tu trabajo para la CIA; a Jimmy y a mí nos parece bien. Yo también he hecho trabajos especiales para el FBI y creo que entre tú, Turentine y yo podremos dar abasto.

Hoffa golpeó la puerta.

—¿Por qué no salís de una vez y hablamos todos? ¡Esta cháchara vis à vis me está poniendo nervioso!

Pete agarró del brazo a Littell y lo llevó al cuarto de la lavadora.

—Me parece bien. Encontramos a una mujer, ponemos micrófonos en unos cuantos pisos y jodemos a Jack Kennedy donde más le duele.

Littell se desasió.

—Tenemos que repasar los artículos de Lenny en Hush-Hush. Quizás encontremos ahí una pista sobre la mujer adecuada.

—Lo haré yo. Tal vez pueda echar un vistazo a los informes que guarda Howard Hughes en su despacho.

—Hazlo hoy. Me alojaré en el Ambassador hasta que hayamos organizado las cosas.

La puerta se estremeció. Jimmy tenía los nervios de punta.

—Quiero hacer participar en esto al señor Hoover —dijo Littell.

—¿Estás loco?

Littell esbozó una condescendiente sonrisa de autosuficiencia.

—Hoover odia a los Kennedy tanto como tú y yo. Quiero restablecer contacto, hacerle llegar unas cuantas cintas y tenerlo en mi rincón como instrumento para ayudar a Jimmy y a Carlos.

No estaba tan loco…

—Ya sabes que es un mirón, Pete. ¿Sabes lo que daría por tener una cinta del Presidente de Estados Unidos follando?

Hoffa irrumpió en la cocina. Llevaba la camisa rociada de manchas de bollo relleno, de todos los colores del arco iris.

—Empiezo a no aborrecerte tanto, Ward —Pete le guiñó un ojo.

El despacho de negocios de Hughes tenía ahora un rótulo que decía ACCESO RESTRINGIDO. Unos matones mormones flanqueaban la puerta y comprobaban la identificación de los visitantes con un extraño artilugio.

Pete merodeó ante la puerta del aparcamiento. El guardia pegó la hebra con él.

—Nosotros, los no mormones, llamamos a este lugar «el castillo de Drácula». El señor Hughes es el conde y a Duane Spurgeon, el jefe de los mormones, lo llamamos Frankenstein, porque está muriéndose de cáncer y ya tiene aspecto de cadáver. Recuerdo cuando este edificio no estaba lleno de chiflados religiosos y el señor Hughes venía en persona y no sufría esa tremenda fobia a los gérmenes, ni tenía esos proyectos desquiciados de comprar Las Vegas, ni se hacía transfusiones de sangre como Bela Lugosi…

—Larry…

—… y hablaba de verdad con la gente, ¿sabe? Ahora, los únicos con los que habla, además de los mormones, son el señor J. Edgar Hoover en persona y Lenny, el tipo de Hush-Hush. ¿Sabe por qué hablo tanto? Porque trabajo en la puerta todo el día y escucho chismes y rumores y los únicos no mormones que veo son el conserje filipino y la chica japonesa de la centralita telefónica. De todos modos, debo reconocer que el señor Hughes todavía está en condiciones de tomar decisiones y de dirigir sus negocios. He oído que ha forzado al alza el precio de su venta de la TWA de modo que, cuando consiga el dinero, lo pueda canalizar directamente hacia alguna cuenta bajo su control, quizás una fundación «para la compra de Las Vegas» dotada con millones de dólares…

Larry se quedó sin aliento. Pete le enseñó un billete de cien dólares.

—Los artículos que escribe Lenny deben de estar guardados en la sala de archivo, ¿verdad?

—Verdad.

—Hay nueve billetes más, igualitos que éste, si me llevas a esa sala.

Larry meneó la cabeza.

—Imposible —dijo—. Aquí, prácticamente todo el personal está formado por mormones. Algunos de ellos, además de mormones, son ex agentes del FBI. El propio J. Edgar Hoover ayudó personalmente a escogerlos.

—Ahora, Lenny vive habitualmente en Los Ángeles, ¿verdad?

—Sí. Dejó la casa que tenía en Chicago. He oído que sigue encargándose de Hush-Hush, pero como si fuera una especie de revista de circulación restringida.

—Búscame su dirección —dijo Pete, al tiempo que le aflojaba los cien dólares.

Larry consultó el fichero y sacó una tarjeta.

—Es 831 North Kilkea. No queda muy lejos de aquí.

Pete vio detenerse ante la puerta una furgoneta de un hospital.

—¿Qué es eso?

—Sangre fresca para el Conde —susurró Larry—. Sangre pura de mormón, certificada.

El nuevo asunto tenía buen aspecto, pero era estrictamente secundario. El principal debía seguir siendo LIQUIDAR A FIDEL.

Santo y compañía lo recibieron con frialdad. Su actitud fue de indiferencia, como si la Causa les trajera sin cuidado.

¿POR QUÉ?

Dejó marcharse a sus tiradores. Kemper se llevó a sus muchachos de regreso a Misisipí.

Laurent Guéry se fue con ellos. Kemper recurrió a su propio fondo de acciones para financiar la operación. Últimamente, Kemper actuaba con una extraña tenacidad.

Pete dobló la esquina de North Kilkea. El número 831 correspondía a una casa dividida en cuatro apartamentos, típica de West Hollywood.

La típica casa de dos plantas de estilo español. Las típicas dos viviendas por planta. Las típicas puertas de cristal esmerilado que hacían las delicias de los típicos agentes de entradas clandestinas.

No había garaje en la parte de atrás; los inquilinos tenían que aparcar junto al bordillo. Pete no vio el Packard de Lenny por ninguna parte. Aparcó y llegó hasta el porche. Las cuatro puertas tenían la unión entre la hoja y el dintel bastante floja.

La calle estaba desierta. El porche estaba absolutamente tranquilo. En la boca del buzón de la puerta inferior izquierda había un rótulo: «L. Sands». Pete hizo saltar el cerrojo con la navaja de bolsillo. Una luz en el interior lo iluminó al momento.

Lenny pensaba llegar después de anochecer. Tenía cuatro horas largas para inspeccionar la vivienda.

Pete se encerró por dentro. A partir de un distribuidor la vivienda se extendía: tal vez cinco estancias en total.

Echó un vistazo a la cocina, al pequeño comedor y al dormitorio. El lugar era agradable y tranquilo; Lenny evitaba los animales de compañía y los ligues casuales que pretendían quedarse a vivir con él.

Del dormitorio se pasaba a un despacho, un cuchitril en el que un escritorio y una hilera de archivadores ocupaban todo el espacio disponible. Pete inspeccionó el cajón superior del escritorio. Era un caos de papeles; Lenny lo tenía repleto de carpetas y portafolios llenos a reventar.

Las carpetas contenían chismes y escándalos norteamericanos de primera calidad.

Escándalos publicados en Hush-Hush y apuntes de escándalos no publicados. Basura recogida desde principios del año 59: la Lista de Escándalos Más Sonados.

Chismes sobre alcohólicos, chismes de toxicómanos, chismes de homosexuales. Chismes de lesbianas, chismes de ninfómanas, chismes de mezcla de razas. Escándalos políticos, escándalos de incestos, escándalos de abusos deshonestos a menores. El único problema de los chismes era que las mujeres escandalosas eran escandalosamente demasiado conocidas.

Pete descubrió algunos escándalos increíbles. Por ejemplo, un informe realmente escabroso, fechado el 12/9/60. Sujeta a la página con un clip, había una nota en papel con membrete de Hush-Hush.

Lenny:

No veo que esto dé para un artículo de portada ni para otra cosa. Si se hubiera producido la detención y el juicio, estupendo; pero no ha sucedido nada. Todo este asunto me huele a montaje. Además, la chica no es nadie.

Pete leyó el informe. ¿Un montaje? Pues claro.

Lenny Sands, «el hombre de los escándalos», de su puño y letra:

He descubierto que la cantante y bailarina Barb Jahelka (esa pelirroja exuberante que trabaja de primera vedette en el espectáculo «Swingin’ Dance Revue» de su ex marido, Joey Jahelka) fue detenida el 26 de agosto por participar en un intento de chantaje a Rock Hudson.

Fue un asunto de fotos. Hudson y Barb estaban en la cama, en la casa del actor en Beverly Hills, y un hombre consiguió colarse en la propiedad y sacarles varias fotos con película infrarroja. Unos días más tarde, Barb exigió a Hudson diez mil dólares para que las fotografías no se difundieran.

Rock llamó a un detective privado, Fred Otash. Éste se puso en contacto con el departamento de Policía de Beverly Hills y los agentes detuvieron a Barb Jahelka. Entonces, Hudson se ablandó y retiró las acusaciones. El asunto me gusta para el número del 24/9/60. Rock está en la cresta de la ola en estos momentos y Barb es un bombón (tengo fotos de ella en biquini que podemos utilizar). Dime qué opinas para que me ponga a escribir el artículo en serio.

¿Un montaje? Por supuesto, Sherlock.

Rock Hudson era un mariposón sin el menor interés por las mujeres. Fred Otash era un ex policía y perrito faldero de Hollywood. Pete inspeccionó el resto de la carpeta: allí, en el informe, aparecía anotado el número de teléfono de Freddy.

Descolgó el teléfono y marcó. Respondió una voz masculina.

—Otash.

—Hola, Freddy. Soy Pete Bondurant.

Otash emitió un silbido.

—Vaya, qué interesante. No recuerdo que hayas hecho nunca una llamada de cortesía.

—Ni voy a empezar ahora.

—Esto me suena a que hablamos de dinero. Si es el tuyo a cambio de mi tiempo, te escucho.

Pete repasó el informe.

—Según parece, en agosto del 60 ayudaste a Rock Hudson a salir de un embrollo. Para mí que todo el asunto era un montaje. Te daré mil dólares si me cuentas qué sucedió.

—Sube a dos mil y asegúrame que nadie sabrá que te lo he contado yo —fue la respuesta de Otash.

—Dos mil —asintió Pete—. Y si surge la necesidad, diré que he conseguido la información en otra parte.

Un ruido raro invadió la línea. Pete lo identificó: Freddy, dándose golpecitos en los dientes con un lápiz.

—Está bien, francés.

—Está bien, ¿y?

—Está bien y tienes razón. El montaje era que Rock Hudson tenía miedo de que se descubriera que era marica y preparó un plan con Lenny Sands. Lenny se puso en contacto con esa Barb Jahelka y con su ex marido, Joey. Rock y Barb se metieron bajo las sábanas, Joey fingió que forzaba la entrada en la casa y tomaba unas fotografías, Barb fingió una exigencia de extorsión y Rock me contrató para disimular.

—Y tú llamaste a la policía de Beverly Hills para disimular.

—Así es —reconoció Otash con un suspiro—. Rock pagó dos de los grandes a Barb y otros tantos a Joey, y ahora tú me vas a dar dos más sólo para que te cuente toda esta lamentable historia.

Pete soltó una carcajada ante su comentario.

—Ya que estamos en eso, háblame de Barb Jahelka.

—Está bien. Mi opinión de Barb es que está perdiendo el tiempo, pero no se da cuenta. Es inteligente, divertida y guapa, y sabe que no es la próxima Patti Page. Creo que procede de los páramos de Wisconsin y que cumplió seis meses en un reformatorio por posesión de marihuana hace cuatro o cinco años. Tuvo una aventura con Peter Lawford…

Lawford, el cuñado de Jack…

—… y a su ex marido, Joey, que es un pedazo de mierda, le da el trato exacto que se merece. Debería añadir que le gustan los líos y estoy seguro de que ella te confesaría que le gusta el peligro, pero mi opinión es que nunca la han puesto a prueba. Si te interesa saber dónde está, prueba en el Reef Club de Ventura. Lo último que he sabido de ellos es que Joey Jahelka presentaba una especie de espectáculo de twist de ínfima categoría en ese local.

—Esa mujer te gusta, Freddy —apuntó Pete—. Eres un libro abierto.

—Tú también. Y ya que hablamos con franqueza, permite que te recomiende calurosamente a esa chica para cualquier clase de extorsión que pienses organizar.

El Reef Club estaba decorado con restos de naufragios y falsos percebes. La clientela se componía, principalmente, de estudiantes universitarios y jóvenes con pocos ingresos.

Pete ocupó una mesa junto a la pista de baile. El espectáculo «Swinging Twist Revue» de Joey empezó al cabo de diez minutos.

Los altavoces de las paredes vomitaron música. Los jóvenes bailaban el twist sin cesar, contoneándose y moviendo el culo. La mesa de Pete vibró y se agitó la espuma en su bonita jarra de cerveza.

Antes de abandonar Los Ángeles llamó a Karen Hiltscher. En los archivos policiales constaban antecedentes de una tal Barbara Jane (Lindscott) Jahelka.

Había nacido el 18/11/31 en Tunnel City, Wisconsin. Tenía permiso de conducir expedido en California y le habían puesto una denuncia por consumo de marihuana en 7/57, por lo cual había cumplido seis meses en la cárcel del condado.

Barb era sospechosa de haber apuñalado a una lesbiana marimacho en los calabozos del Palacio de Justicia. Había estado casada, desde el 3/8/54 al 24/1/58, con Joseph Dominic Jahelka, nacido el 16/1/23 en la ciudad de Nueva York. Varias condenas en el estado de Nueva York: delitos menores y, entre ellos, la falsificación de recetas de Dilaudid.

Joey Jahelka era, probablemente, un toxicómano irrecuperable. Seguro que se le había hecho la boca agua con el Dilaudid que había robado hacía poco en Los Ángeles.

Pete tomó un sorbo de cerveza. El equipo de alta fidelidad vomitó música a un volumen atronador. Un altavoz anunció:

—Señoras y caballeros, el Reef Club se honra en presentar el magnífico espectáculo de baile de… ¡¡¡Joey Jahelka y su Swingin’ Twist Revue!!!

No hubo vítores. No hubo aplausos. Nadie dejó de bailar.

Un trío saltó al escenario. Sus componentes llevaban camisas de cuello abierto y trajes desparejados. De su material escénico colgaban etiquetas de casas de empeños.

Iniciaron el número entre la indiferencia de los que bailaban y de los ocupantes de las mesas. Una canción de la máquina de discos se coló en su pieza de presentación.

Un chico de instituto tocaba el saxo tenor. El batería era un chicano peso gallo y el guitarrista coincidía con las fotos de la ficha policial de Joey.

El tipejo, grasiento, daba frecuentes cabezadas. Los calcetines, con la goma elástica floja, le caían más abajo del tobillo.

El grupo tocaba una música estridente, apestosa. Pete notó que la cera de sus oídos empezaba a desmoronarse.

Barb Jahelka se acercó al micrófono con movimientos insinuantes. Barb rezumaba sana pulcritud. Barb no pertenecía a la subespecie de los yonquies del mundo del espectáculo.

Barb era esbelta. Larguirucha. Y la melena pelirroja llameante no era producto de ningún jodido tinte.

Admiró el vestido ajustado, de escote generoso. Admiró los tacones que la elevaban por encima del metro ochenta.

Barb cantó. Tenía unos pulmones bastante débiles. El combo ahogaba su voz cada vez que debía dar una nota alta.

Pete observó. Barb cantó. Y BAILÓ. Hush-Hush habría calificado su baile de «MUY, MUY CALIENTE».

Algunos de los chicos que bailaban en la pista dejaron de moverse para contemplar a la espléndida pelirroja. Una chica le dio un codazo a su acompañante para que apartara la vista de ella.

Barb cantó con voz débil y monótona. Barb efectuó unos pasos de baile sencillos, sin ritmo ni gracia.

Se descalzó, contoneó las caderas y reventó la costura del vestido por una de las caderas.

Pete observó sus ojos mientras acariciaba el sobre que guardaba en el bolsillo. La mujer leería la nota y el dinero la convencería. Le daría la droga a Joey y lo urgiría a perderse.

Pete encadenó un cigarrillo tras otro. A Barb se le escapó un pecho y volvió a ocultarlo antes de que se dieran cuenta los locos del twist.

Barb mostró una sonrisa —«¡Oh!»— deslumbradora.

Pete entregó el sobre a una camarera. Veinte dólares le garantizaron que llegaría a manos de la mujer.

Barb bailó. Pete la miró fijamente mientras elevaba una especie de plegaria: «por favor, que sepa hablar».

Sabía que ella se retrasaría. Que cerraría el club y lo haría sufrir durante un rato. Que llamaría a Freddy O. para que le hiciera un breve repaso de su pedigrí.

Esperó en una cafetería abierta toda la noche. Le dolía el pecho; mientras Barb bailaba el twist, había consumido dos paquetes de cigarrillos.

Hacía una hora, había llamado a Littell y lo había citado en casa de Lenny a las tres. «Creo que quizás he encontrado a nuestra mujer», le había dicho.

Era ya la una y diez. Tal vez había sido un poco prematuro llamar a Littell. Pete tomó un sorbo de café y consultó el reloj cada pocos segundos. Barb Jahelka entró en la cafetería y lo reconoció.

La falda y la blusa le daban un aire bastante recatado. La ausencia de maquillaje la favorecía. Tomó asiento en el reservado, con la mesa por medio.

—Supongo que habrás llamado a Freddy.

—Sí.

—¿Y qué te ha contado?

—Que nunca haría nada que pudiera molestarte. Y que tus socios siempre ganan dinero.

—¿Eso es todo lo que dijo?

—Dijo que conocías a Lenny Sands. He llamado a Lenny, pero no estaba localizable.

Pete dejó la taza de café a un lado e interrogó a Barb.

—¿Intentaste matar a esa lesbiana que apuñalaste?

—No —respondió con una mueca—. Quería que dejara de tocarme, pero no quería que aquello me costara el resto de mi vida.

Pete le lanzó una sonrisa.

—No me has preguntado de qué va todo esto.

—Freddy ya me ha dado su interpretación y tú me pagas quinientos dólares por una charla. Y, por cierto, Joey te da las gracias por esas dosis.

Se acercó una camarera y Pete la ahuyentó.

—¿Por qué sigues con él?

—Porque no siempre ha sido un adicto. Porque se encargó de ajustarles las cuentas a unos tipos que le hicieron daño a mi hermana.

—Son buenas razones.

—Y la mejor de todas es que quiero mucho a la madre de Joey. Ya está senil y cree que aún seguimos casados. Cree que los hijos de la hermana de Joey son nuestros.

Pete se rió.

—¿Y si la vieja se muere?

—Cuando ocurra, será el día en que le diga adiós a Joey. Tendrá que buscarse una nueva cantante y un nuevo chófer que lo lleve a hacerse sus test de nalorfina.

—Seguro que eso le rompe el corazón.

Barb expulsó unos aros de humo.

—Cuando algo se acaba, se acabó. Es un concepto que los yonquis no consiguen entender.

—Y tú sí lo entiendes.

—Yo lo sé. Y tú estás pensando que es una manera de pensar un tanto extraña en una mujer.

—No necesariamente.

Barb aplastó la colilla de su cigarrillo.

—¿De qué va todo este asunto?

—Todavía no.

—¿Cuándo?

—Pronto. Primero, háblame de tu aventura con Peter Lawford.

Barb se puso a jugar con el cenicero.

—Fue corta y desagradable. Rompí cuando Peter empezó a insistir en que me acostara con Frank Sinatra.

—Lo cual no te apetecía…

—Exacto.

—¿Lawford te presentó a Jack Kennedy?

—No.

—¿Crees que le habló de ti?

—Quizá.

—¿Conoces la fama de mujeriego que tiene Kennedy?

—Claro. Peter lo llamaba «insaciable» y una chica de revista que conocí en Las Vegas me contó algunas cosas…

Pete captó un olor a aceite bronceador. Pelirrojas y brillantes luces de escenario…

—¿A dónde nos conduce este asunto? —insistió Barb.

—Mañana por la noche nos veremos en el club y te lo diré —respondió Pete.

Littell se reunió con él frente a la casa de Lenny. Aquel ave nocturna tenía las luces encendidas a las tres y veinte de la madrugada.

—La mujer es estupenda —comentó Pete—. Lo único que necesitamos es que Lenny realice las presentaciones.

—Quiero conocerla.

—La conocerás. ¿Lenny está solo?

—Sí —afirmó Littell—. Volvió a casa con un ligue hace un par de horas. El chico acaba de marcharse.

Pete bostezó; no había dormido en más de veinticuatro horas.

—Vamos a por él.

—¿Policía bueno, policía malo?

—Ajá. Alternándonos, para mantenerlo desconcertado.

Llegaron hasta el porche. Pete llamó al timbre. Littell adoptó una mueca ceñuda que hacía aún más repulsivo su rostro.

Lenny abrió la puerta.

—No me lo digas. Te has dejado…

Pete lo hizo entrar de un empujón. Littell cerró la puerta y pasó el pestillo. Lenny, muy elegante, se ajustó el batín. Lenny, siempre excéntrico, echó la cabeza hacia atrás y se rió con ganas.

—Creía que tú y yo ya habíamos terminado, Ward. Y pensaba que sólo te movías por Chicago.

—Necesitamos que nos ayudes. Sólo tendrás que hacer las presentaciones entre cierto caballero y una dama, y guardar silencio al respecto.

—¿O?

—O te entregamos a la policía por la muerte de Tony Iannone.

Pete intervino con un suspiro.

—Hagamos esto de forma civilizada.

—¿Por qué? —intervino Littell—. Estamos tratando con un maricón sádico que mató a un hombre y le arrancó la maldita nariz de un jodido mordisco.

—Ya me han sometido a este tratamiento por parejas en otras ocasiones —dijo Lenny con un suspiro—. Vuestro procedimiento no es nada nuevo para mí.

—Intentaremos hacértelo interesante —masculló Littell.

—Cinco de los grandes, Lenny. Lo único que has de hacer es presentar a Barb Jahelka a cierto amigo tuyo.

Littell hizo chasquear los nudillos.

—Déjalo, Ward —dijo Lenny—. Las amenazas de violencia no son lo tuyo.

Littell lo golpeó en la cara. Lenny le devolvió el golpe.

Pete se interpuso. Tenían un aspecto ridículo: dos aspirantes a tipos duros sangrando por la nariz.

—¡Eh, vamos, los dos! Hagamos esto de forma civilizada.

—Te noto una cara distinta, Ward —dijo Lenny al tiempo que se secaba la nariz—. Esas cicatrices te favorecen tanto…

—No he visto que te sorprendieras cuando Pete ha mencionado a Barb Jahelka —Littell también se enjugó la sangre de la nariz.

—Eso —explicó Lenny con una carcajada— es porque todavía estaba paralizado por la sorpresa de que vosotros dos seáis socios ahora.

—Lenny, eso no me parece una respuesta como es debido.

—¿Cómo que no? —Lenny se encogió de hombros—. Barb está «en el mundo» y todos los que están «en el mundo» conocen a los demás.

Pete probó un cambio de tema.

—Dinos algunos hoteles donde Jack Kennedy lleva a sus mujeres.

Lenny se revolvió. Pete hizo chasquear los nudillos de los pulgares con redoblado estruendo.

—Danos el nombre de esos hoteles —intervino Littell.

—¡Ah, pero qué divertido es esto! —chilló Lenny con tono amanerado—. ¡Oíd, llamemos a Kemper Boyd y montemos un cuarteto!

Littell le soltó un golpe. Lenny derramó unas lágrimas; su bravura de mariquita desapareció como por ensalmo.

—Danos esos nombres —dijo Pete—. No me obligues a ser el que se ponga duro contigo.

Lenny dio los nombres enseguida, con un balbuceo.

—El Encanto de Santa Bárbara, el Ambassador East de Chicago y el Carlyle de Nueva York.

Littell empujó a Pete pasillo adelante, donde Lenny no pudiera oír sus cuchicheos.

—Hoover tiene micrófonos ocultos instalados en El Encanto y en el Ambassador East. Los directores de los hoteles alojan en las suites espiadas a los personajes que Hoover les indica.

—Lenny ha comprendido el asunto —susurró Pete—. Sabe qué queremos y, puesto que es así, vamos a apretarle las clavijas.

Volvieron al salón. Lenny tomaba un Bacardi de primerísima clase.

Littell parecía estar a punto de babear. Hoffa había dicho que llevaba diez meses seco. El carrito de las bebidas de Lenny era radiactivo: ron, whisky escocés y una amplia variedad de buenos licores.

Lenny engulló su trago con las dos manos.

—«Jack, te presento a Barb. Barb, éste es Jack» —se limitó a decir Pete.

Lenny se enjugó los labios.

—Ahora tengo que llamarlo «señor Presidente».

—¿Cuándo lo has visto por última vez? —preguntó Littell.

—Hace unos meses —contestó Lenny tras un carraspeo—. En la casa que tiene Peter Lawford en la playa.

—¿Siempre pasa por la casa de Lawford cuando está en Los Ángeles?

—Sí. Peter da unas fiestas fabulosas.

—¿Invita a mujeres que no están comprometidas?

—¿Alguna vez no lo hace? —Lenny soltó una risilla.

—¿Te invita a ti?

—Normalmente, sí, encanto. Al Presidente le gusta reír, y un Presidente tiene lo que quiere.

—¿Quién más acude a las fiestas? —intervino Pete—. ¿Sinatra y ese grupo de compañeros de armas?

Lenny volvió a llenarse la copa. Littell chasqueó la lengua y tapó la botella.

—¿Quién más acude a las fiestas? —insistió Pete.

—Gente divertida. —Lenny se encogió de hombros—. Frank solía venir, pero Bobby hizo que Jack se desprendiera de él.

—He leído —apuntó Littell— que Kennedy vendrá a Los Ángeles el 18 de febrero.

—Así es. Y adivinad quién ofrece una fiesta el día diecinueve…

—¿Te han invitado, Lenny?

—Pues sí.

—¿Sabes si el servicio secreto cachea a los invitados, o si los hace pasar por un detector de metales?

Lenny alargó la mano hacia la botella. Pete lo agarró antes de que la alcanzara.

—Responde a la pregunta, maldita sea.

Lenny movió la cabeza.

—No. A lo que se dedican los del servicio secreto es a comer, a beber y a hablar del proteico impulso sexual de Jack.

—«Barb, te presento a Jack. Jack, ésta es Barb» —insistió Pete.

—No soy imbécil —resopló Lenny.

—Subiremos tu tarifa a diez mil porque sabemos que eres demasiado listo como para contarle esto a nadie —dijo Pete con una sonrisa.

Littell apartó el carrito de las bebidas lejos de la vista.

—Y ese nadie incluye específicamente a Sam Giancana y a tus amigos de la Organización, a Laura Hughes, a Claire Boyd y a su padre, Kemper, si se diera la casualidad extrema de que tropezaras con ellos.

—¿Kemper no está metido en esto? ¡Qué lástima…! —Lenny soltó una risilla—. No me importaría volver a colaborar con él en exprimir a algún pichón.

—No te tomes esto a broma —le advirtió Pete.

—Y no pienses que Sam te dejará tranquilo por lo del asunto de Tony.

—No pienses que Sam todavía aprecia a Jack, o que levantará un solo dedo para ayudarlo. Sam compró Virginia Oeste e Illinois para dárselos a Jack, pero de eso hace mucho tiempo y, desde entonces, Bobby se ha mostrado tremendamente hostil con la Organización.

Lenny se inclinó hacia el carrito. Littell lo puso firme. Lenny lo apartó de un empujón.

—Sam y Bobby deben de estar preparando algo, porque Sam dijo que la Organización ha estado trabajando para ayudar a Bobby en el asunto de Cuba, pero Bobby no sabe nada del tema, y Sam comentó que «ahora pensamos que debería enterarse».

Una fugaz imagen asaltó a Pete.

Las entrevistas para la operación «Liquidar a Fidel». Tres peces gordos de la Organización, aburridos y evasivos.

—Estás borracho, Lenny —le dijo Littell—. No vas a hacer ningún…

Pete no le dejó terminar la frase.

—¿Qué más dijo Giancana sobre Bobby Kennedy y Cuba?

—Nada. —Lenny se apoyó en la puerta—. Sólo oí dos segundos de esa conversación que mantenía con Butch Montrose.

—¿Cuándo?

—La semana pasada. Fui a Chicago para una reunión del sindicato de Transportistas.

—Olvídate de Cuba —dijo Littell.

Lenny alzó la mano e hizo el signo de la victoria con los dedos.

—¡Viva Fidel! ¡Abajo el imperialismo USA!

Pete lo golpeó.

—«Barb, te presento a Jack» —insistió Ward—. Y recuerda lo que haremos si nos traicionas.

Lenny escupió parte de un puente dental de oro.

El combo tocaba muy desafinado. Pete imaginó que todos estaban bajo los efectos del Dilaudid de Joey.

El Reef Club se estremecía. Los locos del twist hacían retemblar el suelo. Barb bailaba de forma casi casta para lo habitual en ella y Pete supuso que el posible trabajo la tenía distraída.

Littell condujo a Pete a un reservado del local. Cuando los vio entrar, Barb los saludó con la mano.

Pete tomó cerveza. Littell, un vaso de agua de seltz. El estruendo de los altavoces hacía vibrar la mesa.

Pete bostezó. Tenía una habitación en el Statler y había estado durmiendo todo el día, hasta después de anochecer.

Hoffa envió dos de los grandes a Fred Otash. Littell escribió una nota a Hoover y la envió por medio del contacto de Jimmy en el FBI.

La nota decía: «Queremos instalar micrófonos y escuchas telefónicas.» También decía: «Queremos joder a uno de SUS PRINCIPALES ENEMIGOS

Hoffa conservaba a Fred Turentine. Fred era experto en intervenir teléfonos y en colocar micrófonos donde fuera necesario.

Pete bostezó de nuevo. No dejaba de darle vueltas en la cabeza al comentario de Lenny sobre Bobby y Cuba.

Littell le dio un leve codazo.

—La chica tiene buena planta —dijo.

—Y estilo.

—¿Es lista?

—Mucho más que mi última socia de extorsión.

Barb terminó Frisco Twist con un crescendo. Su grupo de músicos toxicómanos continuó tocando como si la cantante no estuviera presente.

Bajó del escenario y unos payasos del twist forcejearon con ella mientras cruzaba la pista de baile. Un tipo excitado la siguió hasta que consiguió echar una buena mirada de cerca a su escote.

Pete le hizo una señal. Barb ocupó el reservado contiguo al de los dos hombres. Pete hizo las presentaciones.

—Señorita Lindscott, el señor Littell.

—Técnicamente, todavía soy la señora Jahelka. —Barb encendió un cigarrillo—. Cuando muera mi suegra, volveré a usar el apellido Lindscott. Pero no seamos tan formales y tuteémonos.

—Me gusta. Lindscott.

—Ya lo sé —comentó ella—. Va mejor con mi cara.

—¿Has trabajado alguna vez de actriz?

—No.

—¿Y ese montaje con Lenny Sands y Rock Hudson?

—Yo sólo tenía que confundir a la policía y pasar una noche en la cárcel.

—¿Y los dos mil dólares compensaban el riesgo?

Barb se rió antes de contestar.

—¿Comparados con los cuatrocientos por tres actuaciones cada noche, seis noches por semana?

Pete apartó la cerveza y los aperitivos.

—Con nosotros conseguirás mucho más de dos mil.

—¿Por hacer qué? Además de acostarme con algún hombre poderoso, me refiero.

Littell se inclinó hacia ella.

—Es un asunto arriesgado, pero sólo durará muy poco tiempo.

—¿Y qué? El espectáculo del twist tampoco durará demasiado. Y es muy aburrido.

—Si te presentaran al presidente Kennedy —planteó Littell con una sonrisa— y quisieras impresionarlo, ¿cómo lo harías?

Barb expulsó una bocanada de humo en tres aros perfectos.

—Me mostraría descarada y ocurrente.

—¿Qué te pondrías?

—Zapatos de tacón bajo.

—¿Por qué?

—Porque a los hombres les gustan las mujeres más bajas que ellos.

Littell se rió ante la respuesta.

—¿Qué harías con cincuenta mil dólares?

—Esperaría a que terminase el espectáculo —respondió Barb con otra carcajada.

—Imagina que te descubren.

—En ese caso, imaginaré que eres peor que el tipo al que estamos apretando las clavijas y mantendré la boca cerrada.

—No llegaremos a eso —afirmó Pete.

—¿A qué no llegaremos? —preguntó Barb. Pete reprimió el impulso de tocarla.

—No correrás ningún riesgo —le dijo—. Éste es uno de esos asuntos de alto riesgo que se solucionan de forma tranquila y discreta.

Barb se inclinó hacia él, hasta estar muy cerca.

—Dime qué asunto es ése. Ya sé de qué se trata, pero quiero oírtelo decir a ti.

La chica le rozó la pierna y Pete notó que todo su cuerpo se estremecía con el contacto.

—Se trata de ti y de Jack Kennedy —dijo por fin—. Lo conocerás en una fiesta en casa de Peter Lawford dentro de dos semanas. Llevarás un micrófono y, si eres tan buena como yo creo, eso será sólo el comienzo del asunto.

Barb cogió las manos de los dos hombres y las apretó. Sus ojos decían: «¿Estoy soñando? Pellizcadme.»

—¿Soy una especie de señuelo del partido Republicano?

Pete se rió. Littell lo hizo con más fuerza.

DOCUMENTO ANEXO: 18/2/62. Transcripción textual de una llamada desde un teléfono del FBI. Marcada: «Grabación a petición del Director. Acceso exclusivo al Director.» Hablan el Director, J. Edgar Hoover, y Ward J. Littell.

JEH: ¿Señor Littell?

WJL: Sí, señor.

JEH: Su comunicado era muy atrevido.

WJL: Gracias, señor.

JEH: No tenía idea de que fuera empleado del señor Hoffa y del señor Marcello.

WJL: Desde el año pasado, señor.

JEH: No haré comentarios sobre la ironía subyacente.

WJL: Yo la calificaría de manifiesta, señor.

JEH: Se puede llamar así. ¿Me equivoco al suponer que fue el ubicuo Kemper Boyd, que tantos asuntos abarca, quien le consiguió este empleo?

WJL: No se equivoca, señor.

JEH: No guardo ningún rencor a los señores Marcello y Hoffa. Siempre he opinado que la cruzada del Príncipe de las Tinieblas contra ellos estaba más mal concebida desde el principio.

WJL: Ellos lo saben, señor.

JEH: ¿Me equivoco al suponer que ha cometido apostasía en relación con los hermanos?

WJL: Acierta usted, señor.

JEH: ¿Y el temible Pete Bondurant es su socio en esta empresa?

WJL: Sí, señor.

JEH: No haré comentarios sobre la ironía subyacente.

WJL: ¿Contamos con su aprobación, señor?

JEH: Sí. Y usted, personalmente, cuenta con mi asombro.

WJL: Gracias, señor.

JEH: ¿Está preparado el dispositivo?

WJL: Sí, señor. Hasta el momento, sólo hemos podido colocar micrófonos en el Carlyle y, hasta que nuestro cebo haga contacto con el objetivo y ponga en marcha el asunto, no sabremos con seguridad dónde se citan.

JEH: Eso, si se citan.

WJL: Sí, señor.

JEH: Su nota mencionaba ciertos hoteles.

WJL: Sí, señor; El Encanto y el Ambassador-East. Sé que a nuestro objetivo le gusta llevar mujeres a esos hoteles y sé que el FBI tiene micrófonos permanentes en ambos.

JEH: Sí, aunque ahora al Rey de las Tinieblas le gusta darse los revolcones en las suites presidenciales.

WJL: No había pensado en eso, señor.

JEH: Encargaré a unos hombres de confianza del FBI la instalación del dispositivo y el seguimiento. Y compartiré las cintas con usted, si usted me envía copias de las suyas del Carlyle.

WJL: Desde luego, señor.

JEH: ¿Ha tomado usted en consideración la idea de poner micrófonos en la casa de la playa del cuñado?

WJL: Es imposible, señor. Fred Turentine no puede acceder al interior para instalarlos.

JEH: ¿Cuándo tiene previsto encontrarse con el Rey de las Tinieblas?

WJL: Mañana por la noche, señor. En la casa de la playa que acaba de mencionar.

JEH: ¿La chica es atractiva?

WJL: Sí, señor.

JEH: Espero que sea astuta y adaptable, e impenetrable a los encantos del muchacho.

WJL: Creo que hará un buen trabajo, señor.

JEH: Estoy impaciente por oírla en cinta.

WJL: Le enviaré únicamente las mejores transcripciones, señor.

JEH: Tiene usted mi admiración. Kemper Boyd lo adiestró bien.

WJL: Usted también, señor.

JEH: No haré comentarios sobre la ironía subyacente.

WJL: Sí, señor.

JEH: Sé que con el tiempo me pedirá favores. Sé que me mantendrá al tanto de las transcripciones y que pedirá esos favores con sensatez.

WJL: Así lo haré, señor.

JEH: Lo he juzgado mal y lo he subestimado. Y me alegro de que volvamos a ser colegas.

WJL: Lo mismo digo, señor.

JEH: Buenos días, señor Littell.

WJL: Buenos días, señor.

76

(Meridian, 18/2/62)

Le despertaron unos disparos. Unos gritos rebeldes le hicieron echar mano al arma.

Kemper saltó de la cama y oyó el chirrido de unos frenos en la carretera. Esta vez no eran los hombres del Klan, los de Lockhart, ni meros palurdos blancos de la zona que disparaban un par de cartuchos y huían.

Había corrido la voz: hay un federal amante de los negros en el pueblo. El motel Seminole está ocupado por unos lacayos suyos, hispanos y franchutes.

Los disparos eran aterradores. La pesadilla que habían interrumpido, todavía más. Jack y Bobby lo tenían bajo los focos. Decían: «J’accuse: sabemos que estás vinculado con la CIA y con la mafia desde el año 59.»

La pesadilla era literal y directa. Su origen era la llamada telefónica de Pete de la semana anterior. Pete se había referido a la selección de tiradores para la operación «Liquidar a Fidel». Dijo que había desarrollado una teoría para explicar por qué la Organización se había negado a participar.

Pete había dicho que Sam G. quizás estaba a punto de revelarle un secreto a Bobby: «Eh, señor Fiscal General, la Organización ya lleva tres años como aliada tuya en la causa cubana.»

Pete había seguido una pista que apuntaba claramente en tal sentido. Pensaba que Sam no tardaría en hacer que alguien difundiera el secreto. A su modo de ver, Sam quería complicar a Bobby en un alto el fuego en la guerra contra la delincuencia organizada.

Pete había dicho que seguiría aquella pista.

Kemper buscó las dexedrinas y se tragó tres cápsulas sin agua. La teoría de Pete dio vueltas en su acelerada mente y pasó a ser también la suya.

Bobby quería que le enseñase el JM/Wave dentro de muy poco tiempo. Creía que sus vínculos con la CIA se remontaban al 5/61. JM/ Wave estaba lleno de colegas suyos de antes de Bahía de Cochinos… y de exiliados cubanos bien relacionados con figuras de la delincuencia organizada.

Kemper se afeitó y se vistió. La dexedrina actuó deprisa. Oyó unos golpes en la habitación contigua. Era Laurent Guéry haciendo flexiones a primera hora de la mañana.

John Stanton hizo uso de sus influencias. Laurent, Flash y Juan obtuvieron la carta verde que expedía el Departamento de Inmigración. Néstor Chasco se trasladó a Meridian y se unió al grupo. El motel Seminole se convirtió, así, en el cuartel general «adjunto» del grupo de elite.

Convirtió en efectivo acciones por valor de veinte mil dólares. Guy Banister donó una cantidad parecida. La brigada para «Liquidar a Fidel» quedaba, así, preparada y dotada de completa autonomía.

De día, recibía informes sobre violaciones del derecho al voto. Por la noche, urdía estrategias para el asesinato.

Se ganó a bastantes negros de la zona. En la Primera Iglesia Baptista de Pentecostés había prestado declaración un ochenta y cuatro por ciento de los feligreses.

Unos chiflados dieron una paliza al pastor. Los encontró y les rompió las piernas con una barra de hierro.

Dougie Frank reservó la mitad de la galería de tiro y el grupo de elite adjunto hizo prácticas siete noches por semana.

Dispararon a blancos fijos y móviles. Se ejercitaron con trampas de reconocimiento en zonas boscosas. Las incursiones en Cuba empezarían pronto.

Juan y Flash le proporcionaron un español casi fluido. Si se teñía los cabellos y se oscurecía la tez, podía ir a Cuba y hacerse pasar por latino.

Podía llegar cerca. Podía tener una oportunidad de disparar.

A todos les encantaba hablar. Después de las prácticas, bebían licor casero y pasaban media noche charlando.

Elaboraron una jerga con una mezcolanza de tres idiomas y contaron historias lúgubres de fuego de campamento mientras se pasaban la botella.

Juan describió su castración. Chasco habló de la gente que había liquidado por orden de Batista.

Flash había visto de cerca Playa Girón. Laurent había presenciado la silenciada matanza de París: el mes de octubre anterior, los gendarmes habían golpeado a doscientos argelinos hasta matarlos y habían arrojado los cuerpos al Sena.

Él también podía acercarse. Podía ser él quien disparase. El anglosajón de piel clara podía ser un cubano.

La dexedrina actuó con toda su potencia. Un café frío le proporcionó un excelente motor de arranque. En su Rolex saltó la fecha. Feliz cumpleaños: cumples cuarenta y seis y no lo parece.

DOCUMENTO ANEXO: 21/2/62. Conversación parcial por un micrófono conectado al puesto de escucha móvil. Transcripción efectuada por Fred Turentine. Copias en cinta y por escrito a: P. Bondurant, W. Littell.

21.14 h., 19 de febrero de 1962. L. Sands y B. Jahelka entran en la casa (el objetivo y su séquito han llegado a las 20.03). El ruido del tráfico en la autopista de la costa es responsable de las interferencias y de largas pérdidas de continuidad. La visita de B. Jahelka está sincronizada por reloj y seguida en directo.

Código de iniciales:

BJ: Barb Jahelka. LS: Lenny Sands. PL: Peter Lawford. HD1: hombre desconocido número 1. HD2: hombre desconocido número 2. MD 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7: mujeres desconocidas números 1 al 7. JFK: John F. Kennedy. RFK: Robert F. Kennedy. (Nota: creo que HD1 y HD2 son agentes del Servicio Secreto.)

21.14-21.22: ininteligible.

21.23-21.26: voces superpuestas. Se reconoce la voz de BJ, sólo saludos convencionales. (Creo que la estaban presentando a las MD 1-7. Adviértanse las risillas agudas en las copias de la cinta.)

21.27-21.39: BJ y PL.

PL (conversación ya iniciada): Destacas entre toda esta gente, Barb.

BJ: ¿Por mi belleza o por mi estatura?

PL: Por ambas razones.

BJ: No seas ridículo.

MD3: Hola, Peter.

PL: Hola, muñeca.

MD6: Peter, me encanta esa mata de pelo del Presidente.

PL: Dale un tirón. No te morderá.

MD3, MD6: (risas).

BJ: ¿Son artistas o busconas?

PL: La rubia aclarada es camarera en el Sip n’ Surf de Malibú. Las demás son coristas del Dunes. ¿Ves esa morena de los «pulmones» grandes?

BJ: La veo.

PL: Toca la flauta de carne en la orquesta todo chicas de Frank Sinatra.

BJ: Muy divertido.

PL: Divertido, no, porque Bobby ha hecho que Jack se distancie de Frank. Frankie construyó un helipuerto en su casa de Palm Springs para que Jack pudiera visitarlo, pero ese cabronazo remilgado de Bobby ha conseguido que Jack le vuelva la espalda porque es amigo de algún gángster. Míralo: ¿no es un mierdecita de aspecto vil?

BJ: Tiene los dientes salientes.

PL: Que nunca tocan a una mujer.

BJ: ¿Insinúas que es marica?

PL: Sé de buena tinta que sólo jode con su esposa, que siempre lo hace en la posición tradicional y que sólo lo hace con Ethel con intenciones procreadoras. ¿No es un mierdecita de aspecto vil?

MD2: ¡Peter! ¡Acabo de conocer al Presidente ahí fuera, en la playa!

PL: Estupendo. ¿Y ya se la has mamado?

MD2: Eres un cerdo.

PL: ¡Oinc! ¡Oinc!

BJ: Me parece que necesitas una copa.

PL: Y a mí me parece que tú necesitas una lobotomía. ¡Oh, Barb, vamos! Sólo te propuse que te acostaras con Frank una noche.

BJ: No es mi tipo.

PL: Él podría haberte ayudado. Y seguro que habría alejado de tu vida a ese desgraciado de Joey…

BJ: Joey y yo tenemos una historia. Me libraré de él cuando llegue el momento adecuado.

PL: De mí te libraste pronto. Y Frank estaba muy interesado en ti, muñeca. Notó que escondías algo y sé de buena tinta que contrató a un detective privado para descubrir de qué se trataba.

BJ: ¿Te contó qué descubrió?

PL: La palabra es «mamá». La jodida clave es…

MD1: ¡Oh, Dios, Peter, acabo de conocer al Presidente!

PL: Estupendo. ¿Le has chupado la polla?

BJ, MDI, MD7: (ininteligible)

PL: ¡Oinc! ¡Oinc! ¡Oinc! ¡Soy un cerdito presidencial!

21.40-22.22: ininteligible. Las interferencias indican que los hombres del Servicio Secreto han instalado sus aparatos y efectúan sus escuchas desde líneas telefónicas privadas.

22.23-22.35: conversación ininteligible. BJ (de pie junto al aparato de alta fidelidad), hablando con MD 1, 3 y 7. (Alguien debería haberla advertido que evitara los electrodomésticos ruidosos y los tocadiscos.)

22.36-22.41: BJ en el baño (reconocible por los sonidos de la cisterna y de un grifo).

22.42-22.49: ininteligible.

22.50-23.04: BJ y RFK.

BJ (conversación ya iniciada): Es una moda y estas cosas hay que agarrarlas antes de que lleguen a la cresta de la ola y luego dejarlas antes de que se desinflen, para no quedar como una perdedora.

RFK: Entonces, supongo que se puede decir que el twist es como la política.

BJ: Se puede decir. Desde luego, el común denominador es el oportunismo.

RFK: Se lo habrán dicho muchas veces, pero no habla usted como una ex corista.

BJ: ¿Ha conocido a muchas de ellas?

RFK: A unas cuantas, sí.

BJ: ¿Cuando investigaba a los gángsters?

RFK: No. Cuando me las presentaba mi hermano.

BJ: ¿Y esas chicas tenían algún común denominador?

RFK: Sí. La accesibilidad.

BJ: En eso debo darle la razón.

RFK: ¿Es usted pareja de Lenny Sands?

BJ: No salimos. Sólo me ha acompañado a la fiesta.

RFK: ¿Qué contó de la reunión?

BJ: No me dijo «ven a conocer el harén», si es a eso a lo que se refiere.

RFK: Entonces habrá advertido la elevada proporción de mujeres con relación a los hombres.

BJ: Ya sabe que sí, señor Kennedy.

RFK: Olvide eso de «señor Kennedy». Tutéame y llámame Bob.

BJ: Está bien, Bob.

RFK: Supongo que, si conoces a Peter y a Lenny, ya sabes cómo van ciertas cosas.

BJ: Creo que te sigo.

RFK: Estoy seguro de ello. Sólo lo digo porque conozco a Lenny desde hace mucho y esta noche lo encuentro apagado y nervioso como no lo había visto nunca. Detesto pensar que Peter lo haya incitado a…

BJ: Peter no me cae bien. Tuvimos una aventura hace unos años y rompí con él cuando comprobé que, en realidad, no era más que un adulador y un chulo. He venido a la fiesta porque Lenny necesitaba pareja y he pensado que sería agradable pasar una fría noche de invierno en la playa y, quizá, tener la oportunidad de conocer al Fiscal General y al Presidente de Estados Unidos…

RFK: Por favor, no quería ofenderte…

BJ: No me has ofendido.

RFK: Cuando me dejo convencer para asistir a fiestas como ésta, me descubro comprobando las anomalías desde el punto de vista de la seguridad. Cuando la anomalía es una mujer… en fin, ya entiendes a qué me refiero.

BJ: En vista de las mujeres que hay aquí, me alegro de ser una anomalía.

RFK: Estoy aburrido y un par de copas por encima de mi límite; normalmente, no hablo de temas tan personales con una persona que acabo de conocer.

BJ: ¿Quieres oír un buen chiste?

RFK: Claro.

BJ: ¿Qué decía Pat Nixon de su marido?

RFK: No lo sé.

BJ: Richard era un extraño compañero de cama mucho antes de que entrara en política.

RFK (entre risas): ¡Vaya, es buenísimo! Tengo que contárselo a…

Ininteligible (un avión sobrevolando el lugar). El resto de la conversación entre BJ y RFK se pierde por culpa de la estática.

23.05-23.12: la música y el ruido de coches indican que BJ recorre la casa y que la gente deja la fiesta.

23.13-23.19: BJ hablando directamente al micrófono. (Es preciso decirle que no lo haga. Es un riesgo de seguridad.)

BJ: Estoy en la terraza que da a la playa. Estoy sola y hablo en voz baja para que la gente no oiga lo que digo y no me tome por loca. Todavía no he conocido al Gran Hombre, pero me he dado cuenta de que se fijaba en mí y le daba un codazo a Peter como si le preguntara quién era esa pelirroja. Aquí fuera hace frío, pero he cogido un abrigo de visón de un armario y ahora estoy calentita y a gusto. Lenny está bebido pero creo que procura pasárselo bien. Ahora está de compadreo con Dean Martin. El Gran Hombre está en el dormitorio de Peter con dos rubias. He visto a Bobby hace unos minutos. Estaba saqueando el frigorífico como si estuviera famélico. Los hombres del Servicio Secreto se dedican a hojear un montón de revistas Playboy. Se nota que piensan, «Vaya, me alegro de que no saliera elegido ese soso de Dick Nixon». Alguien está fumando un cigarrillo de marihuana en la playa y me parece que el juego a emplear aquí es el de ponerlo difícil. Creo qué él se encargará de buscarme. He oído a Bobby decirle a uno de los agentes secretos que el Gran Hombre no pensaba marcharse hasta la una. Eso me da algún tiempo. Lenny y Bobby le han enseñado mi infame desplegable para la revista Nugget de noviembre de 1956. El Gran Hombre mide un metro ochenta y poco; con mis zapatos planos, me sacará unos dedos. Debo decir que, dejando aparte toda esa basura de Hollywood, éste es uno de esos momentos que las chicas recogen en su diario. Por otra parte, he rechazado tres invitaciones a bailar el twist porque he pensado que podía romper el micrófono. ¿Han oído eso? La puerta del dormitorio que tengo a mi espalda acaba de cerrarse y las dos rubias han dejado la habitación entre risitas. Voy a callar un rato.

23.20-23.27: silencio. (El ruido de las olas indica que BJ ha permanecido en la terraza.)

23.28-23.40: BJ y JFK.

JFK: Hola.

BJ: ¡Dios mío!

JFK: Se equivoca. Pero gracias de todos modos.

BJ: ¿Qué tal, «Hola, señor Presidente»?

JFK: Mejor, «Hola, Jack». De tú.

BJ: Hola, Jack.

JFK: ¿Cómo te llamas?

BJ: Barb Jahelka.

JFK: Ese apellido no encaja con tus facciones.

BJ: El mío de nacimiento es Lindscott. Trabajo con mi ex marido, de modo que conservo el apellido de casada.

JFK: Eso de Lindscott, ¿es irlandés?

BJ: Es una degeneración anglogermana.

JFK: Todos los irlandeses son degenerados: bastardos, lunáticos y borrachos.

BJ: ¿Puedo citar eso?

JFK: Cuando me hayan reelegido. Apúntalo en el libro de citas de John F. Kennedy, a continuación de «No preguntes qué puede hacer tu país por ti…».

BJ: ¿Puedo hacer una pregunta?

JFK: Claro.

BJ: ¿Ser el Presidente de Estados Unidos es la mayor juerga que puede correrse un hombre?

JFK (tras una larga carcajada): Desde luego que sí. Sólo el reparto de personajes secundarios ya merece la pena el precio de la entrada.

BJ: ¿Por ejemplo?

JFK: Ese patán de Lyndon Johnson. O Charles de Gaulle, que lleva una vara metida por el culo desde el año 1910. O ese merodeador de retretes, J. Edgar Hoover. O esos chiflados exiliados cubanos con los que ha estado tratando mi hermano, el ochenta por ciento de los cuales son basura barriobajera. O Harold Macmillan, que define el mundo como…

HD2: Disculpe, señor Presidente.

JFK: ¿Sí?

HD 1: Tiene una llamada.

JFK: Responda que estoy ocupado.

HD2: Es el gobernador Brown.

JFK: Dígale que yo lo llamaré.

HD 1: Sí, señor.

JFK: ¿Y bien, Barb, votaste por mí?

BJ: Estaba de gira, así que no tuve ocasión…

JFK: Podrías haber votado por correo.

BJ: No se me ocurrió.

JFK: ¿Qué es más importante, el espectáculo o mi carrera?

BJ: El espectáculo.

JFK (con una risa sostenida): Disculpa mi ingenuidad. Cuando uno hace una pregunta estúpida…

BJ: Ha sido, más bien, una respuesta sincera a una pregunta clara.

JFK: Es cierto. Mi hermano dice que estás demasiado bien cualificada para esta fiesta, ¿sabes?

BJ: Bob se comporta como si estuviera en los barrios bajos.

JFK: Un comentario muy perspicaz.

BJ: Tu hermano no ganará nunca un centavo al póquer.

JFL: Lo cual constituye uno de sus puntos fuertes. Bien, ¿y qué sucederá cuando pase de moda ese estúpido baile que haces en escena?

BJ: Tendré ahorrado suficiente dinero para montarle a mi hermana una franquicia de Bob’s Big Boy en Tunnel City, Wisconsin.

JFK: Yo me llevé Wisconsin.

BJ: Ya lo sé. Mi hermana votó por ti.

JFK: ¿Y tus padres?

BJ: Mi padre ha muerto. Mi madre odia a los católicos, de modo que votó por Nixon.

JFK: Un voto para cada uno; no está mal. Por cierto, llevas un visón espléndido.

BJ: Lo he cogido prestado de un armario.

JFK: Entonces, debe de ser una de las seis mil pieles que mi padre ha comprado a mis hermanas.

BJ: Leí lo de la enfermedad de tu padre. Me dio mucha pena.

JFK: No te la dé. Es demasiado diablo para morir. Y, por cierto, ¿viajas con esa revista de la que me ha hablado Peter?

BJ: Constantemente. De hecho, salgo el día 27 para una gira por la Costa Este.

JFK: ¿Querrías comunicar tu itinerario a la Secretaría de la Casa Blanca? Podríamos cenar juntos, si coincidimos en alguna ocasión.

BJ: Me encantaría. Llamaré.

JFK: Hazlo, por favor. Y llévate ese visón. Tú lo realzas como jamás podría hacerlo mi hermana.

BJ: No podría…

JFK: Insisto. Ella no lo echará de menos, te lo aseguro.

BJ: Está bien.

JFK: Normalmente no saqueo los armarios de los demás, pero quiero que te lo quedes.

BJ: Gracias, Jack.

JFK: De nada. Y ahora lo siento, pero tengo que hacer unas llamadas.

BJ: Hasta la próxima ocasión, pues.

JFK: Sí. Así es como hay que tomarlo.

HD 1: ¿Señor Presidente?

JFK: Está bien, ya voy.

23.41-00.03: silencio. (El ruido de olas indica que BJ ha permanecido en la terraza.)

00.03-00.09: voces confusas y ruido de música. (Evidentes señales de despedidas.)

00.10: BJ y LS abandonan la fiesta. Finalización de la grabación: 00.11 del 20 de febrero de 1962.

DOCUMENTO ANEXO: 4/3/62. Transcripción de una grabación tomada con un micrófono en una habitación del hotel Carlyle. Transcrita por Fred Turentine. Copias en cinta y por escrito a: P. Bondurant, W. Littell.

BJ llamó al puesto de escucha para decir que se encontraría con el objetivo para «cenar». Se le dieron instrucciones de abrir y cerrar dos veces la puerta del dormitorio para activar el micro. Grabación iniciada a las 20.09. Iniciales empleadas: BJ, Barb Jahelka. JFK, John F. Kennedy.

20.09-20.20: actividad sexual. (Ver copia de la cinta. Sonido de alta calidad. Voces reconocibles.)

20.21-20.33: conversación.

JFK: ¡Ah, Señor!

BJ: Mmm…

JFK: Apártate un poco. Quiero quitarme un poco de presión de la espalda.

BJ: ¿Qué tal así?

JFK: Mejor.

BJ: ¿Quieres un masaje en la espalda?

JFK: No. No puedes hacer nada que no se haya probado ya.

BJ: Gracias. Y me alegro de que me llamaras.

JFK: ¿De qué te he librado?

BJ: De un par de funciones en el Rumpus Room de Passaic, New Jersey.

JFK: ¡Oh, Señor!

BJ: Pregúntame algo.

JFK: De acuerdo. ¿Dónde tienes el abrigo de visón que te di?

BJ: Mi ex marido lo vendió.

JFK: ¿Le permitiste hacerlo?

BJ: Es el juego que nos llevamos.

JFK: ¿Qué significa eso?

BJ: Sabe que voy a dejarlo pronto. Estoy en deuda con él, de modo que se aprovecha cuando tiene alguna oportunidad de hacerlo.

JFK: ¿Es una deuda muy grande, pues?

BJ: Mucho.

JFK: Lo que cuentas me interesa. Continúa.

BJ: No son más que recuerdos penosos de Tunnel City, Wisconsin, hacia 1948.

JFK: Me gusta Wisconsin.

BJ: Ya lo sé. Te llevaste ese estado.

JFK (entre risas): Eres muy lista. Pregúntame algo.

BJ: ¿Quién es el mayor cabrón de la política norteamericana?

JFK (entre risas): Esa reina de los retretes, J. Edgar Hoover, que se va a jubilar el 1 de enero de 1965.

BJ: No había oído nada al respecto…

JFK: Ya lo oirás.

BJ: Entiendo. Primero tienes que salir reelegido, ¿no es eso?

JFK: Vas aprendiendo. Ahora, cuéntame más de Tunnel City, Wisconsin, en 1948.

BJ: Ahora, no.

JFK: ¿Por qué?

BJ: Te estoy tentando para que lo nuestro se prolongue.

JFK (entre risas): Conoces a los hombres…

BJ: Te aseguro que sí.

JFK: ¿Quién te enseñó? Al principio, me refiero.

BJ: La población adolescente masculina de Tunnel City, Wisconsin, al completo. No pongas esa cara de sorpresa. El número total de muchachos era de once.

JFK: Sigue.

BJ: No.

JFK: ¿Por qué?

BJ: Dos segundos después de hacer el amor, has mirado el reloj. Me parece que la mejor manera de retenerte en la cama es desgranar mi biografía.

JFK (entre risas): Tú puedes contribuir a la mía. Puedes decir que John F. Kennedy cortejaba a las mujeres con un sándwich club del servicio de habitaciones y polvos rápidos.

BJ: Ha sido un sándwich club estupendo.

JFK (entre risas): Eres lista y cruel.

BJ: Pregúntame algo.

JFK: No. Pregúntame tú.

BJ: Háblame de Bobby.

JKF: ¿Por qué?

BJ: En la fiesta de Peter me pareció que recelaba de mí.

JFK: Bobby es receloso en general, porque está nadando en esa cloaca legal con Jimmy Hoffa y la Mafia y todo eso empieza a afectarlo. Mi hermano sufre de una especie de enfermedad ocupacional del policía. Un día es Jimmy Hoffa y un fraude inmobiliario en Florida. Al siguiente, es la deportación de Carlos Marcello. Ahora es Hoffa y el caso de los taxis de la Test Fleet, en Tennessee, y no me preguntes qué significa eso porque no soy abogado y no comparto la necesidad de Bobby por perseguir y erradicar.

BJ: Bobby es más duro que tú, ¿verdad?

JFK: Sí que lo es. Y, como le dije a una chica hace algunos años, es auténticamente apasionado y generoso.

BJ: Pero tú vuelves a mirar el reloj…

JFK: Tengo que irme. Me esperan en las Naciones Unidas.

BJ: Buena suerte, pues.

JFK: No la necesitaré. La Asamblea General es una colección de idiotas. Repitamos esto, Barb. Me lo he pasado estupendamente.

BJ: Yo, también. Y gracias por el sándwich club.

JFK (entre risas): Hay más de donde ha salido éste.

Un único portazo desactiva el micrófono. Fin de la transcripción: 20.34 horas, 3 de marzo de 1962.

DOCUMENTO ANEXO: 9/4/62. Transcripción de una grabación tomada con un micrófono en una habitación del hotel Carlyle. Transcrita por Fred Turentine. Copias en cinta y por escrito a: P. Bondurant, W. Littell.

BJ llamó al puesto de escucha a las 16.20. Dijo que iba a encontrarse con el objetivo para «cenar», a las 17.30. Grabación en marcha desde las 18.12. Iniciales utilizadas: BJ, Barb Jahelka. JFK: John F. Kennedy.

18.13-18.25: actividad sexual. (Ver copia de la cinta. Sonido de alta calidad. Voces reconocibles.)

20.21-20.33: conversación.

BJ: ¡Ah, Señor!

JFK: La última vez, eso lo dije yo.

BJ: Esta vez ha sido mejor.

JFK (entre risas): Yo también lo he pensado. Pero he pensado que al sándwich club le faltaba clase.

BJ: Pregúntame algo.

JFK: ¿Qué sucedió en Tunnel City, Wisconsin, en 1948?

BJ: Me asombra que te acuerdes.

JFK: Sólo hace un mes, o así.

BJ: Lo sé, pero sólo fue un comentario casual…

JFK: Yo lo encontré provocativo.

BJ: Gracias.

JFK: Barb…

BJ: Está bien. El 9 de mayo, dejé plantado a Billy Kreuger. Billy se juntó con Tom McCandless, Fritzie Schott y Johnny Coates y decidieron darme una lección, pero yo estaba fuera del pueblo. Mis padres me habían llevado a una convención de nuestra comunidad religiosa, en Racine. Mi hermana Margaret se quedó en casa. Era muy rebelde y no había imaginado que las reuniones religiosas eran buenos lugares para conocer chicos.

JFK: Sigue.

BJ: Continuará.

JFK: ¡Oh, Dios! Detesto los misterios sin resolver.

BJ: La próxima vez.

JFK: ¿Cómo sabes que habrá una próxima vez?

BJ (entre risas): Sé qué clase de interés soy capaz de despertar.

JFK: Eres buena, Barb. Eres condenadamente buena.

BJ: Quiero ver si es posible conocer a un hombre en plazos de una hora al mes.

JFK: Tú nunca me harás una petición inconveniente, ¿verdad?

BJ: No. Claro que no.

JFK: Que Dios te bendiga.

BJ: ¿Crees en Dios?

JFK: Sólo para salvar las apariencias en público. Ahora, pregúntame algo.

BJ: ¿Tienes alguien que te busca mujeres?

JFK (entre risas): En realidad, no. Probablemente, Kemper Boyd es lo más parecido a eso, pero su presencia me pone un poco incómodo y por eso no lo he utilizado, en realidad, desde la toma de posesión.

BJ: ¿Quién es Kemper Boyd?

JFK: Un abogado del Departamento de Justicia. Te caería bien. Tiene un atractivo salvaje y es bastante peligroso.

BJ: ¿Estás celoso de él? ¿Por eso te sientes incómodo con él?

JFK: Me siento incómodo con él porque lo único que lamenta de veras ese Boyd es no ser un Kennedy, y ése es un sentimiento demasiado vulgar y desagradable como para que me inspire respeto. Ese hombre trata con esos exiliados de los bajos fondos por su trabajo para el Grupo de Estudio de Bobby y yo opino que, en ciertos aspectos, no es mejor que ellos. Simplemente, Boyd estudió en la facultad de Derecho de Yale, se pegó a mí y demostró ser útil.

BJ: Los proxenetas se hacen agradables a la autoridad. Fíjate en Peter, por ejemplo.

JFK: Kemper no tiene nada que ver con Peter Lawford, eso debo reconocerlo. Peter no tiene ningún alma que vender; Kemper vendió la suya a un precio bastante elevado y ni siquiera lo sabe.

BJ: ¿Cómo es eso?

JFK: No puedo entrar en detalles, pero dejó a la mujer con la que estaba comprometido para conseguir mis favores y los de mi familia. Verás, ese hombre procede de una familia adinerada, pero su padre lo perdió todo y se suicidó. Ahora está viviendo alguna desabrida fantasía acerca de mí y, cuando uno se da cuenta de ello, el tipo se hace difícil de soportar.

BJ: Cambiemos de conversación.

JFK: ¿Qué te parece si hablamos de Tunnel City, Wisconsin, en 1948?

BJ: Continuará.

JFL: ¡Mierda!

BJ: Me gustan las historias por capítulos.

JFK: A mí, no. De pequeño, detestaba los seriales.

BJ: Deberías instalar un reloj de pared en esta habitación. Así no tendrías que echar miradas a hurtadillas a tu muñeca.

JFK: Eres muy despierta. Pásame los pantalones, ¿quieres?

BJ: Aquí tienes.

Un portazo desactiva el micrófono. Fin de la transmisión: 18.33 horas, 8 de abril de 1962.