(Anniston, 11/4/61)
Listas de votantes e informes de impuestos de capitación. Resultados de pruebas de alfabetización y declaraciones de testigos. Cuatro paredes forradas de corchos rebosantes de papeles: represión sistemática en documentos mecanografiados, negro sobre blanco.
La habitación del hotel era pequeña y deslustrada. El motel Wigwam no era precisamente el St. Regis.
Kemper redactó una acusación de obstrucción del derecho a voto. Un examen de alfabetización y la declaración de un testigo formaban su base probatoria.
Delmar Herbert Bowen era un varón negro, nacido en 14/6/19 en Anniston, Alabama. Sabía leer y escribir y se calificaba de «gran aficionado a la lectura».
El 15/6/40, el señor Bowen intentó registrarse para votar. El encargado del registro le preguntó si sabía leer y escribir.
El señor Bowen demostró que sí sabía. El encargado le hizo entonces preguntas escogidas, relativas todas ellas a cálculo avanzado. El señor Bowen no supo responderlas y, por esa razón, se le negó el derecho al voto.
Kemper estudió la prueba de alfabetización y determinó que el funcionario de Anniston había manipulado los resultados. El hombre decía que el señor Bowen no era capaz de deletrear «perro» y «gato» y que tampoco sabía que el coito precipita el parto.
Juntó los documentos con un clip. El trabajo lo aburría. El mandato de los Kennedy para hacer que se respetasen los derechos civiles no daba suficiente juego para su gusto.
Su mandato era una muestra de la diplomacia de las cañoneras. Tomó un bocadillo en un local de comidas recalentada. En el barrio negro, por el simple gusto de hacerlo.
Un bromista lo llamó «amigo de los negros». Kemper lo molió a golpes de judo.
La noche anterior habían hecho unos disparos contra su puerta y un negro le había contado que el Klan había quemado una cruz a poca distancia de allí.
Kemper ultimó el informe sobre Bowen. Lo hizo deprisa; tenía que reunirse con John Stanton en Miami en el plazo de tres horas.
Las llamadas telefónicas le entorpecieron la mañana y retrasaron su trabajo. Bobby llamó para pedir unos datos sobre una declaración; Littell también lo hizo, para dejar caer su bomba atómica más reciente.
Ward había entregado los libros del fondo a Carlos Marcello. Pete Bondurant había sido testigo de la transacción. Al parecer, Marcello se había tragado la tortuosa historia urdida por Littell.
—Pero hice copias, Kemper —explicó Ward—. Y las declaraciones sobre tu infiltración y sobre las fechorías de Joe Kennedy siguen a buen recaudo. Y te agradeceré que aconsejes a Le Grand Pierre que no me mate.
Boyd llamó a Pete inmediatamente.
—No mates a Littell ni le cuentes a Carlos que la historia es falsa —le dijo.
—Reconóceme que tengo un poco de cerebro —fue la réplica de Pete—. Llevo tanto tiempo como tú metido en este juego.
Littell los había burlado. No era una pérdida muy grave: los libros serían siempre una posible fuente de ingresos.
Kemper engrasó su arma. Bobby sabía que la llevaba… y se reía de ello por pretencioso.
La llevó al Discurso Inaugural. Encontró a Bobby en la ruta del desfile y le dijo que había cortado con Laura definitivamente.
Encontró a Jack en una recepción en la Casa Blanca. Lo llamó «señor Presidente» por primera vez. El primer decreto presidencial de Jack fue éste: «Búscame unas chicas para esta noche, más tarde.»
Kemper se dio prisa en encontrar a las chicas, dos estudiantes de Georgetown. El presidente Jack le dijo que retuviera a las chicas para unos revolcones rápidos a última hora. Kemper las ocultó en las habitaciones de invitados de la Casa Blanca. Jack lo sorprendió bostezando y echándose agua a la cara para despejarse.
Eran las tres de la madrugada y las galas de Inauguración solían prolongarse hasta después del amanecer.
Jack sugirió tomar un estimulante. Se encaminaron al Despacho Oval y vio a un médico que preparaba unas ampollas y unas jeringas hipodérmicas.
El Presidente se subió la manga. El doctor lo pinchó. John F. Kennedy puso una expresión auténticamente orgásmica.
Kemper se subió la manga. El doctor le inyectó el fármaco. Una explosión en su interior lo disparó como un cohete.
El viaje duró veinticuatro horas.
Transcurrido ese plazo más o menos, el tiempo y el espacio adquirieron coherencia nuevamente.
El ascenso de Jack se convirtió en el suyo. Esta sencilla verdad resultaba prometedoramente clara. El tiempo y el espacio estaban obligados con un tal Kemper Cathcart Boyd. En aquel sentido, él y Jack eran indistinguibles.
Trabó conversación con una de las antiguas amantes de Jack e hizo el amor con ella en el Willard. Describió el momento a senadores y taxistas. Judy Garland le enseñó a bailar el twist.
El viaje quedó atrás y le dejó ganas de repetir, pero comprendió que con ello sólo convertiría en vulgar aquel gran momento.
Sonó el teléfono. Kemper terminó de cerrar la bolsa con el equipaje para un viaje corto y descolgó.
—Aquí Boyd.
—Kemper, soy Bob. Tengo al Presidente aquí, conmigo.
—¿Quiere que le repita esas últimas informaciones que he traído?
—No. Te necesitamos para que nos ayudes en una especie de fallo en las comunicaciones.
—¿Respecto a qué tema?
—Cuba: Comprendo que sólo estás al corriente de ciertos recientes acontecimientos de manera informal, pero aun así pienso que eres el hombre más adecuado para esto.
—¿Para qué? ¿De qué estamos hablando?
Bobby resopló, exasperado.
—¡De ese proyecto de invasión por parte de los exiliados! —exclamó—. No sé si has oído algo de eso o no. Richard Bissell acaba de pasar por mi despacho y me ha dicho que la CIA está en ascuas y que sus cubanos se muestran más que impacientes. Ya tienen escogido el punto clave para el desembarco. Un lugar llamado Playa Girón, o Bahía de Cochinos.
Esto era una novedad. Stanton no le había contado que en Langley habían decidido ya el emplazamiento.
—No veo cómo puedo ayudar —respondió con fingido desconcierto—. Ya sabe que no conozco a nadie en la CIA.
—Bobby ignoraba que el asunto estuviera tan adelantado, Kemper. —Jack se había puesto al teléfono—. Allen Dulles nos habló del tema antes de la toma de posesión, pero no hemos vuelto a tratarlo desde entonces. Entre mis consejeros hay división de opiniones sobre esta condenada cuestión.
Kemper se colocó la sobaquera.
—Lo que necesitamos es una valoración independiente de la preparación de los exiliados —dijo Bobby al otro lado de la línea.
—Claro —respondió Kemper con una carcajada—. Porque si la invasión fracasa y se sabe que la Casa Blanca ha respaldado a los presuntos «rebeldes», los Kennedy quedarán expuestos a la censura de la opinión mundial.
—Lo has expuesto con mucha claridad —dijo Bobby.
—Y precisión —añadió Jack—. Debería haber confiado el tema a Bobby hace varias semanas, pero está tan ocupado persiguiendo gángsters… Kemper…
—¿Sí, señor Presidente?
—Estoy dudando si marcar una fecha, y Bissell me está presionando para que lo haga. Sé que has hecho todo ese trabajo anticastrista para el señor Hoover y que por tanto estás un poco al corriente, al menos…
—Estoy un poco al corriente de lo que sucede en Cuba. Sí. Por lo menos, desde el punto de vista de un grupo procastrista.
Bobby hizo chasquear el látigo.
—Cuba siempre ha sido una especie de fijación para ti, así que ve a Florida y saca algo positivo de ello. Visita los campos de entrenamiento de la CIA y date una vuelta por Miami. Llámanos y dinos si crees que la operación tiene alguna posibilidad de éxito. Y hazlo deprisa, maldita sea.
—Saldré ahora mismo. Tendré un informe dentro de cuarenta y ocho horas.
John casi se muere de risa. Kemper estuvo a punto de llamar a un cardiólogo.
Estaban en la terraza privada de Stanton. Langley le había permitido subir de categoría y alojarse en el Fontainebleau; vivir en una suite de hotel era contagioso.
En Collins Avenue soplaba la brisa. A Kemper le dolía la garganta y repitió la conversación telefónica imitando el deje bostoniano de Jack.
—John…
Stanton recobró el aliento.
—Lo siento —dijo—, pero nunca pensé que la indecisión presidencial pudiera ser tan divertida, joder.
—¿Qué crees que debo decirle?
—¿Qué te parece que «la invasión le garantizará la reelección»?
Kemper respondió con una carcajada.
—Me queda un poco de tiempo libre en Miami. ¿Alguna sugerencia?
—Sí, dos.
—Dime, pues. Y cuéntame por qué querías verme cuando sabías que estaba abrumado de trabajo en Alabama.
Stanton sirvió un whisky corto con agua.
—Ese trabajo sobre los derechos civiles debe de ser un fastidio.
—En realidad, no.
—El voto de los negros me parece una bendición a medias. ¿No resulta fácil manipularlos?
—Yo diría que son ligeramente menos maleables que nuestros cubanos. Y considerablemente menos inclinados a la delincuencia.
—Basta. No me hagas reír otra vez —suplicó Stanton con una sonrisa.
Kemper apoyó los pies en la barandilla.
—Creo que unas cuantas carcajadas te sentarían bien. Langley te está echando a perder. Y ya estás bebiendo a la una de la tarde.
—Eso es cierto —reconoció Stanton—. Todo el mundo, desde el señor Dulles para abajo y yo entre ellos, querría que la invasión empezara dentro de cinco minutos. Y para responder a tu pregunta inicial, quiero que pases las próximas cuarenta y ocho horas elaborando informes de inteligencia, pero que parezcan realistas, sobre la preparación de las tropas para presentarlos al Presidente, y quiero que patrulles previamente el territorio de nuestro grupo de elite con Fulo y Néstor Chasco. Miami es nuestra mejor fuente de información a ras de calle y quiero que evalúes hasta qué punto y con qué precisión se han extendido entre la comunidad cubana los rumores relativos a la invasión.
—Me pondré a ello ahora mismo. —Kemper preparó un gin tonic—. ¿Había algo más?
—Sí. La Agencia quiere establecer un «gobierno cubano en el exilio», que se alojaría en Blessington durante la invasión. Es una medida sobre todo cosmética, pero es preciso que tengamos algo parecido a un liderazgo escogido por consenso y preparado para instalarse en el poder si conseguimos echar a Castro en un plazo de, digamos, tres o cuatro días desde el inicio de la operación.
—¿Y quieres mi opinión de quién ha de ser el designado?
—Exacto. Sé que no estás muy informado sobre la política del exilio, pero se me ha ocurrido que tal vez has recogido alguna opinión entre los cubanos del grupo.
Kemper fingió que se sumía en profundas reflexiones. Un momento más. Que esperase…
—¡Oh, vamos! —Stanton levantó las manos—. No te he dicho que entraras en trance, maldita sea…
Kemper salió de su lapsus bruscamente, con los ojos brillantes y lleno de energía:
—Queremos gente de extrema derecha susceptible de trabajar con Santo y nuestros demás amigos de la Organización. Queremos un líder que sepa mantener el orden, y la mejor manera de recuperar la economía cubana es hacer que los casinos funcionen con un buen margen de beneficios. Si Cuba sigue siendo inestable o los Rojos se apoderan de ella otra vez, tenemos que estar en situación de pedir la colaboración financiera de la Organización.
Stanton entrecruzó los dedos en torno a una rodilla.
—Esperaba algo un poco más profundo de Kemper Boyd, el reformador de los derechos civiles. Y estoy seguro de que sabes que las donaciones de nuestros amigos italianos sólo significan un pequeño porcentaje frente a nuestro presupuesto legal, dotado por el gobierno.
—La solvencia de Cuba depende del turismo norteamericano —apuntó Kemper con un encogimiento de hombros—. La Organización puede ayudar a consolidar ese aspecto. La United Fruit está fuera de la isla en este momento y sólo un derechista sobornable estaría dispuesto a desnacionalizar sus propiedades.
—Continúa. Estás cerca de convencerme.
—Carlos está en el campamento de Guatemala con mi amigo, el abogado. —Kemper se puso en pie—. Chuck lo llevará en avioneta a Luisiana dentro de unos días y lo ocultará allí, y he oído que Carlos es más favorable a los exiliados a cada día que pasa. Apuesto a que la invasión tendrá éxito, pero estoy seguro de que el caos reinará en la isla durante cierto tiempo. Quienquiera que instalemos en el poder, caerá bajo la intensa presión pública, lo cual significa responsabilidades públicas, y los dos sabemos que la Agencia será sometida a una estrecha vigilancia que limitará nuestra capacidad de desmentir la intervención en todos los asuntos relativos a acciones encubiertas. Entonces necesitaremos a nuestro grupo de elite; probablemente, necesitaremos media docena más de grupos tan crueles y autónomos como el nuestro. Y necesitaremos financiarlos con fondos privados. Nuestro nuevo líder necesitará una policía secreta y la Organización se la proporcionará y, si titubea en su posición pronorteamericana, lo eliminará.
Stanton se levantó de la silla. Sus ojos, de puro brillantes, parecían casi febriles.
—No he dado el sí definitivo, pero me has convencido. Tu oratoria no ha sido tan florida como la de tu chico en el discurso de toma de posesión, pero has sido mucho más astuto en el aspecto político.
Y MOVIDO POR EL INTERÉS…
—Gracias —le dijo Kemper—. Que me comparen con John F. Kennedy es un honor.
Fulo conducía. Néstor hablaba. Kemper observaba.
Recorrieron el territorio del grupo dando vueltas al azar. Se sucedieron los barrios de chabolas y las comunidades de viviendas baratas.
—Llevadme otra vez a Cuba —dijo Néstor—. Dispararé contra Castro desde un tejado. Me convertiré en el Simón Bolívar de mi país.
El Chevrolet de Fulo iba cargado de droga. El polvo escapaba de las bolsas de plástico y manchaba los asientos.
—Devolvedme a Cuba como boxeador —propuso Néstor—. Mataré a Fidel a golpes con mi gancho de derecha, como Kid Gavilán.
Unos ojos vítreos se volvieron hacia ellos: los yonquis de la zona conocían el coche. Los borrachos se acercaron a buscar unas monedas; Fulo era conocido por su buen corazón.
Fulo lo llamaba «el Nuevo Plan Marshall». Decía que sus propinas inspiraban servilismo.
Kemper observó.
Néstor se detuvo en los puntos de entrega y vendió papelinas ya preparadas. Fulo cubrió todas las transacciones con un fusil. Kemper observó.
Fulo advirtió una transacción de gente ajena al grupo frente a la licorería Lucky Time. Néstor roció a los traficantes con sal de roca expulsada por una carabina de calibre 12.
Los traficantes se dispersaron en todas direcciones. La sal le desgarraba a uno la ropa y le escocía a uno en la piel como mil demonios. Kemper observó.
—Devolvedme a Cuba como submarinista. Acabaré con Fidel con un fusil submarino.
Unos borrachos esquineros daban tragos a la botella. Unos adictos al pegamento aspiraban unos trapos. La mitad de las casas tenía algún automóvil desvencijado ante la verja del jardín.
Kemper observó. La radio emitía llamadas a taxis. Fulo dejó atrás Negrolandia y penetró en Poquito Habana.
Las facciones negras dieron paso a las morenas. El colorido del barrio cambió también, dominado por los tonos pastel.
Iglesias de fachada pastel. Clubes de baile y bodegas de fachada pastel. Hombres con guayaberas de brillantes tonos pastel.
Fulo siguió conduciendo. Néstor siguió hablando. Kemper siguió observando.
Pasaron junto a partidas de dados en aparcamientos. Pasaron junto a oradores encaramados a plataformas improvisadas. Pasaron junto a dos tipos que daban una paliza a un repartidor de panfletos pro Barbas.
Kemper observó.
Fulo avanzó por Flagler y gastó unos billetes en una charla callejera con unas prostitutas.
Una de las chicas decía que Castro era marica. Otra, que Fidel tenía un «chorizo» de un palmo. Todas las chicas querían saber una cosa: cuándo iba a producirse aquella gran invasión. Una de ellas dijo que había oído un rumor en Blessington. ¿No iba a ser la semana próxima?
Según una de las chicas, iban a lanzar una bomba A sobre Guantánamo. Nada de eso, intervino otra; sería en Playa Girón. Una tercera aseguró que pronto descenderían sobre La Habana los platillos volantes.
Fulo continuó la marcha. Néstor recogió la opinión de los cubanos que paseaban por Flagler. Todos habían oído rumores de la invasión y los compartieron con ellos gustosamente.
Kemper cerró los ojos y escuchó la retahíla de nombres en español rápido y fluido: La Habana, Playa Girón, Baracoa, Oriente, Playa Girón, Guantánamo, Guantánamo.
Kemper captó lo principal: la gente comentaba el asunto.
Los reclutas de permiso se iban de la lengua. Los hombres del grupo de elite de la Agencia hacían comentarios. Pero tales comentarios eran insinuaciones, tonterías, expresiones de deseos y verdades por insistencia: se especulaba con tantos lugares como punto de destino de la invasión que alguien tenía que acertar, por pura suerte.
Los comentarios constituían una filtración poco importante en el sistema de seguridad.
Fulo no parecía muy preocupado. Néstor quitó importancia al tema. Kemper calificó de «contenible» tal filtración.
Recorrieron las calles secundarias que desembocaban en Flagler. Fulo estuvo pendiente de las llamadas a los taxis. Néstor comentó en voz alta diversos modos de torturar a Fidel Castro. Kemper miró por la ventana y se deleitó con la vista.
Las chicas cubanas les mandaban besos. Las radios de los coches emitían música de mambo. Unos vagabundos tragaban apresuradamente unos melones empapados en cerveza.
Fulo despidió una llamada.
—Era Wilfredo —explicó—. Dice que Don Juan sabe algo de una venta de droga y que quizá deberíamos ir a verlo.
Don Juan Pimentel tenía una tos de tuberculoso. El recibidor de su casa estaba lleno de muñecas, modelos especiales de Barbies y Kens.
Kemper y sus acompañantes apenas pasaron del umbral de la puerta. Don Juan olía a ungüento pectoral mentolado.
—Puedes hablar delante del señor Boyd —le dijo Fulo—. Es un magnífico amigo de nuestra causa.
Néstor cogió una Barbie desnuda. La muñeca llevaba una peluca a lo Jackie Kennedy y tenía un vello púbico de estropajo de cocina. Don Juan tosió.
—Son veinticinco dólares por la historia y cincuenta por la historia y la dirección.
Néstor dejó la muñeca y torció el gesto. Fulo entregó a Don Juan dos billetes de veinte y uno de diez. El tipo se guardó el dinero en el bolsillo de la camisa.
—La dirección es 4980 Balustrol. Allí viven cuatro hombres del Directorio de Inteligencia cubano. Tienen un miedo tremendo a que vuestra invasión triunfe y que su suministro procedente de la isla quede… quede cortado, ¿no se dice así? Los tipos tienen en esa casa una cantidad enorme de papelinas con pequeñas cantidades, dispuestas para la venta con objeto de conseguir rápidamente dinero para, digamos, financiar su resistencia a vuestra resistencia. Tienen medio kilo de heroína listo para la venta en papelinas, que es como se obtiene el máximo rendimiento, ¿no se dice así?
—¿La casa está protegida? —preguntó Kemper con una sonrisa.
—No lo sé.
—¿A quién piensan vender el material?
—A cubanos no, desde luego. Yo diría que a los negritos y a los blancos pobres.
Kemper dio un ligero codazo a Fulo.
—¿El señor Pimentel es un informador fiable? —preguntó.
—Sí. Creo que sí.
—¿Es un anticastrista convencido?
—Sí, creo que sí.
—¿Confiarías en que no nos traicionase bajo ninguna circunstancia?
—Bueno… eso es difícil de…
Don Juan escupió en el suelo.
—¡Eres un cobarde! —dijo a Kemper—. ¿Por qué no me haces esas preguntas a la cara?
Kemper le lanzó un golpe de judo. Don Juan fue a dar contra una estantería de muñecas y cayó al suelo buscando aire con jadeos entrecortados.
Néstor le colocó un cojín sobre la cara. Kemper sacó su 45 y disparó a quemarropa.
El improvisado silenciador amortiguó el ruido. Una nube de plumas empapadas en sangre se esparció por la estancia.
Néstor y Fulo miraron a Kemper con expresión perpleja.
—Luego os lo explico —les dijo.
¡REBELDES RESCATAN CUBA!
¡LOS COMUNISTAS REPARTEN EL VENENO DE LA DROGA EN VORAZ VENGANZA!
¡HOLOCAUSTO POR LA HEROÍNA! ¡CASTRO, TRAFICANTE SATISFECHO!
¡DICTADOR DESESPERADO, AL EXILIO! ¡AUMENTAN LAS MUERTES POR LA DROGA!
Kemper escribió los titulares en una hoja de mensajes. A su alrededor, Tiger Kab era un torbellino de actividad: el turno de medianoche se disponía a entrar de servicio.
También redactó una nota de acompañamiento.
P.B.:
Haz que Lenny Sands escriba unos artículos para Hush-Hush que acompañen los titulares que adjunto. Dile que se dé prisa y que repase los periódicos de Miami de la semana pasada para encontrar los detalles. Que me llame si es necesario. Todo esto tiene que ver con la invasión, desde luego, y me da la impresión de que estamos muy cerca de fijar una fecha. Todavía no puedo comentar mi plan con detalle, pero creo que será de tu agrado. Si Lenny encuentra confusas mis órdenes, dile que extrapole a partir de los titulares en el inimitable estilo de Hush-Hush.
Sé que estás en algún lugar de Nicaragua o de Guatemala y espero que esta nota llegue a tu poder. Intenta pensar en Ward L. como en un colega. La coexistencia pacífica no siempre significa concesiones conciliadoras.
K.B.
Kemper estampó en el sobre: «C. ROGERS/PRÓXIMO VUELO/URGENTE.» Fulo y Néstor esperaron sin modificar su expresión de perplejidad. Boyd no les había dado la menor explicación de por qué había matado a Don Juan.
Santo Junior tenía como mascota un tiburón al que llamaba «Batista». El trío condujo hasta Tampa y arrojó a Don Juan a su piscina.
Kemper se encerró con un teléfono en el retrete de caballeros. Ensayó el tono de voz tres veces, con pausas y digresiones incluidas.
Llamó a la secretaria de Bobby y le dijo que pusiera en marcha el magnetófono. La mujer obedeció al instante, impulsada por su tono de urgencia perfectamente modulado.
Kemper se deshizo en efusivas alabanzas a la moral y la disposición para el combate de los exiliados. La CIA tenía un plan brillante. La seguridad de los momentos previos a la invasión era sensacional.
Divagó como un escéptico recién convertido. Introdujo en su perorata la retórica de la Nueva Frontera. Con su acento de Tennessee, transmitía el fanatismo del converso.
Con voz quebrada y temblorosa, la secretaria dijo que llevaría la cinta a Bobby inmediatamente.
Kemper colgó y salió al aparcamiento. Teo Páez se acercó y le entregó una nota.
Ward Littell ha llamado para decir que todo va bien en el asunto de C.M. El abogado de éste en Nueva York dice que unos agentes del Departamento de Justicia buscan a su cliente en Luisiana. W. Littell dice que C.M. debería quedarse un tiempo en el campamento de Guatemala o, por lo menos, fuera del país.
Ward Littell se iba recuperando de su caída en desgracia. Verdaderamente asombroso.
Sopló una ráfaga de viento. Kemper se desperezó sobre un capó a franjas atigradas y levantó la vista al cielo. La luna colgaba muy cerca. «Batista» tenía unos brillantes dientes blancos del mismo color.
Kemper dormitaba. Una cantinela lo despertó. YA YA YA YA YA YA… Sólo escuchó esa única palabra y nada más.
Los gritos eran entusiastas. La oficina de la centralita resonaba como una gigantesca cámara de ecos.
La fecha de la invasión había sido fijada. No podía tratarse de otra cosa.
Santo echó de comer a «Batista» filetes y pollo frito. La piscina era un vertedero de grasas de tamaño olímpico.
De un mordisco, «Batista» le arrancó la cabeza a Don Juan. Néstor y Fulo apartaron la mirada.
Kemper no. Empezaba a disfrutar más de lo debido con la muerte y la sangre.
(Territorio nicaragüense, 17/4/61)
¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS!
Seiscientos hombres repitieron el insulto al unísono. El estrado se estremeció bajo aquella palabra.
Los hombres saltaron a los vehículos de transporte y éstos, agrupados al máximo, tocándose los parachoques, se dirigieron al embarcadero.
¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS!
Pete observó. John Stanton, también. A bordo de un jeep, los dos patrullaron el emplazamiento y comprobaron que todo pasaba debidamente a la situación de «en marcha».
En el embarcadero, dispuesto para la marcha, había un buque de transporte de tropas de la Marina de Estados Unidos con el distintivo borrado. A bordo había lanchas de desembarco, morteros, granadas, fusiles, ametralladoras, equipos de radio, botiquines, repelente de insectos, mapas, munición y seiscientos preservativos (un psiquiatra de Langley preveía violaciones en masa como subproducto de la victoria).
Dispuestos para la marcha estaban los seiscientos rebeldes cubanos, atiborrados de bencedrinas.
Todo estaba preparado también en la pista aérea: dieciséis bombarderos B-26 levantarían el vuelo con el objetivo de aplastar la fuerza aérea operativa de Castro. Pete contempló los distintivos estadounidenses borrados; aquélla sería una operación no imperialista.
¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS!
La salmodia consiguió su objetivo. John Stanton hizo que la entonaran desde el toque de diana; el psiquiatra de la Agencia decía que la repetición incrementaba la valentía.
Pete se tragó unas bencedrinas de alto octanaje con un café. Podía verlo, sentirlo, olerlo…
Los aviones neutralizan la capacidad aérea de Castro. Zarpan los barcos: salidas escalonadas desde media docena de emplazamientos. Una segunda oleada aérea masacra a los milicianos rojos. El caos provoca la deserción en masa.
Los luchadores de la libertad alcanzan la playa.
Avanzan. Matan. Arrasan la vegetación. Se unen a los disidentes del interior y se apoderan de Cuba, debilitada por la droga y la campaña previa de propaganda.
Sólo esperaban a que Jack Espalda Jodida diera su autorización para el primer ataque aéreo. Todas las órdenes tenían que emanar del Mata de Pelo.
¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS!
Pete y Stanton continuaron patrullando la base en el jeep. En el tablero de instrumentos tenían instalada una radio de onda corta que facilitaba las comunicaciones entre puestos.
Tenían conexión directa con Guatemala, con la central de Tiger Kab y con Blessington. El alcance de la radio no llegaba más lejos. Sólo Langley tenía comunicación directa con la Casa Blanca.
Y llegó la orden: Jack autorizaba el envío de seis aviones.
Pete se sintió decepcionado. El tipo de la radio dijo que Jack prefería moverse con suma cautela.
De dieciséis a seis era una reducción tremenda, maldita fuera.
Continuaron la inspección de la base. Pete encadenaba un cigarrillo tras otro. Stanton acariciaba una medalla de san Cristóbal.
Tres días antes, Boyd le había enviado un mensaje con algunas órdenes crípticas para Lenny Sands y Hush-Hush. Había trasmitido la información a Lenny y éste había asegurado que se pondría a escribir el artículo enseguida.
Lenny siempre cumplía. Ward Littell siempre sorprendía.
Lo de la entrega de los libros de cuentas había sido soberbio. Su labor de adulación a Carlos era aún mejor.
Boyd los había alojado en el campamento guatemalteco. Marcello se apropió de una línea telefónica para él solo y se dedicó a llevar sus negocios ilegales por conferencia.
A Carlos le gustaba el marisco fresco. Le gustaba celebrar grandes cenas. Littell hizo transportar a Guatemala, por avión, quinientas langostas de Maine cada día.
Carlos convirtió a unos soldados excelentes en unos glotones a los que se les hacía la boca agua. Los convirtió en criados; unos guerrilleros del exilio perfectamente instruidos le abrillantaban los zapatos y le hacían los recados.
Boyd, responsable de la operación Marcello, había dado una orden terminante a Pete: DEJA EN PAZ A LITTELL.
La tregua entre Littell y Bondurant estaba impuesta por Boyd y era temporal.
Pete siguió encadenando cigarrillos. Cigarrillos y bencedrinas lo tenían sediento. Sus manos no paraban de hacer cosas que él no les ordenaba.
Continuaron su recorrido por la base. Stanton tenía las ropas tan empapadas de sudor que habría podido escurrirlas.
¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS!
Aparcaron junto al embarcadero y contemplaron las tropas que ascendían por la pasarela de embarque. Seiscientos hombres subieron por ella en apenas dos minutos.
La radio de onda corta crepitó. La aguja señaló la frecuencia de Blessington.
Stanton se colocó los auriculares y Pete encendió su enésimo cigarrillo del día. El transporte de tropas crujía y se mecía levemente. Un cubano gordo vomitaba por la popa.
Stanton informó a Pete.
—Nuestro gobierno en el exilio está organizado y Bissell, finalmente, ha dado el visto bueno a esos ultraderechistas que yo recomendé. Eso está bien; en cambio, esa charada del falso desertor que organizamos ha salido fatal. Gutiérrez aterrizó con el avión en Blessington, pero los periodistas a los que había invitado Dougie Lockhart reconocieron a Ramón y se pusieron a abuchear. No es grave, pero un fallo es un fallo.
Pete asintió. Le llegó un olor a vómitos, a agua de sentina y a grasa de seiscientos fusiles. Stanton se quitó los auriculares. De tanto frotarlo, su san Cristóbal había perdido el brillo.
Continuaron el recorrido. La visita de inspección era un absurdo despilfarro de carburante, producto de la bencedrina.
Por favor, Jack: envía más aviones. Da orden de que zarpen los barcos.
Pete estaba enfermo de impaciencia. Stanton parloteaba sin cesar sobre sus hijos.
Las horas se hicieron décadas. Pete repasó mentalmente las listas para no prestar oídos a Stanton. Listas de los hombres que había matado. De las mujeres con las que se había acostado. De las mejores hamburguesas de Los Ángeles y de Miami. De lo que estaría haciendo si no hubiera salido nunca de Quebec. De lo que estaría haciendo si no hubiera conocido nunca a Kemper Boyd.
Stanton manipuló la radio y captó unos informes.
Decían que el raid aéreo había fracasado. Los bombarderos apenas habían puesto fuera de combate el diez por ciento de la fuerza aérea de Fidel Castro.
Jack Espalda Jodida encajó mal la noticia y respondió como una niña: de momento, no habría segunda oleada de aviones.
Chuck Rogers se puso en contacto. Dijo que Marcello y Littell seguían en Guatemala y les proporcionó una información de última hora de la sección de noticias nacionales: ¡el FBI había invadido Nueva Orleans en respuesta a falsos avistamientos de Carlos!
Aquello era cosa de Boyd. Sin duda, imaginaba que unas llamadas telefónicas falsas desviarían la atención de Bobby y ayudarían a ocultar las huellas de Marcello.
Chuck despidió la comunicación. Stanton dejó a un lado los auriculares y mantuvo el oído atento a nuevas llamadas.
Los segundos se hicieron años. Los minutos, inacabables milenios.
Pete se rascó las pelotas hasta dejárselas peladas. Pete fumó hasta quedar ronco. Pete arrancó ramas de las palmeras a balazos, por el mero gusto de disparar contra algo.
Stanton dio por recibido un mensaje.
—Era Lockhart. Dice que nuestro gobierno en el exilio está a punto de llegar a las manos. Te necesitan en Blessington y Rogers viene de Guatemala para recogerte.
Se desviaron hacia la costa cubana. Chuck dijo que por eso no se prolongaba su plan de vuelo ni un minuto.
—¡Volemos bajo! —gritó Pete.
Chuck redujo altitud. Pete vio llamas desde unos quinientos metros de altitud y menos de un kilómetro de distancia.
Descendieron por debajo del nivel del radar y sobrevolaron la playa casi rozándola. Pete sacó los prismáticos por la ventana.
Vio los restos de un avión. Cubano y rebelde. Vio unos palmerales humeantes y unos camiones cisterna aparcados en la arena.
Las sirenas de alarma aérea ululaban a plena potencia. Los focos montados en los embarcaderos estaban encendidos, aunque todavía quedaba un rato para el crepúsculo.
En la playa, justo por encima de la línea de la marea alta, había instalados nidos de ametralladoras con una dotación completa y protegidos con sacos terreros.
El embarcadero estaba lleno de milicianos. Pete observó a aquellos pobres diablos con metralletas ligeras y guías de identificación de aviones.
El lugar que sobrevolaban estaba ciento veinte kilómetros al sur de Playa Girón. Aquella zona de playa ya estaba en alerta de combate. Si Bahía de Cochinos estaba fortificada de la misma manera, la invasión entera estaba jodida.
Pete oyó unos estampidos amortiguados. Después, unos pitidos como los de un pollito: pii-pii-pii.
Chuck reconoció el ruido.
—¡Disparan contra nosotros!
En una acrobacia, puso el avión panza arriba. Pete quedó boca abajo. Su cabeza golpeó el techo y el cinturón del asiento lo sujetó, asfixiándolo. Chuck viró y continuó volando del revés hasta llegar a aguas norteamericanas.
Anochecía y Blessington brillaba bajo los focos de alta potencia.
Pete se metió en la boca dos cápsulas de dramamina. Junto a la puerta principal del campamento había unos cuantos mirones, campesinos de la región, y varias camionetas de helado.
Chuck tomó tierra coleando ligeramente y detuvo la avioneta. Pete saltó al suelo algo mareado: la bencedrina y una náusea incipiente le provocaban aquella incómoda sensación.
En mitad del campo de instrucción había un barracón prefabricado, rodeado por una alambrada de espino de triple grosor. Llegaron a sus oídos unos gritos faltos de sincronía, un lejano remedo de sus enérgicos ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS!
Pete se desperezó e hizo algunos ejercicios musculares. Lockhart salió a su encuentro a la carrera.
—¡Maldita sea, entra ahí y tranquiliza a esos hispanos!
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Pete.
—Lo que ha sucedido es que Kennedy se retrasa. Dick Bissell dice que el Presidente desea una victoria, pero no quiere ir hasta el final y cargar con la responsabilidad si la invasión fracasa. Tengo mi oxidado transporte de tropas dispuesto para zarpar, pero ese mamón adorador del Papa que tenemos en la Casa Blanca no quiere…
Pete lo zarandeó. Lockhart se tambaleó pero mantuvo el equilibrio.
—He dicho que qué ha sucedido.
Lockhart sorbió por la nariz y soltó una risilla.
—Lo que ha sucedido es que mis chicos del Klan vendieron unas botellas de whisky casero a esos tipos del gobierno provisional, que se pusieron a discutir de política con algunos de los soldados regulares. Envié una patrulla y he aislado a los alborotadores tras esa alambrada, pero eso no cambia el hecho de que ahí dentro tengamos a sesenta fanáticos cubanos, frustrados y calentados por el alcohol, que se muerden entre ellos como víboras, cuando deberían concentrarse en el problema que tienen delante de sus narices, que es liberar a su país de una dictadura comunista.
—¿Están armados?
—Nada de eso. Tengo la armería cerrada y bien guardada.
Pete buscó en la carlinga de la Piper. Justo encima del tablero de instrumentos: el bate de entrenamiento de Chuck y el juego de herramientas de uso universal. Cogió ambas cosas, sacó las tijeras de cortar metal y guardó el bate bajo el cinturón.
—¿Qué haces? —preguntó Lockhart.
—Me parece que ya lo sé —apuntó Chuck.
Pete señaló el cobertizo de la bomba de agua.
—Abrid las mangueras de incendios dentro de cinco minutos, exactamente.
—Pero… esas mangueras echarán abajo el barracón —protestó Lockhart.
—Es lo que quiero.
Los hispanos secuestrados soltaban risas y alaridos. Lockhart se alejó y alcanzó el cobertizo de la bomba de agua a la carrera.
Pete corrió hasta la alambrada y cortó una sección de valla. Chuck escondió las manos en las mangas de la chaqueta y tiró de la alambrada erizada de espinos hasta abrir un paso. Pete se agachó y se coló por el hueco. Luego, corrió hasta el barracón agachado como un defensa de fútbol americano. De un golpe de bate, derribó la puerta.
Su irrupción pasó inadvertida. Los chicos del gobierno en el exilio estaban ocupados en otras cosas.
En concursos de pulsos, en juegos de cartas y en competiciones de tomar copas. En carreras de crías de cocodrilo organizadas en el propio suelo.
Pete se fijó en los pilares del barracón, en las mantas cubiertas de apuestas, en los catres rebosantes de botellas de licor.
Pete agarró el bate y se puso en acción, reviviendo su vieja época en el campo de instrucción de los marines.
Arremetió contra los encerrados. Con movimientos precisos, golpeó barbillas y cajas torácicas.
Los muchachos del gobierno en el exilio ofrecieron resistencia y le alcanzó algún que otro puñetazo.
El bate hizo astillas los listones de varias literas. También hizo pedazos la dentadura de un tipo gordo. Los cocodrilos aprovecharon la oportunidad y escaparon al exterior.
Los chicos del gobierno captaron la idea: era mejor no resistirse a aquel grandullón caucasiano que estaba fuera de sí.
Pete arrasó el barracón. Cuando avanzó, los hispanos se apartaron de en medio y se retiraron bien lejos de él.
Derribó la puerta trasera y descargó el bate sobre los puntales colocados desde el suelo hasta el alero del porche. Cinco golpes a la izquierda, cinco a la derecha, manejando el bate como un jodido as del béisbol.
Las paredes se estremecieron. El techo se bamboleó. La base osciló. Los hispanos evacuaron al grito de «¡Terremoto! ¡Terremoto!».
Las mangueras entraron en acción. La presión de los chorros derribaron la valla. La fuerza del agua dejó sin techo el barracón.
Pete se mojó y salió trastabillando. El barracón se desmoronó en un montón de ladrillos.
El gobierno en el exilio corría, tropezaba y lanzaba gritos de regocijo bajo el chaparrón.
Pete imaginó los titulares de Hush-Hush:
¡ESPALDAS MOJADAS PASADOS POR AGUA SE LO TOMAN A JUERGA!
¡DEFENSORES DE NUESTROS VALORES, EMPAPADOS DE AGUA POR FUERA Y DE LICOR POR DENTRO!
Las mangueras se cerraron. Pete se echó a reír.
Los hombres se levantaron, mojados y tiritando. La risa de Pete resultó contagiosa y provocó un rugido de carcajadas.
En un abrir y cerrar de ojos, el campo de maniobras se había convertido en un vertedero prefabricado. La risa se hizo cadenciosa y adoptó un perfecto ritmo marcial. Y derivó en una salmodia: ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS!
Lockhart repartió mantas. Pete cortó la borrachera de los hombres con vitaminas a las que añadió una bencedrina.
Embarcaron en el transporte de tropas a medianoche. Subieron a bordo doscientos cincuenta y seis hombres decididos a reconquistar su país. Cargaron armas, vehículos de desembarco y suministros médicos. Las comunicaciones de radio permanecieron abiertas: con Langley y con todos los puestos de mando de las bases de partida.
Corrió la noticia de que Jack el Mata de Pelo se negaba al segundo raid aéreo.
Nadie presentaba datos de bajas en la primera oleada. Nadie ofrecía informes sobre fortificaciones costeras. De los focos y los búnquers que habían visto en la playa no había información alguna. No se mencionaba la presencia de vigías de la milicia.
Pete comprendió por qué.
Langley sabía que era ahora o nunca. ¿Para qué informar a las tropas de que en lo sucesivo la situación iba a ser muy delicada?
Pete tomó un buen trago de aguardiente casero para deshabituarse de las bencedrinas. Perdió el sentido en su litera en mitad de una alucinación desquiciada.
Japoneses. Japos. Saipán, año 43; en technicolor y pantalla gigante.
Se le echaban encima. Los mataba y los mataba y los mataba. Lanzaba gritos para dar la alarma, pero nadie entendía su francés québecois.
Los japos muertos volvían a la vida. Y él volvía a matarlos con sus propias manos. Y ellos se convertían en mujeres muertas; en clones de Ruth Mildred Cressmeyer.
Chuck lo despertó al alba.
—Kennedy ha cumplido a medias —le dijo—. Todos los barcos han zarpado de las bases hace una hora.
El tiempo de espera se prolongó. La radio de onda corta empezó a funcionar mal. Las trasmisiones desde el barco llegaban en una jerigonza ininteligible. La comunicación de base a base tampoco registraba otra cosa que un lejano parloteo cubierto por la electricidad estática.
Chuck no consiguió encontrar la avería. Pete intentó el contacto directo por teléfono y llamó a la central de Tiger Kab y a su contacto en Langley.
Sólo obtuvo dos señales continuas de ocupado. Chuck lo achacó a un sabotaje de líneas de los castristas. Lockhart tenía memorizado un número caliente: el de la oficina de Operaciones de la Agencia en Miami. Boyd la llamaba «la central de la invasión» y era el punto neurálgico al que los muchachos del grupo de elite no se habían acercado nunca.
Pete marcó el número. Sonó una señal de ocupado. Fortísima. Chuck determinó el origen del ruido: líneas telefónicas conectadas ilegalmente y sobrecargadas de llamadas.
Se sentaron junto a los barracones. La radio emitió pequeñas toses misteriosas.
El tiempo transcurrió lentamente. Los segundos se hicieron años. Los minutos, eternidades cósmicas.
Pete encadenó los cigarrillos. Dougie Frank Lockhart y Chuck le gorronearon un paquete entero.
Un tipo del Klan estaba retirando la manguera de la Piper. Pete y Chuck intercambiaron una larga mirada.
Lockhart sintonizó su longitud de onda.
—¿Puedo ir yo también?
Unas maniobras de distracción les permitieron acercarse. Alcanzaron la bahía de Cochinos y se encontraron con un panorama poco prometedor. Vieron un barco de aprovisionamiento embarrancado en un arrecife. Vieron cadáveres que salían de una brecha en el casco. Vieron tiburones cebándose en los cuerpos despedazados a veinte metros de la costa.
Chuck maniobró y efectuó una segunda pasada. Pete se golpeó con el tablero de instrumentos. Con el pasajero extra, todos iban incómodos y apretados.
Vieron lanchas de desembarco en la playa. Vieron hombres vivos gateando sobre los cadáveres. Vieron cuerpos sin vida en las aguas poco profundas, en una extensión de cien metros. Los invasores seguían llegando. Los lanzallamas acababan con ellos tan pronto llegaban al rompiente de las olas. Los hombres morían fritos y hervidos vivos.
Cincuenta y tantos rebeldes estaban esposados boca abajo en la arena. Un comunista con una sierra eléctrica corría sobre sus espaldas.
Pete vio cómo se hundía la sierra. Vio brotar la sangre. Vio rodar al agua las cabezas.
El chorro de un lanzallamas se alzó hacia el avión y no lo alcanzó por centímetros.
Chuck se quitó los auriculares y anunció a gritos:
—¡He captado una llamada de Operaciones! ¡Kennedy dice que no habrá segunda operación aérea y que no enviará soldados norteamericanos para ayudar a nuestros chicos!
Pete sacó la Mágnum por la ventana. Un lengua de fuego la hizo saltar de su mano.
Los tiburones batían el agua debajo de ellos. El comunista de la sierra mostró en alto una cabeza cortada.
(Territorio guatemalteco, 18/4/61)
La habitación estaba junto a la caseta de la radio. Las últimas noticias de la invasión se filtraban a través de las paredes sin que nadie las hubiera invitado.
Marcello intentaba conciliar el sueño. Littell intentaba estudiar legislación sobre deportaciones.
Kennedy se negaba a ordenar un segundo ataque aéreo. Los soldados rebeldes eran capturados y ejecutados sumariamente en la misma playa.
Las tropas de reserva seguían entonando su cantinela: ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! Aquella estúpida palabra era repetida a voz en cuello por todo el cuadrilátero de barracones.
Demencia derechista. Una ligera distracción, aunque tuviera un aspecto levemente gratificante: un apreciable aumento de la insatisfacción con John F. Kennedy.
Littell observó a Marcello, que daba vueltas en su cama. Allí estaba, viviendo temporalmente con un cabecilla de la mafia; resultaba ligeramente sorprendente.
Su charada había dado resultado.
Carlos repasó las columnas de los libros contables y reconoció sus propias transacciones con el fondo de pensiones. Su gratitud aumentó en progresión geométrica.
Carlos estaba acumulando grandes deudas legales. Y debía su seguridad a un cazadelincuentes del FBI debidamente reformado.
Guy Banister había llamado por la mañana para comunicar que había conseguido cierta información de primera mano: Bobby Kennedy sabía positivamente que Carlos, en realidad, seguía oculto en Guatemala.
Bobby aplicó cierta presión diplomática y el primer ministro del país le demostró un gran respeto. Carlos sería deportado, «pero no de inmediato».
Banister solía llamarlo «Hermanita de la Caridad». Ahora, sus modales por teléfono eran casi obsequiosos.
Marcello empezó a roncar. Estaba acostado en su catre militar, enfundado en un pijama de seda con sus iniciales.
Littell escuchó gritos y ruidos de golpes en la estancia contigua e imaginó de qué se trataba: unos hombres golpeando mesas y destrozando a patadas un puñado de objetos inanimados. Llegaron a sus oídos gritos aislados. «¡Es un fiasco!» «Esa gallina indecisa…» «No piensa enviar más aviones ni barcos para batir la playa.»
Littell se asomó al exterior. La tropa había inventado un nuevo cántico:
¡KENNEDY, CABRÓN, APOYA LA INVASIÓN!
Los soldados deambulaban por el rectángulo delimitado por los barracones; tomaban tragos de ginebra o de vodka a palo seco y tragaban píldoras y pateaban frascos de farmacia como si fueran balones de fútbol.
La cantina de oficiales había sido saqueada. La puerta del dispensario había quedado reducida a astillas.
¡KENNEDY, CABRÓN, APOYA LA INVASIÓN!
Littell volvió dentro y descolgó el teléfono de la pared. Marcó un número codificado de doce cifras que le puso en contacto directo con Tiger Kab.
—Central, ¿dígame? —respondió un hombre.
—Quiero hablar con Kemper Boyd. Dígale que es Ward Littell.
—Sí, un segundo.
Littell se desabrochó la camisa. Hacía una humedad terrible. Carlos murmuraba en sueños, sumido en alguna pesadilla. Kemper se puso al teléfono.
—¿Qué sucede, Ward?
—¿Qué te sucede a ti? Te noto nervioso.
—Hay disturbios en todo el barrio cubano y la invasión está saliendo mal. Ward, ¿qué es lo que…?
—He tenido noticia de que el gobierno de Guatemala busca a Carlos. Bobby Kennedy sabe que está aquí y creo que deberíamos trasladarlo otra vez.
—Hazlo. Alquila un apartamento en la capital y llámame para darme el número de teléfono. Diré a Chuck que se reúna con vosotros allí y os lleve a algún lugar más apartado. Mira, Ward, ahora no puedo hablar. Llámame cuando…
La comunicación se cortó. Circuitos saturados. Una ligera molestia. Y una ligera sorpresa: Kemper C. Boyd, ligeramente agitado.
Littell se asomó fuera otra vez. Las consignas sonaban bastante más que ligeramente enojadas.
¡KENNEDY, PAYASO, TE DA MIEDO FIDEL CASTRO!
(Miami, 18/4/61)
Kemper mezcló la droga. Néstor mezcló el veneno. Los dos trabajaron en sendas mesas que habían juntado.
Tenían el despacho de la centralita para ellos. Fulo había cerrado la central de Tiger Kab a las seis de la tarde y había dado órdenes estrictas a los conductores: visitad las zonas de los disturbios y moled a palos a los castristas.
Kemper y Néstor continuaron su trabajo. La cadena de montaje de papelinas avanzaba despacio. Mezclaban estricnina y Drano hasta formar un polvo blanco con aspecto de heroína, que empaquetaban en papelinas de plástico de una sola dosis.
Pusieron en marcha el receptor de radio de onda corta y escucharon los terribles balances de bajas.
Hush-Hush había entrado en prensa el día anterior. Lenny lo llamó para darle detalles. El artículo describía una resonante victoria en Bahía de Cochinos.
Jack aún podía forzar esa victoria. Y las muertes por sobredosis serían atribuidas a Castro, GANARA O PERDIESE.
Dos días antes habían entrado ilegalmente en la casa, en un pequeño ensayo de seguridad. Entonces habían encontrado las doscientas papelinas de heroína ocultas tras una placa de calefacción, en la cocina.
Don Juan Pimentel les había proporcionado información directa. Su muerte eliminaba un testigo.
Néstor preparó una dosis. Kemper llenó una jeringa y apretó el émbolo apuntando al aire. Un líquido lechoso brotó de la aguja.
—Tiene un aspecto creíble. Me parece que engañará a los negritos que lo compren.
—Lleguémonos a la casa. Tenemos que hacer el cambio esta misma noche.
—Sí. Y debemos rezar para que el Presidente actúe con un poco más de valentía.
Una fuerte tormenta llevó los disturbios al interior de los locales. Los coches patrulla estaban aparcados en doble fila ante la mitad de los clubs nocturnos de Flagler y aledaños.
Detuvieron el coche junto a una cabina telefónica. Néstor marcó el número de la casa, pero nadie atendió la llamada. Estaban a dos manzanas del edificio.
Rondaron el lugar. La calle estaba en zona de cubanos de clase media: pequeñas viviendas con pequeños jardines y juguetes en el césped.
La casa era de estilo español, con paredes de estuco de color melocotón. A aquella hora ya avanzada, estaba silenciosa y a oscuras, y no se apreciaba ninguna medida de seguridad.
No había luces, ni coches en el camino del garaje, ni sombras de televisores que se movieran de un lado a otro tras las ventanas de la fachada.
Kemper aparcó junto al bordillo. No se abrió ninguna puerta y no advirtió que se moviese ninguna cortina.
Néstor agarró la bolsa.
—¿Por la puerta de atrás? —preguntó.
—No quiero arriesgarme a entrar por ahí. La otra vez, el mecanismo de la cerradura estuvo a punto de romperse.
—¿Cómo esperas entrar, pues?
Kemper se puso los guantes.
—En la puerta de la cocina hay una trampilla para que entre el perro. Te cuelas por ella hasta donde puedas, alargas la mano y abres el pestillo desde dentro.
—Una trampilla para perros significa que hay perro.
—La última vez no lo había.
—Eso fue la última vez. Hoy es otro día.
—Fulo y Teo han vigilado la casa y están seguros de que no hay perro.
—Está bien, pues. —Néstor también se enfundó los guantes.
Avanzaron por el camino particular de la casa. Kemper vigiló su lado ciego cada pocos segundos. Las nubes bajas de tormenta les proporcionaron una protección extra.
La trampilla era perfecta para perros grandes y para hombres menudos. Néstor se coló por ella sin problemas y penetró en la casa.
Kemper se ajustó bien los guantes mientras Néstor abría la puerta desde el interior.
Cerraron otra vez y se descalzaron. Cruzaron la cocina hasta la placa de calor. Para ello, avanzaron tres pasos al frente y, luego, cuatro a la derecha; la última vez, Kemper había calculado las distancias con precisión.
Néstor sostuvo la linterna. Kemper extrajo la placa. Las papelinas seguían guardadas en la misma posición. Néstor las contó de nuevo mientras Kemper abría la bolsa y sacaba la Polaroid.
—Doscientas exactamente —anunció Néstor. Kemper sacó un primer plano para recordar cómo estaba colocado todo.
Esperaron. La foto salió de la cámara.
Kemper la apoyó en la pared y la iluminó con la linterna. Néstor cambió las papelinas y lo dejó todo como lo había encontrado, hasta el menor detalle.
Habían manchado el suelo de sudor y Kemper lo secó con un pañuelo.
—Llamemos a Pete y veamos cómo van las cosas —propuso Néstor.
—Las cosas no están en nuestras manos —apuntó Kemper.
Por favor, Jack…
Decidieron mantener la vigilancia desde el coche hasta el amanecer. Los residentes aparcaban en la calle, de modo que el Impala de Néstor no parecía fuera de lugar.
Echaron hacia atrás los asientos y observaron la casa. Kemper fantaseó con varias soluciones de la crisis; en todas ellas Jack salvaba la cara.
Por favor, volved a casa y coged el material. Por favor, vendedlo deprisa para dar validez a nuestra propaganda, recién salida de la rotativa.
Néstor dormitaba. Kemper fantaseó con episodios heroicos en Bahía de Cochinos.
Un coche se detuvo en el camino particular de la casa. El ruido de las portezuelas al cerrarse despertó a Néstor con un sobresalto. Kemper le tapó la boca.
—¡Chist! Silencio. Limítate a mirar.
Dos hombres entraron en la casa. Las luces del interior iluminaron la entrada. Kemper reconoció a los tipos. Eran dos agitadores procastristas de quienes se rumoreaba que traficaban con droga.
Néstor señaló el coche.
—Han dejado el motor en marcha.
Kemper observó la puerta. Aparecieron los hombres, cerraron con llave y salieron con un maletín de grandes dimensiones.
Néstor abrió un poco su ventanilla. Kemper escuchó un diálogo en español. Néstor se encargó de traducirlo.
—Van a un club nocturno a vender el material.
Los hombres volvieron al coche. La luz del retrovisor permaneció encendida y Kemper vio sus rostros con la misma claridad que si fuera pleno día.
El conductor abrió el maletín. El pasajero abrió una papelina y la esnifó.
Y, al momento, se contrajo en convulsiones espasmódicas…
VOLVAMOS. AHORA NO VAN A VENDERLO…
Kemper saltó del coche y echó a correr hacia el camino de la casa. Empuñando su arma, se lanzó a la carga contra el coche de los traficantes. El tipo de la dosis letal rompió el parabrisas de una patada espasmódica.
Kemper apuntó al conductor. El otro tipo se interpuso involuntariamente y bloqueó el disparo. El conductor sacó una pistola de cañón corto y abrió fuego. Kemper replicó a tiros inmediatamente. Néstor llegó a la carrera, disparando; dos de los tiros destrozaron un cristal lateral y salieron por el techo del coche.
Kemper recibió un balazo. Los rebotes dejaron sin rostro al tipo de las convulsiones. Néstor disparó por la espalda al conductor, que cayó sobre el claxon.
Éste sonó, AAA-OOO-GAAA, AAA-OOO-GAAA… MUY ALTO, MUY ALTO, MUY ALTO.
Kemper descerrajó un tiro en plena cara del conductor. Las gafas del tipo se hicieron pedazos y le arrancaron el tupé postizo.
El claxon continuó sonando. A tiros, Néstor separó el volante de la columna de dirección. El maldito claxon sonó AÚN MÁS ALTO.
Kemper vio asomar bajo su camisa un pedazo del hueso de la clavícula. Se retiró por el camino particular de la casa limpiándose de los ojos la sangre de alguien. Néstor lo agarró y lo arrastró hacia el coche.
Kemper oyó el sonido de un claxon. Vio espectadores en la acera. Vio unos cubanos habituales de la calle junto al coche de los muertos, disputándose el maletín.
Soltó un grito. Néstor le puso una papelina de heroína de verdad bajo la nariz. Kemper aspiró y estornudó. El corazón se le aceleró con un zumbido. Tosió y escupió una sangre bastante roja.
Néstor aceleró a fondo y los espectadores corrieron a ponerse a cubierto. Aquel hueso tan raro, pensó Kemper, le sobresalía en un curioso ángulo recto.
DOCUMENTO ANEXO: 19/4/61. Titular del Des Moines Register:
EL GOLPE FALLIDO, RELACIONADO CON PATROCINADORES NORTEAMERICANOS
DOCUMENTO ANEXO: 19/4/61. Titular del Los Angeles Herald-Express:
LÍDERES MUNDIALES «DEPLORAN LA INTERVENCIÓN ILEGAL»
DOCUMENTO ANEXO: 20/4/61. Titular del Dallas Morning News:
KENNEDY, ATACADO POR «PROVOCACIONES IMPRUDENTES»
DOCUMENTO ANEXO: 20/4/61. Titular y subtitular del San Francisco Chronicle:
EL FIASCO DE BAHÍA DE COCHINOS, CENSURADO POR LOS ALIADOS
CASTRO, EXULTANTE MIENTRAS AUMENTA EL NÚMERO DE MUERTOS ENTRE LOS REBELDES
DOCUMENTO ANEXO: 20/4/61. Titular y subtitular del Chicago Tribune:
KENNEDY DEFIENDE LA ACCIÓN DE BAHÍA DE COCHINOS
LAS CRÍTICAS MUNDIALES AFECTAN AL PRESTIGIO DEL PRESIDENTE
DOCUMENTO ANEXO: 21/4/61. Titular y subtitular del Cleveland Plain Dealer:
LA CIA, ACUSADA DEL FIASCO DE BAHÍA DE COCHINOS
LOS LÍDERES EN EL EXILIO ACHACAN LA CULPA A «LA COBARDÍA DE KENNEDY»
DOCUMENTO ANEXO: 22/4/61. Titular y subtitular del Miami Herald:
KENNEDY: «UN SEGUNDO ATAQUE AÉREO PODRÍA HABER SIDO LA CHISPA QUE ENCENDIERA LA TERCERA GUERRA MUNDIAL»
LA COMUNIDAD DEL EXILIO RINDE HONORES A LOS HÉROES PERDIDOS Y CAPTURADOS
DOCUMENTO ANEXO: 23/4/61. Titular y subtitular del New York Journal-American:
KENNEDY DEFIENDE LA ACCIÓN DE BAHÍA DE COCHINOS
DIRIGENTES ROJOS LANZAN ACUSACIONES DE «AGRESIÓN IMPERIALISTA»
DOCUMENTO ANEXO: 24/4/61. Artículo de la revista Hush-Hush. Escrito por Lenny Sands bajo el seudónimo de Políticoexperto Sin Par:
¡CASTRO, ESE COBARDE CASTRATO, DESALOJADO!
¡LOS ROJOS, EN RETIRADA, BUSCAN VENGANZA CON MATARRATAS!
Su reino rojo del terror ha durado dos miserables años. Gritadlo muy alto, con orgullo y sin timidez: Fidel Castro, ese bardo beatnik de barba tupida, ese embaucador de mal semblante, fue depuesto la semana pasada, de forma decidida y espectacular, por un puñado de heroicos hermanos cubanos que añoraba su patria y estaba comprensiblemente furioso con el secuestro de su isla por parte de ese rojo incorregible.
Éste ha sido el Día D del año 61, lectores y lectoras. Bahía de Cochinos es nuestro Cartago caribeño; Playa Girón, el Partenón de los patriotas. Ved a Castro, debilitado y depilado; corre la voz de que se ha afeitado la barba para evitar la peligrosa posibilidad de que lo reconozca alguien que busque venganza.
¡Fidel Castro, ese Sansón de nuestro tiempo, ha perdido por fin su cabellera! ¡Un hurra por su Dalila, esa fuerza formada por heroicos cubanos temerosos de Dios y amantes de la bandera roja, blanca y azul!
Castro y sus malévolas maquinaciones asesinas han acabado. Han terminado tajantemente. Pero las maliciosas maniobras del monstruo todavía arrasan las calles de Miami.
Asunto: Fidel Castro ambiciona cornucopias de dinero; oro para escapar y para financiar futuras intentonas.
Asunto: Fidel Castro ha criticado furibundamente la política racial de Estados Unidos, eminentemente igualitaria, y ha reprochado con acritud a los líderes norteamericanos por su absoluta desatención de los ciudadanos negros.
Asunto: Según se cuenta, Fidel Castro y su sedicioso hermano, Raúl, venden heroína de efectos homicidas en Miami.
Asunto: Mientras en Bahía de Cochinos se fraguaba el Waterloo de Castro, los secuaces descreídos de esos perros traicioneros sembraban los barrios negros de Miami con heroína cortada con matarratas. Puñados de drogadictos negros se han inyectado esos tóxicos cócteles comunistas y han sufrido una muerte atroz.
Asunto: Este número de Hush-Hush ha entrado en prensa en el último instante para asegurar que nuestros lectores no se quedarán con hambre de novedades de nuestro despliegue proteccionista en las arenas de Playa Girón. Por ello no podemos citar los nombres de los mencionados negros ni otros detalles de sus muertes miserables. Tales informaciones aparecerán en los próximos números, que estarán puntualmente en sus puntos de venta, en valerosa conjunción con un nuevo informe en profundidad: «El Gotha de las repúblicas bananeras: ¿Quién es rojo? ¿Quién está muerto?»
Adiós, querido lector. Y que nos encontremos todos para tomar un buen Cuba Libre en nuestra recién liberada La Habana.
DOCUMENTO ANEXO: 1/5/61. Nota personal de J. Edgar Hoover a Howard Hughes.
Apreciado Howard:
No debes de interesarte mucho por Hush-Hush últimamente. Si echas un vistazo al número del 24 de abril, verás que entró en prensa con mucha precipitación, por decir lo menos que se puede decir, o con cierta dosis de negligencia y/o propósitos criminales, en el peor de los casos.
¿Acaso el señor L. Sands posee alguna precognición espúrea de sucesos impredecibles? El artículo mencionaba una serie de muertos por sobredosis de heroína entre los negros de la zona de Miami, pero mis contactos en la policía de Miami me dicen que tales sobredosis no se han producido.
En cambio, nueve adolescentes cubanos murieron por administración de heroína adulterada. Mi contacto me ha contado que el 18 de abril, dos jóvenes cubanos robaron un maletín que contenía una gran cantidad de heroína tóxica de un coche involucrado en un tiroteo aún por resolver, que dejó dos cubanos muertos.
Mi contacto mencionó el artículo de Hush-Hush, tan curiosamente profético (aunque históricamente inexacto). Le dije que debía de ser una de esas extrañas coincidencias de la vida y se dio por satisfecho con la explicación.
Te recomiendo que insistas al señor Sands para que sus artículos resulten razonablemente verosímiles. Hush-Hush no debería publicar ciencia ficción, a menos que sea en nuestro directo interés.
Con mis mejores deseos,
Edgar
DOCUMENTO ANEXO: 8/5/61. Columna en el Miami Herald:
EL PRESIDENTE REÚNE UN GRUPO DE ALTO NIVEL PARA EVALUAR EL FRACASO DE BAHÍA DE COCHINOS
Tras calificar de «amarga lección» la abortada invasión de los exiliados cubanos en Bahía de Cochinos, el presidente Kennedy ha declarado hoy que lo sucedido era también una lección de la que se proponía sacar consecuencias. El Presidente explicó en una reunión informal con periodistas que ha organizado un grupo de estudio para analizar con detalle por qué fracasó la invasión de Bahía de Cochinos y para evaluar la política norteamericano-cubana después de lo que denominó «un episodio catastróficamente embarazoso».
El grupo entrevistará a supervivientes evacuados de Bahía de Cochinos, a personal de la Agencia Central de Inteligencia involucrado en la planificación de la invasión y a portavoces del exilio cubano pertenecientes a las numerosas organizaciones anticastristas que prosperan actualmente en Florida.
Formarán este grupo de estudio el almirante Arleigh Burke y el general Maxwell Taylor. El presidente será el Fiscal General, Robert F. Kennedy.
DOCUMENTO ANEXO: 10/5/61. Nota personal de Robert F. Kennedy a Kemper Boyd
Apreciado Kemper:
Detesto molestar con asuntos de trabajo a un hombre herido, pero sé que eres resistente, que te recuperas bien y que estás impaciente por reincorporarte a tus deberes en el Departamento de Justicia. Lamento haberte enviado en la misión en que te hirieron y doy gracias a Dios de que ya casi estés curado.
Tengo una segunda misión para ti, adecuada geográficamente por tu trabajo en Anniston y por tus esporádicas excursiones a Miami por cuenta del señor Hoover. El Presidente ha formado un grupo para estudiar el desastre de Bahía de Cochinos y la cuestión cubana en general.
Nos reuniremos con altos funcionarios de la CIA, los encargados de llevar a cabo la acción, y con supervivientes del desembarco y representantes de muchas facciones de exiliados, patrocinadas o no por la CIA. Yo presido el grupo y quiero que actúes como mi enlace y portavoz con el contingente de la CIA en Miami y con sus pupilos cubanos.
Creo que harás bien el trabajo, aunque tu valoración de la preparación de los exilados previa a la invasión resultó totalmente errónea. Debes saber que el Presidente y yo no te culpamos en absoluto del fracaso final. En este punto de la investigación, creo que la culpa debe atribuirse por igual a unos agentes de la CIA excesivamente entusiastas, a descuidos en la seguridad previa a la invasión y a un rotundo error de cálculo respecto al descontento interno en Cuba.
Disfruta de otra semana de descanso en Miami. El Presidente te envía sus mejores deseos; a los dos nos ha parecido irónico que a un hombre de cuarenta y cinco años como tú, que ha rondado el peligro toda su vida adulta, lo hiriera una bala perdida disparada por un revoltoso anónimo en unos disturbios callejeros.
Ponte bien y llámame la semana que viene
Bob
DOCUMENTO ANEXO: 11/5/61. Memorándums idénticos del Director del FBI, J. Edgar Hoover, a los jefes de Agentes Especiales de Nueva York, Los Ángeles, Miami, Boston, Dallas, Tampa, Chicago y Cleveland. Todos marcados: «Confidencial 1-A. Destruir después de leído.»
Señor:
Su nombre ha sido eliminado de este mensaje por motivos de seguridad. Considere esta comunicación máximo secreto e infórmeme personalmente sobre el cumplimiento de la orden siguiente.
Haga que sus agentes de más confianza del Programa contra la Delincuencia Organizada apresuren sus esfuerzos por instalar escuchas clandestinas en lugares conocidos de reunión del Hampa. Considérelo su máxima prioridad. No comunique ninguna información relativa a esta operación mediante los cauces existentes del Departamento de Justicia. Todo lo que tenga, informes orales y escritos y todas las transcripciones de las escuchas, remítamelo a mí exclusivamente. Considere esta operación limitada al círculo mencionado y ajena a toda sanción y supervisión del Departamento de Justicia.
JEH
DOCUMENTO ANEXO: 27/5/61. Artículo en la sección «El vigía del crimen» del Orlando Sentinel.
LA EXTRAÑA ODISEA DE CARLOS MARCELLO
Al parecer, nadie sabe dónde nació nuestro hombre. En general, se admite que este (presunto) capo de la mafia, Carlos Marcello, nació en Túnez, norte de África, o en algún lugar de Guatemala. Pero los recuerdos más tempranos de Marcello no pertenecen a ninguno de esos dos lugares sino a su patria de adopción, Estados Unidos de América, el país del cual lo deportó el 4 de abril de este año el Fiscal General Robert F. Kennedy.
Carlos Marcello, hombre sin patria.
Según explica Marcello, la Patrulla de Fronteras de Estados Unidos lo secuestró ilegalmente en Nueva Orleans y lo depositó cerca de Ciudad de Guatemala, Centroamérica. Dice que escapó audazmente del aeropuerto y se ocultó en «varios ingratos rincones de Guatemala» acompañado por un abogado que buscaba frenéticamente la manera de devolverlo legalmente a su hogar, a su familia y a su (presunto) imperio de la extorsión, que ronda los trescientos millones de dólares al año. Mientras tanto, Robert F. Kennedy seguía soplos anónimos que situaban al (presunto) jefe de la mafia en numerosos lugares de Luisiana. Los soplos no produjeron resultados y Kennedy comprendió que Marcello había estado escondido en Guatemala, bajo protección del gobierno guatemalteco, desde el mismo instante de su «audaz huida».
Entonces Kennedy ejerció presiones diplomáticas. El Primer Ministro cedió enseguida a ellas y ordenó a la policía estatal que iniciara la búsqueda de Marcello. Las pesquisas no tardaron en dar con el (presunto) sultán de la mafia y con su abogado, que ocupaban un apartamento de alquiler cerca de la capital. Los dos hombres fueron deportados de inmediato a El Salvador.
Allí anduvieron de pueblo en pueblo, comiendo bazofia grasienta en cantinas baratas y durmiendo en chozas de adobe. El abogado intentó ponerse en contacto con un piloto, subalterno de Marcello, para que los llevara a escondites más agradables, pero no consiguió dar con él y, siempre bajo la amenaza de otra captura y deportación, continuaron su deambular.
Robert F. Kennedy y sus abogados del Departamento de Justicia prepararon documentos legales. El abogado que acompañaba a Marcello también redactó los suyos y los dictó por teléfono al gabinete jurídico oficial del (presunto) pachá de la mafia, en Nueva York. El piloto amigo de Marcello apareció de la nada y (según la fuente confidencial de este periodista) transportó su alijo de compinches desde el Salvador hasta Matamoros, en México, volando a ras de las copas de los árboles para evitar ser detectados por el radar.
Desde allí, Marcello y su abogado cruzaron la frontera. El (presunto) maharajá de la mafia se entregó en el centro de Detención de la Patrulla de Fronteras de Estados Unidos en McAllen, Tejas, con la esperanza de que un tribunal de apelación sobre cuestiones de inmigración, formado por tres magistrados, le permitiría quedar en libertad bajo palabra y permanecer en el país.
Su confianza estaba justificada. La semana pasada, Marcello salió del juzgado en libertad… aunque amenazado por el espectro terrible de la pérdida de nacionalidad.
Un funcionario del Departamento de Justicia comentó a este periodista que el asunto de la deportación de Marcello podía prolongarse en los tribunales durante años. Al ser interrogado sobre si podría alcanzarse un compromiso viable, el fiscal general Kennedy declaró que «es posible, si Marcello accede a entregar todas sus propiedades y bienes en Estados Unidos y a cambiar de aires para instalarse en Rusia o en Mozambique».
La extraña odisea de Carlos Marcello continúa…
DOCUMENTO ANEXO: 30/5/61. Nota personal de Kemper Boyd a John Stanton.
John:
Gracias por la ginebra y el salmón ahumado. Eran incomparablemente mejores que el menú del hospital, y los disfruté enormemente.
Vuelvo a estar en Anniston desde el día 12. El Hermano Pequeño no sabe qué significa «periodo de convalecencia» y ya me tiene tras los luchadores de la libertad, recogiendo declaraciones para el Grupo de Estudio sobre Cuba que ha organizado Jack. (También podemos agradecer a N. Chasco que me llevara al hospital sin dar parte a la policía. Néstor es excelente para sobornar a médicos bilingües.)
La misión del Grupo de Estudio me inquieta. He participado en la Causa desde su concepción y una palabra de más al Hermano Pequeño destruiría mis relaciones con ambos hermanos, haría que me retirasen la licencia de abogado y me impediría encontrar empleo nunca más en ningún cuerpo de seguridad o de inteligencia. Dicho esto, debes saber que para las entrevistas he escogido deliberadamente exiliados que no me han visto nunca y que no saben que soy empleado secreto de la Agencia. Me dedico a pulir sus declaraciones para presentar de la manera más favorable posible la planificación llevada a cabo por la Agencia en los preparativos de la invasión. Como ya sabes, el Hermano Mayor se ha convertido en un virulento enemigo de la Agencia. El Hermano Pequeño comparte su fervor, pero también demuestra un sincero entusiasmo por la Causa. Esto último me da ánimos, pero debo insistir una vez más en la absoluta necesidad de ocultar cualquier vinculación Organización-exilio-Agencia al Hermano Pequeño, quien se hace ahora más problemático dada su nueva proximidad a la Causa.
Voy a abandonar el trabajo para el que me había contratado la Agencia y me concentraré únicamente en mis dos misiones para el Departamento de Justicia. Creo que puedo prestar mejor servicio a la Agencia si trabajo como vía directa entre ésta y el Hermano Pequeño. Con la cuestión cubana sometida a una profunda reorientación política, cuanto más cerca esté de quienes trazan dicha política mejor podré servir a la Agencia y a la Causa.
Nuestro negocio en Miami sigue siendo sólidamente lucrativo. Confío en que Fulo y Néstor serán capaces de mantenerlo así. Santo me asegura que nuestros colegas italianos continuarán haciendo abultadas donaciones. Playa Girón ha permitido que todos saboreasen brevemente lo que podía haber sido. Ahora, nadie quiere echarse atrás. ¿No serían mucho más cómodas nuestras vidas si el Hermano Pequeño no aborreciera tanto a los italianos?
Afectuosamente,
Kemper
(Miami/Blessington, 6/61-11/61)
La central de Tiger Kab tenía una gran diana de dardos. En ella, los taxistas colocaban fotografías de Fidel y las destrozaban hasta hacerlas confeti.
Pete tenía sus propios blancos privados.
Como Ward Littell.
Ahora, muchacho de Carlos Marcello: miembro de la banda e intocable.
Como Howard Hughes, su ex jefe y benefactor.
Hughes lo había despedido. Lenny Sands dijo que los mormones lo habían forzado a hacerlo. El fiasco de Hush-Hush había contribuido a la decisión.
Por aquel entonces, Boyd se hallaba en el hospital, atiborrado de morfina.
Tampoco había podido llamar a Lenny para decirle que frenara la edición.
Lenny estaba en paradero desconocido, con algún chico guapo, y no sabía que la invasión había fracasado.
Drácula adoraba a sus mormones. Duane Spurgeon, el jefe mormón, consiguió algunos contactos para proveerlo de droga. Ahora, Drácula podía tomar las Líneas Aéreas Narco sin tener que comprarle el billete a Pete Bondurant.
La buena noticia era que Spurgeon tenía cáncer. La mala, que Hughes había cerrado Hush-Hush.
El artículo sobre Bahía de Cochinos y las sobredosis había recibido demasiados varapalos.
Pero Hughes mantuvo en nómina a Lenny para que le escribiera una revista de escándalos privada.
La revista recogería escándalos demasiado escandalosos para el consumidor de escándalos normal. Y solamente la leerían dos viciosos de los escándalos: el propio Drácula y J. Edgar Hoover.
Drácula pagaba a Lenny quinientos pavos a la semana. Y lo llamaba todas las noches.
Lenny estaba harto de Drácula y de su sueño húmedo de «¡Quiero Las Vegas!».
Hughes y Littell eran simples partidas preliminares en el campeonato de dardos. La partida principal era el presidente John F. Kennedy.
Kennedy, que se había arrugado en Bahía de Cochinos.
Kennedy, que se había cagado en los pantalones y había permitido que Cuba siguiera siendo comunista.
Kennedy, que se había dedicado a disimular y a mirar a otra parte mientras once hombres de Blessington perdían la vida.
Pete hizo llegar a Jack el asunto del préstamo Hughes/Nixon. Puso su firma conjunta en la hipoteca de la Casa Blanca del mamón. Habló del acuerdo sobre el porcentaje del casino para Boyd/Bondurant, casi tan sucio como Dick Nixon el Marrullero.
La Agencia continuó soliviantando los ánimos de los exiliados. Los comandos siguieron atacando esporádicamente la costa cubana en lanchas rápidas, pero tales acciones eran niñerías, pedos en medio de un huracán.
Jack habló de que era «muy posible» una segunda invasión, pero se negó a dar una fecha o a comprometerse más allá de una retórica nebulosa.
Jack era un gallina. Jack era un blando, un murrio, un afeminado.
Blessington seguía ocupado al máximo de su capacidad. El negocio de la heroína en Miami se mantenía floreciente. Fulo compró a los testigos del tiroteo de Boyd; cuarenta personas consiguieron una abultada propina.
Néstor le había salvado la vida a Boyd.
Néstor no conocía el miedo. Néstor se infiltraba en La Habana una vez por semana por si surgía la oportunidad de tropezarse con el Barbas.
Wilfredo Delsol llevaba la compañía de taxis. El chico se portaba bien. Sus veleidades procastristas no habían sido más que una rumba fugaz.
De vez en cuando, Jimmy Hoffa se dejaba caer por la Tiger Kab. Jimmy era el Abominador Número Uno de los Kennedy. Tenía buenas razones para ello, maldita fuera.
Bobby K. tenía a Jimmy bailando al son que le tocaba: el del viejo blues del Gran Jurado, aquel permanente fastidio. Jimmy sentía hacia él un rencor que se manifestaba en su nostalgia de la extorsión a Darleen Shoftel.
—Podríamos hacerlo otra vez —decía Jimmy—. Cazando a Jack, podría neutralizar a Bobby. Hay que suponer que a Jack siguen gustándole las mujeres.
Jimmy insistía en el tema. Jimmy expresaba abiertamente el odio que sentía toda la Organización.
—Lamento el día que compré Illinois para Jack —decía Sam G.
—Jack le caía bien a Kemper Boyd, de modo que dimos por supuesto que sería un tipo kosher.
Ahora, Boyd era un agente triple. O cuádruple. Y un insomne por propia decisión. Según él, reajustar sus mentiras le tenía toda la noche despierto.
Boyd era el enlace con el Grupo de Estudios sobre Cuba y estaba en excedencia en lo relacionado con el grupo de elite, en un plan destinado a simplificar su existencia.
Boyd proveía a Bobby de datos distorsionados favorables a la CIA. Y proporcionaba a la CIA los secretos del Grupo de Estudio.
Boyd presionaba a Bobby y a Jack. Boyd los apremiaba a asesinar a Castro y a facilitar una segunda invasión.
Los hermanos se negaban a la propuesta. Boyd decía que Bobby era más favorable a la Causa que Jack, pero sólo en cierto grado bastante ambiguo.
Nada de segundas invasiones, decidió Jack. El Presidente también se negó a aprobar ningún plan para asesinar al Barbas.
El Grupo de Estudio preparó una alternativa llamada Operación Mangosta.
El plan era simple palabrería altisonante, medidas a largo plazo. Recuperemos Cuba en algún momento de este siglo. Aquí están cincuenta millones de dólares al año. ¡Ahí tienes, CIA! ¡Pon la mano!
La Operación Mangosta dio como resultado JM/Wave. Éste era el rebuscado nombre en código de seis edificios del campus de la Universidad de Miami.
JM/Wave contaba con llamativas salas de diagramas y lo último en talleres de estudio de actividades encubiertas.
JM/Wave era una escuela de mercenarios.
Pon la mano, CIA. Controla a tus grupos de exiliados, pero no actúes con atrevimiento; eso podría fastidiar las encuestas de popularidad de Jack Mata de Pelo.
Boyd seguía adorando a Jack. Estaba demasiado embelesado para verlo con claridad. Boyd decía que le encantaba su trabajo sobre los derechos humanos porque en aquello no había subterfugios.
Boyd padecía insomnio. Es una suerte, Kemper; es preferible eso a mis pesadillas claustrofóbicas.
(Washington, D.C., 6/61-11/61)
Le encantaba su oficina.
Carlos Marcello se la había comprado.
Era una suite espaciosa de tres piezas, situada muy cerca de la Casa Blanca.
La había amueblado un profesional. Las paredes de roble y cuero verde eran casi idénticas a las del estudio de Jules Schiffrin.
No tenía recepcionista ni secretaria. Carlos no era amante de compartir secretos.
Carlos le demostró plena confianza. El antiguo Fantasma de Chicago era ahora un abogado de la mafia.
La simetría parecía real. Había unido su estrella con un hombre que compartía sus odios. Kemper había facilitado la unión. Sabía que fraguaría.
John F. Kennedy otorgó plena confianza a Kemper. Los dos eran hombres encantadores y superficiales que no maduraban. Kennedy impulsaba a un grupo de sicarios a invadir un país extranjero y lo traicionaba cuando veía el cariz que tomaban las cosas. Kemper protegía a unos negros y vendía heroína a otros.
Carlos Marcello empleaba la misma táctica amañada. Carlos utilizaba a la gente y se aseguraba de que conocía las reglas. Carlos sabía que pagaría aquella vida suya con la condenación eterna.
Ward y Carlos caminaron juntos cientos de kilómetros. Oyeron misa en pueblos de la selva y contribuyeron a estrafalarias colectas en las iglesias.
Viajaron solos. No iban con ellos guardaespaldas ni ayudantes. Comieron sólo en cantinas. Tomaron almuerzos completos en los pueblos.
Littell redactó argumentaciones para la apelación en los manteles y los leyó por teléfono a los abogados de Nueva York.
Chuck Rogers los llevó a México en la Piper. Carlos declaró: «Confío en ti, Ward. Si dices que me entregue, lo haré.»
E hizo honor a su palabra. Tres jueces revisaron el caso y dejaron a Marcello en libertad bajo palabra. El trabajo legal de Littell fue considerado audaz y brillante.
Carlos, agradecido, lo puso en contacto con James Riddle Hoffa. Jimmy estaba predispuesto a tratarlo bien, pues Carlos le había devuelto los libros del fondo y le había expuesto las circunstancias en que se había producido la devolución.
Hoffa se convirtió en su segundo cliente. Como único enemigo, le quedaba Robert Kennedy.
Redactó alegaciones contra los litigantes formales de Hoffa. Los resultados confirmaron su pericia como abogado.
Julio de 1961: Se rechaza un segundo procesamiento por el asunto Sun Valley.
Los escritos de Littell demuestran que la designación del gran jurado fue irregular.
Agosto de 1961: Un gran jurado de Florida Meridional es desbaratado cuando acababa de formarse. Una reclamación de Littell demuestra que una prueba se obtuvo mediante engaño.
Littell había completado el círculo.
Dejó de beber. Alquiló un bonito apartamento en Georgetown y, por fin, descifró el código de los libros del fondo.
Números y letras se convirtieron en palabras. Las palabras se transformaron en nombres que debería investigar en archivos policiales, directorios urbanos y todo tipo de documentación financiera de dominio público.
Siguió la pista de los nombres durante cuatro meses. Investigó nombres de celebridades, de políticos, de delincuentes y de gente anónima.
Repasó necrológicas y registros de antecedentes penales. Comprobó por cuadruplicado nombres, fechas y cifras y cruzó todos los datos destacados.
Investigó nombres relacionados con números, relacionados a su vez con informes públicos de tenedores de acciones.
Valoró nombres y números para su propia cartera de inversiones… y acabó por reunir una impresionante historia secreta de connivencias financieras.
Entre quienes habían recibido préstamos del fondo de pensiones del sindicato de Transportistas de los Estados del Medio Oeste se contaban: veinticuatro senadores de Estados Unidos, nueve gobernadores, ciento catorce congresistas, Allen Dulles, Rafael Trujillo, Fulgencio Batista, Anastasio Somoza, Juan Perón, investigadores que habían recibido el premio Nobel, estrellas de la pantalla adictas a las drogas, prestamistas, mafiosos sindicales, propietarios de fábricas revientahuelgas, personas destacadas de la alta sociedad de Palm Beach, empresarios estafadores, chiflados derechistas franceses con grandes propiedades en Argelia y sesenta y siete víctimas de homicidios sin resolver, probables deudores del fondo de pensiones.
El principal prestatario del fondo, el principal proveedor de capitales, era un tal Joseph P. Kennedy, Senior.
Jules Schiffrin había caído muerto en el acto. Debía de haber percibido alguna posibilidad inexplorada en el fondo de pensiones; alguna maquinación que superaba la comprensión de los mafiosos normales y corrientes.
Él podía completar el conocimiento de Schiffrin. Podía concentrar toda su fuerza de voluntad en aquel único asunto.
Cinco meses sin probar una gota le habían enseñado algo: era capaz de cualquier cosa.